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Read Ebook: La Tierra de Todos by Blasco Ib Ez Vicente

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Ebook has 2330 lines and 93413 words, and 47 pages

#LA TIERRA DE TODOS#

VICENTE BLASCO IBA?EZ

PROMETEO German?as, 33.--VALENCIA 1922.

#LA TIERRA DE TODOS#

#I#

Como todas las ma?anas, el marqu?s de Torrebianca sali? tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y peri?dicos que el ayuda de c?mara hab?a dejado sobre la mesa de su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parec?a contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de Par?s, frunc?a el ce?o, prepar?ndose ? una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Adem?s, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haci?ndole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada <>, por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban ? considerar hist?rica ? causa de su exagerada duraci?n, recib?a con m?s serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. ?l ten?a una concepci?n m?s anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta ma?ana las cartas de Par?s no eran muchas: una del establecimiento que hab?a vendido en diez plazos el ?ltimo autom?vil de la marquesa, y s?lo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores--tambi?n de la marquesa--establecidos en cercan?as de la plaza Vend?me, y de comerciantes m?s modestos que facilitaban ? cr?dito los art?culos necesarios para la manutenci?n y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa tambi?n pod?an escribir formulando id?nticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la se?ora, que le permitir?a alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban ? manifestar su disgusto mostr?ndose m?s fr?os y estirados en el cumplimiento de sus funciones.

Muchas veces, Torrebianca, despu?s de la lectura de este correo, miraba en torno de ?l con asombro. Su esposa daba fiestas y asist?a ? todas las m?s famosas de Par?s; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente ? su puerta esperaba un hermoso autom?vil; ten?an cinco criados... No llegaba ? explicarse en virtud de qu? leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles pod?an mantener ?l y su mujer este lujo, contrayendo todos los d?as nuevas deudas y necesitando cada vez m?s dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que ?l lograba aportar desaparec?a como un arroyo en un arenal. Pero <> encontraba l?gica y correcta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personas de su amistad.

Acogi? Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello de Italia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones para fiestas.

--Es de mam?--dijo en voz baja.

Y empez? ? leerla, al mismo que una sonrisa parec?a aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melanc?lica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre.

Mientras iba leyendo, vi? con su imaginaci?n el antiguo palacio de los Torrebianca, all? en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines. Los salones, con pavimento de m?rmol multicolor y techos mitol?gicos pintados al fresco, ten?an las paredes desnudas, marc?ndose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros c?lebres que las adornaban en otra ?poca, hasta que fueron vendidos ? los anticuarios de Florencia.

El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas como sus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa, ofreciendo aut?grafos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otros florentinos que se hab?an carteado con los grandes personajes de su familia.

Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extend?an al pie de amplias escalinatas de m?rmol con las balaustradas rotas bajo la pesadez de tortuosos rosales. Los pelda?os, de color de hueso, estaban desunidos por la expansi?n de las plantas par?sitas. En las avenidas, el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundos arcos de triunfo, era semejante ? las ruinas de una metr?poli ennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos a?os sin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida. Resonaban bajo el paso de los raros visitantes con ecos melanc?licos que hac?an volar ? los p?jaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectos bajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.

La madre del marqu?s, vestida como una campesina, y sin otro acompa?amiento que el de una muchacha del pa?s, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.

Sus ?nicos visitantes eran los anticuarios, ? los que iba vendiendo los ?ltimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al ?ltimo Torrebianca, que, seg?n ella cre?a, estaba desempe?ando un papel social digno de su apellido en Londres, en Par?s, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreci? ? los primeros Torrebianca acabar?a por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de m?rmol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.

Conmovido por la lectura de la carta, el marqu?s murmur? varias veces la misma palabra: <>

<>

El marqu?s ces? de leer. Le hac?a da?o, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre se?ora formulaba sus quejas y el enga?o en que viv?a. ?Creer rica ? Elena! ?Imaginarse que ?l pod?a imponer ? su esposa una vida ordenada y econ?mica, como lo hab?a intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!...

La entrada de Elena en la biblioteca cort? sus reflexiones. Eran m?s de las once, y ella iba ? dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar ? las personas conocidas y verse saludada por ellas.

Se present? vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parec?a armonizarse con su g?nero de hermosura. Era alta y se manten?a esbelta gracias ? una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y ? los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta a?os; pero los medios de conservaci?n que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.

Torrebianca s?lo la encontraba defectos cuando viv?a lejos de ella. Al volverla ? ver, un sentimiento de admiraci?n le dominaba inmediatamente, haci?ndole aceptar todo lo que ella exigiese.

Salud? Elena con una sonrisa, y ?l sonri? igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le bes?, habl?ndole con un ceceo de ni?a, que era para su marido el anuncio de alguna nueva petici?n. Pero este fraseo pueril no hab?a perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.

--?Buenos d?as, mi coc?!... Me he levantado m?s tarde que otras ma?anas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar ? mi maridito adorado... Otro beso, y me voy.

Se dej? acariciar el marqu?s, sonriendo humildemente, con una expresi?n de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acab? por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.

--?Tienes dinero?...

Ces? de sonreir Torrebianca y pareci? preguntarle con sus ojos: <>

--Poca cosa. Algo as? como ocho mil francos.

--?Dices que me amas, Federico, y te niegas ? darme esa peque?a cantidad?...

El marqu?s indic? con un adem?n que no ten?a dinero, mostr?ndole despu?s las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.

Volvi? ? sonreir ella; pero ahora su sonrisa fu? cruel.

--Yo podr?a mostrarte--dijo--muchos documentos iguales ? esos... Pero t? eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero ? su casa para que no sufra su mujercita. ?C?mo voy ? pagar mis deudas si t? no me ayudas?...

Torrebianca la mir? con una expresi?n de asombro.

--Te he dado tanto dinero... ?tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.

Se indign? Elena, contestando con voz dura:

Las ?ltimas palabras ofendieron al marqu?s; pero Elena, d?ndose cuenta de esto, cambi? r?pidamente de actitud, aproxim?ndose ? ?l para poner las manos en sus hombros.

--?Por qu? no le escribes ? la vieja?... Tal vez pueda enviarnos ese dinero vendiendo alguna antigualla de tu caser?n paternal.

El tono irrespetuoso de tales palabras acrecent? el mal humor del marido.

--Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto que merece. En cuanto ? dinero, la pobre se?ora no puede enviar m?s.

Mir? Elena ? su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja, como si se hablase ? ella misma:

--Esto me ense?ar? ? no enamorarme m?s de pobretones... Yo buscar? ese dinero, ya que eres incapaz de proporcion?rmelo.

Pas? por su rostro una expresi?n tan maligna al hablar as?, que su marido se levant? del sill?n frunciendo las cejas.

--Piensa lo que dices... Necesito que me aclares esas palabras.

Pero no pudo seguir hablando. Ella hab?a transformado completamente la expresi?n de su rostro, y empez? ? reir con carcajadas infantiles, al mismo tiempo que chocaba sus manos.

--Ya se ha enfadado mi coc?. Ya ha cre?do algo ofensivo para su mujer... ?Pero si yo s?lo te quiero ? ti!

Luego se abraz? ? ?l, bes?ndole repetidas veces, ? pesar de la resistencia que pretend?a oponer ? sus caricias. Al fin se dej? dominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.

Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.

--A ver: ?sonr?a usted un poquito, y no sea mala persona!... ?De veras que no puedes darme ese dinero?

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