Read Ebook: La Tierra de Todos by Blasco Ib Ez Vicente
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Ebook has 2330 lines and 93413 words, and 47 pages
--A ver: ?sonr?a usted un poquito, y no sea mala persona!... ?De veras que no puedes darme ese dinero?
Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parec?a avergonzado de su impotencia.
--No por ello te querr? menos--continu? ella--. Que esperen mis acreedores. Yo procurar? salir de este apuro como he salido de tantos otros. ?Adi?s, Federico!
Y march? de espaldas hacia la puerta, envi?ndole besos hasta que levant? el cortinaje.
Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no pod?a ser vista, su alegr?a infantil y su sonrisa desaparecieron instant?neamente. Pas? por sus pupilas una expresi?n feroz y su boca hizo una mueca de desprecio.
Tambi?n el marido, al quedar solo, perdi? la ef?mera alegr?a que le hab?an proporcionado las caricias de Elena. Mir? las cartas de los acreedores y la de su madre, volviendo luego ? ocupar su sill?n para acodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudes de la vida presente parec?an haber vuelto ? caer sobre ?l de golpe, abrum?ndolo.
Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de su primera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejor ?poca de su vida hab?a sido ? los veinte a?os, cuando era estudiante en la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propio trabajo el deca?do esplendor de su familia, hab?a querido estudiar una carrera <
Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurg?a en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un espa?ol de car?cter jovial y energ?a tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Hab?a sido para ?l durante varios a?os como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos dif?ciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.
?Intr?pido y simp?tico Robledo!... Las pasiones amorosas no le hac?an perder su pl?cida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el per?odo de la juventud hab?an sido la buena mesa y la guitarra.
De voluntad f?cil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompa?arle, se prestaba ? fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el espa?ol se preocupaba m?s de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo m?s ? menos fr?gil de la compa?era que le hab?a deparado la casualidad.
Torrebianca hab?a llegado ? ver ? trav?s de esta alegr?a ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretend?a ocultar como algo vergonzoso. Tal vez hab?a dejado en su pa?s los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba ? Robledo, que hac?a gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano pa?s.
Terminados los estudios, se hab?an dicho adi?s con la esperanza de encontrarse al a?o siguiente; pero no se vieron m?s. Torrebianca permaneci? en Europa, y Robledo llevaba muchos a?os vagando por la Am?rica del Sur, siempre como ingeniero, pero pleg?ndose ? las m?s extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en ?l, por ser espa?ol, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.
De tarde en tarde escrib?a alguna carta, hablando del pasado m?s que del presente; pero ? pesar de esta discreci?n, Torrebianca ten?a la vaga idea de que su amigo hab?a llegado ? ser general en una peque?a Rep?blica de la Am?rica del Centro.
Su ?ltima carta era de dos a?os antes. Trabajaba entonces en la Rep?blica Argentina, hastiado ya de aventuras en pa?ses de continuo sacudimiento revolucionario. Se limitaba ? ser ingeniero, y serv?a unas veces al gobierno y otras ? empresas particulares, construyendo canales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilizaci?n ? trav?s del desierto le hac?a soportar alegremente las privaciones de esta existencia dura.
Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo, en el que aparec?a ? caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba ? sentir las huellas de la civilizaci?n material.
Cuando recibi? este retrato, deb?a tener Robledo treinta y siete a?os: la misma edad que ?l. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, ? juzgar por la fotograf?a, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos pa?ses no le hab?a envejecido. Parec?a m?s corpulento a?n que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegr?a serena de un perfecto equilibrio f?sico.
Torrebianca, de estatura mediana, m?s bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias ? sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que hab?a sido siempre la m?s predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura. Abundaban en ?l las arrugas; los ojos ten?an en su v?rtice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrast?ndose con el v?rtice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca ca?an desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parec?a revelar el debilitamiento de la voluntad.
Esta diferencia f?sica entre ?l y Robledo le hac?a considerar ? su camarada como un protector, capaz de seguir gui?ndole lo mismo que en su juventud.
