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Read Ebook: Riverita by Palacio Vald S Armando

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Ebook has 1558 lines and 75368 words, and 32 pages

a vista en torno, y no viendo ninguna, dijo cambiando de tono:)--A ver, Miguel, ve al oratorio y trae el crucifijo grande de madera.>> Miguel se present? en seguida con ?l en las manos.--<> Todos se arrodillaron frente al hijo del brigadier, que estaba de pie sosteniendo la imagen. <> El cura pronunci? esta palabra en voz tan alta y tan lastimera, que Miguel, sin poder contenerse, solt? el trapo de la risa, cay?ndole los mocos sobre las manos. Don Juan se indign? tanto, que levant?ndose de un salto y agarrando la vara de se?alar en los mapas, arremeti? con ?l hecho un basilisco. Fue de ver entonces a Miguel correr por la sala y brincar sobre las mesas con el Cristo en alto, perseguido de cerca por el cura, que cuando le ten?a al alcance de la vara, se la arrimaba a las carnes no suavemente. Los alumnos que a?n viven recordar?n seguramente aquel incidente chistoso, que termin? mandando a Miguel al encierro y poni?ndose otro chico en su lugar.

Al d?a siguiente por la ma?ana, iban a confesarse uno por uno al oratorio, y desde all? a comulgar a la iglesia de San Mart?n. El cura era muy aficionado a imponer penitencias extra?as y severas. A uno le mand? una vez que cuando sintiese tentaciones de pecar, arrimase el dedo ?ndice a una luz hasta quem?rselo, rezando despu?s un padrenuestro: a Miguel le mand? en cierta ocasi?n que metiese ortigas en la cama y se acostase en cueros con ellas una noche; pero el muchacho no tuvo ?nimos para cumplir esta penitencia, y a la postre el cura se vio precisado a conmut?rsela por otra. Mandole tambi?n en otra ocasi?n que cuando soltase alguna palabra obscena, besase inmediatamente la tierra: esta s? la cumpli?, con no poca risa y algazara de los compa?eros, pues cuando se hallaba m?s embebecido en el juego y se le escapaba cualquier palabra de aqu?llas, se bajaba r?pidamente a dar un beso en el suelo; mas ?l no se ruborizaba y lleg? a tomarlo a risa como ellos.

Los domingos, y tambi?n algunas tardes serenas y templadas entre semana, iba todo el colegio de paseo, alumnos y profesores: marchaban de dos en dos uniformados por las calles de Madrid, y sal?an a menudo por el Sal?n del Prado hacia Atocha o por la puerta de Toledo hacia San Isidro. Los transe?ntes se deten?an un instante para ver pasar aquella comitiva donde abundaban los rostros delicados de cutis nacarado, un tanto p?lidos por la clausura y los h?bitos viciosos del colegio: cruzaban poblando el aire de un murmullo suave, como un enjambre de abejas, m?s atentos a la conversaci?n que llevaban entablada que a la perspectiva de las calles y a las bellezas del campo. Delante iban los m?s peque?os, y detr?s los mayores; el capell?n, el inspector y los dem?s profesores cerraban la marcha. Cuando llegaban a un paraje solitario y apartado, se hac?a alto y se romp?an filas. Durante una hora entreg?banse todos a los juegos peculiares de la infancia, el salto, la pelota, la peonza, etc. A veces, los profesores alternaban con ellos en estos juegos y llegaban a interesarse y a herirse en el amor propio; el capell?n, principalmente, ya sabemos que se jactaba de sobresalir en toda clase de ejercicios corporales, y cre?a poseer las fuerzas de Sans?n; as? que le pinchaban un poco, se despojaba de los manteos y la sotana y se pon?a a dar brincos como un zagal, cog?a a los bueyes de las carretas por los cuernos, sacud?a los ?rboles, ense?aba los brazos, levantaba los chicos a pulso y ejecutaba otras prodigiosas haza?as que recordaban las celebradas de Orlando furioso.

