Read Ebook: En viaje (1881-1882) by Can Miguel
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Ebook has 570 lines and 75425 words, and 12 pages
?Qu? hay adentro? ?Qu? vida misteriosa y activa se desenvuelve tras esa cortina de cedros seculares, de caracol?es, de palmeras enhiestas y perezosas, inclin?ndose para dar lugar a que las guaduas gigantescas levanten sus flexibles tallos, entretejidos por delgados bejuquillos cubiertos de flores? ?Qu? velo nupcial para los amores secretos de la selva! ?Sobre el oscuro tejido se yergue de pronto la gallarda melena del cocotero, con sus frutos api?ados en la cumbre, buscando al padre sol para dorarse: el mango presenta su follaje redondo y amplio, dando sombra al mamey, que crece a su lado; por todas partes cactus multiformes; la atrevida liana que se aferra al coloso jugueteando, las mil fibrillas audaces que unen en un lazo de amor a los hijos todos del bosque, el ?mbar amarillo, la peque?a palma que da la tagua, ese maravilloso marfil vegetal, tan blanco, unido y grave, como la enorme defensa del rey de las selvas indias!
?He ah? por fin los bosques v?rgenes de la Am?rica, cuyo perfume viene desde la ?poca de la conquista embalsamando las estrofas de los poetas y exaltando la so?adora fantas?a de los hijos del Norte! ?Helos ah? en todo su esplendor! En su seno, los zainos, los tapiros, los papuares, hacen o?r de tiempo en tiempo sus gritos de guerra o sus quejidos de amor. Junto a la orilla, bandadas de micos saltan de ?rbol en ?rbol, y suspendidos de la cola, en posturas imposibles, miran con sus peque?os ojos candescentes, el vapor que vence la corriente con fatiga. Los aires est?n poblados de mosaicos animados. Son los pericos, los papagayos, las guacamayas, la torcaz, el turpial, las aves enormes y pintadas cuyo nombre cambia de legua en legua, bulliciosas todas, alegres, tranquilas, en la seguridad de su invulnerable independencia.
La impresi?n ante el cuadro no tiene aquella intensidad soberana de la que nace bajo el espect?culo de la monta?a; el clima, las aguas, la verdura constante, el muelle columpiar de los ?rboles dan un desfallecimiento voluptuoso, l?nguido y secreto, como el que se siente en las fantas?as de las noches de verano, cuando todos los sensualismos de la tierra vienen a acariciarnos los p?rpados entreabiertos...
Henos en la peque?a poblaci?n de Nare, punto final de los compa?eros de viaje que se dirigen hacia Medell?n, la capital del Estado de Antioqu?a. All? nos despedimos al caer la tarde, despu?s de haberlos depositado en un sitio llamado Bodegas, para llegar al cual hemos tenido que remontar por algunas cuadras el pintoresco r?o Nare, afluente del Magdalena. Nos saludan haciendo descargas al aire con sus rev?lvers, y luego trepan la cuesta silenciosos, pensando sin duda en los ocho d?as de mula que les faltan para llegar a su destino.
El aspecto de la naturaleza cambia visiblemente, revelando que nos acercamos a la regi?n de las monta?as. La roca eruptiva presenta sus lineamientos rojizos o grises en los cortes de la orilla, y la vegetaci?n se hace m?s tosca. Las riberas se alzan poco a poco, y pronto, navegando en lechos profundamente encajonados, nos damos cuenta, por la extraordinaria velocidad de la corriente, de que las aguas corren hacia el mar sobre un plano inclinado. Estamos en la regi?n de los chorros, o r?pidos.
Para explicarse las dificultades de la escensi?n, basta recordar que la ciudad de Honda, de la que estamos a pocas horas, situada en la orilla izquierda del Magdalena, est? a 210 metros sobre el nivel del mar. Tal es la inclinaci?n del lecho del r?o, inclinaci?n que no es regular y constante, pues en el punto en que nos encontramos, el descenso de las aguas es tan violento que su curso alcanza a veces a diez y seis y diez y ocho millas por hora.
He aqu? el chorro de Guarin?, el m?s temido de todos por su impetuosidad. Se hacen los preparativos a bordo, y el capit?n Maal, nuestro simp?tico jefe, redobla su actividad, si es posible. Es un viejo marino, natural de Cura?ao; tiene en el cuerpo 30 a?os de navegaci?n del Magdalena. Est? en todas partes, siempre de un humor encantador; habla con las damas, tiene una palabra agradable para todo el mundo, echa pie a tierra para activar el embarque de la le?a, est? al alba al lado del observatorio del pr?ctico, anima a todo el mundo, conf?a en su estrella feliz y se r?e un poco de los chorros y dem?s espantajos de las noveles. ?Guarin?! ?Guarin?! Nos precipitamos todos a la proa, temiendo que las aguas se rompiesen con estruendo en el filo del buque, como hemos notado en puntos donde la corriente era menor. Nos chasqueamos; no hay fen?meno exterior, a no ser la lentitud de la marcha, que revele encontrarnos en el seno de aquel torbellino.
