Read Ebook: La condenada (cuentos) by Blasco Ib Ez Vicente
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Ebook has 642 lines and 37366 words, and 13 pages
--Bueno--dijo al fin tranquilamente--. ?Y cu?ndo saldr??
--?Salir!... ?Est?s loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Ir? a ?frica, y como es joven y fuerte, a?n puede ser que viva veinte a?os.
Por primera vez llor? la mujer con toda su alma; pero su llanto no era de tristeza, era de desesperaci?n, de rabia.
--Vamos, mujer--dec?a el cura irritado--. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ?lo entiendes? Ya no est? condenado a muerte... ?Y a?n te quejas?
Cort? su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresi?n de odio.
--Bueno: que no lo maten... Me alegro. ?l se salva, pero yo, ?qu??...
Y tras larga pausa, a?adi? entre gemidos que estremec?an su carne morena, ardorosa y de brutal perfume:
--Aqu? la condenada soy yo.
Primavera triste
Eran dos ?rboles m?s, dos plantas de aquel pedazo de tierra--no mayor que un pa?uelo, seg?n dec?an los vecinos--, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.
Viv?an como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un pe?n.
All? estaba su sangre; sesenta a?os de trabajo. No hab?a un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era peque?o, desde el centro no se ve?an las tapias, tal era la mara?a de ?rboles y plantas: nispereros y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines; todo cosas ?tiles que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.
All? estaba cuanto quer?a en el mundo: los ?rboles que la conocieron de peque?a y las flores que en su pensamiento inocente hac?an surgir una vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las ?nicas mu?ecas de su infancia, y todas las ma?anas experimentaba la misma sorpresa viendo las flores nuevas que surg?an de sus capullos, sigui?ndolas paso a paso en su crecimiento, desde que, t?midas, apretaban sus p?talos como si quisieran retroceder y ocultarse, hasta que, con repentina audacia, estallaban como bombas de colores y perfumes.
El huerto entonaba para ella una sinfon?a interminable, en la cual la armon?a de los colores confund?ase con el rumor de los ?rboles y el mon?tono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo buc?lico.
Lo dec?an, s?: o?alo ella, no con los o?dos, sino con los ojos, y aunque los huesos le dol?an de cansada, corr?a a la acequia a llenar la regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban agradecidos.
Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por su gusto, all? se quedar?an hasta secarse; pero era preciso ganar dinero llenando los cestos que se enviaban a Madrid.
Envidiaba a las flores vi?ndolas emprender su viaje. ?Madrid!... ?C?mo ser?a aquello? Ve?a una ciudad fant?stica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas se?oras que luc?an sus flores; y tal era la intensidad de la imagen, que hasta cre?a haber visto todo aquello en otros tiempos, tal vez antes de nacer.
En aquel Madrid estaba el se?orito, el hijo de los amos, con el cual hab?a jugado muchas veces siendo ni?a, y de cuya presencia huy? avergonzada el verano anterior, cuando hecho un arrogante mozo visit? el huerto. ?P?caros recuerdos! Ruboriz?base pensando en las horas que pasaban, siendo ni?os, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de Cenicienta, la ni?a despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa.
?Qui?n sabe?... Y cuando m?s esperanzas pon?a en el porvenir, la realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo dec?a con voz ?spera:
--Arre, que ya es hora.
Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba cubri?ndose de flores.
Parec?a que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.
Estas palabras fueron su obsesi?n. Morir... ?Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sent?a, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risue?o su loca carcajada de colores; no cuando se despuebla la tierra, cuando los ?rboles parecen escobas y las apagadas flores de invierno se alzan tristes en los bancales.
?Al caer las hojas!... Aborrec?a los ?rboles cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del oto?o; hu?a de ellos como si su sombra fuese mal?fica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes, esbelto gigante con la cabeza coronada de un surtidor de ondulantes plumas.
All? pas? el verano, viendo c?mo el sol, que no la calentaba, hac?a humear la tierra, cual si de sus entra?as fuese a sacar un volc?n; all? la sorprendieron los primeros vientos de oto?o, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba m?s delgada, m?s triste, con una finura tal de percepci?n, que o?a los sonidos m?s lejanos. Las mariposas blancas que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor fr?o de su frente, como si quisieran tirar de ella arrastr?ndola a otros mundos donde las flores nacen espont?neamente, sin llevarse en sus colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.
Cumpl?a su destino con la indiferencia y el valor de un disciplinado soldado de la miseria. Trabajar, trabajar mucho, para que no faltase la cazuela de arroz y la paga al amo.
Con sus setenta a?os ten?a que hacer el trabajo de dos; remov?a la tierra con m?s tenacidad que antes, sin levantar la cabeza, insensible a la enga?osa belleza que le rodeaba, sabiendo que era el producto de su esclavitud, animado ?nicamente por el deseo de vender bien la hermosura de la Naturaleza, y segando las flores con el mismo entusiasmo que si segara hierba.
El par?sito del tren
--S?--dijo el amigo P?rez a todos sus contertulios de caf?--; en este peri?dico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. S?lo le vi una vez, y sin embargo, le he recordado en muchas ocasiones. ?Vaya un amigo!