Si el director los acompa?aba, que no era siempre, hab?a sesi?n de pintura; un chico le llevaba la caja, y en cuanto se hallaban frente a un objeto digno de ser pintado , sent?base en una tijerita formada con el mismo bast?n y comenzaba el deg?ello del arte de Vinci y Rafael. D. Leandro, por su parte, sacando del bolsillo la flauta hecha pedazos, y uni?ndolos despu?s con esmero, y templ?ndola con pausa, principiaba a atormentar a Rossini y Mercadante, aunque m?s t?midamente y confesando su indignidad. Los chicos se reun?an en torno de uno o de otro, seg?n sus aficiones; pero los m?s prefer?an los ejercicios gimn?sticos del capell?n. Marroqu?n, el velloso, no tomaba parte casi nunca en el juego; prefer?a apartarse un buen trecho de todos y sentarse sobre alguna piedra y entregarse a la meditaci?n; ?ltimamente hab?a descubierto que el estudio serv?a de muy poco para ilustrarse; lo principal era pensar, meditar mucho.

Ya hemos dicho que el cura mostr? predilecci?n por Miguel, apesar de su conducta nada ejemplar. Sin duda la misma travesura del chico le ca?a en gracia; adem?s, ten?a en mucho sus partes intelectuales y cre?a de buena fe <> Cuando hubo un poco de aprieto en el colegio por el excesivo n?mero de muchachos, no tuvo inconveniente en llevarle a su habitaci?n y en que se le armase una cama a su lado. El hijo del brigadier, al principio no encontr? de su gusto este cambio; prefer?a la celda formada con biombos en el sal?n, donde a hurtadillas del inspector, recorr?a las camas tirando de los pies a los compa?eros o <> Despu?s se hall? mucho mejor, cuando el capell?n comenz? a tratarle con cierta familiaridad de amigo m?s que de profesor. Las extravagancias y el car?cter de aqu?l llegaron a hacerle tanta gracia, que no hab?a para ?l mayor placer que tirarle de la lengua y escuchar. D. Juan necesitaba un oyente a quien exponer los muchos pensamientos que le fatigaban la cabeza, sus teor?as, su braveza, sus fuerzas, su higiene y su horror a <> Miguel, que era ya un mancebo de quince a?os, le serv?a admirablemente para el caso; a veces el capell?n, pensando que hablaba con un hombre ya formado, se deslizaba un poco en ciertas materias escabrosas. Observ? Miguel que apesar de su odio al sexo femenino, D. Juan gustaba mucho de esta conversaci?n y ven?a a ella con frecuencia. Por las noches, despu?s que se acostaban y apagaban la luz, era cuando se depart?a largamente acerca de este y otros asuntos. Dec?ale el cura muchas veces, que hab?a aceptado aquella plaza en el colegio por no ir de p?rroco a un pueblo, y eso que le hab?an ofrecido curatos muy lucrativos.--<> Observaba Miguel que cuando el capell?n describ?a tales escenas, nunca dejaba de traer como elemento de ellas a Petra, si bien en calidad de t?rmino de comparaci?n; esto le hizo presumir que todo aquel desprecio que hacia ella afectaba era pura m?sica, y que la gentil planchadora obraba sobre su coraz?n la misma m?gica influencia que sobre otros muchos del colegio. Y entonces penetr? tambi?n la raz?n del odio profundo que Marroqu?n le inspiraba de alg?n tiempo a aquella parte, y hasta de la antipat?a hacia Mendoza, de quien todos los alumnos cre?an que estaba Petra enamorada. Riose no poco en su interior al descubrir aquella flaqueza, y con intenci?n poco caritativa, comenz? a soliviantarle siempre que pod?a, sac?ndole conversaci?n acerca de las relaciones de Marroqu?n y la planchadora, notici?ndole todo lo que corr?a por el colegio acerca de ellas, y agregando ?l mismo cuanto pod?a para abrasarle de celos. El cura llegaba a ponerse fren?tico y se le o?a dar vueltas despu?s en la cama sin lograr conciliar el sue?o.

