Read Ebook: Mare nostrum by Blasco Ib Ez Vicente
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Ebook has 2693 lines and 144464 words, and 54 pages
Al fatigarse de estas org?as imaginativas, contemplaba los retratos de diversas ?pocas almacenados en el desv?n. Prefer?a los de mujeres: damas de melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pint? Vel?zquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, dos lunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de la basilisa parec?a esparcirse por estos cuadros. Todas las damas ten?an algo de ella.
Entre los retratos de hombres hab?a un obispo que le molestaba por su edad absurda. Era casi de sus a?os; un obispo adolescente, con ojos imperiosos y agresivos. Estos ojos le inspiraban cierto pavor, y por lo mismo decidi? acabar con ellos: <> Y clav? su espada en el viejo cuadro, a?adiendo ? sus desconchados dos agujeros en el lugar de las pupilas. Todav?a, para mayor remordimiento, a?adi? unas cuantas cuchilladas... En la misma noche, estando su padrino invitado ? cenar, el notario habl? de cierto retrato adquirido meses antes en las inmediaciones de J?tiva, ciudad que miraba con inter?s por haber nacido los Borgia en una aldea cercana. Los dos hombres eran de la misma opini?n. Aquel prelado casi infantil no pod?a ser otro que C?sar Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando ten?a diez y seis a?os. Un d?a que estuviesen libres examinar?an con detenimiento el retrato... Y Ulises, bajando la cabeza, sinti? que se le atragantaban los bocados.
Ir ? casa del padrino representaba para ?l un placer m?s intenso y palpable que los juegos solitarios del desv?n. El abogado don Carmelo Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificaci?n de la vida ideal, de la gloria de la poes?a. El notario hablaba de ?l con entusiasmo, compadeci?ndole al mismo tiempo.
--?Ese don Carmelo!... El primer civilista de nuestra ?poca. A espuertas podr?a ganar el dinero, pero los versos le atraen m?s que los pleitos.
Ulises entraba en su despacho con emoci?n. Sobre las filas de libros multicolores y dorados que cubr?an las paredes ve?a unas cabezotas de yeso, con frentes de torre y ojos huecos que parec?an contemplar la nada inmensa.
El ni?o repet?a sus nombres como un pedazo de santoral, desde Homero ? V?ctor Hugo. Despu?s buscaba con su vista otra cabeza igualmente gloriosa, aunque menos blanca, con las barbas rubias y entrecanas, la nariz rubicunda y unas mejillas herp?ticas que en ciertos momentos echaban ? volar las pel?culas de su caspa. Los ojos dulces del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acog?an ? Ulises con el amor de un solter?n que se hace viejo y necesita inventarse una familia. El era quien le hab?a dado en la pila bautismal su nombre, que tanta admiraci?n y risa despertaba en los compa?eros de colegio; ?l quien le hab?a contado muchas veces las aventuras del navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata ? su nieto la vida del santo onom?stico.
Luego, el muchacho consideraba con no menos devoci?n todos los recuerdos de gloria que adornaban la casa: coronas de hojas de oro, copas argentinas, desnudeces marm?reas, placas de diversos metales sobre fondo de peluche, en las que brillaba imperecedero el nombre del poeta Labarta. Todo este bot?n lo hab?a conquistado ? punta de verso en los cert?menes, como guerrero incansable de las letras.
Al anunciarse unos Juegos Florales temblaban los competidores, temiendo que al gran don Carmelo se le ocurriese apetecer alguno de los premios. Con asombrosa facilidad se llevaba la flor natural destinada ? la oda heroica, la copa de oro del romance amoroso, el par de estatuas dedicadas al m?s completo estudio hist?rico, el busto de m?rmol para la mejor leyenda en prosa, y hasta el <
Por fortuna, se hab?a confinado en la literatura regional, y su inspiraci?n no admit?a otro ropaje que el del verso valenciano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, s?lo la Grecia merec?a su admiraci?n. Una vez al a?o le ve?a Ulises puesto de frac, con el pecho constelado de condecoraciones y una cigarra de oro en la solapa, distintivo de los felibres de Provenza.
