Read Ebook: Tristán o el pesimismo by Palacio Vald S Armando
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Ebook has 1378 lines and 67410 words, and 28 pages
--?Obcecado! ?obcecado!--exclam? Trist?n con voz enronquecida ya por la ira--. No hay chismes, no hay malintencionados. Yo no puedo creer que tengan mala intenci?n ni pretendan enga?arme mis propios o?dos. A la postre todo se descubre. Para quien no procede con lealtad el mundo es transparente. A hac?rselo ver es a lo ?nico a que he venido a aqu?, o lo que es igual a decirles a ustedes que ya no me enga?an y que desprecio como merecen sus falsos testimonios de amistad... Ahora queden ustedes con Dios. Me han declarado la guerra... Est? bien, lucharemos. Lucharemos s?; ustedes en la sombra; yo cara a cara y a la luz del d?a. Buenas noches.
Y tomando el sombrero que ten?a sobre una silla se lo encasquet? violentamente y sali? como un hurac?n de la estancia.
Visita, cuyo estupor le hab?a impedido pronunciar una palabra en esta breve escena, se dej? caer de nuevo en la silla y rompi? a llorar.
--?Dios m?o, un d?a tan feliz como hab?amos pasado!
Cirilo se pas? la mano por la frente y respondi? con amargura:
--Ya ves, querida, que ning?n d?a puede llamarse feliz hasta que suenan las doce de la noche.
UN TROPEZ?N DE GUSTAVO N??EZ Y OTRO DE SU AMIGO TRIST?N
Trist?n ya estaba arrepentido de su violencia. Aunque la carta no disipase enteramente sus dudas, le hizo pensar que pudiera haber incurrido en un error. Por otra parte comprend?a el da?o que tal precipitaci?n pod?a ocasionarle en el ?nimo de la familia Reynoso. Respondi? a Cirilo d?ndole excusas y rog?ndole guardase reserva de lo ocurrido.
Lleg? el d?a del aniversario del matrimonio de los Reynoso, que siempre se celebraba con alegr?a. S?lo el segundo a?o dej? de hacerse por estar reciente el fallecimiento de do?a D?masa, madre de Elena. Trist?n cumpli? su compromiso llevando al Sotillo a su amigo N??ez, previamente anunciado hac?a tiempo. Clara lo recibi? con toda la expansi?n de que era capaz su car?cter circunspecto. Se trataba de un amigo ?ntimo del elegido de su coraz?n y se esforz? en mostrarse locuaz y afectuosa. Elena, en cambio, prevenida contra ?l, lo acogi? con toda la gravedad de que era susceptible su temperamento infantil y bullicioso. De suerte que equilibr?ndose por el esfuerzo ambas naturalezas vinieron a producir resultados an?logos. Mas no se pas? mucho tiempo sin que la distinta condici?n de ambas recobrase sus derechos. La charla viva, ir?nica, chispeante de N??ez empez? a causar secreta alegr?a a la gentil se?ora de Reynoso; su rostro serio comenz? a iluminarse y no tard? su linda boca en estallar en carcajadas ruidosas celebrando los donaires casi siempre maliciosos del pintor. En cambio en el dulce y grave semblante de Clara no tard? en se?alarse la inquietud y el tedio que tanta charla fr?vola, tanta frase picante le produc?an.
Reynoso hab?a hecho colocar la mesa para almorzar en una isleta que hab?a en el centro de una de las dos charcas que en la gran finca adquirida por ?l y agregada al Sotillo exist?an. Era la m?s peque?a y estaba casi siempre vac?a, y crec?an en ella bosquetes de juncos y cantaban las ranas. Los frailes, a quienes la mansi?n perteneciera en la antig?edad, hab?an hecho construir para su recreo sobre esta isleta un gran cenador formado de columnas de granito a modo de templete griego. Estaban las columnas en pie, pero el techo hab?a desaparecido. Don Germ?n, que ten?a instinto art?stico, no quiso restaurar ninguna de las ruinas que la pesadumbre del tiempo hab?a causado en las construcciones de los frailes y todos los hombres de gusto se lo aplaud?an. Los restos de la abad?a, de la iglesia, de los cenadores y los muros estaban cubiertos de maleza y exhalaban la dulce melancol?a de las cosas pasadas. Para llegar a la isleta del cenador hab?a un puente de piedra de f?brica suntuosa como todas las dem?s antiguas construcciones, pero igualmente deteriorado; el piso, formado por grandes bloques de granito, alguno de los cuales se hab?a desprendido. En torno de la derruida columnata crec?an algunas acacias y todo lo dem?s invadido por la yerba y la maleza.
