Read Ebook: Nature Mysticism by Mercer John Edward
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Ebook has 105 lines and 12473 words, and 3 pages
En aquel instante la Nen? empujaba la puerta. Ven?a gorjeando; pero al ver ? su padre que se volv?a cerrando las vidrieras y destellando c?lera y horror, qued?se paradita en el umbral, con ese instinto de las criaturas, que se hacen cargo de la situaci?n ps?quica mejor que nadie, y murmur? por lo bajo:
--?Pap? ri?e.... pap? ri?e!
Telmo, al despertar, se meti? los pu?os en los ojos, lamentando haber perdido el sue?o, que era bonito. ?Como que se trataba de revistas, paradas y simulacros, y ?l se hab?a visto ? s? propio convertido en Capit?n General de Cantabria, luciendo un uniforme todav?a m?s majo que el de gala, ostentando plumeros, penachos, galones, cordones, estrellas, caracoleando sobre brioso alaz?n tostado, y con un sable formal, formal, no de palo, sino de reluciente acero!
El despertar no pod?a ser m?s distinto de lo so?ado. El ni?o vi? ? su alrededor lo de todos los d?as, cuadro feo y triste: el camaranch?n s?rdido, descuidado, inmundo, que sudaba por todos sus poros desali?o y abandono. ?Cu?nta melancol?a transpiraban las paredes con su revoque negruzco; el piso de baldosa desigual y cenicienta, mal cubierto aqu? y all? por viej?simos ruedos; las prendas de ropa, bastas, de mal corte y pa?o burdo, m?s sucias que ra?das, pendientes de clavos; las dos camas de hierro pintadas de un azul carcelario, fr?o, con sus mantas de tonos apagados y terrosos, y sus s?banas agujereadas, divorciadas del agua y del jab?n!
Telmo recordaba, como se recuerda un dulce ensue?o, que antes, cuando era peque?ito, hab?a tenido, si no precisamente colchas de seda y palacios por morada, al menos un interior bien cuidado, cuco, limpio: ?l supon?a que debi? de ser as?, porque le hab?a quedado, de aquella ?poca ya difumada entre nieblas, una sensaci?n de calor tibio, de nido de plum?n que envuelve y abriga. Entonces sus ropas eran aseadas y se adaptaban ? sus carnes; la comida estaba sazonada y gustosa; en invierno un brasero calentaba la habitaci?n; en verano se percib?a un conjunto claro y fresco, de cortinas planchadas y de visillos que tamizaban la luz. Todo esto no lo detallaba el muchacho con precisi?n absoluta; sus reminiscencias se confund?an, y s?lo se destacaba, con pleno realce, un rostro de mujer, que, si di?semos voto ? Telmo en materias de hermosura, dir?amos que era de belleza soberana. ?Rubia ? morena? ?Muy joven ? en principios de madurez? Eso no lo sab?a Telmo: s?lo s? que era preciosa, y esparc?a en torno suyo bienestar, un ambiente de espliego.
No la vi? ? su cabecera aquel d?a tampoco. Quien andaba por all? era el padre, descolgando el sombrero ru?n, para encasquet?rselo sin previo manejo de cepillo. Mientras el padre se cubr?a, Telmo recibi? la amonestaci?n, ? que ya estaba habituado.
--? ver si te levantas. No haragan?es m?s. Ah? en la cocina te quedan las sopas. ? eso de las dos ve por la calle del Arroyal, que estar? saliendo de casa de Don Pelayo Moragas.... t? bien la sabes, ?eh? Pues agu?rdame all?, que te llevar? ? casa de Rufino.
Dijo esto ?ltimo ? tiempo que ya sal?a, y el pestillo de la puerta cay? con agrio chirrido.
El muchacho no hizo gran caso al consejo de <
Permaneci? cosa de media hora entre s?banas, cerrando los ojos para volver ? so?ar, si era posible, m?s cosas bonitas de aquellas del g?nero b?lico. Lo que es ?l, as? se empe?ase el demonio, militar ser?a. No de tropa, no; jefe, y de los de alta graduaci?n. Lo menos coronel. Y con montura. ?D?nde habr? placer como regir un caballo gallardo, fogoso! Eso ser? la misma gloria.
