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Read Ebook: Cádiz by P Rez Gald S Benito

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Ebook has 2119 lines and 76498 words, and 43 pages

C?diz

Benito P?rez Gald?s

Cuando llegu? a la calle de la Ver?nica, y a la casa de do?a Flora, esta me dijo:

--?Cu?n impaciente est? la se?ora condesa, caballerito, y c?mo se conoce que se ha distra?do usted mirando a las majas que van a alborotar a casa del se?or Poenco en Puerta de Tierra!

--Se?ora--le respond?--juro a usted que fuera de Pepa H?gados, la Churriana, y Mar?a de las Nieves, la de Sevilla, no hab?a moza alguna en casa de Poenco. Tambi?n pongo a Dios por testigo de que no nos detuvimos m?s que una hora y esto porque no nos llamaran descorteses y malos caballeros.

--Me gusta la frescura con que lo dice--exclam? con enfado do?a Flora--. Caballerito, la condesa y yo estamos muy incomodadas con usted, s? se?or. Desde el mes pasado en que mi amiga acert? a recoger en el Puerto esta oveja descarriada, no ha venido usted a visitarnos m?s que dos o tres veces, prefiriendo en sus horas de vagar y esparcimiento la compa??a de soldados y mozas alegres, al trato de personas graves y delicadas que tan necesario es a un jovenzuelo sin experiencia. ?Qu? ser?a de ti--a?adi? reblandecida de improviso y en tono de confianza--, tierna criatura lanzada en tan temprana edad a los torbellinos del mundo, si nosotras, compadecidas de tu orfandad, no te agasaj?ramos y cuid?ramos, fortaleci?ndote a la vez el cuerpecito con sanos y gustosos platos, el alma con sabios consejos! Desgraciado ni?o... Vaya se acabaron los rega?os, picarillo. Est?s perdonado; desde hoy se acab? el mirar a esas desvergonzadas muchachuelas que van a casa de Poenco y comprender?s todo lo que vale un trato honesto y circunspecto con personas de peso y suposici?n. Vamos, dime lo que quieres almorzar. ?Te quedar?s aqu? hasta ma?ana? ?Tienes alguna herida, contusi?n o rasgu?o, para cur?rtelo en seguida? Si quieres dormir, ya sabes que junto a mi cuarto hay una alcobita muy linda.

Diciendo esto, do?a Flora desarrollaba ante mis ojos en toda su magnificencia y extensi?n el panorama de gestos, gui?os, saladas muecas, graciosos moh?nes, arqueos de ceja, repulgos de labios y dem?s signos del lenguaje mudo que en su arrebolado y con cien menjurjes albardado rostro serv?a para dar mayor fuerza a la palabra. Luego que le di mis excusas, dichas mitad en serio mitad en broma, comenz? a dictar ?rdenes severas para la obra de mi almuerzo, atronando la casa, y a este punto sali? conteniendo la risa la se?ora condesa que hab?a o?do la anterior retah?la.

--Tiene raz?n--me dijo despu?s que nos saludamos--; el Sr. D. Gabriel es un chiquilicuatro sin fundamento, y mi amiga har?a muy bien en ponerle una calza al pie. ?Qu? es eso de mirar a las chicas bonitas? ?Hase visto mayor desverg?enza? Un barbilindo que debiera estar en la escuela o cosido a las faldas de alguna persona sentada y de libras que fuera un almac?n de buenos consejos... ?c?mo se entiende? Do?a Flora, si?ntele usted la mano, dirija su coraz?n por el camino de los sentimientos circunspectos y solemnes, e inf?ndale el respeto que todo caballero debe tener a los venerandos monumentos de la antig?edad.

Mientras esto dec?a, do?a Flora hab?a tra?do luengas piezas de damasco amarillo y rojo y ayudada de su doncella empez? a cortar unas como dalm?ticas o jubones a la antigua, que luego ribeteaban con gal?n de plata. Como era tan presumida y extravagante en su vestir, cre? que do?a Flora preparaba para su propio cuerpo aquellas vestimentas; pero luego conoc?, viendo su gran n?mero, que eran prendas de comparsa de teatro, cabalgata o cosa de este jaez.

--?Qu? holgazana est? usted, se?ora condesa!--dijo do?a Flora--, y ?c?mo teniendo tan buena mano para la aguja no me ayuda a hilvanar estos uniformes para la Cruzada del Obispado de C?diz, que va a ser el terror de la Francia y del Rey Jos??

