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Read Ebook: Viajes por Filipinas: De Manila á Albay by Alvarez Guerra Juan

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Ebook has 405 lines and 48631 words, and 9 pages

Durante los primeros platos que se sirvieron no tomaron parte en la conversaci?n.

Miraban y com?an con el embarazo propio de quien sabe es observado. Varias veces que la hermana menor alz? los ojos, encontr? frente ? frente los m?os, que procuraban investigar lo que se albergaba tras aquellas negr?simas pupilas. El fondo de todo abismo es negro. Los ojos de la primera mujer que pec? no s? de qu? color ser?an, pero los de la primera que oblig? ? pecar, de seguro eran negros.

Habiendo notado que por momentos se cubr?a de palidez el rostro de la m?s joven, no pude menos de interrogarla; su hermana se fij? un ella y repiti? mi pregunta, con las circunstancias de hacerla m?s familiar y concluirla con un nombre.--?Qu? tienes, Enriqueta?--Nada,--replic? la interrogada,--sin duda un poco de mareo.--Vamos,--continu? aquella,--est? visto que no puedes embarcarte ni en un bote; y es extra?o; pues fig?rense ustedes,--a?adi? dirigi?ndose ? nosotros,--que est? bien acostumbrada ? la mar, pues ella es del Puerto y yo de la Isla.

--Bien, pero esta se?orita se embarcar?a en ferrocarril.

--Pero s? en Cavite y en San Roque.

--Cabal, ella del Puerto y yo de la Isla.

El mareo de Enriqueta debi? ir en aumento, pues antes de concluir la comida se levant?, dici?ndole ? su hermana:--Acomp??ame, Matilde.

Enriqueta y Matilde, pues ya sabemos sus nombres, abandonaron la mesa, quedando solamente el sexo fuerte.

El almuerzo termin?, y siguiendo la a?eja costumbre, el fraile se despidi? de nosotros para buscar una tranquila y c?moda digesti?n en unas horas de siesta. En la ligera conversaci?n que tuvimos durante el caf?, supe que aquel reverendo padre hacia la friolera de cuarenta y siete a?os que arrib? ? estas playas. Mientras sabore? el caf? habl? largamente con su criado, quien en su larga pr?ctica de quince a?os que estaba ? su servicio, deb?a conocerle perfectamente sus gustos y necesidades. Siento no poder trasladar ni una s?laba de lo que se dijeron, pues lo hicieron en bicol, ?nica forma de entenderse, pues el criado no conoc?a ni una sola palabra de las que forman la rica y armoniosa lengua castellana.

Sentados en c?modos sillones de bejuco y aspirando, sino el aroma, por lo menos el humo de un segundo habano, quedamos sobre cubierta, Lu?s, el capit?n y mi persona. Se habl? del viaje, de las costas que ?bamos perdiendo en los horizontes y de varios episodios de abordo, quedando, por ?ltimo, en silencio, aletargados de esa dulce somnolencia ? que predispone un buen almuerzo, una temperatura agradable y una retorcida hoja de Cagayan.

Las horas de la tarde fueron anunci?ndose una ? una en los golpes del bronce, dados por el vigilante guarda de proa.

A las cinco se sirvi? la comida.

Las mestizas no se presentaron.

La mar se hab?a rizado ? las caricias de un fresco Noroeste.

Los balances cada vez m?s sensibles avivaron la comida, que fu? servida en la c?mara.

Cuando subimos sobre cubierta se desvanec?a en los horizontes del Poniente la luminosa transparencia del d?a, yendo poco ? poco borr?ndose los contornos de los monstruosos grupos que dibujan en las nubes los ?ltimos destellos del sol.

A la tenue y melanc?lica luz del crep?sculo divisamos ? la banda de babor una cenicienta faja. Eran las costas de Tayabas. Sobre aquellos picachos de eterna verdura fijaba mi vista con la misma insistencia con que lo hace el que trata de reconocer ? larga distancia las facciones de un s?r querido.

La campana de proa anunci? la oraci?n.

La mariner?a ces? en sus faenas, rein? el silencio y la plegaria alz? su vuelo ? otros mundos. La m?a fu? un recuerdo para los seres queridos que habitan aquella lejana tierra que iba perdi?ndose entre los crespones de la noche. El nombre de Tayabas arrancar? siempre una vibraci?n ? nuestra alma.