Formaba extra?o contraste la gran mesa adornada al gusto moderno, la vajilla resplandeciente, los criados de frac, con la tristeza y desolaci?n de aquellas ruinas. N??ez lo encontr? original en alto grado y felicit? calurosamente a Elena por m?s que no hab?a partido de ?sta la idea. Sent?ronse a la mesa a m?s de la familia, de Trist?n y N??ez, Cirilo y Visita, el marquesito del Lago, su hermana la condesa de Pe?arrubia que se hallaba pasando unos d?as en el Escorial con su madre, Escudero y su hija Araceli, Narciso Luna, muy popular en el mundo elegante y disipado de Madrid, amigo ?ntimo de la condesa de Pe?arrubia, Gonzalito Ruiz D?az, primog?nito de los duques del Real-Saludo que pertenec?an tambi?n a la colonia veraniega del Escorial y habitaban en un suntuoso hotel de su propiedad, dos hermanas de ?ste amigas de Clara y de la edad de ella aproximadamente, el farmac?utico Vilches, primo hermano de Elena, con su se?ora, el paisano Barrag?n y otros pocos invitados m?s hasta el n?mero de treinta.
El gasto de la conversaci?n hici?ronlo Trist?n, Gustavo N??ez, la condesa de Pe?arrubia y Narciso Luna. Los tres ?ltimos se conoc?an y se trataban ?ntimamente, y Gustavo y Narciso se tuteaban como socios asiduos de la Pe?a. Aqu?l era ingenioso y culto como ya sabemos; ?ste un hombre vulgar que supl?a a menudo el ingenio con la desverg?enza. Imposible saber los a?os que ten?a: lo mismo pod?a ser un joven de treinta a?os envejecido que un anciano de sesenta remozado: el rostro bastante arrugado, pero ninguna cana en la barba ni en los cabellos, de suerte que a primera vista hac?a el efecto de llevarlos te?idos; la voz tomada y el aspecto crapuloso.
--Hace un sin fin de tiempo que no veo ning?n cuadro de usted, N??ez--dijo la condesa de Pe?arrubia dirigi?ndose al laureado pintor.
--?Oh cielos! ?Tambi?n usted, condesa?--exclam? aqu?l con aspaviento c?mico de susto.
--?Qu? quiere usted decir?--replic? sonriente la dama.
--Quiero decir que me pareci? usted una persona segura trat?ndose de ese g?nero de terribles inquisiciones... Pero veo que no lo es usted... La pregunta que acaba de hacerme es mi sombra negra, es mi castigo. No voy a ninguna parte que no resuene en mis o?dos... Salgo de casa por la ma?ana, doy unos cuantos pasos y me encuentro con un se?or mi conocido que me estrecha la mano efusivamente. Al cabo de un instante se echa un poco hacia atr?s y exclama con acento rudo y campechano:--?Hombre, hace much?simo tiempo que no veo ning?n cuadro de usted!--El a?o pasado pint? uno para la Exposici?n de Bellas Artes--contesto.--?Y desde el a?o pasado no ha pintado usted ning?n otro?--No, se?or.--Pero lo estar? usted pintando.--Tampoco... La fisonom?a de aquel se?or, mi conocido, se contrae; sus ojos adquieren una expresi?n severa que me infunde tristeza y pavor.--?Y entonces qu? se hace usted?--No s? qu? responder, vacilo y tiemblo.
La condesa solt? una carcajada, dejando ver el oro de algunos de sus dientes empastados.
--Me arrepiento y pido perd?n humildemente. Tiene usted raz?n; no hay nada m?s est?pido que fiscalizar el trabajo de los artistas. Alegr?monos del resultado de sus esfuerzos cuando nos lo ofrecen y no les persigamos con nuestras prisas.
La de Pe?arrubia frisaba ya, como sabemos, en los cuarenta. Fisonom?a bastante ajada, aunque no desprovista de belleza; pintado el rostro y te?idos de rubio los cabellos.