Era que se iba ? celebrar la fiesta de la literatura lemosina, en la que desempe?aba siempre un primer papel: vate premiado, discurseante, ? simple ?dolo, al que tributaban sus elogios otros poetas, cl?rigos dados ? la rima, encarnadores de im?genes religiosas, tejedores de seda que sent?an perturbada la vulgaridad de su existencia por el cosquilleo de la inspiraci?n; toda una cofrad?a de vates populares, ingenuos y de estro casero, que recordaban ? los Maestros Cantores de las viejas ciudades alemanas.
Labarta, despu?s de transcurridos doscientos a?os, no hab?a llegado ? perdonar ? Felipe V, d?spota franc?s que reemplaz? ? los d?spotas austriacos. El hab?a suprimido los fueros de Valencia. <> Pero se lo dec?a en verso y en lemos?n, circunstancias atenuantes que le permit?an ser partidario de los sucesores de Felipe el Maldito y haber figurado por unos meses como diputado mudo del gobierno.
Su ahijado se lo imaginaba ? todas horas con una corona de laurel en las sienes, lo mismo que aquellos poetas misteriosos y ciegos cuyos retratos y bustos ornaban la biblioteca. Ve?a perfectamente su cabeza limpia de tal adorno, pero la realidad perd?a todo valor ante la firmeza de sus concepciones. Su padrino deb?a llevar corona cuando ?l no estaba presente. Indudablemente la llevaba ? solas, como un gorro casero.
Otro motivo de admiraci?n eran los viajes del grande hombre. Hab?a vivido en el lejano Madrid--escenario de casi todas las novelas le?das por Ulises--, y cierta vez hasta hab?a pasado la frontera, lanz?ndose audazmente por un pa?s remoto titulado el Mediod?a de Francia, para visitar ? otro poeta que ?l llamaba <
Al sonar las campanadas de las doce, Labarta, que no admit?a informalidades en asuntos de mesa, se impacientaba, cortando el relato de sus viajes y triunfos.
--?Do?a Pepa! Aqu? tenemos al convidado.
Do?a Pepa era el ama de llaves, la compa?era del grande hombre, que llevaba quince a?os atada al carro de su gloria. Se entreabr?a un cortinaje, y avanzaba una pechuga saliente sobre un abdomen encorsetado con crueldad. Despu?s, mucho despu?s, aparec?a un rostro blanco y radiante, una cara de luna. Y mientras saludaba al peque?o Ulises con su sonrisa de astro nocturno, segu?a entrando y entrando el complemento dorsal de su persona, cuarenta a?os carnales, frescos, exuberantes, inmensos.
El notario y su esposa hablaban de do?a Pepa como de una persona familiar, pero el ni?o nunca la hab?a visto en su casa. Do?a Cristina elogiaba sus cuidados con el poeta, pero desde lejos y sin deseos de conocerla. Don Esteban excusaba al grande hombre.
--?Qu? quieres!... Es un artista, y los artistas no pueden vivir como Dios manda. Todos, por serios que parezcan, son en el fondo unos perdidos. ?Qu? l?stima! Un abogado tan eminente... ?El dinero que podr?a ganar!...
Las lamentaciones del padre abrieron nuevos horizontes ? la malicia del peque?o. De un golpe abarc? el m?vil principal de nuestra existencia, que hasta entonces s?lo hab?a columbrado envuelto en misterios. Su padrino ten?a relaciones con una mujer; era un enamorado como los h?roes de las novelas. Record? muchas de sus poes?as valencianas, todas dirigidas ? una dama; unas veces cantando su belleza con la embriaguez y la noble fatiga de una reciente posesi?n; otras quej?ndose de su desv?o, pidi?ndole la entrega de su alma, sin la cual no es nada la limosna del cuerpo.
