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Read Ebook: Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas by Alvarez Guerra Juan

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Ebook has 503 lines and 46045 words, and 11 pages

Trabajosamente y confiados en un todo al instinto de los caballos, principiamos la ascensi?n del famoso monte. Las afiladas hojas de la fresa silvestre y las entrelazadas ramas de las guayabas, obligaron m?s de una vez ? que se hiciera uso de la cuchilla para dejarnos paso en aquellos estrechos desfiladeros apenas hollados por humana planta.

El Sungay, con sus innumerables precipicios, sus estrechas cortadas revestidas de musgos y helechos, su vegetaci?n virgen, los panoramas que se admiran desde sus pintorescas mesetas, el rumor de arroyos y cascadas que lo salpican, los indescriptibles y misteriosos ruidos que produce el bosque en la hoja que oscila, el ave que cruza, el agua que gime, la guija que rueda, el insecto que zumba y los miles de millones de seres que componen el impenetrable mundo de lo infinitamente peque?o, con sus cantos, su lenguaje y su idioma, tan impenetrable como lo son los profundos misterios de los oc?anos de luz donde giran las creaciones de lo infinitamente grande, compendian uno de los sitios m?s bell?simos de la perla del Oriente.

Un amanecer contemplado desde una de las alturas de Sungay es indescriptible. Las tintas que proyecta el sol naciente en las nubes y los cambiantes que se suceden en los horizontes de verdura, poseen una riqueza de luz y una fuerza de colores tan potente, que ? ser posible trasladarlas al lienzo se creer?a el sue?o de un artista.

De hondonada en hondonada; y de precipicio en precipicio, dieron las cabalgaduras con nuestros huesos en el t?rmino de la ascensi?n. Nos encontr?bamos en la l?nea que divide las provincias de Cavite y Batangas. La divisi?n de estas provincias la deciden la direcci?n de las corrientes que se deslizan por las pendientes del Sungay.

A la vista ten?amos la laguna, viendo elevarse perezosamente del cr?ter del volc?n columnas de espeso y blanco humo.

A la falda del Sungay se extend?an diseminadas las casas de Talisay, adonde llegamos ? cosa de las diez de la ma?ana.

El d?a estaba bastante entoldado, y el calor no mortificaba como de ordinario.

Hoy que han pasado muchos a?os, recuerda la vieja con pena aquel incidente de joven, que despu?s de todo, conociendo el car?cter indio no tiene nada de extra?o.

La raza india, cuanto m?s pura y m?s lejos est? de las grandes capitales, mira al espa?ol con una especie de adoraci?n. Sus palabras son ?rdenes que jam?s comenta, de aqu? el sucedido de dar ? un sastre un pantal?n de modelo con un remiendo y hacer siete que se le hab?an encargado con siete remiendos iguales.

La revelaci?n del Padre me hizo fijar la atenci?n en la capitana y me persuad? de que si hab?a perdido con los a?os su hermosura, en cambio hab?a acaudalado con la experiencia cierta discrecional filosof?a que descubr?a un talento nada com?n, y una amabilidad y deseo de servir tan natural como verdadero.

Se nos hab?a olvidado decir que la capitana era rica. Esto aunque no nos lo dijeron, ya lo hab?amos nosotros traducido en la pureza de un riqu?simo terno de brillantes que la adornaban.

La antigua capitana de Talisay no solamente ten?a buenas alhajas, sino que tambi?n era due?a de un gran bote que con sus correspondientes remeros puso ? nuestra disposici?n.

Los contornos del monte no presentan ninguna regularidad, revelando su situaci?n, conjunto y configuraci?n, las huellas de un gran cataclismo.

En las primeras capas que lamen las aguas, dif?cilmente crecen algunos raqu?ticos arbustos sin verdura, frutos ni flores. M?s arriba piedras calcinadas y residuos volc?nicos son los componentes de aquel coloso que revela en la espesa columna de humo que se eleva de su cr?ter que en sus entra?as de granito duermen los genios de las ruinas y de los estragos.

?Desgraciados pueblos los de Taal y Talisay si en el libro de las l?grimas est? escrita una nueva erupci?n!

Las aguas de la laguna tienen una inmovilidad tan constante, un color plomizo tan pronunciado y una superficie tan siniestra, que su conjunto parece reflejar la maldici?n que pesa sobre las dormidas aguas del mar Muerto.