--El predominio de las ideas utilitarias en nuestra sociedad--dijo Trist?n--, la fiebre de progreso, el inter?s social sustituido a la felicidad individual tiende a convertir el hombre en m?quina. Una vez determinada su funci?n en virtud de la divisi?n del trabajo se le exige un esfuerzo sin tregua. El industrial debe ocuparse noche y d?a en la fabricaci?n de sus productos, el militar no debe perder de vista jam?s la espada, el abogado no debe pasar un d?a sin pronunciar su discurso, el minero all? en su pozo arrancar? noche y d?a el metal del seno de la tierra y el poeta en su gabinete compondr? desde que Dios amanezca odas, eleg?as y epitalamios.
--Pero amigo Trist?n--repuso la condesa--, he o?do decir que el que trabaja es el ?nico hombre feliz.
--Cierto; eso es lo que se dice. En la imposibilidad de emanciparse del trabajo los hombres han convenido de alg?n tiempo a esta parte en que no es una pena, como se dice en la Biblia, sino un goce. Y razonan del modo siguiente: <
--Pues yo no me aburro jam?s sino cuando estoy acatarrado y el m?dico me obliga a sudar en la cama--dijo Narciso Luna: y la frase fue celebrada por su amiga la de Pe?arrubia.
--Ll?mese usted un hombre excepcional--dijo Trist?n dirigi?ndole una mirada de desd?n--, porque la vida, para la casi totalidad de los humanos, oscila siempre entre la pena y el aburrimiento. Cuando no nos domina el tedio nos hallamos en plena cat?strofe.
--Con tu permiso, querido Trist?n--manifest? N??ez--, para m? el mundo es una comedia muy interesante. El ?nico defecto que la encuentro es que decae un poco al final... del espectador.
--Para entonces tambi?n hay ciertos recursos--apunt? Narciso Luna dirigiendo una mirada amorosa a la condesa.--Mientras uno es joven una mujer de veinticinco a?os le hace feliz. Cuando lleguemos a viejos acaso una botella de Jerez de igual edad nos haga el mismo efecto.
--Pero oye t?--dijo una de las chicas del Real-Saludo al o?do de su hermana--, ?Narciso Luna es joven?
--Naturalmente--respondi? la otra--. ?No has o?do que Marcela Pe?arrubia tiene veinticinco a?os?
A las dos les acometi? una risa tan loca que los ojos de todos se volvieron hacia ellas. La de Pe?arrubia, que sospech? que ella era la causa, les clav? una larga y fr?a mirada. Pero las chicas no pod?an reprimirse... ?no pod?an...! ?vamos, que no pod?an!
--Pues yo, con tu permiso tambi?n, querido Gustavo--manifest? Trist?n adoptando el mismo tono jocoso--, no pienso que la vida sea una comedia interesante. Me parece que es o una tragedia espeluznante o un sainete no siempre gracioso. En el primer caso debemos retirarnos temprano del teatro. Las emociones fuertes turban la digesti?n. En el segundo debemos esforzarnos por re?r... siquiera para no perder el dinero de la localidad.
--?Y nuestro anfitri?n, el hombre cuya uni?n feliz celebramos hoy, qu? piensa de la vida?--dijo la de Pe?arrubia dirigi?ndose a Reynoso.
--Como he tenido que luchar con ella casi desde ni?o la respeto y la honro como hacen los viejos combatientes. En general s?lo hablan mal de la vida aquellos a quienes se les muestra amiga desde los comienzos de su carrera. ?Ser? que los hombres nacemos todos con un hueco destinado a los disgustos y que cuando se vacia no sosegamos hasta que logramos otra vez llenarlo? No lo s?, pero estoy persuadido de que apenas hay ning?n hombre a quien Dios no haya proporcionado en alg?n momento de su vida los medios necesarios para una existencia segura y tranquila, pero son muy pocos los que saben aprovecharlos. Nos entregan los vientos encerrados en un odre como el rey Eolo a Ulises: pudi?ramos caminar por la vida sin fuertes tropiezos y llegar a la muerte sin graves desazones; pero nuestro ego?smo, nuestra imprudencia o nuestra curiosidad nos excita a desatar el odre. Entonces los vientos se precipitan fuera y nos arrastran al trav?s de mil desgracias y conflictos.
