Read Ebook: Sangre y arena by Blasco Ib Ez Vicente
Font size:
Background color:
Text color:
Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page
Ebook has 1764 lines and 110560 words, and 36 pages
Lo, 'tis the awful moment! On thy head The ancient crown of Britain rests--'Tis done-- Above the tombs where sleep the kingly dead That reared a Kingdom and an Empire won. Glory on glories round thee blaze, and deep Within thy people's hearts thou art enthroned; Unfearful of the whirlwinds fierce that sweep O'er alien monarchs, banished and disowned.
While splendour such as England seldom knew, Within a temple ancient and supreme, Marshals her grandeur, crimson, gold, and blue, In iridescent shadings opaline. Glory on glories 'round thee blaze and sweet Ambrosial incense rises to the sides, While prince and peer and people 'round thee meet, 'Neath galleries begemmed with Beauty's eyes.
While rolls on high the organ's swelling notes, Thrilling aloft in jubilees of sound; While joyful from a thousand loyal throats-- "God Save the King"--in glad acclaims resound, Triumphant blare the bugles on the breeze, In crashing cannonades the guns reply-- "God Save the King"--It leaps a hundred seas, And million voiced is echoed to the skies!
THE GREATER CANADA
Called the great soul of the Westland, "Come unto me, ye who rule, They who would plan for my greatness needs must attend in my school. Vast are my dreams of the future, born in my domain afar, They who would labour to build me let them now follow my star."
Into the East went the message, sweeping on clarion clear, Steady-toned, crisp and compelling, speaking that all men might hear, Telling of courage triumphant, of prodigies nobly performed, Of barrenness mantled in beauty, of nakedness clothed and adorned.
And he who ruled in the temple laboured and wrought for the good Of the land that re unto extremo de la Pen?nsula, para que al momento el buen doctor tomase el tren y fuese a curar la cornada recibida por uno de sus <
Al ver a Gallardo despu?s de larga ausencia, lo abraz?, estrujando su fl?cido abdomen contra aquel cuerpo que parec?a de bronce. ?Ol? los buenos mozos! Encontraba al espada mejor que nunca.
Pero al llegar aqu?, el joven que hab?a visto el apartado y deseaba dar noticias interrumpi? al doctor para hablar de un toro retinto que <
--Oye, t?: ?c?mo es tu grasia? Perdona... ya ves, ?con tanta gente!...
El joven ahog? bajo una sonrisa de aprobaci?n su desencanto al verse olvidado del maestro y dio su nombre. Gallardo, al o?rle, sinti? que el pasado ven?a de golpe a su memoria, y repar? el olvido a?adiendo tras el nombre: <
--Si?ntense ust?s--dijo Gallardo se?alando un sof? en el fondo de la habitaci?n--. Ah? no estorban. Hablen y no se ocupen de m?. Voy a vestirme. ?Me paece que entre hombres!...
A pesar de que ?ste iba cuidadosamente afeitado, volvi? a enjabonarle la cara y a pasar la navaja por sus mejillas con la celeridad del que est? habituado a una misma faena diariamente. Luego de lavarse, volvi? Gallardo a ocupar su asiento. El criado inund? su pelo de brillantina y esencias, pein?ndolo en bucles sobre la frente y las sienes; despu?s emprendi? el arreglo del signo profesional: la sagrada coleta.
Pein? con cierto respeto el largo mech?n que coronaba el occipucio del maestro, lo trenz?, e interrumpiendo la operaci?n, lo fij? con dos horquillas en lo alto de la cabeza, dejando su arreglo definitivo para m?s adelante. Hab?a que ocuparse ahora de los pies, y despoj? al lidiador de sus calcetines, dej?ndole sin m?s ropas que una camiseta y unos calzones de punto de seda.
La recia musculatura de Gallardo marc?base bajo estas ropas con vigorosas hinchazones. Una oquedad en un muslo delataba la profunda cicatriz, la carne desaparecida bajo una cornada. Sobre la piel morena de los brazos marc?banse con manchas blancas los vestigios de antiguos golpes. El pecho, obscuro y limpio de vello, estaba cruzado por dos l?neas irregulares y viol?ceas, que eran tambi?n recuerdo de sangrientos lances. En un tobillo, la carne ten?a un tinte viol?ceo, con una depresi?n redonda, como si hubiese servido de molde a una moneda. Aquel organismo de combate exhalaba un olor de carne limpia y brava mezclado con fuertes perfumes de mujer.
