Read Ebook: El enemigo by Pic N Jacinto Octavio
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Ebook has 1637 lines and 93697 words, and 33 pages
le hicieron tan escaso favor en las declaraciones, y empeoraron tanto su situaci?n, que a poco le mandan los jueces a presidio: en cambio, don Jos? puso la verdad en alto con su declaraci?n, busc? en el mismo centro donde trabajaba pruebas a favor del desgraciado, y sin otra influencia que la propia hombr?a de bien, le salv? de la infamia, y quiz? de la muerte; as? que, cuando don Tadeo Amezcua sali? de la c?rcel y el fiscal de la causa le dijo confidencialmente que don Jos? hab?a sido su ?ngel bueno, no hall? en su coraz?n l?mites el agradecimiento. Repuesto luego en su destino, tras desempe?arlo cuatro meses por dar satisfacci?n al amor propio, hizo dimisi?n, imaginando que pod?a ser feliz con la fortunita que ten?a y con amigos como el que tan noblemente le ampar?.
Alg?n tiempo despu?s de este peque?o drama burocr?tico sentimental, pari? otra vez do?a Manuela, y estando convaleciente, lleg? de Madrid para don Jos? uno de los pliegos oficiales que tanto trastorno le causaban: su traslado a Valladolid, con la orden ineludible de ir inmediatamente a tomar posesi?n del nuevo cargo. ?Aqu?llos fueron apuros! Estuvo a punto de enloquecer; pero su amigo Amezcua le sac? del trance. H?zose don Tadeo cargo del reci?n nacido, entreg?ndoselo, despu?s de apadrinarle, a una honrada mujer, esposa de un colono en tierras que por all? ten?a; dio dinero a don Jos? para el viaje, y cuando ya restablecida Manuela, les despidi? al pie de la diligencia que hab?a de conducirles a Castilla, les dijo en su lenguaje, algo anticuado y poco natural, pero realmente sincero:--<
Triste era la separaci?n, pero la necesidad fue ley. Parti?ronse a Valladolid marido y mujer, dur?ndoles bastante tiempo la amargura de no llevarse al chiquit?n con sus hermanos; pero a los cuatro meses se consolaron algo, porque do?a Manuela volvi? a declarar que estaba en cinta. El cambio de aires debi? tener la culpa. Antes del a?o, don Jos? era padre de otra criatura.
Aparte tan raro modo de tener que confiar un hijo a manos extra?as, y exceptuada la fecundidad de Manuela, la existencia de don Jos? no fue tal que pudiera tejerse con ella una novela.
En 1872 don Jos? era ya revolucionario empedernido, y su ?dolo don Juan Prim. <>
--D?jate ahora de papelotes, pap?; Pepe y Mill?n traer?n noticias.
Leocadia cogi? el peri?dico y, aproxim?ndose a la luz, ley? as?:
< :--?Eso es! ?Latro, latro-facciosos! Leocadia continu?: >>.....capitaneada por Soroeta, retrocedi? anoche desde Goizueta a unos caser?os del monte Oyarzun. En la provincia de Vizcaya, seg?n las ?ltimas noticias, no quedan m?s que los dispersos de la partida Maidagan. En el resto de la Pen?nsula no ocurre novedad extraordinaria.>> De pronto sonaron en la puerta de la casa dos aldabonazos. --Ah? est? tu hermano; baja, hija, baja. Leocadia cogi? la llave de encima del aparador, y sali? sin precipitarse. Oyose a poco en la escalera ruido de pasos sofocados por risas, y entraron con Leocadia en la habitaci?n dos hombres j?venes, pero de tipo distinto. Pepe era en var?n lo que su hermana Leocadia en mujer; un madrile?o de pura raza, p?lido, de mirada inteligente, mediana estatura, palabra f?cil y movimientos r?pidos: el otro era su amigo Mill?n, que hac?a el amor a Leocadia. Pepe vest?a como se?orito pobre: Mill?n como trabajador a quien siendo limpio le falta tiempo para acicalarse. El primero, acerc?ndose a su padre, le bes? como pudiera hacerlo un ni?o; y el segundo, antes de saludar, dirigi? una mirada a la puerta del pasillo por donde hab?a vuelto a marcharse Leocadia con dos o tres paquetes que trajo su hermano. --?Lo ves, pap??