--?Bah! ?cuesti?n de treinta o cuarenta libras m?s de vapor!--dice el capit?n.
Me voy a la m?quina; las calderas empiezan a rugir y las v?lvulas de seguridad dejan ya escapar, silbando, un hilo de vapor poco tranquilizador.
--?Estamos a?n en el terreno legal?--pregunto al joven maquinista, que no quita sus ojos del medidor.
--Tenemos a?n cincuenta libras para hacer calaveradas, se?or; pero no quisiera emplearlas. El capit?n Maal tiene horror a echar cabo a tierra, y pretende a toda fuerza pasar s?lo con el auxilio de la m?quina.
Y as? diciendo, tocaba desesperadamente una campana aguda pidiendo le?a, m?s le?a, en las hornallas. Los candeleros se hab?an duplicado y aquello era un infierno de calor.
Sub? a cubierta; tomando como mira un punto cualquiera de la costa y otro del buque, distingu?amos que ?ste avanzaba con la misma lentitud que el minutero sobre el cuadrante de un reloj; pero avanzaba, lo que era la cuesti?n. Desde la altura, el capit?n Maal ped?a vapor, m?s vapor. Mir? a mi alrededor; muchos pasajeros hab?an empalidecido y observaban silenciosos, pero con la mirada un tanto extraviada, los extremecimientos del barco, bajo el jadeante batir de la rueda... De pronto, un hondo suspiro de satisfacci?n sali? de todos los pechos: hab?amos vencido, en media hora de esfuerzos, al temido chorro y avanz?bamos francamente.
Sub? a donde se encontraba el capit?n y lo felicit?.
--Tiene raz?n, capit?n; es una ignominia silgar al Montoya desde la orilla, como si fuera un champan cargado de harina o de taguas. El vapor se ha inventado para vencer dificultades, y el elemento de un buque es el agua y no la tierra.
--Usted me comprende; adem?s, el cabo, a mi juicio, es de un auxilio dudoso. Pero mi maquinista es muy prudente. No crea usted que hemos salvado todas las dificultades. Cuando el Guarin? est? tan manso, tengo miedo del Mesuno. ?Pero con unas libras m?s de vapor!...
--?Y no hay peligro de volar!...
--?Qui?n piensa en eso, se?or?
Declaro que yo empezaba a pensar, porque me pareci? que el buen capit?n se hab?a forjado un ideal, respecto a la capacidad de resistencia de las calderas de su Montaya, muy superior a la garantizada por los ingenieros constructores.
Pronto estuvimos en el Mesuno; los semblantes, que hab?an recobrado los rosados colores de la vida, volvieron a cubrirse de un tinte mortuorio. De nuevo el buque se estremeci?, de nuevo se oy? la estridente campana del maquinista pidiendo le?a, y de nuevo Maal, desde la altura, exigi? vapor, vapor, m?s vapor. In?til esta vez. Nos dimos cuenta que, en vez de avanzar, retroced?amos, lo que importaba el m?s serio de los peligros, pues, si la corriente consegu?a tomar el barco cruzado, lo estrellaba seguramente contra las pe?as de la orilla.
--?Dos hombres m?s al tim?n! ?Vapor, vapor!
Hice una r?pida reflexi?n: <
Las hornallas estaban rojas y las calderas gem?an como Enc?lado bajo la tierra. El maquinista se resisti? a dar m?s presi?n, la rueda giraba con esfuerzos estupendos... Aquello se pon?a feo, muy feo, cuando o? la voz de Maal que, con el acento desesperado de un oficial de Trist?n rindiendo su espada en Salta, gritaba: ?Cabo!
Eran las 2 de la tarde del 8 de enero de 1882, y hab?amos empleado quince d?as desde Barranquilla, remontando el Magdalena.
Pronto llegaron al vapor tres o cuatro caballeros de Honda, el se?or Hallam, el Sr. Montero y varios otros, que se pusieron en el acto a nuestra disposici?n con una fineza y buena voluntad que agradezco aqu? p?blicamente, animado de la esperanza de que estas l?neas tengan la suerte feliz de caer bajo sus ojos.
