Read Ebook: Cuentos y diálogos by Valera Juan
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Ebook has 541 lines and 36021 words, and 11 pages
La tercera condici?n, que ahora se est? acabando de cumplir, fue que la Princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara.
La cuarta y ?ltima condici?n, en cuyo cumplimiento hab?is de intervenir las tres doncellas que me est?is oyendo, es como sigue. S?lo me quedan dos minutos de vida, mas antes de morir os pondr? en el palacio del Pr?ncipe al lado de la taza de topacio. All? ir?n los p?jaros y se zambullir?n y se transformar?n en hermos?simos mancebos. Vosotras tres los ver?is; mas hab?is de conservar, vi?ndolos, toda la castidad de vuestros pensamientos, y toda la virginidad de vuestras almas, amando, empero, cada una a uno de los tres, con un amor santo e inocente. La Princesa ama ya al Pr?ncipe de la China y la lavanderilla al escudero, y ambas han mostrado la inocencia de su amor: ahora falta que la doncella favorita de la Princesa se enamore del secretario por id?ntico estilo. Cuando los tres mancebos encantados vayan al comedor, los seguir?is sin ser vistas, y all? permanecer?is hasta que el Pr?ncipe pida la cajita de sus entretenimientos y diga, besando el cordoncito:
?Ay, cordoncito de mi se?ora! ?Qui?n la viera ahora!
La Princesa, entonces, y vosotras con la Princesa, os mostrareis al punto, y cada una dar? un tierno beso en la mejilla izquierda al objeto de su amor. El encanto quedar? deshecho en el acto, el Kan de Tartaria morir? de repente, y el Pr?ncipe de la China, no s?lo poseer? el celeste imperio, sino que heredar? asimismo todos los kanatos, reinos y provincias, que por derecho propio posee aquel encantador endiablado.
Apenas el ermita?o acab? de decir estas palabras, hizo una mueca muy rara, entreabri? la boca, estir? las piernas y se qued? muerto.
La Princesa y sus amigas se encontraron de s?bito detr?s de una masa de verdura, al lado de la taza de topacio.
Todo se cumpli? como el ermita?o hab?a dicho.
Las tres estaban enamoradas; las tres eran cast?simas o inocentes. Ni siquiera en el punto comprometido de dar el regalado y apretado beso sintieron m?s que una profunda conmoci?n toda m?stica y pura.
PARSONDES
Por desgracia, la rigidez es s?lo aparente. La rigidez no tiene otro resultado que el de exasperar los ?nimos, haci?ndoles dudar y burlarse, aunque s?lo sea en sue?os, de la hipocres?a farisaica que ahora se usa.
V?ase, si no, el sue?o que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos aqu? ?ntegro, cuando no para recreo, para instrucci?n de los lectores.
Nuestro amigo so?? lo que sigue:
--M?s de dos mil seiscientos a?os ha, era yo en Susa un s?trapa muy querido del gran Rey Arteo, y el m?s r?gido, grave y moral de todos los s?trapas. El santo var?n Parsondes hab?a sido mi maestro, y me hab?a comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer Zoroastro.
Entre tanto, las malas costumbres, el lujo, la disipaci?n, los galanteos y las fiestas dispendiosas iban en aumento desde la muerte o desaparici?n de Parsondes, el cual, mientras vivi? entre nosotros, no hizo m?s que condenar aquellos abusos.
El Rey de Babilonia, Nanar, tributario de mi augusto amo Arteo, Rey de Media, hab?a roto todo freno y corr?a desbocado por el camino de los deleites. Nosotros acus?bamos a Nanar, como Parsondes le hab?a acusado antes; pero nuestra voz, menos autorizada que la suya, no tocaba el coraz?n de Arteo, ni le decid?a a destronar a Nanar, y a poner otro Rey m?s morigerado en Babilonia. Nanar era m?s descre?do y libertino que Sardan?palo, y en Babilonia no se adoraba ya a otro dios que al inter?s y a Milita, o como si dij?ramos, a Venus. En vano mis camaradas y yo predic?bamos contra la corrupci?n. El vulgo y la nobleza se nos re?an en las narices. Nosotros nos veng?bamos con hablar de la santa vida de Parsondes y con ponerla en contraposici?n de la vida que ellos llevaban.