Al surgir en su memoria esta ma?ana la imagen del espa?ol, pens?, como siempre: <>
Qued? meditabundo, y algunos minutos despu?s levant? la cabeza, d?ndose cuenta de que su ayuda de c?mara hab?a entrado en la habitaci?n.
Se esforz? por ocultar su inquietud al enterarse de que un se?or deseaba verle y no hab?a querido dar su nombre. Era tal vez alg?n acreedor de su esposa, que se val?a de este medio para llegar hasta ?l.
--Parece extranjero--sigui? diciendo el criado--, y afirma que es de la familia del se?or marqu?s.
Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ?No ser?a este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inveros?mil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?... Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto ? dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto s?lo se ve en el teatro y en los libros.
Indic? con un gesto en?rgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levant? el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandaliz? al ayuda de c?mara.
Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se hab?a metido audazmente en la pieza m?s pr?xima.
Se indign? el marqu?s ante tal irrupci?n; y como era de car?cter f?cilmente agresivo, avanz? hacia ?l con aire amenazador. Pero el hombre, que re?a de su propio atrevimiento, al ver ? Torrebianca levant? los brazos, gritando:
--Apuesto ? que no me conoces... ?Qui?n soy?
Le mir? fijamente el marqu?s y no pudo reconocerlo. Despu?s sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicci?n.
Ten?a la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del fr?o. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparec?a con barba en todos sus retratos... Pero de pronto encontr? en los ojos de este hombre algo que le pertenec?a, por haberlo visto mucho en su juventud. Adem?s, su alta estatura... su sonrisa... su cuerpo vigoroso...
--?Robledo!--dijo al fin.
Y los dos amigos se abrazaron.
Desapareci? el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco despu?s se vieron sentados y fumando.
Cruzaban miradas afectuosas ? interrump?an sus palabras para estrecharse las manos ? acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.
La curiosidad del marqu?s, despu?s de tantos a?os de ausencia, fu? m?s viva que la del reci?n llegado.
--?Vienes por mucho tiempo ? Par?s?--pregunt? ? Robledo.
--Por unos meses nada m?s.
Despu?s de forzar durante diez a?os el misterio de los desiertos americanos, lanzando ? trav?s de su virginidad, tan antigua como el planeta, l?neas f?rreas, caminos y canales, necesitaba <
--Vengo--a?adi?--para ver si los restoranes de Par?s siguen mereciendo su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han deca?do. S?lo aqu? puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace muchos a?os.
El marqu?s ri?. ?Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y beber en Par?s!... Siempre el mismo Robledo. Luego le pregunt? con inter?s:
--?Eres rico?...
--Siempre pobre--contest? el ingeniero--. Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el m?s caro de los lujos, podr? hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios a?os de trabajo all? en el desierto, donde apenas hay gastos.
Mir? Robledo en torno de ?l, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitaci?n.
--T? s? que eres rico, por lo que veo.
La contestaci?n del marqu?s fu? una sonrisa enigm?tica. Luego, estas palabras parecieron despertar su tristeza.
--H?blame de tu vida--continu? Robledo--. T? has recibido noticias m?as; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdido muchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta los ?ltimos a?os he ido de un lugar ? otro, sin echar ra?ces. Algo supe, sin embargo, de tu vida. Creo que te casaste.
Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:
--Me cas? con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la corte del zar... La conoc? en Londres. La encontr? muchas veces en tertulias aristocr?ticas y en castillos adonde hab?amos sido invitados. Al fin nos casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muy elegante, pero muy cara.
Call? un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba en Robledo este resumen de su vida. Pero el espa?ol permaneci? silencioso, queriendo saber m?s.
--Como t? llevas una existencia de hombre primitivo, ignoras felizmente lo que cuesta vivir de este modo... He tenido que trabajar mucho para no irme ? fondo, ?y a?n as?!... Mi pobre madre me ayuda con lo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.
Pero Torrebianca pareci? arrepentirse del tono quejumbroso con que hablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese considerado absurdo, le hizo sonreir confiadamente.
--En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso. El banquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has o?do hablar de ?l. Tiene negocios en las cinco partes del mundo.
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