Ulises se imagin? una gran se?ora, hermosa como do?a Constanza. Cuando menos, deb?a ser marquesa. Su padrino bien merec?a esto. Y se imagin? igualmente que sus encuentros deb?an ser por la ma?ana, en uno de los huertos de fresas inmediatos ? la ciudad, adonde le llevaban sus padres ? tomar chocolate despu?s de o?r la primera misa en los amaneceres dominicales de Abril y Mayo.
Mucho despu?s, cuando sentado ? la mesa del padrino sorprendi? cruz?ndose sobre su cabeza las sonrisas de ?ste y el ama de llaves, lleg? ? sospechar si do?a Pepa ser?a la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusi?stico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposici?n. No, no era posible; forzosamente deb?a existir otra.
El notario, que llevaba largos a?os de amistad con Labarta, pretend?a dirigirle con su esp?ritu pr?ctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcion? su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubr?an de polvo en la mesa, y don Esteban hab?a de preocuparse de las fechas, para que el abogado no dejase pasar los t?rminos del procedimiento.
Su hijo, su Ulises, ser?a otro hombre. Le ve?a gran civilista, como su padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre. La fortuna entrar?a por sus puertas como una ola de papel sellado.
Adem?s, pod?a poseer igualmente el estudio notarial, oficina polvorienta, de muebles vetustos y grandes armarios con puertas alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dorm?an los vol?menes del protocolo envueltos en becerro amarillento, con iniciales y n?meros en los lomos. Don Esteban sab?a bien lo que representaba su estudio.
--No hay huerto de naranjos--dec?a en los momentos de expansi?n--, no hay arrozal que d? lo que da esta finca. Aqu? no hay heladas, ni vendaval, ni inundaciones.
La clientela era segura; gentes de Iglesia, que llevaban tras de ellas ? los devotos, por considerar ? don Esteban como de su clase, y labradores, muchos labradores ricos. Las familias acomodadas del campo, cuando o?an hablar de hombres sabios, pensaban inmediatamente en el notario de Valencia. Le ve?an con religiosa admiraci?n calarse las gafas para leer de corrido la escritura de venta ? el contrato dotal que sus amanuenses acababan de redactar. Estaba escrito en castellano y lo le?a en valenciano, sin vacilaci?n alguna, para mejor inteligencia de los oyentes. ?Qu? hombre!...
Despu?s, mientras firmaban las partes contratantes, el notario, subi?ndose los vidrios ? la frente, entreten?a ? la reuni?n con algunos cuentos de la tierra, siempre honestos, sin alusiones ? los pecados de la carne, pero en los que figuraban los ?rganos digestivos con toda clase de abandonos l?quidos, gaseosos y s?lidos. Los clientes rug?an de risa, seducidos por esta gracia escatol?gica, y reparaban menos en la cuenta de honorarios. ?Famoso don Esteban!... Por el placer de o?rle habr?an hecho una escritura todos los meses.
El futuro destino del pr?ncipe de la notar?a era objeto de las conversaciones de sobremesa en d?as se?alados, cuando estaba invitado el poeta.
--?Qu? deseas ser?--preguntaba Labarta ? su ahijado.
Los ojos de la madre imploraban al peque?o con desesperada s?plica: <
El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al interesado. Ser?a un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodar?an hacia ?l como si fuesen c?ntimos; figurar?a en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmes? y un birrete chorreando por sus m?ltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los estudiantes escuchar?an respetuosos al pie de su c?tedra. ?Qui?n sabe si le estaba reservado el gobierno de su pa?s!...
Ulises interrump?a estas im?genes de futura grandeza:
--Quiero ser capit?n.
El poeta aprobaba. Sent?a el irreflexivo entusiasmo de todos los pac?ficos, de todos los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista de un uniforme, su alma vibraba con la ternura amorosa del ama de cr?a que se ve cortejada por un soldado.
--?Muy bien!--dec?a Labarta--. ?Capit?n de qu??... ?De artiller?a?... ?De Estado Mayor?
Una pausa.
--No; capit?n de buque.