As? iban las cosas, cuando una ma?anita Arteo me hizo llamar muy temprano a su presencia.
--Hay esperanzas, me dijo, de que Parsondes viva a?n; pero, si ha muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser otro que el rey Nanar.
--Tu sabidur?a, se?or, le contest?, es como la luz, que lo penetra y descubre todo. Vences al cocodrilo en prudencia y al lince en perspicacia; pero, ?c?mo has sabido que Parsondes puede vivir a?n, y que, si ha muerto, Nanar ha sido su asesino? ?No han asegurado los magos que Parsondes est? en el cielo? ?No han descubierto los astr?logos en la b?veda azul una estrella, antes nunca vista, y no han reconocido en esa estrella el alma de Parsondes?
--As? es la verdad, replic? el Rey, pero yo he llegado a averiguar, por revelaci?n de algunos caballeros babilonios descontentos de Nanar, que ?ste, furioso de lo que Parsondes clamaba contra ?l, envi? siete a?os ha emisarios por todas partes para que ocultamente le prendiesen y llevasen a su alc?zar; y all? debe de estar Parsondes, o muerto, o padeciendo tormentos horribles.
--?Ah, se?or! exclam? yo al punto, postr?ndome a los pies del Rey, justo es vengar una maldad tan espantosa. Permite que yo sea el instrumento de tu venganza, y que salve a mi querido maestro del cautiverio en que, si no ha muerto, se halla.
El Rey me dijo que con ese fin me hab?a llamado, y que al instante me preparase a partir con el acompa?amiento debido, y ?rdenes terminantes suyas para que Nanar me respondiese con su vida de la del santo var?n, o le pusiese en libertad.
Aquel mismo d?a, que era uno de los m?s calurosos del est?o, sal? de Susa en un magn?fico carro tirado por cuatro caballos ?rabes. Un h?bil cochero iba dirigi?ndole, y dos esclavos et?opes me acompa?aban tambi?n en el carro, haciendo aire el uno con un abanico de plumas de avestruz, y sosteniendo el otro, sobre rico varal de marfil, prolijamente labrado, el ancho parasol de seda. Cuatrocientos jinetes, todos con aljabas, arcos y flechas, vestidos de malla y cubierta la cabeza con sendos capacetes de bronce, nielado de refulgentes colores, me segu?an y me daban mayor autoridad y decoro. Seis batidores, montados en rayadas y veloc?simas cebras, iban delante de m?, a fin de anunciarme en las diversas poblaciones. Las vituallas y refrescos que tra?amos para suplir las faltas del camino, ven?an sobre los lomos de veinte poderosos elefantes.
Por no pecar de prolijo, no refiero aqu? menudamente los sucesos de mi viaje. Baste saber que el d?cimo d?a descubrimos a lo lejos los muros ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nit?cris. Ten?an treinta varas de espesor, circundaban la ciudad, formando una zona de veintid?s leguas de bojeo, y se elevaban, por la parte m?s baja, ciento veinte varas sobre la tierra; tanto como los campanarios de las catedrales de ahora. Un copete de verdura coronaba los muros. Eran los jardines pensiles. Sobre los muros y sobre los jardines descollaban algunos edificios, como los palacios reales, el templo de Belo y la famosa torre de Nemrod, que constaba de ocho pisos, de m?s de doscientas varas de alto el primero. Desde la cima de esta torre, que parec?a tocar la b?veda celeste, presum?an tratar los sabios antiguos con los dioses, secretas inteligencias o genios que mueven los astros. Aunque tan distantes a?n, y de un modo confuso, cre?amos ya percibir las colosales figuras esculpidas y pintadas en las paredes exteriores de palacios y templos; aquellos toros con cabeza de hombre y aquellos hombres con cabeza de le?n; aquellos pr?ceres y aquellos guerreros, ce?idos los ri?ones de talabartes, de que se enamoraron Oala y Oliba. El sol reflejaba desde Oriente sobre los gigantescos edificios y sobre las cien puertas enormes de la ciudad, que eran de bronce dorado. El resplandor que desped?an deslumbraba los ojos. El Eufrates y el T?gris, serpenteando y heridos tambi?n por los rayos del sol que rielaba en sus ondas, se asemejaban a dos cintas de oro en fusi?n que formaban un lazo.
