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Read Ebook: En viaje (1881-1882) by Can Miguel

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Ebook has 570 lines and 75425 words, and 12 pages

ann y Dorotea. No; una arena negra, impalpable y abundante, que se anida presurosa en los pliegues de nuestras ropas, en el cabello y que esp?a el instante en que el p?rpado se levanta para entrar en son de guerra a irritar la pupila. All? se duerme. El comedor es un largo sal?n, inmenso, con una sola mesa, cubierta con un mantel indescriptible. Si el perd?n penetrara en mi alma, comparar?a eso mantel con un mapa mal pintado, en el que los colores se hubieran confundido en tintas opacas y confusas; pero, como no puedo, no quiero perdonar, dir? la verdad: las manchas de vino, de un rojo p?lido, alternan con los rastros de las salsas; las placas de aceite suceden a los vestigios grasosos... Basta. Sobre esa mesa se coloca un gran n?mero de platos: carne salada en diversas formas, carne a la llanera, cocido y pl?tanos, pl?tanos fritos, pl?tanos asados, cocidos, en rebanadas, rellenos, en sopa, en guiso y en dulce. Luego que todos esos elementos est?n sobre la mesa, se espera religiosamente a que se enfr?en, y cuando todo se ha puesto al diapas?n termom?trico de la atm?sfera, se toca una campana y todo el mundo toma asiento. As? se come.

Pas?bamos el d?a entero en el muelle, presenciando un espect?culo que no cansa, produciendo la punzante impresi?n de los combates de toros. El puerto de la Guayra no es un puerto, ni cosa que se le parezca; es una rada abierta, batida furiosamente por las olas, que al llegar a los bajos fondos de la costa, adquieren una impetuosidad y violencia incre?bles. Hay d?as, muy frecuentes, en que todo el tr?fico mar?timo se interrumpe, porque no es materialmente posible embarcarse. Por lo regular, el embarco no se hace nunca sin peligro. En vano se han construido extensos tajamares: la ola toma la direcci?n que se le deja libre y avanza irresistible. ?Ay de aquel bote o canoa que al entrar o salir al espacio comprendido entre el muelle y la muralla de piedra, es alcanzado por una ola que revienta bajo ?l! Nunca me ha sido dado observar mejor esos curiosos movimientos del agua, que parecen dirigidos por un esp?ritu consciente y libre. Qu? fuerzas forman, impulsan, gu?an la onda, es a?n cuesti?n ardua; pero aquel avance mec?nico de esa faja l?quida que viene rodando en la llanura y que, al sentir la proximidad de la arena, gira sobre s? misma como un cilindro alrededor de un eje, es un fen?meno admirable. Al reventar, un mar de espuma se desprende de su c?spide y cae bullicioso y revuelto como el caudal de una catarata. Si en ese momento una embarcaci?n flota sobre la ola, es irremisiblemente sumergida. As?, durante d?as enteros, hemos presenciado el cuadro conmovedor de aquellos robustos pescadores, volviendo de su tarea ennoblecida por el peligro y zozobrando al tocar la orilla. Saltan al mar as? que comprenden la inmensidad de la cat?strofe y nadan con vigor a pisar tierra, huyendo de los tiburones y tintoreras que abundan en esas costas. El embarco de pasajeros es m?s terrible a?n; hay que esperar el momento preciso, cuando, despu?s de una serie de olas formidables, aquellos que desde la altura del muelle dominan el mar, anuncian el instante de reposo y con gritos de aliento impulsan al que trata de zarpar. ?Qu? emoci?n cuando los vigorosos marineros, tendidos como un arco sobre el remo, huyen delante de la ola que los persigue bramando! ?Es in?til; llega, los envuelve, levanta el bote en alto, lo sacude fren?tica, lo tumba y pasa rugiente a estrellarse impotente contra las pe?as!

Consigno un recuerdo al lindo pueblo de Macuto, situado a un cuarto de hora de la Guayra, perdido entre ?rboles colosales, adormecido al rumor de un arroyo cristalino que baja de la monta?a inmediata. Es un sitio de recreo, donde las familias de Caracas van a tomar ba?os, pero no tiene m?s atractivo que su belleza natural. El lujo de las moradas de campa?a, tan com?n en Buenos Aires, Lima y Santiago, no ha entrado a?n en Venezuela ni en Colombia. Siempre que nos encontramos con estas deficiencias del progreso material, es un deber traer a la memoria, no s?lo las dificultades que ofrece la naturaleza, sino tambi?n la terrible historia de esos pueblos desgraciados, presa hasta hace poco de sangrientas e interminables guerras civiles.

Al d?a siguiente, por fin, procedimos al embarco. Cuesti?n seria; una de las lanchas que nos preced?an y que, como la nuestra, espiaba el instante propicio para echarse afuera, no quiso o?r los gritos del muelle ?viene agua!, e intentando salir, fue tomada por una ola que la arroj? con violencia contra los pilotes. La lancha resisti? felizmente; pero iban se?oras y ni?os dentro, cuyos gritos de terror me llegaron al alma.--<>,--me dijo uno de mis marineros, negro viejo que no hac?a nada, mientras sus compa?eros se encorvaban sobre el remo. Sonr?o hoy al recordar la c?lera pueril que me caus? esa observaci?n, y creo que me propas? en la manera de manifest?rsela al pobre negro. Fuimos m?s felices que nuestros precursores y llegamos con felicidad a bordo del vapor en que deb?amos continuar la peregrinaci?n a los lejanos pueblos cuyas costas ba?a el mar Caribe.