--Yo no trabajo en mojigangas, amiguita--repuso mi antigua ama--y de picarme las manos con la aguja, prefiero ocuparme, como me ocupo, en la ropa de esos pobrecitos soldados que han venido con Alburquerque de Extremadura, tan destrozados y astrosos que da l?stima verlos. Estos y otros como estos, amiga do?a Flora, echar?n a los franceses, si es que les echan, que no los monigotes de la Cruzada, con su D. Pedro del Congosto a la cabeza, el m?s loco entre todos los locos de esta tierra, con perd?n sea dicho de la que es su tiern?sima Filis.

--Ni?ita m?a, no diga usted tales cosas delante de este joven sin experiencia--indic? con mal disimulada satisfacci?n do?a Flora--; pues podr?a creer que el ilustre jefe de la Cruzada, para quien doy estos puntos y comas, ha tenido conmigo m?s relaciones que la de una afici?n pur?sima y jam?s manchadas con nada de aquello que D. Quijote llamaba incitativo melindre. Conociome el Sr. D. Pedro en Vejer en casa de mi primo D. Alonso y desde entonces se prend? de m? de tal modo, que no ha vuelto a encontrar en toda la Andaluc?a mujer que le interesara. Ha sido desde entonces ac? su devoci?n para m? cada vez m?s fina, espiritada y sublime, en tales t?rminos que jam?s me lo ha manifestado sino en palabras respetuos?simas, temiendo ofenderme; y en los a?os que nos conocemos ni una sola vez me ha tocado las puntas de los dedos. Mucho ha picoteado por ah? la gente suponi?ndonos inclinados a contraer matrimonio; pero sobre que yo he aborrecido siempre todo lo que sea obra de var?n, el se?or D. Pedro se pone encendido como la grana cuando tal le dicen, porque ve en esas habladur?as una ofensa directa a su pudor y al m?o.

--No es tampoco D. Pedro--dijo Amaranta riendo--con sus sesenta a?os a la espalda, hombre a prop?sito para una mujer fresca y lozana como usted, amiga m?a. Y ya que de esto se trata, aunque le parezcan irrespetuosas y tal vez imp?dicas mis palabras, usted debiera apresurarse a tomar estado para no dejar que se extinga tan buena casta como es la de los Guti?rrez de Cisniega; y de hacerlo, debe buscar var?n a prop?sito, no por cierto un jamelgo empedernido y seco como D. Pedro, sino un cachorro tiernecito que alegre la casa, un joven, pongo por caso, como este Gabriel, que nos est? oyendo, el cual se dar?a por muy bien servido, si lograra llevar a sus hombros carga tan dulce como usted.

Yo, que almorzaba durante este gracioso di?logo, no pude menos de manifestarme conforme en todo y por todo con las indicaciones de Amaranta; y do?a Flora sirvi?ndome con singular finura y amabilidad, habl? as?:

--Jes?s, amiga, qu? malas cosas ense?a usted a este pobrecito ni?o, que tiene la suerte de no saber todav?a m?s que la t?ctica de cuatro en fondo. ?A qu? viene el levantarle los cascos con...? Gabriel, no hagas caso. Cuidado con que te desmandes, y mal instruido por esta p?cara condesa, vayas ahora a deshacerte en requiebros, y desbaratarte en suspiros y fundirte en l?grimas... Los ni?os a la escuela. ?Qu? cosas tiene esta Amaranta! Criatura, ?acaso el muchacho es de bronce?... Su suerte consiste en que da con personas de tan buena pasta como yo, que s? comprender los desvar?os propios de la juventud, y estoy prevenida contra los vehementes arrebatos lo mismo que contra los lazos del enemigo. Calma y sosiego, Gabriel, y esperar con paciencia la suerte que Dios destina a las criaturas. Esperar s?, pero sin fogosidades, sin exaltaciones, sin locuras juveniles, pues nada sienta tan bien a un joven delicado y caballeroso, como la circunspecci?n. Y si no aprende de ese Sr. D. Pedro del Congosto, aprende de ?l; m?rate en el espejo de su respetuosidad, de su severidad, de su aplomo, de su impasible y jam?s turbado platonismo; observa c?mo enfrena sus pasiones; como enfr?a el ardor de los pensamientos con la estudiada urbanidad de las palabras; c?mo reconcentra en la idea su afici?n y pone freno a las manos y mordaza a la lengua y cadenas al coraz?n que quiere salt?rsele del pecho.

Amaranta y yo hac?amos esfuerzos por contener la risa. De pronto oyose ruido de pasos, y la doncella entr? a anunciar la visita de un caballero.

