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Read Ebook: El enemigo by Pic N Jacinto Octavio

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Ebook has 1637 lines and 93697 words, and 33 pages

--?Ojal? vivamos en paz!--dijo Pepe.

--?Ave-Mar?a Pur?sima! ?Qu? cosas tiene este hermanito que Dios me ha dado!

--Lo digo en serio, y no me importa que lo sep?is. Tengo miedo a la venida de Tirso; la deseo y la temo.

Don Jos? callaba tristemente; aquello no le agradaba; pero desde que se supo la pr?xima llegada a Madrid de su hijo mayor, ten?a el alma combatida por los mismos presentimientos que agitaban a Pepe, y escuch?ndole hablar, le parec?a o?rse a s? propio.

--Por nuestra parte--prosigui? Pepe--nadie ha de turbar esta armon?a. Aqu?, lo has visto desde que nos conoces, Mill?n, mis padres viven para ?sta y para m?; nosotros para ellos. Estos muebles, que tienen m?s a?os que yo, no han o?do nunca una disputa ni la menor falta de respeto. Leocadia y yo tratamos a los viejecitos con m?s mimo que chico a juguete nuevo. ?Sabes por qu?? Porque no nos hemos separado nunca, ni nos hemos acostado una sola noche sin besarnos, ni ha tenido uno dolor que no lo sea de los dem?s, ni ha callado ninguno una alegr?a, ni ha comido nadie un bollo sin guardar a los otros, ni se ha hecho un traje sin pensar cu?nta ropa ten?a cada uno; en una palabra, chico, nuestras ideas, en m? por convicci?n, en mis padres y en ?sta por bondad, lo han supeditado todo al cari?o, atesor?ndolo d?a por d?a y hora por hora, sin mezcla de ego?smo, sin compartirlo con nadie... Y ahora vendr? Tirso, educado lejos de nosotros, hecho un hombre... y le recibiremos con los brazos abiertos. Por mi parte, estoy deseando que llegue: a m?s cuidados tocar? pap? cuantos m?s seamos en casa. Pero... ?sabe Dios!

--No hay pero que valga; parece que se te queda algo dentro del cuerpo; pues es tan hermano tuyo como ?sta, que yo misma os he parido a todos.

--No entiendes lo que he querido decir, mam?. Para nosotros todas las dichas de la tierra est?n dentro de estas paredes; podemos, o procuramos d?rnoslas unos a otros. Cuando venga Tirso le oir?s hablar de distinto modo, y ver?s c?mo hay en ?l alguna aspiraci?n, alguna idea que sobrepuja al cari?o que nos tenga.

--Vaya, ?ya pareci? aquello! las ideas de ahora; calla, hijo, calla.

--Al tiempo, madre, al tiempo.

Hab?an concluido de cenar. Los ruidos de la calle inmediata iban cesando poco a poco; percib?ase m?s claro el lejano campaneo de alguna iglesia, que anunciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petr?leo segu?an pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros pisos de la casa sub?an, a intervalos desiguales, cantares, villancicos, carcajadas, gritos y alg?n maullido de gato que estaba toda la noche oliendo besugo sin comerlo.

--Quitaremos la mesa--dijo do?a Manuela, y comenz? por guardar para don Jos? lo poco que quedara de la perada y del turr?n.

--?Quiere Vd. que le acostemos entre ese y yo?--pregunt? Mill?n al enfermo.--Van a dar las doce; en vilo le llevaremos a Vd. a la cama.

Como antes hicieron do?a Manuela y Leocadia, Pepe y Mill?n fueron empujando la butaca desde el comedor al gabinete en cuya alcoba dorm?a don Jos?; Leocadia se qued? doblando el mantel y las servilletas. Un momento despu?s, don Jos? se desped?a desde dentro diciendo a Mill?n, que hab?a vuelto a salir al comedor:

--Si hay noticias, ven ma?ana, ?eh? y tr?eme alg?n peri?dico, que es la ?nica distracci?n que tengo.

--Descuide Vd., no faltar?. Adi?s, do?a Manuela; que pasen ustedes buenas noches, y de hoy en un a?o. Adi?s, Leo. ?Qui?n hace el favor de bajar a abrirme?

La muchacha, que dormitaba en la cocina, acompa?? a Mill?n. Cuando subi? de abrirle la puerta de la calle, estaban los dos hermanos sentados en el comedor junto a do?a Manuela.