--dijo Pepe.--Cuando vengo solo, tarda esa media hora en abrir; hoy, como sab?a que ?ste ven?a conmigo, ha bajado la escalera a saltos. Mill?n, interrumpi?ndole, se aproxim? a la mesa y comenz? a dar conversaci?n a don Jos?, por esquivar las bromas de su amigo: --Sabr? Vd. que las partidas de Gerona se han disuelto... Lo grave es que por el Bazt?n han entrado dos jefes con cien hombres, y que unidos a otra partida, cerca de Estella, andan ya por las inmediaciones de Pamplona. --Pero el Gobierno lo sabe, y en el Ministerio de la Guerra no se habla de otra cosa. El hermano de un cajista de casa est? de escribiente en la Direcci?n de Infanter?a, y all? lo ha o?do. --Y por el Maestrazgo, ?no hay nada? --Todav?a... --Como no tengan mano de hierro, estamos perdidos. --Eso no; la guerra podr? durar lo que la otra, pero a Madrid no vienen. --La cena es la que viene ahora--dijo do?a Manuela, entrando con una cazuela entre las manos. --Vaya a la salud de esas piernas--dec?a Mill?n, apurando un trago y mirando de reojo a Leocadia. --?No volver?n a correr como corrieron! --Todo vuelve, don Jos?, todo; ya ve Vd., hasta los carlistas. Do?a Manuela, picada de no haber escuchado todav?a un elogio para su guiso, comenz? a tronar contra la pol?tica. --No sab?is hablar de otra cosa. Pues dejarles que vengan. Peores que estos que mandan ahora no ser?n. --Calla, mujer. ?T? que sabes! Ser?a un horror. Vosotros--a?adi? el viejo, dirigi?ndose a los muchachos--no ten?is idea de lo que hicieron la otra vez. Siete a?os dur?; la gente no pod?a salir de las ciudades, fusilaban hasta ni?os y mujeres... Ser?a una verg?enza... ahora que el ej?rcito est? bien armado y mejor vestido. En la otra guerra se batieron con fusiles de pist?n y hasta de chispa, y llevaban en invierno pantalones de hilo. Leocadia se levant? para ir a buscar la leche de almendras, y volvi? en seguida trayendo la sopera. --Y todo eso en defensa de la religi?n--dijo Mill?n en tono de burla. --La pasaremos juntos como esta--a?adi? Mill?n--quiz? m?s unidos;--diciendo lo cual mir? a Leocadia, que baj? los ojos, entre esquiva y pudorosa. --Sobre todo, la pasaremos con Tirso--dijo do?a Manuela.--Ya es tiempo de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a ser como parir de pronto un hijo de treinta y cuatro a?os. --?Han vivido ustedes siempre separados? --Casi toda la vida. Ya te hemos contado c?mo fue lo de dejarle con don Tadeo. ?Qu? hab?amos de hacer? Hemos corrido m?s provincias que tiene el mapa. Don Tadeo le tom? mucho cari?o: ?eso s?! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo. Lo ?nico que me supo mal, fue lo de hacerle cura; pero no pude evitarlo. Si al menos fuera un cura como Mu?oz Torrero o Venegas, o Mart?n Velasco... --Calle Vd., por Dios, don Jos?. ?Curas liberales? ?Son los peores! Pepe, Leocadia y la madre callaban, sintiendo que se hablara de aquello, porque don Jos? en tales casos acababa poni?ndose de un humor de todos los diablos; pero Mill?n, que desde tiempo atr?s ten?a deseos de saber la historia del caso, fue poco a poco obligando al viejo a que la contara. --Ese don Tadeo estar?a entregado a gente de iglesia... --Cabalito: era un sujeto buen?simo, pero de los que se comen los santos, y que hil? el negocio con gran finura. Tom? cari?o a Tirso, eso es indudable. Creo yo que lo primero que se le ocurri? fue darle carrera, sin fijarse en cu?l, hacerle hombre; luego sus ideas, sus relaciones... Cuando me trasladaron de Granada a Zamora, hizo el viaje con el chico s?lo para que yo le viera; ten?a ya doce a?os; aquello se lo agradec? mucho, porque ?nicamente le hab?a visto en dos escapadas cort?simas que hicimos esa