A cosa de las cuatro de la tarde, bajo un cielo cubierto de negruzcos nubarrones y una temperatura sofocante, atracamos el bote ? la falda de la monta?a. La ascensi?n es dif?cil por ser en algunos puntos la pendiente muy pronunciada. El calor nos ahogaba; las materias volc?nicas rechinaban bajo nuestros pi?s y experiment?bamos los efectos de la fuerte irradiaci?n que lo avanzado de la tarde y la falta de sol operaban en las masas calizas impregnadas de los ardientes rayos tropicales. La monoton?a del camino, de cu?ndo en cu?ndo era interrumpida por precipicios, siniestros testigos que vienen ? ense?ar al viajero antiguos c?uces por los cuales ha corrido la lava y el fuego.

De trecho en trecho, el ruido producido por nuestras pisadas nos indicaba pas?bamos sobre b?vedas. ?Qu? guardar?n estas? ?D?nde terminar? su fondo? ?Profundos misterios de la divina ciencia impenetrables ? la humana materia!

Varias veces tuvimos que pararnos ? fin de cobrar aliento.

Unas cuantas varas m?s y estar?amos en la l?nea del v?rtice.

Las nubes del poniente confusamente coloreaban el paso del sol; su luminoso disco se aproximaba ? su ocaso, cuando un grito se escap? de todos los labios y una fuerte palpitaci?n se experiment? en todos los pechos.

Est?bamos en el v?rtice. Ten?amos la profunda sima del volc?n bajo nuestros pi?s. La percepci?n del panorama es tan instant?nea y la grandiosidad del conjunto tan colosal, que el esp?ritu se sobrecoge ante aquella maravilla, no dando por largo tiempo cabida m?s que ? una muda al par que profunda admiraci?n.

Las proporciones del cr?ter son colosales. Lo forma en su conjunto la cavidad que deja el monte, el cual constituye en su configuraci?n un cono, cuya base mide de bojeo unas 9 millas.

En el fondo del cr?ter se ven desigualdades, alternando las prominencias con lagunas de m?s ? menos extensi?n, impregnadas de materias azufradas seg?n revelan el color de sus aguas.

Por intervalos y con m?s ? menos intensidad, se elevan columnas de humo de las distintas prominencias, que vienen ? ser cual si el fondo estuviera salpicado de peque?os hornillos.

Aunque con trabajo y peligros puede bajarse al cr?ter, cont?ndose en Talisay de un viajero, que no solamente descendi?, sino que permaneci? en el fondo muchas horas.

La mayor ? menor cantidad de humo que espele el volc?n, la intensidad de cal?rico que irradia, la actividad en que mantiene sus hornillos, y las altas temperaturas y emanaci?n de gases que constantemente se observa en las peque?as lagunas, son indicios ciertos de que la lava y el fuego germinan en su seno.

El cu?ndo y el c?mo se form? el volc?n, ni la historia lo dice, ni la tradici?n lo relata; solo la configuraci?n del monte, la relaci?n que en s? guarda con las vertientes del Sungay y el estudio del suelo, pueden conducirnos ? la hip?tesis m?s ? menos aproximada de suponer haber corrido por lo que hoy es laguna, una cordillera, que comprender?a desde las faldas del Sungay, ? las riberas de la laguna de Bay, y qui?n sabe si llegar?a m?s all?, encadenando sus ?speras lomas con los picos de la isla del Talin, yendo ? perderse entre la fragosidad de Morong y Nueva Ecija.

Suposiciones son estas que no tienen comprobante alguno en narraci?n escrita.

La ?ltima erupci?n del volc?n acaeci? h? m?s de un siglo, pereciendo entre la ceniza y el fuego, entre otros muchos, la mayor parte de los habitantes del pueblo de Sala. El fraile que administraba su parroquia, describe el fen?meno en las siguientes l?neas que literalmente copiamos:

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M?s de un siglo hace que el coloso duerme sobre las inm?viles aguas, envuelto entre el humo y las brumas. ?Dios haga que sus impenetrables misterios no rompan alg?n d?a sus grandiosas c?rceles de piedra!

El capit?n, la tripulaci?n y el escaso pasaje experimentaba el malestar de la calma y el calor tropical, tanto m?s sensible, cuanto que nos encontr?bamos bajo la influencia de uno de los puntos m?s angostos del estrecho.