--Esperemos a que pap? se duerma--dec?a Leocadia--no sea que nos oiga.

Dejaron pasar un rato; Leocadia destrenz? mientras tanto el escaso pelo a su madre, recogi?ndoselo con un par de horquillas, y luego hizo lo mismo con sus largos rizos casta?os. Pepe encendi? un pitillo y examin? la l?mpara, como quien ha de utilizarla hasta tarde, para que luego no faltara petr?leo.

--Mucho escribes, hermano.

--Yo, cuando quiero a alguien, no soy como t?, que apenas haces caso de Mill?n. Pues mira: sus intenciones no pueden ser m?s claras. Esta noche he dicho yo eso de que bajabas pronto a abrirme cuando imaginabas que ?l ven?a; pero, en fin, all? t?. A m? me parece que no est?s muy expresiva con ?l.

--?Tiene gracia! ?Quieres que me le coma con la vista? ?Ni que fuera una estampa!

--No vayas a pensar que quiero meterte el novio por los ojos. Lo que te digo es que, aunque vivieras cien a?os, no encontrar?as uno mejor.

--?Es pr?ncipe?

--S?; como t? princesa.

--Pues hijo, t? bien haces el amor a una se?orita de coche.

En esto se asom? al gabinete do?a Manuela.

--Hijos, ya est? medio dormido: vamos a hablar pronto cuatro palabras, que estoy rendida y quiero tambi?n acostarme.

--Pues mira, mam?, lo que hay que hablar es poco; pero no queda m?s medio que decidir algo. La botica se lleva un dineral; es necesario gastar menos en todo lo dem?s. Yo voy a hacer un trabajo para don Luis, que de fijo me pagar? bien; pero con lo que esto produzca no hay que contar hasta el mes que viene.

--Bueno; lo primero es despedir a la chica: aunque no son m?s que treinta reales, algo es algo. Ma?ana llevar? ?sta a empe?ar la colcha de Filipinas y los candeleritos de plata.

--Lo que deb?amos hacer es suprimir parte del gasto diario--dijo Leo.--Que no traigan carne m?s que para pap?, y con decirle que coma en su cuarto para moverse menos, luego nosotros nos venimos al comedor, y as? no se entera.

--Yo, con tres cajetillas a la semana tengo bastante. Adem?s, don Luis me da algunos puros y los guardar? para picarlos. ?Os han dicho algo de la tienda?

--Si--repuso Leocadia--por cada docena de pa?uelos pagan, seg?n el dibujo, de veinticuatro a treinta y seis reales, y tengo yo que poner lo que haga falta.

--Pues hijo, de alg?n lado hay que sacarlo; ni un cuarto se malgasta... ?Qu? har?amos?

--Ahora, acostarnos; cada cual a su cama. Dejadme a m?: creo que don Luis nos ha de sacar de apuros. Al menos yo he de hacerle un favor que... en fin, ?qui?n sabe? Adi?s mam?; y t?, fea, cara de mona, hasta ma?ana.--Y dando un beso a cada una, las ech? suavemente del comedor. Cogi? luego la candileja que hab?a en la cocina, fue con ella a su cuarto, volvi? trayendo sobre un cartapacio grande tintero, plumas, papeles, sobres y tres o cuatro libros, y coloc?ndose lo mejor que pudo, se sent? ante la camilla.

Hasta cerca de la madrugada estuvo tomando apuntes de varios libros, escribiendo en las cuartillas p?rrafos muy cortitos, como extractos, cifras seguidas de referencias y citas. Aquello parec?a trabajo preparado para que lo aprovechara otro. Cuando en el reloj cercano sonaron las tres, el pobre muchacho ten?a ya la cabeza pesada, la vista insegura, y su hermoso busto, inclinado a?n hacia la mesa, aparec?a envuelto en una nube de humo que hab?an dejado en la atm?sfera del cuarto los pitillos consumidos, cuya ceniza, movida por la respiraci?n, revoloteaba sobre las hojas de los libros. Todav?a continu? llenando cuartillas un rato, hasta que, yertos los pies y ardorosa la frente, recogi? los papeles y los guard? en uno de los vol?menes. En seguida sac? un plieguecillo para una carta, y qued?ndose un instante como ensimismado, pens?: <> Luego, al buscar los sobres, como hubiese entre ellos uno mayor y m?s pesado, lo abri?, sacando de ?l dos o tres cartas y un retrato de mujer, el de la se?orita de coche que ment? Leocadia, y contempl?ndolo un momento, murmur?: <> En seguida, sin que ning?n ruido le distrajese, entregado con alma y vida a sus ideas, tom? el plieguecillo y comenz? a escribir:

<>

Mill?n era m?s inocent?n, m?s chico; hab?a menos dificultad para enga?arle, y era tambi?n de mayor robustez y dado a juegos m?s arriscados. La savia de la vida, que el primero ten?a como reconcentrada en el cerebro, hab?a tomado en el segundo forma de energ?a f?sica. Uno era de la estirpe de los que piensan, otro de la raza de los que obedecen. Vi?ndoles jugar juntos, resultaba Pepe voluntarioso, porque Mill?n parec?a plegarse a sus caprichos; pero, a poco que se les observase, era f?cil notar que la pasividad de ?ste no era sino el reconocimiento impl?cito e instintivo de la superioridad de aqu?l. Adem?s, Mill?n ten?a buen?sima ?ndole y, como complaci?ndose en ello, dejaba ver que, si en cosas de fuerza estaba la ventaja de su parte, en todo lo restante era de Pepe la primac?a. En hacer espadas de palo, cortar tablas, correr al marro, saltar al paso, trepar por rejas y encaramarse a tapias, no hallaba Mill?n competidor: para lograr premios, disculpar travesuras y evitar rega?os, ten?a Pepe especial ingenio. Sab?a esperar para pedir a tiempo, dejar pasar los primeros instantes de un enfado, no irritar el disgusto con respuestas y evocar, en ocasi?n propicia, el recuerdo de lo ofrecido.

Los comienzos de su amistad fueron una especie de pacto contra el lat?n y contra aquel modo de ense?ar la lengua del Lacio que hac?a aborrecibles a Virgilio y a Cicer?n. Formaron una sociedad de socorros mutuos para apuntarse la lecci?n, ahorrarse trabajo al traducir, buscando juntos los significados en el diccionario y responder, al pasar lista, uno por otro: hasta llegaron a reunir en com?n la colecci?n de sellos de franqueo que por entonces hac?a todo chiquillo madrile?o. Al principio s?lo se ve?an en el aula o en el claustro del Instituto, que tiene entrada por la calle de los Reyes; luego se encontraron en el camino al venir de sus casas, y lo anduvieron juntos, esper?ndose rec?procamente en la plaza de Santo Domingo, donde llegaban casi a la misma hora. Mill?n viv?a en la plazuela del Biombo; Pepe en la calle de Botoneras: aqu?l ven?a por la Costanilla de los ?ngeles; ?ste por la calle de las Veneras, y despu?s segu?an juntos hasta el Noviciado, haciendo escala en cuantos escaparates hubiera algo que les llamara la atenci?n. Las ma?anas de invierno compraban bu?uelos, las tardes de verano chufas, y en todo tiempo alfe?ique, mojama, garrofa o caramelos de a ochavo; pero su verdadera delicia consist?a en repartirse una cajetilla de pitillos, sin que jam?s llegasen a re?ir sobre qui?n gastaba un cuarto m?s o menos. Durante el primer curso conservaron el aspecto algo encogido de chicos criados entre faldas y limpios de lenguaje, no hechos a la libertad de andar solos por la calle; mas al poco tiempo fueron abriendo o?dos a la malicia y teniendo la lengua pronta para la desverg?enza: entr?seles la picard?a al pensamiento como ciencia infusa, aprendieron a decir palabrotas, peg?seles algo de ese impudor que se recoge al paso, y aumentaron su vocabulario con frases soeces y giros achulados, cuyo sentido acaso no entend?an, repitiendo tales cosas por imaginar que hablando gordo har?an viso de hombres bragados. No por esto se malearon, y aquellas obscenidades y ternos que empleaban entre s?, pero que ante nadie repet?an, fueron como un cieno que, si les ensuci? la boca, no les lleg? a manchar el alma.

Hacia 1868 se graduaron de bachiller, siendo ya dos mocitos que echaban requiebros a las modistas, y poco despu?s sus familias determinaron darles carrera. Ambos padres decidieron que estudiaran leyes. En don Jos?, que era un espa?ol a la antigua y para quien no hab?a profesi?n seria sino refrendada por un t?tulo acad?mico, influy? mucho el recuerdo de la respetabilidad que a sus ojos tuvieron los oidores y magistrados de chanciller?as y audiencias mientras ?l andaba de provincia en provincia como humilde empleado. No se le ocult? que hab?a de costarle muchos sacrificios, pero cedi? a la tentaci?n de ver a su hijo hecho personaje de toga con vuelillos. Para ?l la abogac?a era lo de menos: al decir abogado, no conceb?a al chico defendiendo pleitos sino administrando justicia. Mill?n sigui? el ejemplo de Pepe, porque estimaba bueno cuanto ?ste hac?a.