Le conoc? una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en un departamento de primera; en Albacete baj? el ?nico viajero que me acompa?aba, y al verme solo, como hab?a dormido mal la noche anterior, me estremec? voluptuosamente, contemplando los almohadones grises. ?Todos para m?! ?Pod?a extenderme con libertad! ?Flojo sue?o iba a echar hasta Alc?zar de San Juan!
Corr? el velo verde de la l?mpara, y el departamento qued? en deliciosa penumbra. Envuelto en mi manta me tend? de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude, con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie.
El tren corr?a por las llanuras de la Mancha, ?ridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias; la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gem?a y temblaba como una vieja diligencia. Balance?bame sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolin?banse; saltaban las maletas sobre las cornisas de red; temblaban los cristales en sus alv?olos de las ventanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo ven?a de abajo. Las ruedas y frenos gru??an; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su ruido nuevas modulaciones, y tan pronto me cre?a mecido por las olas como me imaginaba que hab?a retrocedido hasta la ni?ez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.
Pensando en tales tonter?as me dorm?, oyendo siempre el mismo estr?pito y sin que el tren se detuviera.
Una impresi?n de frescura me despert?. Sent? en la cara como un golpe de agua fr?a. Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de enfrente estaba cerrada. Pero sent? de nuevo el soplo fr?o de la noche, aumentado por el hurac?n que levantaba el tren con su r?pida marcha, y al incorporarme vi la otra portezuela, la inmediata a m?, completamente abierta, con un hombre sentado al borde de la plataforma, los pies afuera en el estribo, encogido, con la cabeza vuelta hacia m? y unos ojos que brillaban mucho en su cara oscura.
La sorpresa no me permit?a pensar. Mis ideas estaban a?n embrolladas por el sue?o. En el primer momento sent? cierto terror supersticioso. Aquel hombre que se aparec?a estando el tren en marcha, ten?a algo de los fantasmas de mis cuentos de ni?o.
Pero inmediatamente record? los asaltos en las v?as f?rreas, los robos de los trenes, los asesinatos en un vag?n, todos los cr?menes de esta clase que hab?a le?do, y pens? que estaba solo, sin un mal timbre para avisar a los que dorm?an al otro lado de los tabiques de madera. Aquel hombre era seguramente un ladr?n.
El instinto de defensa, o m?s bien el miedo, me dio cierta ferocidad. Me arroj? sobre el desconocido, empuj?ndolo con codos y rodillas; perdi? el equilibrio; se agarr? desesperadamente al borde de la portezuela, y yo segu? empuj?ndole, pugnando por arrancar sus crispadas manos de aquel asidero para arrojarlo a la v?a. Todas las ventajas estaban de mi parte.
--?Por Dios, se?orito!--gimi? con voz ahogada--. ?Se?orito, d?jeme usted! Soy un hombre de bien.
Y hab?a tal expresi?n de humildad y angustia en sus palabras, que me sent? avergonzado de mi brutalidad y le solt?.
Se sent? otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo quedaba en pie, bajo la l?mpara, cuyo velo descorr?.
Entonces pude verle. Era un campesino peque?o y enjuto; un pobre diablo con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se confund?a con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos de mirada mansa y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubr?a al contraerse los labios con sonrisa de est?pido agradecimiento.
Me miraba como un perro a quien se ha salvado la vida, y mientras tanto, sus oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y en los bolsillos. Esto casi me hizo arrepentir de mi generosidad, y mientras el ga??n buscaba, yo met?a mano en el cinto y empu?aba mi rev?lver. ?Si cre?a pillarme descuidado!
Tir? ?l de su faja, sacando algo, y yo le imit? sacando de la funda medio rev?lver. Pero lo que ?l ten?a en la mano era un cartoncito mugriento y acribillado, que me tendi? con satisfacci?n.
--Yo tambi?n llevo billete, se?orito.
Lo mir? y no pude menos de re?rme.
--?Pero si es antiguo!--le dije--.Ya hace a?os que sirvi?... ?Y con esto te crees autorizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?
Al ver su burdo enga?o descubierto, puso la cara triste, como si temiera que intentase yo otra vez arrojarlo a la v?a. Sent? compasi?n y quise mostrarme bondadoso y alegre, para ocultar los efectos de la sorpresa, que a?n duraban en m?.
--Vamos, acaba de subir. Si?ntate dentro y cierra la portezuela.
--No, se?or--dijo con entereza--. Yo no tengo derecho a ir dentro como un se?orito. Aqu?, y gracias, pues no tengo dinero.
Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.
Yo estaba sentado junto a ?l; mis rodillas en sus espaldas. Entraba en el departamento un verdadero hurac?n. El tren corr?a a toda velocidad; sobre los yermos y terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua de la abierta portezuela, y en ella la sombra encogida del desconocido y la m?a. Pasaban los postes telegr?ficos como pinceladas amarillas sobre el fondo negro de la noche, y en los ribazos brillaban un instante, cual enormes luci?rnagas, los carbones encendidos que arrojaba la locomotora.
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