--Es el ingl?s--dijo Amaranta--. Corra usted a recibirle.

--Al instante voy, amiga m?a. Ver? si puedo averiguar algo de lo que usted desea.

Nos quedamos solos la condesa y yo por largo rato, pudiendo sin testigos hablar tranquilamente lo que ver? el lector a continuaci?n si tiene paciencia.

--Gabriel--me dijo--, te he llamado para decirte que ayer, en una embarcaci?n peque?a, venida de Cartagena, ha llegado a C?diz el sin par D. Diego, conde de Rumblar, hijo de nuestra parienta, la monumental y grandiosa se?ora do?a Mar?a.

--Ya sospechaba--respond?--que ese perdido recalar?a por aqu?. ?No trae en su compa??a a un majo de las Vistillas o a alg?n cortesano de los de la tertulia del Sr. Mano de Mortero?

--No s? si viene solo o trae corte. Lo que s? es que su mam? ha recibido mucho gusto con la inesperada aparici?n del ni?o, y que mi t?a, ya sea por mortificarme, ya porque realmente haya encontrado variaci?n en el joven, ha dicho ayer delante de toda la familia: <>.

--Se?ora condesa, yo a ser usted me reir?a de don Diego y de las mortificaciones de cuantas marquesas impertinentes peinan canas y guardan pergaminos en el mundo.

--?Ah, Gabriel; eso puede decirse; pero si t? comprendieras bien lo que me pasa!--exclam? con pena--. ?Creer?s que se han empe?ado en que mi hija no me tenga amor ni cari?o alguno? Para conseguirlo han principiado por apartarla perpetuamente de m?. Desde hace algunos d?as han resuelto terminantemente que no venga a las tertulias de esta casa, y tampoco me reciben a m? en la suya. De este modo, mi hija concluir? por no amarme. La infeliz no tiene culpa de esto, ignora que soy su madre, me ve poco, las oye a ellas con m?s frecuencia que a m?... ?Sabe Dios lo que le dir?n para que me aborrezca! Di si no es esto peor que cuantos castigos pueden padecerse en el mundo; di si no tengo raz?n para estar muerta de celos, s?, y los peores, los m?s dolorosos y desesperantes que pueden desgarrar el coraz?n de una mujer. Al ver que personas ego?stas quieren arrebatarme lo que es m?o, y privarme del ?nico consuelo de mi vida, me siento tan rabiosa, que ser?a capaz de acciones indignas de mi categor?a y de mi nombre.

--No me parece la situaci?n de usted--le dije--ni tan triste ni tan desesperada como la ha pintado. Usted puede reclamar a su hija, llev?ndosela para siempre consigo.

--Eso es dif?cil, muy dif?cil. ?No ves que aparentemente y seg?n la ley carezco de derechos para reclamarla y traerla a mi lado? Me han jurado una guerra a muerte. Han hecho los imposibles por desterrarme, no vacilando hasta en denunciarme como afrancesada. Hace poco, como sabes, proyectaron marcharse a Portugal sin darme noticia de ello, y si lo imped? present?ndome aquella noche en tu compa??a, me fue preciso amenazar con un gran esc?ndalo para obligarlas a que se detuvieran. La de Rumblar me cobr? un aborrecimiento profundo, desde que supo mi oposici?n a que In?s se desposase con el tunantuelo de su hijo. Mi t?a con su idea del decoro de la casa y de la honra de la familia me mortifica m?s que la otra con su enojo, que tiene por m?vil una desmedida avaricia. Si me encontrara en Madrid, donde mis muchas relaciones me ofrecen abundantes recursos para todo, tal vez vencer?a estos y otros mayores obst?culos; pero nos hallamos en C?diz, en una plaza que casi est? rigurosamente sitiada, donde tengo pocos amigos, mientras que mi t?a y la de Rumblar, por su exagerado espa?olismo cuentan con el favor de todas las personas de poder. Suponte que me obliguen a embarcarme, que me destierren, que durante mi forzada ausencia enga?en a la pobre muchacha y la casen contra su voluntad; fig?rate que esto suceda, y...

--?Oh!, se?ora--exclam? con vehemencia--eso no suceder? mientras usted y yo vivamos para impedirlo. Hablemos a In?s, revel?mosle lo que ya debiera saber...

--D?selo t?, si te atreves...

--?Pues no me he de atrever?...

--Debo advertirte otra cosa que ignoras, Gabriel; una cosa que tal vez te cause tristeza; pero que debes saber... ?T? crees conservar sobre ella el ascendiente que tuviste hace alg?n tiempo y que conservaste aun despu?s de haber mudado tan bruscamente de fortuna?