La maniobra se hac?a cada vez m?s dif?cil por el poco espacio de que se pod?a disponer, y sobre todo, por la fuerza de las corrientes que ora nos llevaban ? las playas de Batangas, ora ? las peligrosas costas de Mindoro, entre cuyas dos provincias se destacan los perfiles de la isla verde, atalaya que domina la entrada del estrecho que va ? morir en San Bernardino, pe??n que azotan las aguas del Pac?fico.

No hay nada en el mundo tan aburrido, como las horas que se suceden en un barco que se duerme bajo la influencia de las calmas.

Cuando no reinaba calma, la ventolina soplaba por la misma proa. ?Parec?a cual si el islote se resistiera ? dejarnos libre aquel dif?cil paso en medio del cual se levanta!

A la ca?da de la tarde del diez y nueve, las densas nubes que perezosamente descansaban sobre los lejanos picachos de Mindoro oscilaron en el firmamento, rodando ? los pocos momentos compactas por la celeste b?veda, al empuje del tan deseado SE. Nuestro horizonte poco ? poco fu? cubri?ndose de los blancos copos desprendidos de la regi?n de las puras brumas, destac?ndose entre aquellos alg?n siniestro nubarr?n, arrancado por el viento del seno donde se engendra el rayo.

Una vez que qued? la isla Verde entre la espumosa estela que dejaba en las aguas una marcha de nueve millas, el estrecho se ensancha y la navegaci?n se hace m?s franca y menos peligrosa.

Respecto ? estas razas, apenas conocidas, dice una notable publicaci?n que vi? la luz en Manila, lo que sigue:

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Los tinguianes es otra raza que se extiende por las monta?as del Este de Ilocos hasta la provincia de Abra: son mucho m?s civilizados que los igorrotes, y casi no merecen la denominaci?n de salvajes. Los hombres usan calzones anchos y una chaqueta ? chupa cerrada por delante, como la de los chinos: se arrollan una tela ? especie de toalla ? la cabeza, cuyas puntas con flecos caen con gracia sobre la espalda. Las mujeres usan el mismo traje que las igorrotas, con la ?nica diferencia de ser de color blanco, as? como el de los hombres, muy aseado, y bordadas las orillas de colores cuando est?n de gala; desde la mu?eca al codo se atan unos anchos brazaletes de abalorios de colores, tan apretados, que les suele producir inflamaci?n en el brazo y la mano. Del mismo adorno usan algunas en los pi?s y hasta en la cabeza, ci??ndose tambi?n un turbante, y otras se ponen una especie de banda cuyo traje en conjunto es vistoso y bonito. El cutis de esta raza es blanco, y con corta diferencia como el de los chinos; su vida es frugal y aislada; comercian con los pueblos de cristianos; pagan reconocimiento en frutos ? en dinero; compran tabaco en los estancos de los pueblos reducidos, pero en una cantidad dada, que reparten con equidad entre todos los vecinos de una rancher?a, son limpios y observan entre s? cierta etiqueta, viven tranquilos en sus pueblecillos, y su car?cter pac?fico pero suspicaz, los aproxima mucho ? los indios civilizados. Hay algunos pueblos de ellos reducidos al cristianismo y cultivan extensos campos de arroz, teniendo piaras de carabaos, caballos y bueyes: se ejercitan en la caza de venados y son enemigos de los igorrotes. Esta raza por su color, facciones y traje, se cree sea descendiente de los chinos, que seg?n tradici?n, se internaron por estos montes desde la provincia de Pangasinan cuando el pirata Limahon fu? batido y obligado ? reembarcarse; pero la historia de aquellos tiempos nada dice de que quedasen estos restos del ej?rcito, antes bien asegura, que todos se embarcaron; pero ello es que esta raza de infieles es distinta enteramente de las dem?s que pueblan los montes del Norte de la isla de Luz?n. Hay otra raza llamada de guinanos que habitan la parte interior del pa?s y ? la falda Este de la gran cordillera, que separa al Abra de Cagayan; son de car?cter feroz, y en los meses de Febrero y Marzo suelen hacer sus correr?as al Abra con solo el objeto de cortar cabezas, sean de cristianos, sean de tinguianes ? igorrotes: para ello se aprovechan de alg?n descuido; en teniendo alguna cabeza humana se retiran ? sus pueblos con gran algazara, donde celebran una gran fiesta que dura muchos d?as. Conclu?da la fiesta, el mat?n guarda cuidadosamente el cr?neo como prueba de su valent?a, y es tanto m?s estimado por sus compoblanos, cuantas m?s cabezas ? cr?neos adornan sus casas; suelen tambi?n estar en continua guerra unos pueblos con otros; siempre acometen ? traici?n, y con grandes alaridos al echarse encima de la v?ctima. Aun no ha sido posible hacer que penetrara hasta ellos la luz evang?lica.