A la ma?ana siguiente de la salida de la Guayra, llegamos a Puerto Cabello, cuya rada me hizo suspirar de envidia. El mar forma all? una profunda ensenada, que se prolonga muy adentro en la tierra y los buques de mayor calado atracan a sus orillas. Hay una comodidad inmensa para el comercio, y ese puerto est? destinado, no s?lo a engrandecer a Valencia, la ciudad interior a que corresponde, como la Guayra a Caracas y el Callao a Lima, sino que por la fuerza de las cosas se convertir? en breve en el principal emporio de la riqueza venezolana. Las cantidades de caf? y cacao que se exportan por Puerto Cabello, son ya inmensas, y una vez que el cultivo se difunda en el estado de Carabobo y lim?trofes, su importancia crecer? notablemente.

Frente al puerto, se levanta la maciza fortaleza, el cuadril?tero de piedra que ha desempe?ado un papel tan importante en la historia de la colonia, en la lucha de la independencia y en todas las guerras civiles que se han sucedido desde entonces. En sus b?vedas, como en las de la Guayra, han pasado largos a?os muchos hombres generosos, actores principales en el drama de la Revoluci?n. De all? sali?, viejo, enfermo, quebrado, el famoso general Miranda, aquel curioso tipo hist?rico que vemos brillar en la corte de Catalina II, sensible a su gallarda apostura y que lo recomienda a su partida a todas las cortes de Europa; que encontramos ligado con los principales hombres de Estado del continente, que acepta con j?bilo los principios de 1789, ofrece su espada a la Francia, manda la derecha del ej?rcito de Dumouriez en la funesta jornada de Neerwinde, cuyo resultado es la p?rdida de la B?lgica y el desamparo de las fronteras del Norte; que volvemos a encontrar en el banco de los acusados, frente a aquel terrible tribunal donde acusa Fouquier-Tinville y que acaba de voltear las cabezas de Custine y de Houdard, el vencedor de Hoschoote. Con una maravillosa presencia de esp?ritu, Miranda logra ser absuelto por medio de un sistema de defensa original, consistente en formar de cada cargo un proceso separado y no pasar a uno nuevo antes de destruir por completo la importancia del anterior en el ?nimo de los jueces. Salvado, Miranda se alej? de Francia, pero lleno ya de la idea de la Independencia Americana. Hasta 1810, se acerca a todos los gobiernos que las oscilaciones de la pol?tica europea ponen en pugna con la Espa?a. Los Estados Unidos lo alientan, pero su concurso se limita a promesas. La Inglaterra lo acoge un d?a con calor, despu?s de la paz de B?le, lo trata con indiferencia despu?s de la de Amiens, le escucha a su ruptura, y el incansable Miranda persigue con admirable perseverancia su obra. Arma dos o tres expediciones en las Antillas contra Venezuela, sin resultado, y por fin, cuando Caracas lanza el grito de independencia, vuela a su patria, es recibido en triunfo y se pone al frente del ej?rcito patriota. Nunca fue Miranda un militar afortunado; debilitadas sus facultades por los a?os, amargado por rencillas internas, su papel como general en esta lucha es deplorable, y vencido, abandonado, cae prisionero de los espa?oles, que lo encierran en Puerto Cabello, de donde se le saca para ser trasladado a Espa?a, entregado por Bol?var. Esta es una de las negras p?ginas del Libertador, a mi juicio, que nunca debi? olvidar los servicios y las desgracias de ese hombre abnegado. Miranda muri? prisionero en la Carraca, frente a C?diz, y todos los esfuerzos que ha hecho el gobierno de Venezuela para encontrar sus restos y darles un hogar eterno en el pante?n patrio, han sido in?tiles...

Pero mientras se me ha ido la pluma hablando de Miranda, el buque avanza, y al fin, dos d?as despu?s de haber dejado Puerto Cabello, notamos que las aguas del mar, verdes y cristalinas en el Caribe, han tomado un tinte opaco, m?s terroso a?n que el de las del Plata. Es que cruzamos frente a la desembocadura del Magdalena, que viene arrastrando arenas, troncos, hojas, detritus de toda especie, durante centenares de leguas y que se precipita al Oc?ano con vehemencia. Henos al fin en el peque?o desembarcadero de Salgar, donde debemos tomar tierra. No hay m?s que cuatro o seis casas, entro ellas la estaci?n del ferrocarril que debe conducirnos a Barranquilla. Se me anuncia que el vapor Victoria debe salir para Honda, en el alto Magdalena, dentro de una hora, y s?lo entonces comprendo las graves consecuencias que va a tener para mi el retardo del Saint-Simon, al que ya debo los atroces d?as de la Guayra. Todo el mundo nos recibe bien en Salgar y el himno de gratitud a la tierra colombiana empieza en mi alma.

El r?o Magdalena.

De Salgar a Barranquilla.--La vegetaci?n.--El manzanillo.--Cabras y yanquis.--La fiebre.--Barranquilla.--La "brisa".--La atm?sfera enervante.--El fatal retardo.--Preparativos.--El r?o Magdalena.--Su navegaci?n.--Regaderos y chorros.--Los "champanes".--C?mo se navegaba, en el pasado.--El "Antioqu?a".--"Jupiter dementat..."--Los vapores del Magdalena.--La voluntad.--C?mo se come y c?mo se bebe.--Los bogas del Magdalena.--Samarios y Cartageneros.--El embarque de la le?a.--El "burro".--Las costas desiertas.--Mompox.--Magang?.--Colombia y el Plata.

Un ferrocarril de corta extensi?n une a Salgar con Barranquilla. Es de trocha angosta y su s?lo aspecto me trae a la memoria aquella nuestra l?nea argentina que, partiendo de C?rdoba, va buscando las entra?as de la Am?rica Meridional, que dentro de poco estar? en Bolivia y en la que, viejos, hemos de llegar hasta el Per?.