Decidi?se por fin ? echar una pierna fuera de la cama, y tras la pierna todo el cuerpo. P?sose los pantalones, que por cierto ten?an m?s de un siete y la orilla festoneada de barro; los suspendi? como pudo de los tirantes de orillo; visti? la chaqueta, nueva y decente; encasquet? en la pelona una mala boina casta?a, y no se le ocurri? ni acercarse al palanganero de hierro, donde podr?a remediar algo la suciedad de manos y rostro, ni arar con el batidor la enmara?ada pelambrera. El abandono de su educaci?n hab?a arraigado en su naturaleza infantil, y ? fuer de leg?timo idealista, so?aba con brillantes galones y garzotas blancas, mientras su cuerpo y sus trajes y su vivienda daban asco. Con los cinco mandamientos, en vez de cuchara, despach? la cazuela de sopa grumosa y fr?a, y ya le tienen Vds. dispuesto ? echarse ? la calle.
Cuando sali? del camaranch?n, pudo verse que Telmo no era guapo. Tampoco ha de neg?rsele alguna gracia y gentileza, alg?n atractivo de ese que caracteriza ? los pilluelos, por sucios y derrotados que est?n. La arremangada nariz ten?a su chiste, lo mismo que los gruesos labios de bermell?n, afeados por la forma de la caja dentaria, que los proyectaba demasiadamente hacia fuera. La frente, lobulosa, retroced?a un poco, y la cabeza era de esas lisas por el occipucio, como si hubiesen recibido un corte, un hachazo,--cabezas de vanidosos, de ide?logos,--salvando alg?n tanto lo acentuado de esta conformaci?n, el bonito pelo negro, ensortijado y tupido como vell?n de oveja. Los ojos, infinitamente expresivos, de c?rnea azulada, l?quida y brillante, eran dos espejos del coraz?n del muchacho: en ellos el placer, la pena, la altivez, la humillaci?n, el entusiasmo, la verg?enza, se pintaban fiel ? instant?neamente, reflejando un alma abierta y fogosa. Aquellos ojos ped?an comunicaci?n; buscaban ? la gente, al mundo, para derramarse en ?l. En conjunto, la cabeza del ni?o recordaba la de un negro.... blanco, si es permitida la ant?tesis. No s?lo el dise?o de las facciones, pero la expresi?n candorosa de c?mico orgullo que se advierte en la fisonom?a de los negros ya civilizados y manumitidos, completaban la semejanza de Telmo con el tipo africano, y por su rostro tambi?n pasaban las r?fagas de tristeza y receloso encogimiento que caracterizan ? las razas obscuras, cuando a?n no borraron el estigma de la esclavitud.
Al cruzar la puerta, lo primero que not? Telmo fu? una sensaci?n, ya acostumbrada, de bienestar, bajo la caricia del aire exterior. Aborrec?a las cuatro paredes, y nunca ave cautiva en jaula, fiera circunscrita entre barras de hierro ? gas sellado en redoma, aspir? con m?s energ?a ? la plenitud del espacio. Si le gustaba lo apacible y bello, lo grandioso, lo inmenso, le arrebataba.
Ya no pensaba en reunirse con su padre. Aquel tesoro le imprimi? direcci?n distinta. Por de pronto, le sugiri? que ya estaba en situaci?n de alternar con los dem?s muchachos. No era un concepto reflexivo; m?s bien un instintivo c?lculo, que le dec?a que el dinero, en este p?caro mundo, cubre y facilita muchas cosas. ?l no pod?a apreciar lo exiguo de la suma; no hab?a visto junta, en toda su vida, otra igual, ni parecida siquiera, y los cuarenta reales que danzaban en su faltriquera se le figuraban asi?tico tesoro. Con dos duros todo se puede emprender, y todo se alcanza. Telmo, due?o de cuarenta reales, no pod?a ser el mismo Telmo de ? diario, ?l que no encontraba chico que se asociase ? sus juegos, ?l que en todas partes recog?a envenenada cosecha de sofiones y repulsas.
Dilatado el coraz?n por la esperanza, tan fulminante en la ni?ez, Telmo, sin acordarse de que ten?a padre en el mundo, ech? por el P?ramo de Solares arriba, alcanzando en breve la cuesta. ?Con qu? presteza la subi?! Desde la cima, dominaba la extensi?n del Campo de Belona. All? en el fondo, junto al parapeto, bull?a el grupo ? que so?aba incorporarse. ? dispararse otra vez. La partida no prestaba atenci?n ? aquel chiquillo, que corr?a tanto, que las suelas de sus zapatos, desde lejos, parec?an girar. Los alumnos del Instituto provincial marinedino deliberaban ?c?spita! y la deliberaci?n les ten?a endiosados. ?Como que se trataba nada menos que de un consejo de guerra!