Los negritos que ocupan las monta?as de Ilocos m?s bien se extienden hacia la parte de Ilocos Norte que hacia el Sur; se diferencian poco de los dem?s negros de los otros montes de las islas; su escaso vestido suele ser de c?scara ? corteza de ?rboles ? alguna manta tosca; pagan reconocimiento cuando se les puede hallar, reconocen por reyezuelo al m?s viejo entre ellos, y entierran sus difuntos en el monte, poniendo junto al cad?ver eslab?n, piedra, yesca, un arma y un pedazo de carne de venado, y todo el que de ellos pasa pr?ximo, ha de dejar algo de lo que cogi? en la caza ? le dieron los cristianos.>>

En otro lugar leemos:

Se casan muy j?venes y aunque no se re?nen con sus mujeres, se les ve tomar estado ? los ocho ? nueve a?os. Les gusta mucho estar junto el fuego; encienden grandes hogueras, y por la noche se acuestan sobre la ceniza caliente; para mayor abrigo suelen poner entre dos ?rboles una especie de techado de hoja de palma, y por la ma?ana levantan el campo para volver ? dormir donde les coge la noche.

Las mujeres paren tambi?n sobre la ceniza: conclu?do el parto se ba?an y vuelven ? acostarse sobre ella y ? cuidar de su hijo, el que cuando marchan lo llevan pendiente del cuello ? ? la espalda, sostenido por un lienzo atado, ? por una corteza de ?rbol apoyada en la nuca.

No se les conoce religi?n alguna. Comen puercos de monte, venados y ra?ces alimenticias; pero nunca lo verifica uno solo. Tienen castigos de pena de la vida para s? y para sus hijos por varios delitos; uno de ellos es el de robar una mujer ajena; pena conmutable, entregando flechas y armas.

Nombran sus jefes ? los m?s ancianos. Entre los que frecuentan para su comercio los pueblos cristianos, se suele investir ? uno de ellos del car?cter de justicia, el cual impuesto de su cargo, los reune y presenta cuando se les llama para el trabajo.

Por m?s esfuerzos que se han hecho por los PP. Misioneros y por las autoridades de las islas para civilizar ? los negros aetas, y hacerlos vivir en sociedad, todo ha sido infructuoso. Aman su vida errante y salvaje, y tarde ? temprano se vuelven ? ella; ha sucedido ya estar un negro enteramente civilizado y aun haber seguido estudios, y ha desaparecido para volverse al monte ? vivir desnudo y salvaje entre sus compa?eros. Estos desgraciados se niegan siempre ? la luz de la verdad y de la raz?n.>>

Las anteriores l?neas son la prueba m?s concluyente de lo mucho que falta por hacer en Filipinas. A la vista de Manila, en su misma bah?a, en la provincia de Bataan, se destaca la sierra de Mariveles; pues bien, en sus bosques hay razas errantes sin m?s dominio ni ley, que las que Dios les dicta, ni la potente voz de los elementos que se desarrollan sobre la inmensa copa de los ?rboles que les dan sombra, alimento y guarida, y las que impone en la punta de sus flechas el que impera por la ley del m?s fuerte.

El estado pac?fico en que viven las razas de Mariveles, es sin duda la causa del por qu? no se las ha reducido, ? pesar de habitar ? las puertas de Manila.

La peque?a isla de Banton, nos trajo ? la memoria un sin n?mero de recuerdos y un gran caudal de observaciones. En sus estrechos l?mites habitaba nuestro querido amigo el Padre Pablo, fraile recoleto de gran iniciativa, ciencia y decisi?n, que despu?s de haber desempe?ado en Filipinas la supremac?a del poder en la Orden, hab?a dejado el peso y responsabilidad del Provincialato, por el recogimiento, la quietud y el aislamiento de la parroquia de Banton, islote casi desierto, inhospitalario y desprovisto de cuanto constituye lo m?s necesario de la vida.

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