Don Esteban miraba el techo, alzando las manos. Bien sab?a ?l qui?n era el culpable de esta disparatada idea, qui?n met?a tales absurdos en la cabeza de su hijo.
MATER ANFITRITA
Este hombre s?lo com?a pescado. Y su alma de esposa econ?mica temblaba angustiosamente al pensar en los precios extraordinarios que alcanza la pesca en un puerto de exportaci?n.
Los ojos de las mujeres iban hacia ?l instintivamente, con una expresi?n de inter?s y de miedo. Algunas enrojec?an al alejarse, imaginando contra su voluntad lo que podr?a ser un abrazo de este coloso feo ? inquietante.
--Es capaz de aplastar una pulga sobre el brazo--dec?an los marineros de su pueblo para ponderar la dureza de sus b?ceps.
Su cuerpo carec?a de grasa. Bajo la morena piel s?lo se marcaban r?gidos tendones y salientes m?sculos; un tejido herc?leo del que hab?a sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas. Era Neptuno antes de que le blanquease la cabeza; Poseid?n tal como le hab?an visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con dos rematas en espiral que parec?an formados por el goteo del agua del mar. La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos peque?os, oblicuos y tenaces, daban ? su rostro una expresi?n de ferocidad asi?tica. Pero este gesto se esfumaba al sonre?r su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado ? alimentarse con salaz?n.
Caminaba los primeros d?as por las calles desorientado y vacilante. Tem?a ? los carruajes; le molestaba el roce de los transe?ntes en las aceras. Se quejaba del movimiento de una capital de provincia, encontr?ndolo insufrible, ?l, que hab?a visitado los puertos m?s importantes de los dos hemisferios. Al fin emprend?a instintivamente el camino del puerto en busca del mar, su eterno amigo, el primero que le saludaba todas las ma?anas al abrir la puerta de su casa all? en la Marina.
En estas excursiones le acompa?aba muchas veces su sobrino. El movimiento de los muelles ten?a para ?l cierta m?sica evocadora de su juventud, cuando navegaba como m?dico de trasatl?ntico; chirridos de gr?as, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.
Sus ojos recib?an igualmente una caricia del pasado al abarcar el espect?culo del puerto: vapores que humeaban, veleros con sus lonas tendidas al sol, baluartes de cajones de naranjas, pir?mides de cebollas, murallas de sacos de arroz, compactas filas de barricas de vino panza contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercanc?as que se iban, los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de carb?n procedentes de Inglaterra; sacos de cereales del mar Negro; bacalaos de Terranova, que sonaban como pergaminos al caer en el muelle, impregnando el ambiente de polvo de sal; tablones amarillentos de Noruega, que conservaban el perfume de los bosques resinosos.
Naranjas y cebollas ca?das de los cajones se corromp?an bajo el sol, esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de las monta?as de trigo, escapando con medroso aleteo al o?r pasos. Sobre la copa azul del puerto trenzaban sus interminables contradanzas las gaviotas del Mediterr?neo, peque?as, finas y blancas como palomas.
--Entonces, ?qu? diablos os ense?an en el colegio?...
Al pasar junto ? los burgueses de Valencia sentados en los muelles ca?a en mano, lanzaba una mirada de conmiseraci?n al fondo de sus cestas vac?as. All? en su casa de la costa, antes de que se elevase el sol ya ten?a ?l en el fondo de la barca con qu? comer toda una semana. ?Miseria de las ciudades!
De pie en los ?ltimos pe?ascos de la escollera, tend?a la vista sobre la inmensa llanura, describiendo ? su sobrino los misterios ocultos en el horizonte. A su izquierda--m?s all? de los montes azules de Oropesa que limitaban el golfo valenciano--ve?a imaginativamente la opulenta Barcelona, donde ten?a numerosos amigos; Marsella, prolongaci?n de Oriente clavada en Europa; G?nova, con sus palacios escalonados en colinas cubiertas de jardines. Luego su vista se perd?a en el horizonte abierto frente ? ?l. Este camino era el de la dichosa juventud.
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