El breve trayecto de Salgar a Barranquilla es pintoresco, no s?lo por los espect?culos inesperados que presenta el mar que penetra audazmente al interior formando lagunas cuya poca profundidad no las hace ben?ficas para el comercio, sino tambi?n por la naturaleza de la flora de aquellas regiones. A ambos lados de la v?a se extienden bosques de ?rboles vigorosos, cuyo desenvolvimiento mayor veremos m?s tarde en las maravillosas riberas del Magdalena. Pero la especie que m?s abunda es el manzanillo, que la naturaleza, pr?diga en cari?os supremos para todo lo que se agita bajo la vida animal, ha plantado al borde de los mares, colocando as? el ant?doto junto al veneno. El manzanillo es aquel mismo ?rbol de la India cuya influencia mortal es el tema de m?s de una leyenda po?tica de Oriente. Su m?s popular reflejo en el mundo europeo es el disparatado poema de Scribe, que Meyerbeer ha fijado para siempre en la memoria de los hombres, adorn?ndolo con el lujo de su inspiraci?n poderosa. Debo decir desde luego que, desde el momento que pis? estas tierras queridas del sol, el ?frica suena en mis o?dos a todo momento, sea en las quejas da Selica al pie de los ?rboles matadores, sea en sus cantos adormecedores, sea en el cuadro opulento de aquel indost?n sagrado donde el sol abrillanta la tierra.

Es un hecho positivo que el manzanillo tiene propiedades fatales para el hombre. Sus frutas atraen por su perfume exquisito, sus flores embalsaman la atm?sfera, y su sombra, fresca y arom?tica, invita al reposo, como las sirenas fascinaban a los vagabundos de la Odisea. Los animales, especialmente las cabras, resisten rara vez a esa dulce y enervante atracci?n, se acogen al suave cari?o de sus hojas tupidas y comen del fruto embalsamado. All? se adormecen, y cuando, al despertar, sienten venir la muerte en los primeros efectos del t?sigo, re?nen sus fuerzas, se arrastran hasta la orilla del mar y absorben con avidez las ondas saladas que les devuelven la vida. Se conserva el recuerdo de unos j?venes norteamericanos que, ech?ndose el fusil al hombro, resolvieron hacer a pie el camino de Salgar a Barranquilla. El sol quema en esos parajes y el manzanillo incita con su sombra voluptuosa, cargada de perfumes. Los j?venes yanquis se acogieron a ella, unos por ignorancia de sus efectos funestos, otros porque, en su calidad de hombres positivos, cre?an puramente legendaria la reputaci?n del ?rbol. No s?lo durmieron a su sombra, sino que aspiraron sus flores y comieron sus frutos prematuros. Llegaron a Barranquilla completamente envenenados, y si bien lograron salvar la vida, no fue sin quedar sujetos por mucho tiempo a fiebres intermitentes tenac?simas.

He ah? el enemigo contra el que tenemos que luchar a cada instante: la fiebre. La riqueza vegetal de aquellas costas, ba?adas por un sol de fuego que hace fomentar los infinitos detritus de los bosques, la abundancia de frutas tropicales, a las que el est?mago del hombre de Occidente no est? habituado, los cambios r?pidos de la temperatura, la falta forzosa de precauci?n, la sed inextinguible que origina transpiraci?n de la que aquel que vive en regiones templadas no tiene idea, la imprudencia natural al extranjero, son otros tantos elementos de probabilidad de caer bajo las terribles fiebres pal?dicas de las orillas del Magdalena. Y lo m?s triste es que los preservativos toman todos, en aquel clima, caracteres de insoportables privaciones. Las frutas, el agua, las bebidas fr?as, todo lo que puede ser agradable al desgraciado que se derrite en una atm?sfera semejante, es estrictamente prohibido por el amistoso consejo del nativo.

El aspecto de la ciudad es an?logo al de las colonias europeas en las costas africanas; pesa sobre el esp?ritu una influencia enervante, agobiadora, y para la menor acci?n es necesario un esfuerzo poderoso. Desde que he pisado las costas de Colombia, he comprendido la anomal?a de haber concentrado la civilizaci?n nacional en las altiplanicies andinas, a trescientas leguas del mar. La raza europea necesita tiempo para aclimatarse en las orillas del Magdalena y en las riberas que ba?an el Caribe y el Pac?fico.

Llegu? a Barranquilla el 20 de diciembre a las tres y media de la tarde, en momentos en que part?a para el alto Magdalena el vapor Victoria, el mejor que surca las aguas del r?o. Fue entonces cuando comprend? todo el mal que me hab?a hecho el retardo de cuatro d?as del Saint-Simon, sin contar con la permanencia en la Guayra, que, en calidad de sufrimiento pasado, empezaba a debilitarse en la memoria, sobre todo, ante la expectativa de los que me reservaba el porvenir. Si el Saint-Simon hubiera llegado a Salgar en el d?a de su itinerario, habr?amos tenido tiempo sobrado de hacer en Barranquilla todos los preparativos necesarios, y embarc?ndonos en el Victoria, nos hubi?ramos librado de las amarguras sufridas en el Magdalena.

Porque los preparativos es una cuesti?n seria, que exige un cuidado extremo. Desde luego, es necesario proveerse de ropas impalpables; adem?s de una buena cantidad de vino y algunos comestibles, porque en las desiertas orillas del r?o no hay recursos de ning?n g?nero, y por fin, que es lo principal, de un petate y un mosquitero. Petate significa estera, y el doble objeto de ese mueble es, en primer lugar, colocarlo sobre la lona del catre, por sus condiciones de frescura, y en seguida, sujetar bajo ?l los cuatro lados del mosquitero, para evitar la irrupci?n de zancudos y jejenes.