y yo desde Valladolid. Quisimos recoger al muchacho entonces, en Zamora, pero por un lado, ya comprender?s, las consideraciones a lo mucho que deb?amos a don Tadeo... ?l insisti? en que no se le quit?ramos; dec?a que Tirso era tan bueno, que le hab?a tomado tanto cari?o... Adem?s, la situaci?n nuestra no era buena, es decir, nunca lo ha sido, jam?s hemos podido ahorrar nada. Ahora, si no fuese por la jubilaci?n, ignoro c?mo vivir?amos. En fin, para concluir, cuando don Tadeo nos escribi? que Tirso quer?a ser cura, ya le hab?a metido en el Seminario. ?Qu? ?bamos a hacer? Aunque tuviera yo m?s energ?a que un le?n... pues: ?aguantarme! ?Cualquiera se arrisca a luchar con gente de iglesia!... Al llegar aqu? call?, temeroso de que se le fuera la lengua. --?Pero ?l ten?a vocaci?n? Pepe, que hac?a ya rato daba se?ales de impaciencia, no pudo aguantar m?s, y rompi? diciendo entre burl?n y enojado: --S?--respondi? Mill?n--como cuando se meten los jesuitas en familia donde hay ni?a con dinero, y al poco tiempo c?tatela monjita. --Exactamente lo mismo, chico. Pero es preciso ser justo. En este caso hubo una notable diferencia a favor de don Tadeo, que era un fan?tico exagerad?simo, y sin embargo, un hombre muy bueno. ?l debi? indudablemente encargarse de mi hermano por pagar a pap? el favor aquel de la causa que ya te hemos contado; luego sus ideas, sus amistades con gente de iglesia, la influencia que sobre ?l ejerc?an sus amigotes, su horror a que el muchacho aprendiera lo que se aprende en los libros contra esa piller?a, el no querer enviarle, siendo su ahijado, a un centro de ense?anza donde los realistas de la provincia no quer?an enviar a sus hijos, todo esto contribuy? al pecado. No hubo en ?l, al principio, maldad de intenci?n: don Tadeo crey? hacer una acci?n meritoria, casi una obra de caridad. No se fij? en que robaba un hijo a sus padres; su prop?sito fue poner una voluntad al servicia de Dios. --Vamos, una calamidad hecha hombre. Do?a Manuela callaba porque, aun disgust?ndole la forma en que su hijo se expresaba, comprend?a que no le faltaba raz?n: Leocadia, acostumbrada a escenas parecidas, casi no escuchaba, por tener todo aquello o?do hasta la saciedad. Adem?s, lo que absorb?a su atenci?n, por el momento, era andar lista para que Mu?an no la cogiese un pie entre los suyos debajo de la mesa, excesillo disculpado por el amor del novio y favorecido por la cl?sica camilla, con su largo refajo de bayeta verde que ca?a hasta tocar en el suelo. Don Jos? estuvo haciendo con la cabeza signos de asentimiento mientras habl? Pepe. --Tienes raz?n en todo, hijo m?o; don Tadeo quiso hacer un bien y nos fastidi?. Porque, la verdad, quien es de la Iglesia, s?lo es de ella. Hay d?as en que me parece que no tengo tal hijo. Do?a Manuela, sin ser devota, pues el echar criaturas al mundo no la dej? tiempo para ello, profesaba cierto respeto inexplicable e inconsciente a las cosas y personas sagradas: sobre todo, desde que su hijo mayor se hizo cura, comenz? a tener una como sombra de veneraci?n indeterminada y vaga a la clase sacerdotal; as? que, cuantas veces asist?a a semejantes di?logos, pasaba un mal rato. Su falta de ilustraci?n y su escaso sentimiento religioso, no pod?an prestarle armas para luchar; pero le dol?a que siendo Tirso cl?rigo, y habiendo por el mundo tanta gente que les guarda consideraci?n, su otro hijo les mirase con tan malos ojos. --?Qu? edad tiene ahora?--pregunt? Mill?n. --Si hubieran vivido los otros, ser?an siete, y a todos los he criado yo--a?adi? con cierto orgullo la madre--menos a Tirso. Ahora, por vez primera, vamos a vivir juntos. --?Ojal? vivamos en paz!--dijo Pepe.
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