A pesar de esta higiene y r?gimen espartano, el cura tuvo la desgracia de enfermar. Comenz? a ponerse triste y amarillo, que daba pena verlo: comer, com?a bien, pero no le aprovechaba. El m?dico del colegio, que vino a visitarlo, le dijo que ten?a una afecci?n hep?tica, una ictericia, y que era de todo punto necesario que se distrajese, pasease largo, y mejor que a pie, a caballo. Pero don Juan no era jinete, por m?s que sobresaliese en otros ejercicios gimn?sticos, y no quer?a verse expuesto a ser derribado. Sin embargo, como el m?dico insist?a en los paseos a caballo, se determin? a alquilar un jamelgo para dar una vuelta por las afueras, de madrugada. Miguel alquil? otro para acompa?arle, y as? que Dios amanec?a, sal?anse ambos por la puerta de Toledo o San Vicente, y se espaciaban por aquellos campos media legua o una, seg?n el tiempo y la ocasi?n. El cura llevaba en el bolsillo una onza de chocolate, y hab?a aconsejado a Miguel que llevase otra: en el primer merendero o taberna que tropezaban, las tomaban disueltas en agua, y prosegu?an su marcha. A Miguel le gustaba mucho trotar, pero el cura se opon?a, porque seg?n ?l <> en realidad era que tem?a caerse. Ordinariamente iban emparejados, departiendo amigablemente: el capell?n mostraba a su disc?pulo cada d?a m?s estimaci?n: en una cosa no estaba conforme con ?l, y se la recriminaba a menudo: era la amistad que Miguel profesaba a Brutandor.--<> Nuestro h?roe pensaba mal del cura por esta antipat?a, achac?ndola a lo que ya hemos dicho, porque si bien Mendoza no era un ?guila, ni hab?a de sobresalir jam?s en los estudios especulativos, tampoco le parec?a un asno; discurr?a bastante acertadamente en ocasiones, era amigo de cumplir con su deber, y ten?a un car?cter, aunque grave, muy apacible y simp?tico. Por este aborrecimiento injusto, por su presunci?n y ridiculeces, Miguel no pagaba al cura su estimaci?n; antes buscaba modo de re?rse de ?l y remedarle delante de los compa?eros. Un suceso de poca monta vino a aumentar este desprecio y a hacerle formar una idea m?s ruin a?n de su car?cter.

Ni los paseos ecuestres, ni otras medicinas que el m?dico le propin?, consiguieron ponerle bueno. Iba decayendo de d?a en d?a y en poco estuvo que se muriese; pero la providencia de Dios, que sin duda le reservaba todav?a para algo ?til, quiso que, cuando menos lo pensaba, arrojase algunas varas de solitaria. Averiguada con tal motivo la enfermedad que le aquejaba, era f?cil curarle, y en efecto, en poco tiempo se cur? y qued? tan bueno como antes. As? que se vio sano comenz? de nuevo a bravear y hacer piernas esforz?ndose en levantar pesos enormes y ense?ando de nuevo los m?sculos del brazo. Pero no bastaba esto a sus ?nimos y a su presunci?n de var?n atl?tico y gladiador: quer?a demostrar alguna vez que estas fuerzas que el cielo le hab?a concedido pod?an utilizarse y dejar bien sentada en el colegio su fama de valiente y esforzado. Hab?a en el establecimiento un criado gallego, mozo de veinticinco a?os a lo sumo, alto, grueso, fornido, del cual se contaba entre los chicos que hab?a levantado dos hombres con los dientes y otras proezas; con ?ste determin? de hab?rselas nuestro capell?n. Un d?a descubri? que el gallego se hab?a puesto sus botas para ir a paseo; no quiso mejor ocasi?n, y ardiendo en c?lera, le dijo a Miguel:--<> Y le llam? desde su cuarto. Acudi? Manuel; el cura cerr? la puerta y comenz? a recriminarle dur?simamente; Manuel, bajando la cabeza, se disculp? torpemente; mas el cura, en vez de suavizarse con esta actitud humilde, sigui? alzando el gallo cada vez m?s, y concluy? por pasar a v?as de hecho, d?ndole una tremenda bofetada, que reson? en toda la casa. El pobre Manuel, avezado a llevar palizas de cabos y sargentos cuando estaba en el servicio y penetrado desde ni?o del profundo respeto que se debe a los sacerdotes, no se movi? y aguard?, escondiendo la cara, la granizada de mojicones y pu?adas que el cura le descarg?. No bastaron a desarmarle ni la humildad evang?lica del gallego , ni las s?plicas de Miguel que presenciaba conmovido aquel esc?ndalo. Hasta que se cans? estuvo aporreando al infeliz criado, dej?ndole con varios chichones en la cara y las narices ensangrentadas. Esta conducta indign? a Miguel en alto grado, y lo que acab? de desprestigiar al cura fue que, en vez de avergonzarse de haber pegado a un hombre que no se defend?a, a?n se jactaba de ello el muy ruin.--<>