Ahora ser? f?cil comprender la importancia que tiene la elecci?n del vapor en que se debe tentar la aventura. Se necesita un buque de poco calado, para no vararse, y de mucha fuerza para vencer los chorros. El Victoria ten?a todas esas condiciones, pero... El que sal?a el 24, era nada menos que el Antioqu?a, el barco m?s pesado, m?s grande y de mayor calado que hay en el r?o. Todo el mundo nos aconsejaba no tomarlo, hasta que se supo, y me lo garantiz? el empresario, que el Antioqu?a s?lo remontar?a el Magdalena durante cuatro d?as, siendo transbordados sus pasajeros al Roberto Calixto, vapor microsc?pico y muy veloz, que nos permitir?a llegar a Honda en el t?rmino de todo viaje normal, esto es, ocho o nueve d?as. Con estas seguridades, reforzadas por la orden que llevaba el Victoria de que as? que llegase a Honda volviese en nuestra busca, y animado por la ventaja de ganar los cinco d?as que me habr?a sido necesario esperar para tomar el vapor del 30, resolv? bravamente el embarco en el Antioqu?a. J?piter quer?a perderme sin duda, y me enloqueci? en ese momento. Dos pasajeros tan s?lo se animaron a seguirnos: un joven de Bogot? y el profesor suizo que hac?a su estreno en Am?rica de tan peregrina manera.

El Antioqu?a, adem?s de los inconvenientes que antes mencion?, tiene el de llevar sus ruedas a los costados; ?stas, adem?s de producir un fragor que har?a creer se va navegando en una catarata movible, impiden, por las oscilaciones que imprimen al buque en los pasajes dif?ciles, que ?ste se sobe en los regaderos, esto es, que se deslice sobre las arenas. Adem?s, la mitad de la enorme caldera llega a la cubierta de pasajeros y el comedor est? situado precisamente arriba de las hornallas. Agr?guese que el vapor es de carga, que no hay ba?o a bordo, que el servicio es detestable, y se tendr? una idea del simp?tico esquife que se deslizaba por el ca?o de Barranquilla en busca del ancho Magdalena.

Debo decir, en honor de mi prof?tico coraz?n, como dir?a Hamlet, que la primera impresi?n me hizo entrever el negro porvenir. Pero la suerte estaba echada y la voluntad, serena y persistente, velaba para impedir todo desfallecimiento. Apenas salimos del ca?o y entramos en el brazo principal del r?o, ancho, correntoso, soberbio, nos amarramos a la orilla, para esperar las ?ltimas ?rdenes de la agencia.

Fue all?, durante aquellas seis o siete horas, cuando comprend? la necesidad de echar llave a mi est?mago, y olvidar mis gustos gastron?micos hasta nueva orden. La comida que se sirve en esos vapores es muy mala para un colombiano, pero para un extranjero es realmente insoportable. En primer lugar, se sirve todo a un tiempo incluso, la sopa, esto es, un plato de carne, generalmente salada, y cuando es fresca, dura como la piel de un hipop?tamo; una fuente de lentejas o fr?joles, y pl?tanos, cocidos, asados, fritos, en rebanadas... v?ase el Hotel Neptuno. Cuando todo se ha enfriado, la campana llama a la mesa, y entonces empieza la lucha m?s terrible por la existencia de las que ofrece el vasto cuadro de la creaci?n animal. De un lado, la necesidad imperiosa, brutal, de comer; del otro, el est?mago que se resiste, implora, se debate, auxiliado por el reflejo de la caldera que eleva la temperatura hasta el punto de asar una ave que se atreviese a cruzar esa atm?sfera. Los sirvientes parecen salidos de las aguas y no enjugados; las ruedas, que est?n contiguas, hacen un ruido infernal, que impide o?r una palabra, la sed devoradora s?lo puede aplacarse con el agua tibia o el vino m?s caliente a?n... ?Imposible! Se abandona la empresa, y cuando la debilidad empieza a producir calambres en el est?mago, se acude al brandy, que enga?a por el momento, pero al que se vuelve a apelar as? que ese momento ha pasado.

