Read Ebook: Cuentos y diálogos by Valera Juan
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Ebook has 541 lines and 36021 words, and 11 pages
a y se lo contar? todo, por lo que pueda importarle.
Muy interesante juzg?, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le tra?a, cuando se atrevi? a despertarla. Entr? en su alcoba, abri? la ventana y exclam? con alborozo:
--Se?ora, se?ora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga nuevas del p?jaro verde.
La Princesa se despert?, se restreg? los ojos, se incorpor? y dijo:
--?Han vuelto los siete sabios que fueron al pa?s sabeo?
--Pues hazla entrar al momento.
Entr? la lavanderilla, que estaba ya detr?s de una puerta aguardando este permiso, y empez? a referir con gran puntualidad y despejo cuanto le hab?a pasado.
Al o?r la aparici?n del p?jaro verde, la Princesa se llen? de j?bilo, y al escuchar su salida del agua convertido en hermoso Pr?ncipe, se puso encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vag? sobre sus labios, y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella en s? misma y ver al Pr?ncipe con los ojos del alma. Por ?ltimo, al saber la mucha estima, veneraci?n y afecto que el Pr?ncipe le ten?a, y el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la preciosa cajita de sus entretenimientos, la Princesita, a pesar de su modestia, no pudo contenerse, abraz? y bes? a la lavanderilla y a la doncella, e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y delicados.
--Ahora s?, dec?a, que puedo llamarme propiamente la Princesa Venturosa. Este capricho de poseer el p?jaro verde no era capricho, era amor. Era, y es un amor, que por oculto y no acostumbrado camino, ha penetrado en mi coraz?n. No he visto al Pr?ncipe, y creo que es hermoso. No le he hablado, y presumo que es discreto. No s? de los sucesos de su vida, sino que est? encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto que es valiente, generoso y leal.
--T? te casar?s con el escudero, replic? la Princesa. Mi doncella, si gusta, se casar? con el secretario, y ambas ser?is mandarinas y damas de mi corte. Tu sue?o no ha sido sue?o, sino realidad. El coraz?n me lo dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres p?jaros mancebos.
--?Y c?mo podremos desencantarlos? dijo la doncella favorita.
--Yo misma, contest? la Princesa, ir? al palacio en que viven y all? veremos. T? me guiar?s, lavanderilla.
?sta, que no hab?a terminado su narraci?n, la termin? entonces, e hizo ver que no pod?a servir de gu?a.
La Princesa la escuch? con mucha atenci?n, estuvo meditando un rato, y dijo luego a la doncella.
Venidos que fueron estos vol?menes, hoje? la Princesa el de Los Reyes, y ley? en alta voz los siguientes renglones:
<
--?Qu? deduc?s de eso, se?ora? dijo la doncella.
--Pero no basta explicarlo; menester es remediarlo, dijo la lavandera.
--De ello trato--a?adi? la Princesa--y para ello conviene que al instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que envi? el Pr?ncipe t?rtaro al Rey su padre, para consultarle sobre el caso del p?jaro verde. Las cartas que trajeren les ser?n arrebatadas y se me entregar?n. Si los mensajeros se resisten, ser?n muertos; si ceden, ser?n aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo que acontece. Ni el Rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos entre las tres con el mayor sigilo. Aqu? ten?is dinero bastante para comprar el silencio, la fidelidad y la energ?a de los hombres que han de ejecutar mi proyecto.
Y efectivamente, la Princesa, que ya se hab?a levantado y estaba de bata y en babuchas, sac? de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro, y se las dio a sus confidentas.
Cinco d?as hab?an pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena anterior. La Princesa no hab?a llorado en todo ese tiempo, causando no poco asombro y placer al Rey su padre. La Princesa hab?a estado hasta jovial y bromista, dando leves esperanzas a los Pr?ncipes pretendientes de que al fin se decidir?a por uno de ellos, porque los pretendientes se las prometen siempre felices.
Nadie hab?a sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan inesperado alivio en la Princesa.
S?lo el Pr?ncipe t?rtaro, que era diab?licamente sagaz, recelaba, aunque de una manera muy vaga, que la Princesa hab?a recibido alguna noticia del p?jaro verde. Ten?a, adem?s, el Pr?ncipe t?rtaro el misterioso presentimiento de una gran desgracia, y hab?a adivinado por el arte m?gica, que su padre le ense?ara, que en el p?jaro verde deb?a mirar un enemigo. Calculando, adem?s, como sabedor del camino y del tiempo que en ?l debe emplearse, que aquel d?a deb?an llegar los mensajeros que envi? a su padre, y ansioso de saber lo que respond?a ?ste a la consulta que le hizo, mont? a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos bien armados, sali? en busca de los mensajeros referidos.
Mas aunque el Pr?ncipe t?rtaro sali? con gran secreto, la Princesa Venturosa, que ten?a esp?as, y estaba, como vulgarmente se dice, con la barba sobre el hombro, supo al instante su partida, y llam? a consejo a la lavanderilla y a la doncella.
Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada:
--No os aflij?is, hermosa Princesa--dijo la doncella favorita;--tres partidas de cien hombres est?n esperando a los mensajeros en diferentes puntos para arrebatarles la carta y tra?rosla. Los trescientos son briosos, llevan armas de fin?simo temple, y no se dejar?n vencer por el Pr?ncipe t?rtaro a pesar de sus artes m?gicas.
--Sin embargo, yo soy de opini?n--a?adi? la lavandera--de que se env?en m?s hombres contra el Pr?ncipe t?rtaro. Aunque ?ste, a la verdad, s?lo lleva cuarenta consigo, todos ellos, seg?n se dice, tienen corazas y flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez.
El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La Princesa hizo venir secretamente a su estancia al m?s bizarro y entendido general de su padre. Le cont? todo lo que pasaba, le confi? sus penas, y le pidi? su apoyo. ?ste se le otorg?, y reuniendo apresuradamente un numeroso escuadr?n de soldados, sali? de la capital decidido a morir en la demanda o traer a la Princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo del Kan, vivo o muerto.
--?Ay hija!--exclamaba--t? has echado un sangriento borr?n sobre mi claro nombre, si esto no se remedia.
La Princesa se acongoj? tambi?n, y se arrepinti? de lo que hab?a hecho. A pesar de su vehemente amor al Pr?ncipe de la China, prefer?a ya dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola gota de sangre.
As? es que enviaron despachos al general para que no empe?ase una batalla; pero todo fue in?til. El general hab?a ido tan veloz, que no hubo medio de alcanzarle. Entonces a?n no hab?a tel?grafos, y los despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del Rey y los imitaron. Los cuarenta de la escolta t?rtara, que eran otros tantos genios, corr?an en su persecuci?n trasformados en espantosos vestiglos, que arrojaban fuego por la boca.
S?lo el general, cuya bizarr?a, serenidad y destreza en las armas rayaba en lo sobrehumano, permaneci? imp?vido en medio de aquel terror harto disculpable. El general se fue hacia el Pr?ncipe, ?nico enemigo no fant?stico con quien pod?a hab?rselas, y empez? a re?ir con ?l la m?s brava y descomunal pelea. Pero las armas del Pr?ncipe t?rtaro estaban encantadas, y el general no pod?a herirle. Conociendo entonces que era imposible acabar con ?l si no recurr?a a una estratajema, se apart? un buen trecho de su contrario, se desat? r?pidamente una larga y fuerte faja de seda que le ce??a el talle, hizo con ella, sin ser notado, un lazo escurridizo, y revolviendo sobre el Pr?ncipe con inaudita velocidad, le ech? al cuello el lazo, y sigui? con su caballo a todo correr, haciendo caer al Pr?ncipe y arrastr?ndole en la carrera.
Su dolor fue, con todo, mucho m?s desesperado, cuando al despertarse al otro d?a muy de ma?ana supo que la Princesa hab?a desaparecido, dej?ndole escritas las siguientes palabras:
<
Aunque la Princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la ermita, no hubiera sido posible. El camino era m?s propio de cabras que de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perd?n sea dicho, eran los cuadr?pedos en que se sol?a cabalgar en aquel reino. Por esto y por devoci?n fue la Princesa a pi? y sin otra comitiva que sus dos confidentas.
El ermita?o que iban a visitar era un var?n muy penitente y estaba en olor de santidad. El vulgo pretend?a tambi?n que el ermita?o era inmortal, y no dejaba de tener razonables fundamentos para esta pretensi?n. En toda la comarca no hab?a memoria de cu?ndo fue el ermita?o a establecerse en lo rec?ndito de aquella sierra, en la cual raras veces se dejaba ver de ojos humanos.
La Princesa y sus amigas, atra?das por la fama de su virtud y de su ciencia anduvieron busc?ndole siete d?as por aquellos vericuetos y andurriales. Durante el d?a caminaban en su busca entre bre?as y malezas. Por la noche se guarec?an en las concavidades de los pe?ascos. Nadie hab?a que las guiase, as? por lo fragoso del sitio, ni de los cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldici?n del ermita?o, pronto a echarla a quien invad?a su dominio temporal, o a quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermita?o, tan maldiciente, era pagano. A pesar de la natural bondad de su alma, su religi?n sombr?a y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas.
Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiraci?n, que s?lo el ermita?o pod?a descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus maldiciones y le buscaron, seg?n queda dicho, por espacio de siete d?as.
En la noche del s?ptimo iban ya las tres peregrinas a guarecerse en una caverna para reposar, cuando descubrieron al ermita?o mismo, orando en el fondo. Una l?mpara iluminaba con luz incierta y melanc?lica aquel misterioso retiro.
Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi se arrepintieron de haber ido hasta all?. Pero el ermita?o, cuya barba era m?s blanca que la nieve, cuya piel estaba m?s arrugada que una pasa, y cuyo cuerpo se asemejaba a un consunto esqueleto, ech? sobre ellas una mirada penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos acuas, y dijo con voz entera, alegre y suave:
--Gracias al cielo que al fin est?is aqu?. Cien a?os ha que os espero. Deseaba la muerte, y no pod?a morir hasta cumplir con vosotras un deber que me ha impuesto el rey de los genios. Yo soy el ?nico sabio que habla a?n y entiende la lengua riqu?sima que se hablaba en Babel antes de la confusi?n. Cada palabra de esta lengua es un conjuro eficaz que fuerza y mueve a las potestades infernales a servir a quien le pronuncia. Las palabras de esta lengua tienen la virtud de atar y desatar todos los lazos y leyes que unen y gobiernan las cosas naturales. La cabala no es sino un remedo groser?simo de esta lengua incomunicable y fecunda. Dialectos pobr?simos e imperfect?simos de ella son los m?s hermosos y completos idiomas del d?a. La ciencia de ahora, mentira y charlataner?a, en comparaci?n de la ciencia que aquella lengua llevaba en s? misma. Cada nombre de esta lengua contiene en sus letras la esencia de la cosa nombrada y sus ocultas calidades. Las cosas todas, al o?rse llamar por su verdadero nombre, obedecen a quien las llama. Era tal el poder del linaje humano cuando pose?a esta lengua, que pretendi? escalar el cielo, y lo hubiera indudablemente conseguido, si el cielo no hubiese dispuesto que la lengua primitiva se olvidase.
--Pues aqu? tienes la carta, ?oh venerable y profundo sabio! dijo la Princesa, poniendo en manos del ermita?o el misterioso escrito.
--Al punto voy a descifr?rtela, contest? el ermita?o, y se cal? los espejuelos, y se acerc? a la l?mpara para leer. Has de dos horas estuvo leyendo en alta voz en la lengua en que la carta estaba escrita. A cada palabra que pronunciaba, el universo se conmov?a, las estrellas se cubr?an de mortal palidez, la luna temblaba en el cielo, como tiembla su imagen entre las olas del Oc?ano, y la Princesa y sus amigas ten?an que cerrar los ojos y que taparse los o?dos para no ver los espectros que se mostraban, y para no o?r las voces portentosas, terribles o dolientes, que part?an de las entra?as mismas de la conturbada naturaleza.
Acabada la lectura, se quit? el ermita?o los espejuelos, y dijo con voz reposada:
--Pues estamos frescas, dijo la lavanderilla; si despu?s de lo que hemos pasado para encontraros, y siendo vos el ?nico que pod?is traducir esa enmara?ada carta, sal?s ahora con que no quer?is traducirla.
--Ni quiero ni debo, replic? el vetusto y secular ermita?o; pero s? os dir? lo que la carta contiene de interesante para vosotras, y os lo dir? en brev?simas palabras, sin pararme en dibujos, porque los momentos de mi vida est?n contados y mi muerte se acerca.
El Pr?ncipe de la China es por sus virtudes, talento y hermosura, el favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las asechanzas que el Kan de Tartaria pon?a contra su vida. Viendo el Kan que le era imposible matarle, determin? valerse de un encanto para tenerle lejos de sus s?bditos y reinar en lugar suyo en el celeste imperio. Bien hubiera querido el Kan que este encanto fuera indestructible y eterno, mas no pudo lograrlo a pesar de sus maravillosos conocimientos en la magia. El rey de los genios se opuso a su mal deseo, y si bien no pudo hacer completamente ineficaces sus encantamentos y conjuros, supo despojarlos de gran parte de su malicia.
Al Pr?ncipe, aunque convertido en p?jaro, se le dio facultad para recobrar por la noche su verdadera figura. Tuvo tambi?n el Pr?ncipe un palacio, donde vivir y ser tratado con todo el miramiento, honores y regalo debidos a su augusta categor?a. Se acord?, por ?ltimo, su desencanto, si se cumpl?an las siguientes condiciones, que el Kan, as? por la mala opini?n que tienen de las mujeres, como por lo pervertida y viciosa qu? est? la raza humana en general, juzg? imposibles de cumplir.
Fue la primera condici?n, ya cumplida, que una mujer de veinte a?os, discreta, briosa y apasionada y de la m?s baja clase del pueblo, viese a los tres mancebos encantados, que son los m?s hermosos que hay en el mundo, salir desnudos del ba?o, y que la limpieza y castidad de su alma fuesen tales que no se turbasen ni empa?asen con el m?s ligero est?mulo de liviandad. Esta prueba hab?a de hacerse en el equinoccio de primavera, cuando la naturaleza toda excita al amor. La mujer deb?a sentirle por la hermosura y admirarla vivamente; pero de un modo espiritual y sant?simo.
Fue la segunda condici?n, ya cumplida tambi?n, que el Pr?ncipe sin poder mostrarse sino tres instantes, y esto bajo la forma de p?jaro verde, inspirase un amor tan vehemente y casto, cuanto invencible, a una Princesa de su clase.
La tercera condici?n, que ahora se est? acabando de cumplir, fue que la Princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara.
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