Los chicos se rieron del percance, hallando el castigo de Marroqu?n muy en su lugar. En cambio, el cura se puso cada vez m?s hosco, y comenz? a pasearse solo tosiendo y escupiendo a menudo y llevando la mano al bajo vientre. Cuando lleg? la hora de la cena, no prob? bocado; los alumnos se hac?an gui?os y conten?an a duras penas la risa. Al tiempo de acostarse, Miguel se vio obligado por m?s de media hora a o?rle vomitar injurias contra su mortal enemigo. Al fin concluy? diciendo:--<>

En los dos primeros a?os vino el asistente de su padre a sacarle todos los domingos del colegio y llevarle a casa. El coraz?n le palpitaba de alegr?a cuando el inspector le avisaba para que se vistiese el uniforme y se preparase a salir. En casa, sin embargo, no le aguardaban grandes recreos: comer con su padre, besar a su hermanita, retozar con los criados en la cocina y salir a paseo en coche: y a cambio de estos gustos, contemplar todo el d?a el rostro de su madrastra que cada vez le parec?a m?s aborrecible, y sufrir sus reprensiones y desdenes. Pero el pobre chico apetec?a con ansia el amor y los cuidados de la familia: ante la b?rbara indiferencia del colegio, el cari?o y la consideraci?n que le testimoniaban los criados de su casa ?ranle sabrosos.

F?cil es de suponer que la antipat?a de la brigadiera no cedi? nada durante este tiempo; antes se fue recrudeciendo gradualmente, por m?s que no tuviese tantas ocasiones como antes de mostrarla. Otro tanto acaeci? con Miguel: en su naturaleza impresionable fue echando ra?ces de tal suerte, que apenas pod?a mirarla sin advertir que se le encend?an las mejillas y la c?lera le ro?a el coraz?n. En ciertos momentos, cuando se hallaba bajo el peso de alg?n nuevo agravio, volaba su imaginaci?n en alas de la c?lera y se complac?a en ir estudiando detenidamente todos los tormentos de que hab?a o?do hablar, los que empleaba la Inquisici?n con los herejes y los Emperadores romanos con los cristianos, y todos ellos se los aplicaba con fruici?n a su madrastra. Al cabo sucedi? lo que era de esperar. Una tarde, al regresar del paseo con sus compa?eros, cruzando desde el Prado a la calle de Alcal?, se vieron obligados a pararse por no ser atropellados de los carruajes. Los ojos de Miguel, que estaba en primera fila aguardando el desfile, tropezaron con los de su madrastra, que ven?a en carretela abierta. La brigadiera le hizo un signo con la cabeza; pero el ni?o contest? clavando en ella una mirada fr?a y apartando despu?s los ojos con desd?n. ?Ay! la brigadiera lleg? a su casa en tal estado de exaltaci?n, que los criados pensaron que se hab?a vuelto loca: hubo necesidad del frasco del ?ter, fricciones de agua fr?a en las sienes y una cucharada del anti-espasm?dico; al cabo de media hora la irascible andaluza rompi? a llorar perdidamente, llam?ndose la mujer m?s infeliz de la tierra. La brigada toda padeci? durante quince d?as por causa de la groser?a de Miguel; pero muy particularmente su digno jefe, que tard? algunos meses en ver limpio de nubarrones el cielo conyugal. Desde entonces el colegial no volvi? a pisar las escaleras de la casa, mal llamada de su padre, pues era de todo en todo de su madrastra.

No le pes? tanto a Miguel como era de presumir: por aquella ?poca comenzaban a estrecharse sus relaciones singulares con Petra, y los domingos en que a la planchadora no le tocaba salir, pasaba la mayor parte del tiempo en su grata compa??a. Lo ?nico que sinti? positivamente fue el verse privado de acariciar a su hermana, de la cual continuaba siendo el gato predilecto. En cuanto a su padre, empez? a visitar con m?s frecuencia que antes el colegio de la Merced: dos o tres veces por semana le llamaban a la hora de recreo para decirle que su pap? le aguardaba en el sal?n, y al o?rlo, volaba hacia all? con el coraz?n henchido de alegr?a. El brigadier le recib?a con los brazos abiertos y le apretaba contra el pecho pregunt?ndole despu?s con sonrisa dulce y triste:--<>--Se enteraba minuciosamente de sus estudios, de sus recreos, de sus faltas, de sus premios, de cuanto le ocurr?a, en suma, y no se cansaba de recomendarle la formalidad y la aplicaci?n; casi nunca se marchaba sin dejarle alg?n regalo o dinero, que no pocas veces pasaba ?ntegro a las manos de la gentil planchadora, due?o absoluto de sus acciones y pensamientos.