All? tambi?n empec? a estudiar la curiosa organizaci?n de los bogas del Magdalena, que sirven de marineros en los vapores, contratados especialmente para cada viaje. La mayor parte son negros o mulatos, pero los hay tambi?n catires cuya tez cobriza, sombrada por la fuerza de aquel sol, es m?s oscura que la de nuestros gauchos. As? que se embarcan, son divididos en dos secciones, samarios y cartageneros, esto es, de Santa Marta y de Cartagena, no respondiendo al punto originario de cada uno, sino por las mismas razones que en los buques de ultramar, en obsequio del servicio interior, hacen separar a la tripulaci?n en la banda de babor y en la de estribor. La resistencia de aquellos hombres para los trabajos agobiadores que se les imponen, especialmente bajo ese clima, su frugalidad incre?ble, la manera c?mo duermen, desnudos, tirados sobre la cubierta, insensibles a los millares de mosquitos que los cubren; su alegr?a constante, su espontaneidad para el trabajo, me causaba una admiraci?n a cada instante creciente. La m?s dura de sus tareas es el embarque de la le?a. Ning?n vapor del Magdalena navega a carb?n; los bosques inmensos de sus orillas dan abundante combustible desde hace treinta a?os, y la mina est? lejos de agotarse. La le?a se coloca en las orillas desiertas, el buque se acerca, amarra a la costa y toma el n?mero de burros que necesita. El burro es la unidad de medida y consiste en una columna de astillas, a la altura de un hombre, que contiene, poco m?s o menos, setenta trozos de madera de 0.75 cent?metros de largo. Me llam? la atenci?n que cada burro costase un peso fuerte, pero me expliqu? ese precio exorbitante donde la le?a no vale nada, por la escasez de brazos. Aquellas tierras espl?ndidas, que hacen brotar a raudales de su seno cuanto la fantas?a humana ha so?ado en los cuadros ideales de los tr?picos, podr?an ser llamadas, en ant?tesis a la frase de Alfieri, el suelo donde el hombre nace m?s d?bil y escaso. Todo a lo largo del r?o no se encuentra sino peque?as y miserables poblaciones, donde las gentes viren en chozas abiertas, sin m?s recurso que un ?rbol de pl?tanos que los alimenta, una totuma, cuyas frutas, especie de calabazas, les suministran todos los utensilios necesarios para la vida, y uno o dos cocoteros. Los ni?os, desnudos, tienen el vientre prominente, por la costumbre de comer tierra. El pescado es raro, el ba?o desconocido, por los feroces caimanes; la vida, en una palabra, imposible de comprender para un europeo. Los pocos blancos que he observado en la costa, tienen un color l?vido, terroso y parecen espectros ambulantes. Las fiebres los han consumido. Los pueblos que hay sobre el r?o, aun los m?s importantes: Mompox, famoso en la vida colonial, como en las luchas de la independencia; Magang?, cuyas c?lebres ferias extienden su fama a lo lejos, est?n estacionarios eternamente, mientras el r?o carcome la tierra sobre que se apoyan. ?Qu? vale esa feracidad maravillosa, si el clima no permite el desenvolvimiento de la raza humana que debe explotarla? Mientras mis ojos miran con asombro el cuadro deslumbrante de aquel suelo, el esp?ritu observa tristemente que esa grandeza no es m?s que una mortaja tropical. As?, Colombia se refugia en las alturas, lejos, muy lejos del mar y de la Europa, tras los riscos escarpados que dificultan el acceso y trata de hacer all? su centro de civilizaci?n. La poes?a la ha ba?ado con su luz, en el momento de la ?ltima formaci?n geol?gica del mundo, mientras las tierras que ba?a el Plata parecen haber surgido bajo el golpe del caduceo de mercurio. All?, las llanuras, la templanza del clima, la proximidad al mar, el contacto casi inmediato con los centros de civilizaci?n; aqu?, la muerte en las costas, el aislamiento en las alturas. Bendigamos el azar que tan ben?fico nos fue en el reparto americano, que nos dio las regiones c?lidas donde el sol dora el caf? y empapa las fibras de la ca?a, los campos donde el trigo brota robusto y abundante. Las faldas andinas que la vid trepa juguetona y vigorosa, los cerros que tienen venas de oro y carne de m?rmol, y por fin, las pampas fecundas que se extienden hasta el ?ltimo punto al sur del mundo que el hombre habita. Bendigamos esa fortuna, pero que el orgullo de nuestro progreso no nos impida mirar con respeto profundo los esfuerzos generosos que hacen nuestros hermanos del Norte por alcanzarlo, venciendo a la naturaleza, espl?ndida y terrible como una virgen salvaje.

Cuadros de viaje.

?Una hip?tesis filol?gica!--La vida del boga y sus peligros.--Principio del viaje.--Consejos e instrucciones.--Los vapores.--Las chozas.--Aspecto de la naturaleza.--Las tardes del Magdalena.--Calma soberana.--Los mosquitos.--La confecci?n del lecho.--Ba?o ruso.--El sondaje.--D?as horribles.--Los compa?eros de a bordo.--?Un vapor!--Decepci?n.--Agon?a lenta.--?Por fin!--El Montoya.--Los caimanes.--Sus costumbres.--La plaga del Magdalena.--Combates.--Madres sensibles.--Guerra al caim?n.

Me inclino a creer que el nombre de burro dado a la unidad de medida de la le?a, respond?a al principio a la cantidad de la misma que uno de esos simp?ticos animales pod?a cargar. En cuanto a hoy, no hay burro que pudiera moverse bajo uno de sus hom?nimos.

Un vapor cualquiera en el Magdalena gasta de cuarenta a cincuenta burros de le?a diarios; el Antioqu?a consume el doble, pero en cambio anda la mitad menos que los dem?s. Es, pues, muy dura la vida de los marineros a bordo del insaciable vapor, que cada dos horas se arrima a la orilla, se amarra fuertemente para poder resistir a la corriente que lo arrastra y empieza a absorber le?a con una voracidad incre?ble. Cuando la operaci?n se practica en las deliciosas horas de la ma?ana, los pobres bogas saltan de contento; pero, repetida durante el d?a con frecuencia, en aquella atm?sfera candescente, bajo un sol de que en nuestras regiones es dif?cil formar idea, constituye un martirio real. Una larga plancha une al buque con la orilla, a guisa de puente. Los marineros, desnudos de medio cuerpo, con una bolsa sujeta en la cabeza, cay?ndoles sobre la espalda como un inmenso capuch?n, bajan a tierra, reciben en el espacio comprendido entre el cuello, el hombro y el brazo izquierdo, una cantidad incre?ble de astillas, las sujetan con una cuerda amarrada en la mu?eca de la mano libre, y cediendo bajo el peso, trepan laboriosamente al vapor y arrojan su carga junto a las hornallas. Los que alimentan a ?stas se llaman candeleros, por una curiosa analog?a.

A veces el r?o ha crecido y los dep?sitos de le?a se encuentran bajo las aguas, teniendo los bogas que trabajar con la mitad del cuerpo sumergido. Rara es la ocasi?n, cuando trabajan en seco, que no se interrumpan para matar las v?boras sumamente venenosas que se ocultan entre la le?a. Pero, cuando ?sta se encuentra bajo el agua, no tienen defensa, estando adem?s expuestos a las picaduras de las rayas...

Por fin, despachados, nos pusimos en movimiento. Empezaba el duro viaje bajo una sensaci?n compleja que manten?a mi esp?ritu en esa inquietud nerviosa que precede a un examen en la adolescencia, a un duelo en la juventud, a un momento largamente esperado, en todas las edades. En primer lugar, una curiosidad vivaz y ardiente; luego, la idea de que cada hora de marcha me alejaba tres de la patria; y arriba de los estremecimientos del cuerpo por los martirios f?sicos que entreve?a, graves preocupaciones que respond?an a mi posici?n oficial, que no tienen nada que ver con estas p?ginas ?ntimas.