La vida de verdaderos estudiantes les dur? poco. Ambos tuvieron que abandonar la carrera apenas empezada. El infortunio se ceb? en sus hogares de modo parecido, y aquella amistad de ni?os, fundada en juegos y paseos, fue lazo que vino a estrechar la desgracia.

El padre de Mill?n ten?a en los barrios bajos una modesta imprenta donde, por hacer favor a un amigo, tir? varios n?meros de cierto peri?dico clandestino. Una noche le sorprendi? la polic?a, y cerrando la imprenta se llev? al due?o al Saladero, donde permaneci?, gast?ndose los ahorros en un cuarto de pago, hasta que el 29 de Setiembre las turbas le sacaron poco menos que en triunfo con otros presos pol?ticos. Lo que no pudo devolverle la justicia popular, en?rgica pero tard?a, fue el dinero prodigado a carceleros y guardianes para que no le molestaran, y al escribano para que activara la causa, ni tampoco la parroquia perdida con la clausura de la imprenta. Cuando el pobre hombre sali? de la c?rcel, consumida su fortuna, tuvo que resignarse a ser oficial de cajista. A sus a?os el golpe era demasiado duro, y una afecci?n cr?nica que ten?a en los ojos se le agrav? tanto, que le fue imposible continuar trabajando. Mill?n no dud? un instante respecto a la determinaci?n que deb?a seguir:<<--Padre--dijo--como me he criado en la imprenta, conozco el oficio y todo lo que en ?l se hace. B?squeme Vd. trabajo, que con mi jornal habr? para los dos, al menos para Vd., que yo necesito poco.>> Los libros de Derecho, apenas manejados, cedieron el puesto a las cuartillas de original: Mill?n entr? de corrector de pruebas en uno de los primeros establecimientos tipogr?ficos de Madrid, cuyo principal al poco tiempo le encomend? gran parte de la direcci?n de la imprenta: so?? con ser letrado y qued? reducido a la condici?n de obrero, en lo m?s noble que puede producir la inteligencia humana, pero obrero al fin, sujeto a un jornal que merma con la fiebre de un d?a y acaso falta en la ocasi?n en que es m?s necesario. Cuando tom? aquella resoluci?n, dijo a Pepe, d?ndole cuenta de su situaci?n:--<> Pepe demostr? a su amigo que la desgracia no era fuerza bastante a quebrantar la ley que le ten?a. A veces iba por la tarde a hacerle compa??a a la imprenta; al anochecer sol?a buscarle para pasear juntos, y si le encontraba en la calle, cuanto m?s derrotado y pobre de ropa le ve?a, mayor afecto le mostraba, cuidando de no darle ni aun aquellas bromas que, si antes le parec?an l?citas, ahora se le antojaban ofensivas.

Si cuando chicos no les male? el exceso de libertad, de grandes no les dobleg? la desgracia; ni tampoco intentaron, por salir de apuros, vadear malamente aquella torcida corriente de su vida que comenzaba a encresparse. Juntos nadaron a pecho abierto contra ella; y sin pensar que pod?an por malas artes vivir a lo perdido, o abandonar a sus familias, comenzaron a trabajar, Mill?n en la imprenta que le confiaron, y Pepe en su humilde empleo de la Biblioteca del Senado. Como ?ste ten?a m?s horas libres que aqu?l, y se iba muchos ratos a hacerle compa??a, Mill?n le rogaba con frecuencia que le ayudase, de donde se origin? que, durante una larga temporada en que hubo prisas en la imprenta, Pepe se pas? noches enteras corrigiendo pruebas; lo cual su amigo le ense?? con pocas advertencias, y ?l perfeccion? en algunas semanas. Una alteraci?n de personal que hubo por entonces en la imprenta, inspir? a Mill?n la idea de que aquel favor, que su amigo frecuentemente le hac?a, s?lo para ganar tiempo y anticipar la hora de salir juntos, pod?a redundar para Pepe en una ganancia, no grande, pero s? oportuna, dada la situaci?n de su casa, donde la necesidad se iba entrando a banderas desplegadas desde que comenz? a agrav?rsele a don Jos? la enfermedad de las piernas. Ello fue que, al cabo de tres meses, estando un domingo de paseo, y solos, Mill?n le dijo:

--Tengo que proponerte una cosa. Creo que te conviene, pero no he podido resolver nada sin contar contigo.