Miguel empez? a notar que el abrazo que su padre le daba al verle era cada vez m?s prolongado, y la sonrisa con que le saludaba cada d?a m?s dulce y m?s triste. El coraz?n le dijo que era muy desgraciado, y a medida que lo era aumentaba el cari?o que le profesaba. El brigadier Rivera, que ostentaba en su pecho los d?as de besamanos la cruz laureada de San Fernando, gem?a en una esclavitud insoportable. La red en que la soberbia andaluza le ten?a aprisionado, era ya tan tupida, que el triste no pod?a sacar un dedo fuera sin riesgo de provocar alg?n conflicto. ?Qui?n sabe los esfuerzos y la habilidad que desplegaba, los peligros que corr?a para lograr el ver tan a menudo a su hijo! Apagado el fuego de la pasi?n amorosa que le hab?a arrastrado a un segundo matrimonio, padeciendo los vej?menes que ?ste trajo consigo, despertose en su memoria la pura felicidad que hab?a gozado con el primero y el recuerdo de las virtudes de su infeliz esposa; el amor del hijo que le hab?a dejado, creci? en su pecho con estas dulces memorias, y la com?n desgracia que sobre ellos pesaba, contribuy? tambi?n a acalorar su cari?o. Al fin era su primog?nito, el fruto deseado de sus primeros amores, el depositario de su apellido y el ?nico que pod?a trasmitirlo, por cuanto de su esposa ?ngela no ten?a var?n: todo se fue agregando en favor del colegial. Adem?s, su hija Julia se criaba con tanto mimo y melindres, produc?a tales disturbios en la casa y originaba tantos disgustos, que en medio del amor de padre, que no muere nunca, el brigadier Rivera no pod?a menos de sentir hacia ella cierto leve rencor que la desgracia de Miguel contribu?a a sostener. Por eso su tremenda esposa, al verle algunas veces salir de casa sin dar un beso a la ni?a, le llamaba padre desnaturalizado.

Los momentos de verdadera dicha para el brigadier eran aquellos en que se encerraba con su hijo en el sal?n del colegio. Lejos de las miradas del enemigo com?n, pod?a entregarse libremente a las expansiones del afecto paternal, y se entregaba de buen grado. Ten?ale largu?simo rato entre sus rodillas, mir?ndole fijamente con ojos aterradores para cualquiera menos para Miguel, que ya sab?a a qu? atenerse; tir?bale por los cabellos suavemente, y a menudo le rozaba las mejillas con sus feroces y encrespados bigotes. Algunas veces le montaba sobre los muslos y se entregaba, sin saber por qu?, a un movimiento vertiginoso de caballo desbocado haci?ndole saltar m?s de lo que el chico deseara. Cuando el furioso corcel quedaba rendido y jadeante, nuestro colegial ve?a a menudo deslizarse por el rostro de su padre una l?grima abultada que se deshac?a al llegar al bigote, despu?s de lo cual, el bravo brigadier apretaba a su hijo contra el pecho hasta descoyuntarlo, murmur?ndole al o?do palabras amorosas. Algunas veces sol?a decirle:--<> a?ad?a en tono triunfal. Miguel no sab?a lo que estas palabras significaban; pero ve?a sonre?r a su padre, y esto le ensanchaba el coraz?n.

Un d?a aqu?l vino a noticiarle con tristeza que hab?a pedido el cuartel para Sevilla. Miguel comprendi? inmediatamente que quien lo hab?a pedido era su madrastra. El brigadier le abraz? llorando y se despidi? repiti?ndole al o?do las mismas incomprensibles palabras: <> La andaluza no quiso decirle adi?s, ni Miguel se humill? a solicitarlo. Desde Sevilla su padre le escrib?a muy a menudo, y cada cinco o seis meses ven?a a hacerle una visita; pero jam?s intent? llevarle a pasar las vacaciones en su casa. El pobre colegial, al llegar el mes de junio, ve?a partirse a todos sus compa?eros alegres como las golondrinas, y durante algunos d?as lloraba a solas en su cuarto. Mas pronto se consolaba, que en su edad las penas no abren surco profundo en el coraz?n, y aceptaba la vida mon?tona y holgazana del colegio con gusto.