--Lo mismo que los antiguos gladiadores--dijo el doctor Ruiz, interrumpiendo su conversaci?n con el bilba?no--. Est?s hecho un romano, Juan.
--La ed?, doct?--contest? el espada con cierta melancol?a--. Nos hacemos viejos. Cuando yo peleaba con los toros y con el hambre no necesitaba de esto, y ten?a pies de hierro en las capeas.
Gallardo golpe? el suelo con los pies apretados, que parec?an m?s firmes dentro de su blanda envoltura. Sent?alos en este encierro fuertes y ?giles. El criado se los introdujo en altas medias que le llegaban a mitad del muslo, gruesas y flexibles como polainas, ?nica defensa de las piernas bajo la seda del traje de lidia.
Ahora comenzaba realmente la tarea de vestirse. El criado le ofreci? los calzones de lidia cogidos por sus extremos: dos pernales de seda color tabaco con pesados bordados de oro en sus costuras. Gallardo se introdujo en ellos, quedando pendientes sobre sus pies los gruesos cordones que cerraban las extremidades, rematados por borlajes de oro. Estos cordones, que apretaban el calz?n por debajo de la rodilla, congestionando la pierna con un vigor artificial, se llamaban los <
El espada fue a colocarse junto a sus amigos, al otro lado del cuarto, y fij? en su cintura uno de los extremos.
--A ver: mucha atenci?n--dijo a su criado--. Que haiga su poquiyo de habili?.
Despu?s de muchos altos en el viaje, Gallardo lleg? al final, llevando en la cintura toda la pieza de seda. El ?gil mozo hab?a cosido y puesto imperdibles y alfileres en todo el cuerpo del maestro, convirtiendo sus vestiduras en una sola pieza. Para salir de ellas deb?a recurrir el torero a las tijeras y a manos extra?as. No podr?a despojarse de una sola de sus prendas hasta volver al hotel, a no ser que lo hiciese un toro en plena plaza y acabasen de desnudarlo en la enfermer?a.
--A?n es pronto... Entoav?a no han yegao los chicos... No me gusta ir temprano a la plaza. ?Le dan a uno cada lata cuando est? all? esperando!...
Un criado del hotel anunci? que esperaba abajo el carruaje con la cuadrilla.
--La montera.
--El capote.
Al descender Gallardo al vest?bulo del hotel, vio la calle ocupada por numeroso y bullente gent?o, como si acabase de ocurrir un gran suceso. Adem?s, lleg? hasta ?l el zumbido de la muchedumbre que permanec?a oculta m?s all? del rect?ngulo de la puerta.
Acudi? el due?o del hotel y toda su familia con las manos tendidas, como si le despidieran para un largo viaje.
--?Mucha suerte! ?Que le vaya a usted bien!
Los criados, suprimiendo las distancias a impulsos del entusiasmo y la emoci?n, tambi?n le estrechaban la diestra.
--?Buena suerte, don Juan!
Y ?l volv?ase a todos lados sonriente, sin dar importancia a la cara de espanto de las se?oras del hotel.
--Grasias, muchas grasias. Hasta luego.
Era otro. Desde que se hab?a puesto sobre un hombro su capa deslumbrante, una sonrisa desenfadada iluminaba su rostro. Estaba p?lido, con una palidez sudorosa semejante a la de los enfermos; pero re?a, satisfecho de vivir y de marchar hacia el p?blico, adoptando su nueva actitud con la facilidad instintiva del que necesita un gesto para mostrarse ante la muchedumbre.
Contone?base con arrogancia, chupando el puro que llevaba en la mano izquierda; mov?a las caderas al andar bajo su hermosa capa, pisando fuerte, con una petulancia de buen mozo.
--?Vaya, cabayeros... dejen ust?s paso! Muchas grasias, muchas grasias.
Y procuraba librar su traje de sucios contactos al abrirse camino entre una muchedumbre de gentes mal vestidas y entusiastas que se agolpaban a la puerta del hotel. No ten?an dinero para ir a la corrida, pero aprovechaban la ocasi?n de dar la mano al famoso Gallardo o tocar siquiera algo de su traje.
Gallardo, entre empellones de la ovaci?n popular, teniendo que defenderse con los codos de las ?vidas manos, lleg? al estribo del carruaje, siendo ayudado en su ascensi?n por un entusiasmo que le acariciaba el dorso con violentos contactos.
--Buenas tardes, cabayeros--dijo brevemente a los de su cuadrilla.
Se sent? atr?s, junto al estribo, para que todos pudieran contemplarle, y sonri?, contestando con movimientos de cabeza a los gritos de algunas mujeres desarrapadas y al corto aplauso que iniciaron los chicuelos vendedores de peri?dicos.