Por otra parte, digo aqu? lo que tendr? que repetir un centenar de veces: en tierra colombiana, todos los obst?culos que la topograf?a de aquel pa?s ofrece al viajero, se me han hecho leves por la incansable amabilidad de cuantas personas he encontrado, desde la gente culta, hasta el indio miserable, que en medio del camino me ha proporcionado un caballo para reemplazar mi mula cansada, sin pretender explotarme y dejando a mi voluntad la remuneraci?n del servicio. Se sufre, s?, se sufre mucho, pero es por las cosas y no por los hombres; Colombia ha nacido ayer y se forma valientemente luchando contra las dificultades infinitas de su naturaleza abrupta, caprichosa, rica, pero salvaje. En sus monta?as, una milla de camino de herradura vale tanto como una milla de ferrocarril en nuestras pampas. No nos quejemos, pues, y adelante.
Entretanto, el ministro ingl?s, con su numerosa familia y servidumbre, hac?a tambi?n sus preparativos para partir al d?a siguiente. Contaba hacer el viaje con lentitud; y como yo, por el contrario, ten?a la idea de volar por la monta?a, resolvimos despedirnos en la ma?ana. Las cosas deb?an pasar de otro modo.
CAPITULO X
La noche de Consuelo
En camino.--El orden de la marcha.--Mim? y Dizzy.--Los compa?eros.--Little Georgy.--They are gone!--La noche cae.--Los peligros.--"Consuelo".--El dormitorio com?n.--El cuadro.--Viena y Par?s.--El grillo.--La alpargata.--El gallo de mi vecino.--La noche de consuelo.--La ma?ana.--La naturaleza.--La temperatura.--El guarapo.--El valle de Guaduas.--El caf?.--Los indios portadores.--El eterno piano.--El porquero.--Las indias viajeras.--La chicha.
Pasaron las primeras horas de la ma?ana y las segundas y las terceras, sin que las mulas apareciesen. Por fin, despu?s de momentos en que no brill? la paciencia cristiana, vimos aparecer nuestras bestias, que, bien pronto ensilladas, nos permitieron emprender viaje. Partimos todos juntos. Romp?an la marcha las dos hijitas del ministro ingl?s, Mim?, de 6 a?os y Dizzy de 5, dos de aquellas criaturas ideales que justifican el nombre de <
Habr?amos andado una hora, charlando amigablemente, en medio de las dificultades de un camino espantoso, descendiendo casi a pico por gradas imposibles en la monta?a, donde las mulas hac?an prodigios de estabilidad, cuando comprend? que a aquel paso, no s?lo no llegar?amos a Consuelo, sino que jam?s a Bogot?. Mis compa?eros personales hab?an tomado la delantera ya; ve?a yo a mi colega con el c?nsul ingl?s de Hoda, tranquilo sobre su suerte, me desped?, piqu? mi mula y emprend? solo y r?pidamente la marcha hacia adelante.
As? marchamos hasta las nueve de la noche; las mulas, trabajando en la oscuridad, comenzaban a fatigarse, y el riesgo de una ca?da se hac?a por momentos m?s inminente. Deb?amos haber subido algunos centenares de pies porque el fr?o comenzaba a hacerse sentir, as? como el hambre, que no olvida jam?s sus derechos. La situaci?n, en una palabra, se hac?a tan insostenible, que yo mismo cre?a o?r un vago y bajo rumor de reproche por mi sacrificio en el fondo de mi ego?smo, cuando una voz de los portadores del palanqu?n, se hizo o?r en el silencio del cansancio, diciendo simplemente: <>
Dudo que la dulce palabra haya jam?s llegado a o?dos humanos m?s impregnada de promesas. Todos hablaron a un tiempo, sin o?rse, porque el tono elevado del coro era dominado por un enorme perro que nos ladraba de una manera desaforada y que divid?a mi inspiraci?n entre los deseos de atraerlo con buenas palabras o el de pegarle un tiro. Echamos pie a tierra, dimos, en medio de la oscuridad, con una puerta que se abri? a fuerza de golpes y penetramos todos en una pieza cuadrada, d?bilmente iluminada por algunos candiles y dentro de la cual hab?a unas quince personas, algunas preparando sus lechos y otras alrededor de una mesa, hu?rfana a?n de comestibles.
?Aquella avalancha puso perplejo al due?o de casa que nos declar? le era imposible darnos comodidades, pero que, si hubi?ramos avisado!...