As? que supieron nuestra posici?n y destino, algunos pasajeros que iban a puntos pr?ximos me dejaron ver una franca y sincera conmiseraci?n. Uno de ellos, caballero colombiano, perfectamente culto y cort?s, como todos los que he encontrado en mi camino, me pregunt?, inquieto, si yo ten?a noticia de lo que era la navegaci?n del Magdalena, y como, en caso afirmativo, hab?a cometido la chambonada de embarcarme en el Antioqu?a. <>.

Las ?ltimas recomendaciones, especialmente aquella que deb?a apartarme del brandy, mi ?nico alimento, y la que me impon?a la serenidad intelectual, eran tan dif?ciles de cumplir como f?ciles de hacer. Me prepar? lo mejor que pude a afrontar el porvenir y puse en juego todos los resortes de mi energ?a.

No me fatigar? recordando, uno a uno, los puntos donde el vapor se detuvo durante los tres primeros d?as, fuese para tomar la eterna le?a, fuese para pasar all? la noche. He dicho ya, y lo repito, que las orillas del Magdalena presentan un aspecto esencialmente primitivo; los peque?os caser?os que se encuentran, no dan la m?s ligera idea de la vida civilizada. En chozas abiertas a todos los vientos, viven hacinados, padres, hijos, mujeres, hombres y animales muchas veces. Los ni?os, corriendo por las m?rgenes, completamente desnudos, tienen un aspecto salvaje. No hay all? recursos de ninguna clase; muchas veces he bajado, y viendo huevos frescos, he querido adquirirlos a cualquier precio. Con una calma desesperante, con apat?a incre?ble, contestan: <>, y es necesario renunciar a toda resistencia, porque el dinero no tiene atractivo para esa gente sin necesidades.

La naturaleza cambia lentamente, a medida que avanzamos: al principio, el r?o, ancho y majestuoso, corre entre orillas de un verde intenso, pero la vegetaci?n, si bien tupida y exuberante, no alcanza las proporciones con que empieza a presentarse a nuestros ojos. A la izquierda, vemos el cuadro inimitable de la Sierra Nevada, que, cruzando el Estado de Magdalena, va a extinguirse cerca del mar. Sus picos, de un blanco intenso e inmaculado, se envuelven al caer la tarde en una nube rosada de indecible pureza. A occidente, el espacio, libre de monta?as, nos deja ver las puestas de sol m?s maravillosas que he contemplado en mi vida. Imposible describir ese grupo de nubes incandescentes y atormentadas, con sus franjas luminosas como una hoguera, su fondo de un dorado p?lido, inm?viles sobre el horizonte, disolviendo su forma y su color con una lentitud que hace so?ar. Todos los tonos del iris se producen all?, desde el violeta profundo, que arroja su nota con vigor sobre el amarillo transparente, hasta el blanco que hiere la pupila interrumpiendo la serenidad del azul intenso de los cielos. Nunca, lo repito, me fue dado contemplar cuadro tan soberanamente bello, ni aun en el Oc?ano, cuando se sigue al sol en su descenso, formando uno de los v?rtices de aquel tri?ngulo glorioso de Chateaubriand, ni aun entre las gargantas de los Andes, sobre las que cae la noche con asombrosa rapidez y que quedan envueltas en la sombra, mientras las cumbres vecinas brillan bajo los rayos del sol, lejos aun de dar su adi?s a nuestro hemisferio.

?Qu? calma admirable la que sucede a ese instante solemne! La naturaleza parece recogerse para entrar en la regi?n serena del sue?o. El r?o sigue corriendo silenciosamente; en los bosques impenetrables de la orilla, donde el buque acaba de detenerse, no se oyen sino los apagados silbidos met?dicos del turpial que llama a su compa?ero; hasta las enormes y vistosas guacamayas, con su plumaje irisado, llegan en silencio y buscan entre las ramas el nido que pende de la copa de un inmenso caracol?, mecido por las lianas que lo sujetan. De tiempo en tiempo, el rumor de un eco en el interior de la selva, y luego de nuevo la paz callada extendiendo su imperio sobre todo lo creado...

La suave y deliciosa quietud dura poco; un ej?rcito invisible avanza en silencio, y un instante despu?s se sienten picaduras intensas en las manos, la cara, en el cuerpo mismo al trav?s de las ropas. Son los terribles mosquitos del Magdalena que hacen su temida aparici?n. No corre un h?lito de aire, y es necesario buscar un refugio, a riesgo de sofocarse, contra aquellos animales, que en media hora m?s os postrar?an bajo la fiebre. He ah? uno de los momentos de mayor sufrimiento. Se tiende el catre en cubierta, y sobre ?l, un espeso mosquitero, cuyos bordes se sujetan sobre la estera que sirve de colch?n. En seguida, con precauciones infinitas, se desliza uno dentro de aquel horno, teniendo cuidado de ser el ?nico habitante de la regi?n comprendida entre el petate y el ligero lienzo protector. Luego, se enciende una panetela de puro Ambalema, cigarro de una forma an?loga a los de pajita y hecho del exquisito tabaco que se encuentra en el punto indicado, y que, en la categor?a jer?rquica viene inmediatamente despu?s del de la Habana. All? empieza un indescriptible ba?o ruso; el calor sofocante, pesado, mortal, aleja el sue?o e impide a la imaginaci?n esos viajes maravillosos que suelen compensar el insomnio y a los que excita all? la bella y serena majestad de la noche.