El carruaje arranc? con todo el ?mpetu de las valientes mulas, llenando la calle de alegre cascabeleo. La muchedumbre se abr?a para dejar paso a las bestias, pero muchos se abalanzaron al carruaje como si quisieran caer bajo sus ruedas. Agit?banse sombreros y bastones: un estremecimiento de entusiasmo corri? por el gent?o; uno de esos contagios que agitan y enloquecen a las masas en ciertas horas, haciendo gritar a todos sin saber por qu?:
--?Ol? los hombres valientes!... ?Viva Espa?a!
Gallardo, siempre p?lido y risue?o, saludaba, repitiendo <
Una manga de <
Desde una hora antes, la calle de Alcal? era a modo de un r?o de carruajes entre dos orillas de apretados peatones que marchaban hacia el exterior de la ciudad. Todos los veh?culos, antiguos y modernos, figuraban en esa emigraci?n pasajera, revuelta y ruidosa: desde la antigua diligencia, salida a luz como un anacronismo, hasta el autom?vil. Los tranv?as pasaban atestados, con racimos de gente desbordando de sus estribos. Los ?mnibus cargaban pasajeros en la esquina de la calle de Sevilla, mientras en lo alto voceaba el conductor: <> Trotaban con alegre cascabeleo las mulas emborladas tirando de carruajes descubiertos con mujeres puestas de mantilla blanca y encendidas flores; a cada instante sonaba una exclamaci?n de espanto viendo salir inc?lume, con agilidad simiesca, de entre las ruedas de un carruaje, alg?n chicuelo que pasaba a saltos de una acera a otra, desafiando la veloz corriente de veh?culos. Gru??an las trompas de los autom?viles; gritaban los cocheros; pregonaban los vendedores de papeles la hoja con la estampa e historia de los toros que iban a lidiarse, o los retratos y biograf?as de los toreros famosos, y de vez en cuando una explosi?n de curiosidad hinchaba el sordo zumbido de la muchedumbre. Entre los obscuros jinetes de la Guardia municipal pasaban vistosos caballeros sobre flacos y m?seros rocines, con las piernas enfundadas de amarillo, doradas chaquetas y anchos sombreros de castor con gruesa borla a guisa de escarapela. Eran los picadores, rudos jinetes de aspecto montaraz, llevando encogido a la grupa, tras la alta silla moruna, una especie de diablo vestido de rojo, el <
Desde lo alto de la calle de Alcal? ve?ase la ancha v?a en toda rectitud, blanca de sol, con filas de ?rboles que verdeaban al soplo de la primavera, los balcones negros de gent?o y la calzada s?lo visible a trechos bajo el hormigueo de la muchedumbre y el rodar de los coches descendiendo a la Cibeles. En este punto elev?base otra vez la cuesta, entre arboledas y grandes edificios, y cerraba la perspectiva, como un arco triunfal, la puerta de Alcal?, destacando su perforada mole blanca sobre el espacio azul, en el que flotaban, cual cisnes solitarios, algunas vedijas de nubes.
Gallardo iba silencioso en su asiento, contestando al gent?o con una sonrisa inm?vil. Despu?s del saludo a los banderilleros no hab?a hablado palabra. Ellos tambi?n estaban silenciosos y p?lidos, con la ansiedad de lo desconocido. Al verse entre toreros, dejaban a un lado, por in?tiles, las gallard?as necesarias ante el p?blico.
Una misteriosa influencia parec?a avisar a la muchedumbre el paso de la ?ltima cuadrilla que iba hacia la plaza. Los pilluelos que corr?an tras el coche aclamando a Gallardo hab?an quedado rezagados, deshaci?ndose el grupo entre los carruajes; pero a pesar de esto, las gentes volv?an la cabeza, como si adivinasen a sus espaldas la proximidad del c?lebre torero, y deten?an el paso, aline?ndose en el borde de la acera para verle mejor.
En los coches que rodaban delante volv?an sus cabezas las mujeres, como avisadas por el cascabeleo de las mulas trotadoras. Un rugido informe sal?a de ciertos grupos que deten?an el paso en las aceras. Deb?an ser exclamaciones entusiastas. Algunos agitaban los sombreros; otros enarbolaban garrotes, movi?ndolos como si saludasen.
Pero Gallardo, como si no le oyese y deseara exteriorizar los pensamientos que le preocupaban, contest?:
--Me da er coras?n que esta tarde va a haber argo.
Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page