Conclu?da la oraci?n nos dimos las buenas noches, siguiendo las legendarias costumbres de nuestros abuelos, cubrimos nuestras cabezas y tomamos asiento al abrigo de la camareta del tim?n.

Veinticinco S?kerhets-Tandstikor, que es como si dij?ramos veinticinco ?mulos de Cascante hab?an rozado el amorfo bet?n de la caja cuando sonaron las diez en el reloj de la c?mara. Pol?ticamente dimos las buenas noches, y en efecto, buena la fu? para m?, pues no tard? en quedarme dormido el tiempo que invert? en contar unos cien golpes de la h?lice, golpes que entre sue?os los asemejaba yo ? otras tantas pulsaciones de aquel monstruo de hierro, en cuyas entra?as dorm?a con la tranquilidad del que jam?s hab?a roto un plato.

Sal? de la c?mara. La mar estaba tan perfectamente dormida, cual yo lo hab?a estado dos horas antes. Una brisita impregnada de puras emanaciones azoadas daban elasticidad y bienestar ? todo el cuerpo. Bienestar que en m? se aument? al ver el inveros?mil pi?, por lo peque?o, de Enriqueta, la que sub?a por la escalera de la cubierta recogiendo ligeramente su saya de fuertes colores.

Con la confianza que da el vivir bajo un mismo techo, y la que presta todo viajero, me acerqu? ? la mestiza, sirvi?ndome de introductor su pasado mareo. Hablamos de varias cosas, indiferentes al principio, acentuadas despu?s, ? intencionadas m?s tarde. Enriqueta ten?a suelto su rizado y hermoso pelo, este arranc? de mis labios la primera palabra del arriesgado lenguaje de las personalidades. La mestiza por lo general es muy susceptible, as? que es dif?cil abordar esos sabrosos discreteos en que entran en juego la galante frase, la emboscada promesa y las incipientes sensaciones.

--Gracias por la lisonja,--contest? Enriqueta sonriendo, al par que instintivamente jugaba con las espirales de uno de sus hermosos rizos.

--No hay lisonja alguna, pues presumo no aceptar? como tal el que la duela la cabeza.

--Antes de los dolores que solo son presuntivos se ha ocupado de una abundancia que por mucha que sea, jam?s creemos excesiva las mujeres.--Esta contestaci?n me hizo comprender que no solo ten?a ? mi lado una mujer hermosa sino tambi?n una mujer discreta.

La impertinente voz de Matilde llamando ? su hermana cort? nuestra conversaci?n.

Hasta el almuerzo no volvi? ? salir Enriqueta de su camarote. Mientras dur? aquel se habl? de distintas cosas, sin que pudiese reanudar la conversaci?n pendiente, pues no bien se sirvi? el caf? se volvieron ? la c?mara las dos mestizas.

Por la tarde tuve ocasi?n de acercarme ? Enriqueta de quien supe varios detalles de su vida. Aquella era mestiza inglesa, su padre respetable comerciante escoc?s hab?a heredado de sus mayores toda la rigidez de los principios puritanos, en cuya doctrina hacia dos a?os hab?a bajado ? la tumba, dejando ? Enriqueta bajo la guarda de Matilde, casada hacia alg?n tiempo con un comerciante espa?ol quien ? la saz?n se encontraba en la provincia de Albay dedicado ? su profesi?n.

Enriqueta varias veces hab?a significado sentimiento por ausentarse de Manila; trat? de indagar la causa y ? vuelta de algunos rodeos supe que aquella iba todos los s?bados al cementerio protestante, en cuyo solitario recinto descansaban los restos de su padre, cuya tumba ten?a limpia de ramas y malezas el filial cuidado de Enriqueta, quien me dijo que el peque?o enverjado que cierra el mausoleo estaba recubierto de las rojas campanillas de las trepadoras enredaderas, ? cuya sombra se resguardaban gran n?mero de macetas en las que se criaban pintadas y caprichosas flores.

--Siento no estar en Manila en esta ocasi?n,--dije cuando concluy? Enriqueta de darme aquellos pormenores.