Los batidores se hab?an adelantado a anunciar mi llegada. De repente vimos levantarse en la extensa y f?rtil llanura, entre las huertas, jardines y verdes sotos, por donde estaba abierto el camino, una nubecilla blanca que se iba agrandando. Luego vimos una mancha oscura que se mov?a hacia nosotros. Poco despu?s lleg? a todo correr uno de mis batidores a decirme que Nanar se acercaba a recibirme con numerosa comitiva. En esto la mancha oscura se hab?a agrandado en extremo, y empezamos a o?r distintamente el son de los instrumentos m?sicos, el relinchar de los caballos y el resonar de las armas. Notamos, por ?ltimo, el resplandor del oro y de la plata, el lujo de las vestiduras y la magnificencia de los que a recibirnos ven?an.
Hice entonces que el cochero aguijase los caballos, y pronto estuve cerca del Rey Nanar, que ven?a en un soberbio palanqu? de bamb?, s?ndalo y n?car, sostenido por doce gallardos mancebos. El Rey baj? del palanqu?n y yo del carro, y nos saludamos y abrazamos con mutua cordialidad.
La t?nica del Rey era de tis? de oro, bordada de seda de mil colores. En el bordado se representaban todas las flores del campo y todos los p?jaros del aire y todas las estrellas del ?ter. Llevaba el Rey una tiara no menos estupenda, ajorcas y brazaletes, y por zarcillos dos redondas perlas, del tama?o cada una de un huevo de perdiz.
El Rey me aloj? en su alc?zar, me dio fiestas espl?ndidas, y me distrajo de tal suerte que casi me hizo olvidar el objeto de mi misi?n. Ya ten?amos un concierto, ya un baile, ya una cena por el estilo de la que dio Baltasar muchos a?os despu?s. Yo no me atrev?a a preguntar al Rey qu? hab?a hecho de Parsondes. Yo no comprend?a que un se?or tan excelente, que agasajaba y regalaba a los hu?spedes con aquella elegancia y cortesan?a, hubiese dado muerte o tuviese en duro cautiverio a mi querido maestro.
Por ?ltimo, una noche me arm? de toda mi austeridad y resoluci?n, y dije a Nanar, en nombre del Rey mi amo, que en el momento mismo iba a decir d?nde estaba el virtuoso Parsondes, si no quer?a perder el reino y la vida. Nanar, en vez de contestarme, hizo venir al punto a todas las bayaderas y cantatrices que hab?a en el alc?zar: se entiende que fuera del recinto, har?n o como quiera llamarse, reservado a sus mujeres. Las tales sacerdotisas de Milita pasaban de novecientas, y eran de lo m?s bello y habilidoso que a duras penas pudiera encontrarse en toda el Asia. Las muchachas llegaron bailando, cantando y tocando flautas, cr?talos y salterios, que era cosa de gusto el verlas y el o?rlas. Yo me qued? absorto. Nanar me dijo, y aqu? fue mayor mi estupefacci?n:
--Ah? tienes al santo Parsondes en medio de esas mujeres. Parsondes, ven ac? y saluda a tu antiguo disc?pulo.