--Habla, chico.

--Desde hace m?s de tres meses que arreci? el trabajo, vienes casi todas las noches a buscarme, y para una vez que consigo acabar temprano y podemos ir un rato al caf? o a dar vueltas charlando por las calles, lo general es que tengas que quedarte all? conmigo corrigiendo galeradas. Al principio no sab?as lo que te pescabas, lo que t? correg?as ten?a yo que volver a mirarlo. Hoy, la verdad, lo que para un cajista cualquiera ofrec?a ciertas dificultades, lo has aprendido t? en seguida y bien. Por otra parte, me parece una primada que a lo mejor te pases all? horas enteras sin sacar nada en limpio... En fin, chico, ayer se ha marchado uno de los correctores, el que iba de noche... ?quieres la plaza? Si se lo digo al amo, te la da. T? le convendr?as a ?l con pedirle dos reales menos que otro cualquiera, y a t?, como son pocas horas, de noche, y yo te tapar? cuando faltes... vamos, que puedes ganar eso... si no te repugna... D?selo a tu padre.

--Y ?por qu? me ha de repugnar? ?Qu? tengo que dec?rselo a mi padre? Acepto desde ahora... y te lo agradezco de veras. Puedes creerme: ya ves c?mo estamos en casa.

--Siempre ser?n diez y ocho o veinte reales m?s al d?a.

No era posible aumentar la amistad que les un?a; pero este rasgo contribuy? mucho a afianzarla y, adem?s, hizo que fuera su trato m?s frecuente, por la ?ndole del trabajo que les ocupaba. As?, los que de muchachos comenzaron juntos a corretear por las calles y pisar las aulas del Instituto; los que juntos pensaron seguir una carrera de las reservadas a gente, si no poderosa, al menos acomodada, juntos tambi?n, forzados a renunciar a ella, emprendieron la pendiente ?spera, y a veces sin fin, que suben en la vida los que se mantienen por sus manos. Menudearon con esto las idas de Mill?n a casa de Pepe, y aqu?l, que cuando chico no par? ojos en la hermana de su amigo, fue luego encari??ndose con ella hasta que, insensiblemente, como a veces quiere el amor que sean estas cosas, se fij? en lo bonita que era, consider? las pocas exigencias que hab?a de tener mujer tan hecha a batallar con la necesidad, y pens? que le conven?a para propia. Como esta idea fue resultado de mucho mirar a Leocadia, hablar con ella y observarla, buscando ocasiones en que estudiarla el genio, lo notaron los padres y el mismo Pepe; de suerte que casi antes de que Mill?n demostrara su amor con atenciones y cuidados, ya ellos lo hab?an sorprendido sin enojo en sus impaciencias y miradas. Leocadia empez? a recibir las pruebas del afecto de Mill?n con el agrado natural que tiene la mujer para acoger las primeras palabras dulces que escucha; contenta, satisfecha, casi agradecida, mas sin que el querer produjera en ella impresi?n tan honda como la que estaba haciendo en Mill?n. ?ste, si no se sent?a a?n verdaderamente enamorado, estaba en camino: a ella, m?s que el novio mismo, le gustaba la sensaci?n moral, nunca experimentada, de saber que hab?a un hombre que gozaba mir?ndola. Sus corazones no estaban, sin embargo, verdaderamente unidos. A veces, cuando sentados todos, de noche, en torno de la camilla, le?an peri?dicos o jugaban al tute por distraer a don Jos?, Mill?n, espiando a Leocadia con el rabillo del ojo, cre?a descubrir en su fisonom?a de madrile?a vivaracha un gesto indefinible, un nublarse repentino de las pupilas, una ligera sombra de tristeza, en medio de la risa, que delataban incompletamente cierto af?n de aspiraciones vagas o impulsos latentes de ambici?n mal entendida. Do?a Manuela y don Jos? dieron a los chicos por novios apenas hubo indicio para ello: Pepe, m?s listo, adivin? que Mill?n quer?a a su hermana, pero que ella no estaba tan enamorada como ?l.