Con esta etapa dio comienzo para nuestro mancebo un modo de vida totalmente distinto del que hasta entonces hab?a tenido. El goce inefable de la independencia le embarg? por algunos meses; entraba y sal?a de casa cien veces al d?a, sin necesidad alguna, s?lo para convencerse de que era libre, due?o de sus acciones; tiraba de la campanilla y se hac?a traer vasos de agua sin tener sed; compr? una petaca y algunas libras de tabaco picado, y para aprender a hacer cigarros, se ensay?, por consejo de un teniente de artiller?a que se alojaba en la misma casa, haci?ndolos con arenilla de la salvadera; corr?a por las calles deteni?ndose largo rato delante de los escaparates, y gastaba el dinero alquilando por horas berlinas de punto; entraba en los caf?s y ped?a copas de ron o cognac, s?lo por enjuagarse la boca, pues no pod?a atravesar los licores. Se enamoraba de cuantas corbatas ve?a, y no pudiendo resistir a la tentaci?n de comprarlas, lleg? pronto a poseer una colecci?n asombrosa: despu?s le dio por los gemelos y traslad? a su c?moda toda una tienda de bisuter?a; despu?s, por las boquillas de espuma de mar. ?ltimamente se enfrasc? en la lectura de novelas: le?a bueno y malo, cuanto ca?a en sus manos.

En los primeros meses de curso asisti? unas cuantas veces a la Universidad: los profesores le aburrieron: usaban todos una jerga filos?fica que le parec?a necia e incomprensible. Prefiri? corretear por Madrid en compa??a del teniente de artiller?a y otros amigos, que no tard? en adquirir, de los cuales fue al instante muy querido por su genio abierto y simp?tico y su <> Su vida durante aquel curso hay que confesar que no fue muy edificante. Su amigo ?ntimo y compa?ero de colegio, Perico Mendoza, tambi?n comenz? cuando ?l la carrera de derecho, pero con muy diversos auspicios. Desde la apertura del curso no hubo estudiante m?s puntual ni m?s diligente; cargado siempre de cuadernos camino de la Universidad, o metido en su cuarto poniendo los apuntes en limpio; esta era su vida. Alojaba en una modest?sima posada de la Corredera baja de San Pablo, pagando nueve reales al d?a. El pobre Brutandor, apesar de sus apellidos ilustres y sonoros, estaba muy lejos de nadar en la opulencia. Su padre, seg?n pudo averiguar m?s adelante Miguel, era un cirujano de un pueblecillo de Extremadura; la carrera se la costeaba un t?o cura. Pero nada de esto dejaba traslucir su exterior, siempre pulcro y ali?ado. Hab?a crecido y engordado hasta convertirse en lo que el vulgo suele llamar <> Su rostro, aunque sin expresi?n, no ten?a nada de repulsivo; era fresco, sonrosado, rebosando de salud y cercado por una patilla rubia y precoz que le sentaba admirablemente. Lo ?nico que afeaba aquella figura hermosa e imponente, era cierta desproporci?n entre la cabeza y el tronco: era un poco cabezudo. Miguel se hab?a quedado peque?ito y menudo: pose?a en cambio una fisonom?a expresiva y simp?tica, modales sueltos y un modo de hablar tan agraciado, que cautivaba a cuantos le trataban. Su temperamento inquieto se hab?a modificado, o, por mejor decir, hab?a tomado otro sesgo, manifest?ndose ahora en su conversaci?n, siempre viva y salpicada de frases oportunas: para intimar con cualquier persona le bastaba media hora.

Pocos meses despu?s de abierto el curso, se encontraron Miguel y Mendoza en la calle. Aunque segu?an siendo muy amigos, estaban algo alejados en el trato, a consecuencia de la vida tan distinta que hac?an; pues mientras Mendoza asist?a con puntualidad a las c?tedras y pasaba muchas horas en casa, el hijo del brigadier rodaba en compa??a del teniente y sus nuevos amigos por los caf?s, teatros y otros sitios menos santos todav?a de la corte. Se saludaron con efusi?n y se contaron su vida. Mendoza aconsej? a su amigo que fuese por la Universidad, porque era muy f?cil perder curso; los profesores ten?an fama de severos; las asignaturas eran largas y dif?ciles, y acostumbraban a apretar m?s a los que no asist?an a clase. Miguel se encogi? de hombros, riose un poco de la gravedad con que Mendoza le dec?a todas aquellas cosas, y prometi? ir a la Universidad y empezar a estudiar de firme. Despu?s Brutandor le habl? con rubor de ciertos apuros econ?micos que a la saz?n padec?a.