A la ma?ana siguiente, apenas apunta el alba, de nuevo en camino. A la hora de marcha, se oye la campana del pr?ctico, la m?quina se detiene y los contramaestres a proa comienzan a sondar. El Antioqu?a necesita para pasar cinco pies y medio por lo menos. Nos precipitamos todos ansiosos a proa y tendemos ?vidamente el o?do a los gritos de los sondeadores: <> ?Nueve pies! ?Ocho escasos! ?Seis largos! Las fisonom?as empiezan a oscurecerse. ?Seis fallos! ?Malo, malo! ?Cinco pies y medio! El buque empieza a sobarse, esto es, a deslizarse lentamente sobre la arena y de pronto se detiene. ?Para atr?s! Desandamos lo andado, hacemos una, dos, tres nuevas tentativas: ?in?til! El r?o se ha regado de una manera extraordinaria y el canal debe haber variado de direcci?n con el movimiento de las arenas. De nuevo a la costa y a amarrar. El pr?ctico toma una canoa y se lanza a buscar pacientemente el paso por medio de sondajes.

?Qu? d?as horribles aquellos en que, arrimados a la orilla, con el sol tropical cayendo a plomo, sin el m?s leve movimiento del aire y bajo una temperatura que a la sombra alcanzaba a 38 y 39 grados centigrados, vag?bamos desesperados, sin un sitio donde ampararnos, tostados por la irradiaci?n de la caldera, transpirando a raudales, con el rostro candescente, los ojos saltados, la sangre agitada... y sin m?s recurso que un vaso de agua tibia con panela o brandy! Nunca se me borrar? el recuerdo de aquellas horas que no cre?a pudiera soportar el cuerpo humano...

--?Un vapor, un vapor!--grit? azorado un muchacho, se?alando, detr?s de un recodo del r?o, una d?bil columna de humo que se dibujaba en el azul transparente del cielo. Fue una revoluci?n a bordo; en vano procur? detener al suizo, explic?ndole que, aun cuando el buque anunciado fuera el que con tanta ansia esper?bamos, tendr?amos un d?a y medio o dos que pasar en aquel punto, mientras se hac?a el transbordo de las mercader?as. ?En vano! El suizo se hab?a precipitado a su camarote y hac?a sus maletas con una velocidad incre?ble... El vapor apareci?; pero como todos tienen un corte igual, es necesario esperar a o?r el silbato para distinguirlos.

?Ser?a el Victoria? ?Ser?a el Calixto? En ambos casos est?bamos salvados. Algo como la tos prolongada de un gigante resfriado, algo como debe ser el quejido de una foca a la que arrebatan sus chicuelos, lleg? a nuestros o?dos, y todos los muchachos del servicio de a bordo gritaron en coro: <> Es necesario saber que, siendo el Montoya de la misma compa??a y teniendo nosotros la bandera a media asta en popa, lo que era pedirle se detuviera, ?ranos l?cito regocijarnos en la esperanza del transbordo.

En un instante el Montoya, desliz?ndose sobre las aguas a favor de la corriente, con una velocidad de 15 ? 16 millas por hora, lleg? a nuestro lado, y manteni?ndose sobre la m?quina, entabl? correspondencia. Transbordo imposible. Cargado hasta el tope de bultos de quina. Victoria viene atr?s. Y de nuevo en marcha, perdi?ndose en el primer recodo del r?o, haci?ndome o?r, como una carcajada su antip?tico silbido. Nos miramos a las caras: nunca he visto la desesperaci?n m?s profundamente marcada en rostros humanos...

?A qu? insistir en la agon?a de aquellos d?as como no he pasado, como no volver? a pasar jam?s semejantes en la vida? Hac?a dos semanas que est?bamos en el Antioqu?a, con la mirada invariable al Norte, esperando, esperando siempre, cuando la misma tos de gigante resfriado, el mismo quejido de foca desolada, se hizo o?r al Sur. Era el Montoya, que hab?a tenido tiempo de llegar hasta cerca de Barranquilla, dejar su carga en un puerto y tomar los pasajeros del Confianza que, temeroso de la suerte del Antioqu?a, no se atrev?a a remontar el r?o. Esta vez respiramos libremente; y una hora despu?s est?bamos en la cubierta del Montoya, en cuyo centro una gran mesa, cargada de rifles, escopetas, remingtons, anteojos y rodeada de c?modas sillas, nos produjo la sensaci?n de encontrarnos en el seno del m?s refinado sibaritismo.

Los grandes sufrimientos del viaje hab?an pasado. El Montoya era un vapor chico, pero limpio, m?s fresco que el Antioqu?a, y aunque el inmenso n?mero de pasajeros que ven?an en ?l nos impidi? tener camarotes, esto es, un sitio donde lavarnos y mudarnos, era tal la satisfacci?n de poder continuar el viaje, que no nos hizo mayor extorsi?n la toilette obligada al aire libre y un poco en com?n.

Pas?bamos el d?a guerreando a muerte con los caimanes. No he hablado a?n de esos hu?spedes caracter?sticos del Magdalena, porque, durante mi inolvidable permanencia en el Antioqu?a, creo no haberles dispensado una mirada.

Es el alligator, el cocodrilo del Nilo y de algunos r?os de la India, el yacar? de los nuestros, pero de dimensiones colosales. Parec?ame una exageraci?n la longitud de cinco a seis metros que asigna a algunos un viajero franc?s, M. Andr?; pero, despu?s de haber observado millares de caimanes, puedo asegurar que, en realidad, hay no pocos que alcanzan ese enorme tama?o. He visto a algunos cruzar lentamente las aguas del r?o; vienen precedidos de una nube constante de pescados saltando, fuera del agua como en el mar, a la aproximaci?n de un tibur?n o de una tintorera. Pero en general s?lo se les ve en las playas arenosas que deja el r?o en descubierto cuando desciende.