El cambio que la desgracia ocasion? en la vida material de Pepe, fue en un principio apenas sensible: al pronto, todo se redujo a que los pocos libros de texto que hab?a comprado anduviesen rodando de la mesa del comedor a la de su cuarto, hasta que ?l los guard? por no verlos. Aparentemente, con ocultar aquellos libros se borr? en la familia la idea de que Pepe hab?a tenido que renunciar a la carrera: do?a Manuela, que era buena, pero poco avisada, sinti? cierta amargura; la resoluci?n de su hijo la entristeci?, por ser se?al inequ?voca de grandes privaciones:--<>--dec?a, sin poder profundizar todo lo que en esta frase iba envuelto. A Leocadia le mortific? el suceso m?s que a su madre, pero de otro modo. Mientras Pepe se limit? a trocar la clase por el destino del Senado, dec?a:--<>--y en el tono con que lo pronunciaba descubr?a algo de amor propio satisfecho. El verdadero disgusto lo tuvo cuando, a consecuencia de la proposici?n de Mill?n, entr? Pepe de corrector en la imprenta: aquello de que su hermano ganara un jornal la impresion? amargamente, en parte por lo que significaba tal determinaci?n, y m?s a?n por vanidad herida. Su gran temor era que Pepe llegara a ponerse blusa para trabajar, como si en este detalle fuese envuelta toda la ruina de la casa. Transig?a con la pobreza, con la miseria, con todo; pero a lo vergonzante, no enterando al pr?jimo de humillaciones que no le importaban. La mayor pesadumbre fue para don Jos?. Los tres a?os de Derecho que curs? Pepe, le hab?an acostumbrado a pensar en su educaci?n como en un esfuerzo costos?simo, mas para ?l lleno de encantos. El humilde empleado que pas? la vida a salto de mata, de oficina en oficina, de centro en centro, sin apoyo ni valimiento, hab?a logrado adquirir tales h?bitos de orden y econom?a, que iba a serle posible dar carrera a este hijo, y d?rsela a su gusto, no como se la dieron al otro. El pobre viejo no alcanzaba por qu? medio ser?a ello; pero con los ojos de la imaginaci?n ve?a al chico ya vestida la toga de vuelillos blancos, con el birrete puesto, la placa en el pecho y sentado en un sill?n de alto respaldo, escuchando informes de abogados que, al dirigirse a ?l, hablar?an con profund?simo respeto... y, de repente, vinieron el descuento, las p?rdidas, los atrasos, la jubilaci?n, reduci?ndose el futuro juez a empleadillo colocado por el favor de un amigo, y a merced de quien tuviese influjo para quitarle cualquier d?a la plaza en provecho de otro. La resoluci?n adoptada por Pepe de ir a trabajar con Mill?n, hiri? dolorosamente el ?nimo de don Jos?: pero hubiera sido dif?cil precisar qu? impresi?n le hizo m?s mella, si el dolor de ver a su hijo llevado a tal extremo, o el orgullo de considerarle tan fuerte ante la adversidad. Las l?grimas de ternura se secaron pronto en sus ojos: el engreimiento no se le borr? del alma.

El m?s duro para resistir a la desgracia, fue quien m?s perd?a con ella: el mismo Pepe, que, as? como no dio importancia al sacrificio, no se entreg? tampoco a esa resignaci?n callada y triste, cuyo silencio sofoca el dolor sin mitigarlo. Su car?cter vari? algo, sin que ?l se diera cuenta, mas no lleg? a sufrir una verdadera trasformaci?n. Las fibras de su coraz?n eran tales, que no pod?an bastardearse al ser azotadas por la desgracia, como no hubieran cambiado tampoco acariciadas por la fortuna. Aquella incredulidad burlona con que siempre acogi? cuanto no pod?a aclarar razon?ndolo, se acentu? y se hizo m?s amarga; su gracia para zaherir cobr? acritud, sus chistes tomaron tono de quejas dichas en broma; pero la propensi?n c?mica qued? dominando siempre en sus labios, pronta a ridiculizar cuanto sus ideas y aficiones le se?alaban digno de vituperio. Los reveses no le arrancaron el entusiasmo por lo que amaba, ni exacerbaron su escepticismo; pero, al convencerse de que las condiciones de la vida hab?an variado por completo para ?l, adquiri? una serenidad que, contrastando con los pocos a?os, daba a sus frases un dejo amargo y melanc?lico. Aun las s?tiras m?s en?rgicas parec?an brotar tristemente de su boca.

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