--Mi ausencia ser? corta, pues mi cu?ado trata de realizar su negocio, y nos volveremos en seguida; entretanto he dejado bien gratificado al guarda, con promesa de aumentar el premio, si ? mi vuelta encuentro en perfecto estado el peque?o jard?n que sombrea los dorados caracteres que se?alan sobre el m?rmol el nombre de mi padre.

Enriqueta al pronunciar aquellas palabras se qued? callada, vagando su mirada por el Oc?ano en cuyo majestuoso desierto quiz? evocar?a su querida memoria. Hay silencios que deben respetarse. Enriqueta por largo tiempo no separ? sus negr?simas pupilas de las azules ondas, cuya movible superficie retrataba las cenicientas nubes que preceden ? la noche. Esta bien pronto nos envolvi? con sus sombras.

--No, se?ora; es la primera vez que voy ? ella, y lo hago como el que nada busca ni desea.

--Ya desear? y buscar?.

Yo no pude sondear toda la intenci?n de aquellas palabras.

--No pienso escribir una l?nea m?s. Todos los hombres nacemos con una cruz que llevar y un calvario que recorrer, la cruz del escritor es muy pesada y su calvario muy largo, as? que creo imposible el que vuelva ? emprender tan espinoso camino.

--Creo haber o?do ? le?do no s? en donde, que la palabra imposible no estaba en el diccionario espa?ol.

--Si tuviera derecho para ello lo mandar?a; Como no lo tengo solo me limito ? expresar un deseo.--Al decir esta ?ltima palabra, sin duda creyendo hab?a ido m?s all? de lo que se propon?a, se levant?, d?ndome las buenas noches, al par que me tend?a una de sus manos.

--Juro que s?.

Al alejarse Enriqueta de mi lado experiment? un triste vac?o dentro de mi alma.

A los pocos momentos o? se cerraba su camarote.

Dorm? aquella noche, pero no cual la anterior: so?? que Enriqueta y yo arranc?bamos juntos las gramas de la tumba de su padre.

Al amanecer del d?a 7 ten?amos ? la vista un extenso caser?o.

Una boya que se balanceaba ? un tiro de pistola de un r?stico pantal?n de madera se puso al alcance de las maniobras del barco y ... ?fondo! grit? el capit?n, confundi?ndose ?l ruido de hierro de la cadena, con el del bronce de dos campanas que tocaban en tierra. La una se alzaba en el torre?n de la iglesia, la otra en la puerta de un almac?n de dep?sito. La religi?n llamaba al cristiano, el trabajo convocaba al obrero. Aquel pueblo se despertaba ? la voz de la fe y ? la voz del trabajo. ??Sacrosanto lenguaje, que hace feliz ? todo el que comprende!!....

Quico qued? en el encargo de recoger los equipajes. Lu?s y yo pusimos el pie en la plancha; nos columpiamos dos minutos sobre las movibles tablas del pantal?n y pisamos tierra de Albay.

Est?bamos en Legaspi.

La provincia de Albay.--Situaci?n.--Etimolog?a.--Pueblo de Albay--Su aspecto--Casa Real.--La Administraci?n de Hacienda.--El Tribunal.--La c?rcel.--Su mala disposici?n.--Obras principiadas.--Principios humanitarios convertidos en inhumanitarios.--Monumento ? Pe?aranda.--La iglesia.--El Gogong y el Lig?ion--La raza bicol.--Estad?stica.

Frente ? la Casa Real hay un hermoso y espacioso jard?n en cuyo centro se alza un sencillo monumento dedicado ? la memoria del Gobernador D. Jos? Mar?a Pe?aranda. La iglesia es de una sola nave, y tanto su construcci?n como cuanto contiene, es muy pobre. Su administraci?n corre ? cargo de un cl?rigo ind?gena.

Nada tiene este pueblo de particular que, de contar sea, salvo recordar la bell?sima vega en que se asienta, y las aguas termales del Gogon, cuyo manantial se encuentra ? las faldas del Sig?ion, heraldo del grandioso Mayon, que se alza ? su espalda.

En Albay como en toda la provincia se habla el bicol siendo esta raza inferior ? la tagala, y as? se ve que donde quiera que aparece un tagalo, bien pronto se impone.

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