Trist?n se crey? aludido por estas palabras, y poni?ndose serio, dijo con seguridad impertinente:
--Todos los hombres de esp?ritu elevado llevan dentro de s? un gran fondo de melancol?a. Las circunstancias hacen que este fondo se manifieste de un modo o de otro. Cuando el hombre tropieza con serios obst?culos, la envidia, la calumnia, la hipocres?a o la miseria, se ostenta de un modo violento y tr?gico unas veces, otras de suave resignaci?n o de amarga iron?a. Cuando por un conjunto de circunstancias felices no tropieza en su vida con obst?culos serios este fondo no se produce y de ah? que se crea que no existe. Es un error. Existe siempre, porque esta melancol?a es la medula misma de la existencia.
--En buen hora que sean melanc?licos los hombres de esp?ritu elevado--dijo Reynoso--y que la alegr?a sea patrimonio de los que no alcanzamos ciertas alturas. Pero creo que tenemos derecho a pedirles que no turben con su hipocondr?a nuestra vulgar existencia, que no nos ag?en la fiesta.
--?Ea, basta de filosof?as!--exclam? con acento mimoso--. Yo soy la obsequiada en este d?a y nadie se ocupa de m? para nada. Si no fuese por N??ez, creo que me hubiera muerto ya de hambre y de sed.
El pintor, que como nuevo hu?sped se sentaba en el puesto de honor a su derecha, la envolvi? efectivamente en una red de atenciones delicadas. No tard? en pasar a las galanter?as. Antes de terminarse el almuerzo le estaba haciendo la corte descaradamente. Pero con todo eso atend?a a la pl?tica y no perd?a la ocasi?n de mostrarse ingenioso, incisivo y dominar a los dem?s por su donaire. Abandonada la filosof?a, se hab?a entrado en el terreno de las personalidades. Se trajo a cuento los defectos, las man?as y ridiculeces de las personas conocidas de la alta sociedad. N??ez supo excitar la risa a su costa de tal manera unas veces, otras meter el bistur? tan adentro en las carnes de los desgraciados ausentes, que aparec?an sus pobres entra?as palpitantes a la vista de los regocijados comensales.
Clara estaba horrorizada de aquella murmuraci?n insolente, de tanta hiel y tanta injuria. Hubo un instante en que no pudo m?s y encar?ndose repentinamente con el pintor le dijo sonriendo, pero en tono resuelto:
--Se?or N??ez, hace ya bastante tiempo que se est? usted cebando en los defectos de los otros, de los que est?n ausentes. ?Acaso los que estamos aqu? no tenemos ninguno? ?Por qu? no los saca usted a relucir y los castiga con la gracia que le caracteriza? Eso estar?a mejor hecho.
N??ez qued? suspenso y acortado ante aquel exabrupto, pero reponi?ndose instant?neamente replic?:
--Porque eso, se?orita, ser?a una insolencia.
--?Y el burlarse de los que est?n ausentes qu? es?--replic? Clara.
--Lo que usted quiera. Me entrego a las severas pero bellas manos de usted y s?lo le pido que no me haga demasiado da?o--dijo N??ez con galanter?a un poco ir?nica.
Trist?n, que se hallaba sentado al lado de su prometida, la reprendi? por lo bajo aquella descortes?a con un amigo suyo que por primera vez ven?a a la casa; pero ella, tan d?cil generalmente a sus observaciones y hasta a sus reprensiones, esta vez se mantuvo firme. De todos modos, la p?ldora hizo su efecto: cortose la murmuraci?n y se habl? de asuntos m?s inocentes.
A los postres llegaron algunas otras personas del Escorial y de la colonia de Madrid, entre ?stas los duques del Real-Saludo y la marquesa viuda del Lago. Era ?sta una anciana de elevada estatura, los cabellos enteramente blancos, la faz dolorida y los ojos imponentes, que s?lo adquir?an una expresi?n dulce cuando se posaban sobre su ni?o .
Las ?ltimas escapatorias m?s que a ella molestaban a?n a Trist?n. No pod?a ver al marquesito hablar con su novia sin sentirse acometido de un furor ciego, irracional. Irracional, s?, porque no exist?a motivo alguno para temer ni para sospechar que aquel ni?o pensase en sustituirle. Exist?a en el fondo, no hay que dudarlo, un acuerdo entre las naturalezas de ambos. Aquellos dos cuerpos vigorosos, aquellas dos almas quietas, inocentes, deb?an comprenderse: esto lo advert?a Trist?n: de ah? sus recelos, transformados presto en negras visiones por su imaginaci?n inquieta.