Una vez arregladas la se?ora y la gente menuda, pensamos un momento en nosotros. No hab?a m?s pieza que la que ocup?bamos, y en ella, dentro de aquella atm?sfera saturada de comida y humo de tabaco, deb?amos dormir no menos de veinte personas. Conseguimos con Mounsey dos catres, atrancamos con ellos la puerta del cuartito, nos tomamos un enorme trago de brandy, y envolvi?ndonos en nuestras mantas, y sin sacarnos ni la corbata, nos tendimos sobre la lona dura y desnivelada.
Aqu? comenzaron las aventuras de aquella noche memorable, que recuerdo siempre como una iron?a bajo el nombre de la <
El cuadro era caracter?stico: los cohabitantes de la pieza eran de todas las jerarqu?as sociales. Algunos compa?eros de viaje, comerciantes, diputados, arrieros, sirvientes, cocineros, ministros, diplom?ticos, etc. Unos en el suelo, otros en catres, dos o tres hamacas pendientes del techo, aqu? un desvelado, all? un hombre feliz, dormido ya como una piedra, aquel que prolongaba su toilette de noche a la luz de un candil mortecino por cuya extinci?n suspir?bamos, y al trav?s de la puerta de la pulper?a, el confuso ruido de nuestros portadores y sirvientes, que pretend?an matar la noche alegremente.
Nos mir?bamos con Mounsey y no pod?amos menos que re?rnos.
--?D?nde viv?a usted en Europa antes de embarcarse? me preguntaba.
--En el Grand H?tel, en Par?s.
--?D?nde cen? por ?ltima vez?
Le narraba una de esas peque?as cenas deliciosas en que todo es delicado, y luego, en venganza, le hac?a contar una soir?e en casa de alg?n embajador en Viena.
Al fin se hizo la oscuridad, nos dimos las buenas noches, todo qued? en silencio y mientras, con los ojos abiertos como ascuas, mir?bamos el techo invisible, el esp?ritu comenz? a vagar por mundos lejanos, a recordar, a esperar, a echar globos, seg?n la frase caracter?stica de los colombianos.
Fue en ese momento cuando, precisamente bajo la cama de Mounsey, que estaba pegada a la m?a, empez? a hacerse o?r el grillo m?s atenorado que he escuchado en mi vida; el falsete atroz y mon?tono me crispaba el alma. Lo sufrimos cinco minutos; pero, como el miserable anunciaba en la valent?a de su entonaci?n el prop?sito de continuar la noche entera, organizamos una caza que no dio resultado. Un vecino, declar?ndose competente en la materia, pidi? permiso para echar su cuarto a espada, cogi? el candil, y aunque tambi?n dio un fiasco absoluto, me permiti? ver vagando por el cuarto de una venta, en las monta?as andinas, la vera efigie de Don Quijote, cuando abandonaba el lecho a altas horas de la noche y paseaba su escueta figura, gesticulando a la lectura de las famosas haza?as de Galaor. Por fin, el due?o de casa entreabri? la puerta de la pulper?a, tendi? el o?do, y como hombre habituado a esos peque?os incidentes de la vida, se dio vuelta tranquilamente y dijo a la mujer que despachaba en el mostrador:
Y el instrumento de muerte, terrible a los cole?pteros en manos de aquel hombre, volvi? a reposar suspendido en el clavo tradicional.
Las horas pasaban lentas en el insomnio, rebelde al cansancio. Al trav?s de la puerta o?a el respirar puro y sereno de los ni?os, y lejano, el ruido de un cencerro en el cuello de una mula, que me tra?a el recuerdo de aquellas noches pasadas entre las gargantas de los Andes argentinos. Si el que lea estas l?neas ha pasado alguna noche semejante lejos de su patria, bajo las mil circunstancias que excitan el esp?ritu, sabr? que es uno de los ?nicos momentos de la vida en que el insomnio no es una amargura insoportable. ?Se piensa en tantas cosas! ?Pasan ?stas tan r?pidas y encantadoras! Y as?, la imaginaci?n mece al alma y el cuerpo en silencio, como el carcelero, conmovido ante los juegos inocentes de los ni?os que custodia, acepta la vigilia para contemplar las rondas armoniosas de sus hu?spedes sublimes...
--?Qu? busca, doctor?--dijo una voz a mi izquierda, que reconoc? por la de uno de mis compa?eros de viaje.
--?Psit! Trato de echar mano a este maldito gallo que no nos deja dormir y retorcerlo el pescuezo.
--Pido a usted mil perdones, se?or, pero la culpa la tiene mi muchacho, a quien encargu? anoche me colocase el gallo en sitio seguro; el animal lo ha tra?do aqu?.
--?Ah! ?con qu? es suyo?
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