--En este momento--le dijo--iba pensando en ti y trataba de ir a visitarte por si pudieras sacarme de este pilanco... Debo a la patrona cerca de dos meses...

--?Qu? dinero necesitas?--le pregunt? Miguel en seguida.

--Cuarenta duros.

Al d?a siguiente se pas?, en efecto, por la calle de Jacometrezo, y Miguel le dio los cuarenta duros.

Trascurrido alg?n tiempo, Mendoza volvi? a visitarle y le pidi? veinticinco. Se encontraba en deuda con otra patrona, pues se hab?a mudado a la calle del Pez. Miguel volvi? a abrir su bolsa y a remediarle. Por fin, cierta noche en los ?ltimos d?as de enero, regresando Miguel a casa, le dijo el criado al entregarle la luz:

--Se?orito, en su cuarto est? un joven que ha venido ya otras veces a verle... Lleg? en mangas de camisa y sin sombrero y me pidi? por favor que le dejase entrar a esperarle... No s? si habr? hecho bien... Me dijo que le hab?a pasado una desgracia...

Miguel, lleno de asombro, se dirigi? a su habitaci?n: al entrar oy? la voz de Perico.

--Buenas noches, Miguelito.

Mir? a todos los rincones del gabinete, y no vio a nadie.

--Estoy aqu?, en la alcoba.

Miguel fue a all? y le encontr? metido dentro de su cama.

--?Pero hombre!...

--Perd?name... me hallaba medio desnudo y ten?a mucho fr?o...

--Pero ?qu? ha sido eso?

--El patr?n de la calle del Pez... Me quit? el ba?l con la ropa, me arranc? la levita que llevaba puesta, el sombrero, la corbata... y despu?s de darme unas cuantas bofetadas, me ech? a la calle a las diez de la noche...

Dijo esto con la misma calma que si hablase de otro. Miguel le mir? estupefacto.

--?Y t? qu? has hecho?

--Venir aqu?.

--Ya lo veo, ?pero antes no has devuelto ninguna de las bofetadas que te han dado?

--Ninguna.

--?Y para qu? quieres entonces esas manazas que Dios te ha concedido?

--Si le hubiera pegado, me llevar?an a la c?rcel.

Miguel volvi? a mirarle de hito en hito, y quit?ndose el sombrero con afectado respeto, le dijo:

--?Oh, var?n prudent?simo, yo te saludo! Aunque no est? bien averiguado todav?a si es mejor llevar bofetadas que ir a la c?rcel, no puedo menos de admirar tu profunda sabidur?a... ?Y por qu? ha osado poner las manos en tu rostro virginal y aligerarte tanto de ropa?

Mendoza un poco amoscado contest?:

--Porque le deb?a mes y medio de pupilaje.

--?Problema!--exclam? Miguel.--Si por adeudarle mes y medio de pupilaje el patr?n te ha dado quince bofetadas... ?Fueron m?s o menos?...

Mendoza, m?s amoscado y fruncido, no quiso contestar.

--Pongamos quinc?... Si hubieses llegado a deberle a?o y medio, ?cu?ntas bofetadas te hubiera dado?

--Me parece que el lance no es para re?rse.

--Si no me r?o: es que soy muy aficionado, como sabes, a las matem?ticas. Pero vamos a otra cosa: ?y por qu? deb?as mes y medio en la posada cuando no hace uno que te he dado veinticinco duros?

Mendoza tampoco contest?.

--Este problema te lo voy a resolver yo. Consiste en que t?, en vez de pagar la posada, gastas todo el dinero en levitas, sombreros, guantes, corbatas, etc., etc. Siempre has tenido la man?a de ponerte muy guapote... y sin consecuencias ulteriores, como no sea la de ense?arte de balde por esas calles de Dios... Hasta ahora no te he visto conquistar a nadie m?s que a la planchadora del colegio...

Esto ?ltimo se lo dijo en un tono m?s irritado, que pod?a achacarse muy bien al recuerdo de su derrota.

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