Tomado el caf? la sociedad juvenil se derram? por la finca. Los viejos y las personas serias permanecieron sentados en torno de la mesa. Cerca de la peque?a charca estaba la gran charca que se comunicaba con ella. Merec?a el nombre de laguna, si no de lago, pues no medir?a menos de un kil?metro de largo por medio de ancho. Estaba circundada por peque?as lomas cubiertas de jara y maleza, donde se albergaban las aves acu?ticas, emigradoras, que al cruzar de Norte a Sur o de Sur a Norte descend?an all? para reposarse y para ser tiroteadas por la gentil hermana de Reynoso. Hab?a comprado ?ste dos esquifes para surcarla y pescar cuando le acomodase. A ellos se lanzaron los j?venes con alegr?a y hubo risas y choques y sustos, y si no hubo m?s que un remoj?n fue porque Dios no quiso.
Mas al poco rato surgi? entre la bulliciosa juventud el proyecto de trasladarse al pueblo, hacer una excursi?n en borrico por los jardines de la Herrer?a, salvar la peque?a sierra que los separa de Zarzalejo y regresar desde este punto en el tren de las siete y media. No es posible afirmar de un modo terminante de qui?n parti? tan salvadora idea, aunque no es aventurado el pensar que brot? en el cerebro malicioso de alg?n joven madrile?o de los que gustan pescar, no en laguna tranquila, sino en r?o revuelto. Porque este g?nero de excursiones es venero inagotable de riqueza para los mocitos aprovechados. Pero es indudable que fue acogida con entusiasmo y llevada a la pr?ctica con energ?a y celeridad pocas veces vistas. Enviose aviso al pueblo para que all? les esperase una razonable cantidad de borriquitos, y en los coches de la casa y en los que hab?an tra?do las personas que ?ltimamente hab?an acudido se traslad? no mucho despu?s la dorada juventud a la gran plaza que hay delante del Monasterio, punto inicial de la correr?a.
Elena quiso quedarse con las personas serias, pero su marido, que conoc?a y adoraba su naturaleza infantil, la inst? para que formase parte de los excursionistas. Al mismo tiempo dio orden para que los criados llevasen algunas vituallas para merendar. A todo atend?a la previsi?n eficaz y la cortes?a llana y tranquila de aquel hombre respetable. Clara, entusiasta de los ejercicios f?sicos y muy especialmente de la equitaci?n, insinu? a Trist?n la idea de hacer el viaje a caballo. Acept? aqu?l, porque hab?a aprendido este arte aunque no lo practicaba mucho. Se puso ella un lindo traje de amazona y mont? en su caballo favorito, una jaca viva y revoltosa de miembros finos y ojo ardiente. ?Oh, qu? gozoso espect?culo ver a aquella apuesta joven brincar sobre ella, revolverla, agitarla, lanzarla, contenerla, ponerla furiosa y calmarla a su talante!
La joven sonri? dirigiendo una suave mirada amorosa a su prometido. Su fisonom?a, tan dulce, tan humilde, tan pl?cida, formaba contraste singular con la figura arrogante y poderosa que el cielo la hab?a asignado.
Delante del Monasterio se les reunieron otros j?venes de ambos sexos que quisieron compartir con ellos los goces del paseo. Dejaron el pueblo y entraron en los famosos y reales jardines, riendo, zumbando, chillando como un bando de p?jaros grandes que puso en suspensi?n y miedo a los otros chicos que cantaban entre la fronda de los ?rboles. Pero el ave guiadora, la abeja reina de aquel bando o enjambre era la esposa de Reynoso. ?Cu?nto ri?, cu?nto chill?, cu?ntas travesuras hizo aquella linda criatura! Gustavo N??ez no se apartaba de ella, sirvi?ndola de espolique y fiel escudero, porque caminaba a pie como la mayor?a de los hombres, mientras las damas iban sentadas sobre los cl?sicos borriquitos. Con audacia creciente el pintor cambiaba con ella palabras y bromas no siempre respetuosas; la galanteaba y la requebraba abiertamente, aunque disfrazando su insolencia con la burlona excentricidad de que hac?a gala. Elena, como un ni?o en asueto, marchaba tan alegre, tan aturdida con la algazara, con sus propios gritos y graciosas salidas, que no se daba cuenta apenas del galanteo de que era objeto. Consider?balo como una de tantas bromas a prop?sito para aumentar el regocijo de aquel viaje.
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