Permanec?a clavado en el mismo lugar, sin ?nimos para decir palabra, agitada la respiraci?n, repentinamente p?lidas las mejillas, el coraz?n bailar?n. Los dos pedazos de plata en que hab?a fundado todas sus osadas hip?tesis, le parec?an ahora m?s ?nfimos que dos ruedas de plomo. Sinti? impulsos de agarrarlos y tirarlos tambi?n, imitando ? la persona que sac? el brazo por la ventana de Moragas. ?Qu? idiotez, suponer que con aquellas monedas se pod?a comprar el derecho de asociarse ? los chicos del Instituto! Ni siquiera prestaban el valor necesario para pronunciar intr?pidamente la frase sacramental: <>
--Vamos ? la playa de San Wintila. ?Te quieres t? venir?
Telmo imagin? que se abr?an los cielos y que escuchaba los c?nticos de los serafines. Paralizado por la emoci?n, con la cabeza dijo que s?.
--Has de obedecer como un recluta.
Nuevo balanceo de cabeza.
--Has de hacer lo que te manden.... y ojo con el miedo.
Adem?n de resoluci?n.
--Pues andando. ?Lisca???!
? este grito de guerra, toda la partida sali? corriendo.
El castillo de San Wintila es uno de los varios fortines con que los ingenieros ? la Vauban del pasado siglo guarnecieron la embocadura de la bah?a marinedina, para resguardar la plaza de nuevos ataques y embestidas del ingl?s. ? fin de llenar mejor su objeto defensivo, ten?a anexo un parque de artiller?a, servido por un polvor?n colocado ? conveniente distancia. Para los tiempos de Nelson, en que si el pundonor y la sublime noci?n del deber militar estaban en su punto, no se hab?an inventado y refinado y perfeccionado como hoy los ingenios y m?quinas de guerra, el castillo de San Wintila era excelente baluarte, capaz de sostener y vigilar la boca de la r?a, hostilizando ? cualquier buque enemigo que asomase ? su entrada. Con todo, seg?n suele suceder en Espa?a desde tiempo inmemorial, la l?nea de fortines que reforzaba la costa de Marineda no es lo m?s adelantado de aquel mismo per?odo en que se construy?: tiene resabios del sistema de fortificaci?n medio-eval, y las formas rom?nticas del castillo roquero pugnan con el exacto trazado geom?trico de la casamata. Por eso, al caer la tarde ? de noche, el castillo de San Wintila, ya medio desmoronado, posee cierta belleza misteriosa de ruina, y representa dos siglos m?s de los que realmente cuenta. Hace mayor este encanto lo pintoresco de su situaci?n. En la zona agreste y desierta que Marineda prolonga hacia el Oc?ano,--ancha pen?nsula de bordes ondulados y caprichosos como la fimbria de una falda de seda,--la costa, despu?s de se?alar con suave escotadura la negra l?nea de pe?ascos que orlan el cementerio, de pronto dibuja una ensenada que, penetrando profundamente en la orilla, se cierra casi, ? la parte del mar, por estrecha garganta, forma debida ? la prolongaci?n y ensanche del arrecife sobre el cual se yergue el castillo. Al lado opuesto del que oprime la angosta boca, estrecho ? canal de la ensenada, se extiende redonda, suave, blanca, deliciosa, una playa de fin?sima arena.
Aun cuando este arenal presente por tierra el acceso m?s f?cil para los que quieran penetrar en el castillo, nuestra partida eligi? descender pasando por delante de la capilla, bajada acaso m?s r?pida, pero tambi?n con m?s exposici?n ? desnucarse, rodando de alg?n precipicio al arrecife ? al fondo de la caleta. La turbulencia de los primeros a?os goza en arrostrar obst?culos y en encontrar dificultades vencibles.
Despu?s de haber conferenciado obra de un minuto, intimaron ? Telmo las disposiciones militares. <
Telmo levant? su graciosa cabeza de negrito blanco; sacudi? briosamente la ensortijada zalea; una sonrisa vanidosa dilat? sus labios gruesos, y afianzando la mano en la cadera, respondi? en?rgicamente: <>
?Genio eminentemente espa?ol de las defensas heroicas de plazas y castillos, en que un pu?ado de hombres entretiene y domina ? un ej?rcito numeroso! ?Morella, Numancia, Zaragoza, Sagunto! Nunca vuestro esp?ritu impuls? ? nadie con m?s fuerza que al bizarro Telmo, cuando ? brincos, ? gatas, veloz como una lagartija, se encaramaba por el interior del ruinoso y destechado fort?n para aparecer, descubierto el cuerpo todo, derramando denuedo, sobre el adarve. En los minutos anteriores ? su ascensi?n por las paredes, no le hab?a faltado tiempo de llenar bolsillos y boina de piedras redondeadas y no muy gruesas,--las mejores para arrojadizas,--? improvisar una honda con la manga de la camisa, que arranc? de un tir?n. M?s que en aquel imperfecto instrumento, fiaba en sus brazos fuertes y nerviosos. Era ambidextro, y contaba ayudarse con la izquierda.