Sali? entonces del centro de aquella turba femenina uno que, a no ser por la barba, hubiera podido confundirse con las mujeres. Tra?a pintadas las cejas de negro, de azul los p?rpados, a fin de que brillasen m?s los ojos, y las mejillas cubiertas de colorete. Estaba todo perfumado, su traje era casi tan rico como el del Rey, su andar afeminado y l?nguido; de sus orejas pend?an zarcillos primorosos; de su garganta un collar de perlas; ce??a su frente una guirnalda de flores. Era el mismo Parsondes, que me ech? los brazos al cuello.
--Yo soy, me dijo, muy otro del que antes era. Vu?lvete, si quieres, a Susa, pero no digas que vivo a?n, para que no se escandalicen los magos, y para que sigan teniendo un ejemplo reciente de santidad a que recurrir. Nanar se veng? de mi ruda y desali?ada virtud haci?ndome prisionero y mandando que me enjabonasen y fregasen con un estropajo. Despu?s han seguido lav?ndome y perfum?ndome dos veces al d?a, regal?ndome a pedir de boca, y oblig?ndome a estar en compa??a de todas estas alegres se?oritas, donde he acabado por olvidarme de Zoroastro y de mis austeras predicaciones, y por convencerme de que en esta vida se ha de procurar pasarlo lo mejor posible, sin ocuparse en la vida de los otros. Cuidados agenos matan al asno, y nadie lo es m?s que quien se mezcla en censurar los vicios de los otros, cuando s?lo le ha faltado la ocasi?n para caer en ellos, o cuando, si en ellos no ha ca?do, se lo debe a su ignorancia, mal gusto y rustiqueza.
En esto despert? de mi sue?o y me volv? a encontrar en mi pobre casita de esta corte.
--Creo, a?ad?a nuestro amigo al terminar su cuento, que con menos riqueza y a menos costa pueden los Nanares del d?a seducir a los Parsondes que zahieren su inmoralidad y sus vicios, movidos, no de la caridad, sino de la envidia. Los que no est?n seguros de la propia virtud y entereza de ?nimo han de ser, pues, m?s indulgentes con los Nanares. ?Desdichado aquel que hace alarde de virtud sin tenerla probad?sima!
?Dichoso aquel que la practica y calla!
EL BERMEJINO PREHIST?RICO
O LAS SALAMANDRAS AZULES
Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, ten?a yo otras mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afici?n cient?fica prevalece y triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy singular. Las ciencias me gustan en raz?n inversa delas verdades que van demostrando con exactitud. As? es que apenas me interesan las ciencias exactas, y las inexactas me enamoran. De aqu? mi inclinaci?n a la filosof?a.
No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de sutileza y de imaginaci?n que se emplea en descubrir la verdad, aunque no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y patente, suele dejarme fr?o. As?, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona.
El hombre adem?s ser?a un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesi?n y goce y se volver?a tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la curiosidad, se aviva la fantas?a y se inventan teor?as, dogmas y otras ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra existencia terrestre; de todo lo cual carecer?amos, siendo mil veces m?s infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de puro h?biles lleg?semos a desentra?ar su hondo y verdadero significado.
Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en moda ahora, que es objeto de mi predilecci?n. Hablo de la prehistoria.
Yo, sin saber si hago bien, divido en dos partes esta ciencia. Una, que me atrever?a a llamar prehistoria geol?gica, est? fundada en el descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remot?sima, que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi ver much?simos menos lances que oir? prehistoria que llamaremos filol?gica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria que a m? me hace m?s gracia.
?Qu? variedad de opiniones! ?Qu? agudas conjeturas! ?Con qu? arte se disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema que forja cada sabio! Ya toda la civilizaci?n nace de Egipto; ya de los acadies en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre ?frica y Asia; ya de otro continente, que hubo entre Europa y Am?rica, y que se llam? la Atl?ntida.
Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras m?s desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, m?s me divierten los tales libros.
En estos ?ltimos d?as los libros que he le?do van en contra de los arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas, que antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros antiguos han sostenido que la civilizaci?n, como la luz solar, se difundi? de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se difundi? en sentido inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber de los magos de Ir?n y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito, comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz estuvo en un Par?s prehist?rico.
Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo ense?aron todo; pero su misma, ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del pa?s f?rtil y hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas, otros hombres m?s primitivos y excelentes que llamaremos hiperb?reos o protoscitas.
Pero ?qu? lengua hablaban estos protoscitas o hiperb?reos, cuyo centro y foco civilizador fue un Par?s de hace seis o siete mil a?os lo menos? Hablaban la lengua euskara, vulgo vascuence. ?De d?nde hab?an venido? Hab?an venido de la Atl?ntida, que se hundi?. ?Qu? conocimientos ten?an? Ten?an todos los conocimientos que hoy poseemos y muchos m?s que se han ofuscado por medio de f?bulas y de otras ni?er?as. As?, pues, los arimaspes, que ten?an un ojo solo y miraban al cielo, eran los astr?nomos de entonces, que ya conoc?an el telescopio; y la flecha en que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el globo aerost?tico o un artificio para volar con direcci?n y br?jula, etc., etc., etc. Ya se entiende que la ?poca de los arimaspes y la de Abaris son de decadencia para la civilizaci?n hiperb?rea.
Confieso que todo este sistema me encant?. No es mi prop?sito exponerle aqu?. Paso volando sobre ?l y voy a mi asunto.
Digo, no obstante, que me encant? por dos razones. Es la primera lo mucho que Francia me agrada. ?Cuanto m?s natural es que el germen de la civilizaci?n europea haya nacido y florecido, desde antiguo, en aquel feraz y riqu?simo jard?n, en aquel suelo privilegiado, que no en la Mesopotamia o en las orillas del Nilo? Y es la segunda raz?n, la de que tengo amigos guipuzcoanos, que habr?n de alegrarse mucho, si se prueba bien que su lengua y su casta fueron el instrumento de que se vali? la Providencia para acabar con la barbarie, iluminar el mundo y adoctrinar a las dem?s naciones.
?Cu?nto se holgar? de esto, si vive a?n, como deseo, mi docto y querido amigo D. Joaqu?n de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros, Larramendis y Astarloas! Algo aprovechar? ?l de las flamantes invenciones para dar m?s vigor a su sistema, arregl?ndole de suerte que se ajuste y cuadre con la m?s perfecta ortodoxia cat?lica.
Sea como sea, para m? es evidente que antes de que penetraran en Espa?a los celtas, los fenicios, los griegos y otras gentes, hubo en Espa?a un pueblo civilizado, que llamaremos los iberos. Este pueblo se extend?a por toda nuestra pen?nsula, y aun ten?a colonias en Cerde?a, en Italia y en otras partes, como Guillermo Humbolt lo ha demostrado. Eran vascos y hablaban la lengua euskara. La naci?n y estado m?s culto e ilustre entre ellos fue la rep?blica de los turdetanos, quienes, seg?n testimonio de Estrabon, tuvieron letras y leyes y lindos poemas en verso, que contaban seis mil a?os de antig?edad. Ahora bien, los alfabetos celtib?rico y turdetano, que ha reconstruido y publica don Luis Jos? Vel?zquez, son muy modernos en comparaci?n de la fecha anteriormente citada. Dichos alfabetos son un trasunto del fenicio o del griego, y debe suponerse, por lo tanto, que antes de la venida a Espa?a de griegos y de fenicios, los turdetanos tuvieron alfabeto propio, con el cual escribieron sus poemas y dem?s obras.
A corta distancia de Villabermeja hay un sitio, que apellidan el Laderon, donde cada d?a se descubren vestigios y reliquias de una antiqu?sima y floreciente ciudad.
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