--Se?ora--repuse--, no puedo concebir que haya perdido ese ascendiente. Perd?neseme la vanidad.

--?Desgraciado muchacho!--me dijo en tono de dulce compasi?n--. La vida consiste en mil mudanzas dolorosas, y el que conf?a en la perpetuidad de los sentimientos que le halagan, es como el iluso que viendo las nubes en el horizonte, las cree monta?as, hasta que un rayo de luz las desfigura o un soplo de viento las desbarata. Hace dos a?os, mi hija y t? erais dos ni?os desvalidos y abandonados. El apartamiento en que viv?ais y la com?n desgracia, aumentando la natural inclinaci?n, hicieron que os amarais. Despu?s todo cambi?. ?Para qu? repetir lo que sabes tan bien? In?s en su nueva posici?n no quiso olvidar al fiel compa?ero de su infortunio. ?Hermoso sentimiento que nadie m?s que yo supo apreciar en su valor! Aprovech?ndome de ?l, casi llegu? hasta tolerarle y autorizarle, impulsada por el despecho y por mortificar a mi orgullosa parienta; pero yo sab?a que aquella corazonada infantil concluir?a con el tiempo y la distancia, como en efecto ha concluido.

O? con estupor las palabras de la condesa, que iban esparciendo densas oscuridades delante de mis ojos. Pero la raz?n me indicaba que no deb?a dar entero cr?dito a las palabras de mujer tan experta en ingeniosos enga?os, y esper? aparentando conformarme con su opini?n y mi desaire.

--?Te acuerdas de la noche en que nos presentamos aqu? viniendo del Puerto de Santa Mar?a? En esta misma sala nos recibi? do?a Flora. Llamamos a In?s, te vio, le hablaste. La pobrecita estaba tan turbada que no acert? a contestar derechamente a lo que le dijiste. Indudablemente te conserva un noble y fraternal afecto; pero nada m?s. ?No lo comprendiste? ?No se ofreci? a tus ojos o a tus o?dos alg?n dato para conocer que ya In?s no te ama?

--Se?ora--respond? con perplejidad--, aquel instante fue tan breve y usted me suplic? con tanta precipitaci?n que saliese de la casa, que nada observ? que me disgustara.

--Pues s?, puedes creerlo. Yo s? que In?s no te ama ya--afirm? con una entereza tal que se me hizo aborrecible en un momento mi hermosa interlocutora.

--?Lo sabe usted?

--Yo lo s?.

--Tal vez se equivoque.

--No: In?s no te ama.

--?Por qu??--pregunt? bruscamente y con desabrimiento.

--Porque ama a otro--me respondi? con calma.

--?A otro!--exclam? tan asombrado que por largo rato no me di cuenta de lo que sent?a--. ?A otro! No puede ser, se?ora condesa. ?Y qui?n es ese otro? Sep?moslo.

Diciendo esto, en mi interior se retorc?an dolorosamente unas como culebras, que me estrujaban el coraz?n mordi?ndolo y apret?ndolo con estrechos nudos. Yo quer?a aparentar serenidad; pero mis palabras balbucientes y cierta invencible sofocaci?n de mi aliento descubr?an la flaqueza de mi esp?ritu ca?do desde la cumbre de su mayor orgullo.

--?Quieres saberlo? Pues te lo dir?. Es un ingl?s.

--?Ese?--pregunt? con sobresalto se?alando hacia la sala donde resonaba lejanamente el eco de las voces de do?a Flora y de su visitante.

--?Ese mismo!

--?Se?ora, no puede ser!, usted se equivoca--exclam? sin poder contener la fogosa c?lera que desarroll?ndose en m? como s?bito incendio, no admit?a raz?n que la refrenara, ni urbanidad que la reprimiera--. Usted se burla de m?; usted me humilla y me pisotea como siempre lo ha hecho.

--Qu? furioso te has puesto--me dijo sonriendo--. C?lmate y no seas loco.

--Perd?neme usted si la he ofendido con mi brusca respuesta--dije reponi?ndome--; pero yo no puedo creer eso que he o?do. Todo cuanto hay en m? que hable y palpite con se?ales de vida, protesta contra tal idea. Si ella misma me lo dice, lo creer?; de otro modo no. Soy un ciego est?pido tal vez, se?ora m?a, pero yo detesto la luz que pueda hacerme ver la soledad espantosa que usted quiere ponerme delante. Pero no me ha dicho usted qui?n es ese ingl?s ni en qu? se funda para pensar...

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