Comprend?an sin embargo los asaltantes que aquello era cuesti?n de tiempo, y esto mismo cebaba m?s su fiereza y su coraje. De trece ? catorce piedras lanzadas ? la vez, ?no hab?a de tocar alguna al defensor? ?No hab?an de herir aquella cabeza que incesantemente se alzaba y hund?a, ? modo de diablillo en caja de chasco? En lucha tan desigual, ? Telmo le tocaba sucumbir. Froil?n Neira , el m?s listo de la partida, la ?nica inteligencia calculadora de la reuni?n, tuvo una idea luminosa.
--No haremos nada, ?pu?o! mientras nos estemos aqu? api?ados.... As? ?l sabe de d?nde viene la piedra y se escabulle.... ? repartirse. Callobre, Augusto y Montenegro, all?.... Rafael y Santos, ? la derecha.... Los dem?s, en aquella pe?a alta.... Yo, en esta otra.... ?Y ? la cabeza! En el pecho duele pero no aturde.... ? la cabeza, entre los dos ojos, que eso derrenga ? un buey.
Con la serenidad de la tarde, la quietud de las olas, el silencio de aquellos parajes solitarios, las injurias llegaban altas y estridentes al defensor de San Wintila. Y no se sabe cu?l fu? m?s pronto, si oirlas ? trepar por las grietas y presentarse de cuerpo entero sobre el adarve, con las manos vac?as, los brazos desde?osamente cruzados sobre el pecho, ensangrentada la faz, el traje desgarrado. Su actitud era de reto y provocaci?n, de un reto orgulloso, de vencedor y h?roe.
Los chicos, sin consultarse, se inclinaron para coger cada uno su piedra, y sin concierto, ? intervalos desiguales, hicieron el molinete, lanzaron el proyectil.... Telmo, inm?vil, sin descruzar los brazos, ni poner en pr?ctica sus acostumbrados medios de defensa, sin correr por el adarve ni descolgarse buscando la protecci?n del muro, aguardaba.... ?Cu?l de aquellas piedras fu? la que primero le alcanz?? La escrupulosidad hist?rica obliga ? confesar que no se sabe. Probablemente le tocaron dos ? un tiempo: una en el brazo izquierdo, otra sobre una oreja, junto ? la sien. Y tampoco se sabe por obra de cu?l de las dos abri? los brazos como el ave que quiere volar, y se desplom? hacia atr?s, precipitado en el vac?o.
Qued?ronse los muchachos aturdidos ante su victoria. No la celebraron con gritos ni con clamoreo triunfal. Hag?mosles justicia: la conciencia les arg??a. Sus corazones nuevos y frescos, sus almas no baqueteadas a?n por las componendas de la experiencia y de la vida, les dec?an ? gritos que el lauro estaba manchado de infame cieno. Rein? entre ellos el silencio m?s profundo. Se miraron. El ruido blando y sordo del mar al estrellarse en la playa, el chapoteo de las olitas contra los escollos del canal, les parecieron voces acusadoras.
--? verlo, ? verlo,--exclam? Montenegro, tomando ? brincos el camino de la fortaleza.
Sigui?ronle los dem?s. Era el arrecife peligroso, resbaladizo; pero los chicos saltariqueaban por ?l lo mismo que gaviotas. La entrada del fort?n no ten?a puerta alguna; ?nicamente amontonadas piedras obstru?an el ingreso, y grandes dovelas ca?das y poderosos sillares volcados formaban una especie de barricada, que zarzas y ortigas hac?an m?s inaccesible. Salvado aquel obst?culo, ten?an que cruzar los sitiadores una poternita baja, y entraban en lo que debi? de ser cuerpo de guardia de los antiguos defensores de la fortaleza, pues a?n se ve?an, en el murall?n, se?ales del fuego de la chimenea ? cocina en la pared denegrida por el humo. All?, sobre un mont?n de escombros que hab?a recibido su cuerpo al caer de lo alto del adarve, yac?a Telmo, ensangrentado, blanco como la cal, sin movimiento ni se?al alguna de vida. Los vencedores se quedaron de una pieza.
--? est? muerto ? lo parece,--dijo Montenegro con pavor.
--?Qu? remedio? ?Te quieres quedar t? ? cuidarlo?
--C?llate t?, c?llate t?, tap?n.... ? ver si te moneas conmigo.... ?Avisar al padre? ? m? no me da la gana de ir ? casa del padre, ?contra!