El caim?n es la plaga del Magdalena; cuando alg?n desgraciado boga, ba??ndose o cayendo de su canoa, ha permitido a uno de sus monstruos probar el perfume de la carne humana, la comarca entera tiembla ante el caim?n cebado; anfibio como es, salta a la playa, se desliza por las arenas con las que confunde su piel escamosa y pasa horas enteras acechando a un ni?o o a una mujer. ?Cu?ntas historias terribles me contaban en el Magdalena de las luchas feroces contra el caim?n, del valor salvaje de los bogas que, semejantes a nuestros indios correntinos, se arrojan al r?o con un pu?al y cuerpo a cuerpo lo vencen! A su vez, el caim?n suele ser sorprendido en sus siestas de la playa por los tigres y pumas de los bosques vecinos. Entonces se traba una lucha admirable, como aquellas que los romanos, los hombres que han gozado m?s sobre la tierra, contemplaban en sus circos. El caim?n es generalmente vencedor, pues su piel paquid?rmica lo hace invulnerable a la garra y al diente agresor. Pero lo que un tigre no puede, lo consigue una vaca o un novillo; cuando ?stos atraviesan a nado el r?o, pasando, en el bajo Magdalena, del Estado de Bol?var al que lleva el nombre del r?o y que ocupa la margen derecha, o viceversa, si el caim?n los ataca, levantan un poco la parte anterior del cuerpo y hacen llover sobre el agresor una lluvia de <> con sus c?rneas pezu?as, que lo detiene, lo atonta y acaba por ponerlo en fuga...

Se ha hecho el c?lculo que, si todos los huevos de bacalao que anualmente ponen las hembras de esos antip?ticos animales, se consiguieran, la secci?n entera del Atl?ntico comprendida entre la Am?rica del Norte y la Europa, se convertir?a en una masa s?lida. Otro tanto podr?a suceder en el Magdalena con los caimanes.

El caim?n es ov?paro; la hembra pone una inmensa cantidad de huevos, grandes y duros como piedra, que entierra entre la arena. Llegada la ?poca conveniente, la sensible madre se coloca con la enorme boca abierta al lado del sitio que empieza a escarbar; los peque?uelos, que ya han abandonado la c?scara, saltan a medida que se despeja la arena que los cubr?a. Unos dan el brinco directamente al r?o; otros, perje?os ignorantes de las costumbres de su raza, saltan del lado de la enorme boca maternal que los recibe y engulle en un segundo. Se calcula que la caimana se come la mitad de sus hijos. Luego, la piedad maternal la invade, y semejante a la Niobe antigua, deja correr dos l?grimas por sus hijos tan prematuramente muertos. ?Una vez en el agua, reune la prole salvada y no hay madre m?s cari?osa!.

?Qu? odio por el caim?n! ?Con qu? alegr?a los bogas marineros, descubriendo con su mirada avezada una turba de cocodrilos sobre un arenal lejano, nos daban el grito de alerta! Cada uno toma su fusil, elige su blanco y a un tiempo se hace fuego. Las armas que se emplean son carabinas R?mington, Sp?ncer, Winchester, etc. Nada resiste a la bala; el caim?n herido, abre la boca m?s grande aun, si es posible, que cuando se ocupa en cazar mosquitos, levanta la cabeza, la sacude fren?tico, y se arrastra, muchas veces moribundo y cubierto de heridas--pues la lentitud de sus movimientos permite hacerle fuego repetidas veces--para ir a morir en el seno de las aguas o en su cueva misteriosa.

Cuadros de un viaje .

Angostura.--La naturaleza salvaje y espl?ndida.--Los bosques v?rgenes.--Aves y micos.--Nare.--Aspectos.--Los chorros.--El "Guarin?".--C?mo se pasa un chorro.--El capit?n Maal.--Su teor?a.--El "Mesuno".--La cosa apura.--Cabo a tierra.--Pasamos.--Bodegas de Bogot?.--La cuesti?n mulas.--Recepci?n afectuosa.--Dificultades con que lucha Colombia.--La aventura de M. Andr?.

?Qu? espect?culo admirable! Entramos en la secci?n del r?o llamada Angostura. El enorme caudal de agua, esparcido antes en extensos regaderos, corre silencioso y r?pido entre las dos orillas que se han aproximado como aspirando a que las flotantes cabelleras de los ?rboles que las adornan confundan sus perfumes. Jam?s aquel <> del poeta, tuvo m?s espl?ndido reflejo gr?fico. Se olvidan las fatigas del viaje, se olvidan los caimanes y se cae absorto en la contemplaci?n de aquella escena maravillosa que el alma absorbe, mientras el cuerpo goza con delicia de la temperatura que por momentos se va haciendo menos intensa.

Sobre las orillas, casi a flor de agua, se levanta una vegetaci?n gigantesca. Para formarse una idea de aquel tejido vigoroso de troncos, par?sitos, lianas, enredaderas, todo ese mundo an?nimo que brota del suelo de los tr?picos con la misma profusi?n que los pensamientos e ideas confusas en un cerebro bajo la acci?n del opio, es necesario traer a la memoria, no ya los bosques seculares del Paraguay o del Norte de la Argentina, no ya la India misma con sus eternas galas, sino aquellas riberas estupendas del Amazonas, que los compa?eros de Orellana miraban estupefactos como el reflejo de otro mundo desconocido a los sentidos humanos.

?Qu? hay adentro? ?Qu? vida misteriosa y activa se desenvuelve tras esa cortina de cedros seculares, de caracol?es, de palmeras enhiestas y perezosas, inclin?ndose para dar lugar a que las guaduas gigantescas levanten sus flexibles tallos, entretejidos por delgados bejuquillos cubiertos de flores? ?Qu? velo nupcial para los amores secretos de la selva! ?Sobre el oscuro tejido se yergue de pronto la gallarda melena del cocotero, con sus frutos api?ados en la cumbre, buscando al padre sol para dorarse: el mango presenta su follaje redondo y amplio, dando sombra al mamey, que crece a su lado; por todas partes cactus multiformes; la atrevida liana que se aferra al coloso jugueteando, las mil fibrillas audaces que unen en un lazo de amor a los hijos todos del bosque, el ?mbar amarillo, la peque?a palma que da la tagua, ese maravilloso marfil vegetal, tan blanco, unido y grave, como la enorme defensa del rey de las selvas indias!

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