--Ni ? m?....
--Ni ? m?....
--Ni ? m?, aunque me ofrezcan cien duros....
--Pues largo, que ? lo mejor los municipales nos pillan.... Cada uno por su lado. ?Arre!
El hombre que se hab?a consultado con Moragas, no extra??, al salir de casa del Doctor, el no encontrar ? su hijo. Sab?a que el rapaz era aficionado ? dormir hasta muy tarde, mejor dicho, ? estarse en la cama so?ando despierto, y achac? la inexactitud ? pereza. Ya parecer?a en casa de Rufino.... ? donde Dios dispusiese. Tom? el enfermo calle arriba. Al pasar por delante del edificio que encierra ? la vez el Gobierno civil y el Teatro de Marineda, un instinto ? un h?bito le impuls? ? buscar la sombra de los soportales, y antes de llegar ? la calle Mayor, que se columbraba ? poca distancia rehirviendo en gente y llena de animaci?n, gir? hacia la izquierda y meti?se bajo otra fila de arcos, que forman la soportalada del muelle: Era aquello el reverso de la medalla; no cab?a m?s marcado contraste que el de las tiendas de la calle Mayor--surtidas, desahogadas, luciendo hermosos escaparates de altos vidrios, bien alumbradas de noche por el claro gas--con los pobres tenduchos y figones, y las sospechosas aguardenter?as de las arcadas de la Marina, donde celebraban sus convent?culos cargadores, pescantinas, habaneros reci?n desembarcados, vestidos de dril y con el rostro color de caoba, soldadetes y carreteros del barrio de la Olmeda, que antes de picar ? su yugada para que arrastrase el horrible peso de los bocoyes que abrumaban el carro, aguijaban su propia brutalidad con una dosis de alcohol....
El cliente de Moragas....--? quien atribuiremos el nombre de Juan Rojo,--se detuvo ? la puerta de la aguardenter?a m?s s?rdida, m?s tenebrosa, la que frecuentaba gente m?s perdida y de donde se o?an salir voces m?s avinadas y palabrotas m?s soeces. Antes de entrar, fluctu? un instante. Al fin el Doctor le hab?a mandado que no bebiese gota, que no lo catase siquiera. Luchaba en Rojo la ya imperiosa costumbre con el instinto de conservaci?n ? voluntad de vivir que no abandona, ?cosa extra?a!, ni ? los mismos suicidas, en el cr?tico instante de atentar contra su existencia. <
Las gentes marinedinas, no siendo en tiempo de verano, prefieren pasear antes que anochezca del todo; y huyendo de la temperatura desapacible y del cierzo h?medo que sopla en el Ensanche, se hacinan en la calle Mayor, abrigada por su misma angostura. Llena estaba la calle de una multitud muy emperifollada y muy deseosa de mirarse y divertirse, cuando entr? Juan Rojo. ?ste no produjo ning?n efecto; el gent?o se lo bebi?. Las se?oras sub?an y bajaban, entretenidas, ? en criticarse, ? en observarse de reojo los trapos de cristianar, y ni vieron ? aquel hombre, que, si pod?a interesar al observador, deb?a pasar inadvertido entre el bullicio de una concurrencia tan api?ada como brillante. De las damas que ostentaban su mejor ropa y se paraban ? saludarse y ? curiosear los escaparates de los comercios, ninguna conoc?a ? Juan Rojo. Si alg?n caballero recordaba su cara y su talle, ya se colige que hab?a de hacerse el desentendido. Juan miraba ? diestro y siniestro, sin encontrar m?s que fisonom?as distra?das ? indiferentes.
No obstante, ? la puerta del Casino de la Amistad, en sillas colocadas fuera del vest?bulo, Juan divis? un importante grupo. Compon?anlo el Presidente de la Diputaci?n, el rico fabricante y concejal Castro Quint?s, el brigadier Carton?, el novel abogado y ? ratos periodista Arturito C??amo, el magistrado Palmares, el Fiscal de la Audiencia D. Carmelo Nozales, y el se?or Alcalde de Marineda en persona. Rojo, al acercarse al Casino, mitig? el paso, y puede decirse que se encar? con el corro; mir?les fijamente, y como, al parecer, no le reconociese ninguno, salud? casi en voz alta: <
--?Ay madre! ?El verdugo!
Sinti? Rojo la exclamaci?n como si recibiese una bofetada fr?a en el rostro. Volvi?se, y acerc?ndose ? la criatura, que ya no se agarraba ? las faldas, sino que abrazaba, convulsa, llorando ? gritos, las piernas de su madre, dijo sentenciosamente, alzando la huesuda diestra:
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