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Read Ebook: Lo que dice la historia Cartas al señor Ministro de Ultramar by Brau Salvador

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Ebook has 91 lines and 11431 words, and 2 pages

Nota del Transcriptor:

LO QUE DICE LA HISTORIA

CARTAS

AL SE?OR MINISTRO DE ULTRAMAR

POR EL DIRECTOR DE <>

Y SECRETARIO GENERAL DEL PARTIDO AUTONOMISTA PUERTORRIQUE?O

D. SALVADOR BRAU

MADRID

TIPOGRAF?A DE LOS HIJOS DE M. G. HERN?NDEZ Libertad, 16 duplicado. 1893

ADVERTENCIA

Varios puertorrique?os.

MADRID y Marzo de 1893.

AL SE?OR MINISTRO DE ULTRAMAR

Excelent?simo se?or:

No es esto de extra?arse en un Ministro de ahora, cuando alguno de los de enantes tom? ? nuestra isla por una especie de Remedios ? Gibara--cuando no una isla de Pinos,--regiones de la Gran Antilla, olvid?ndose de que entre Cuba y Puerto Rico media nada menos que Santo Domingo, la cuna del imperio espa?ol en Am?rica, hoy convertida en dos rep?blicas independientes entre s?.

Errores geogr?ficos de tal naturaleza son de suyo muy salientes, pero a?n han de asumir car?cter m?s grave, cuando informadas por ellos se ven surgir determinaciones que afectan ? la consubstancialidad de un derecho perfectamente heredado, custodiado y ejercitado.

La atenci?n de los primeros Austrias se aplica ? trastornar el mapa europeo; la emigraci?n colonial se encauza hacia los ricos imperios descubiertos por Cort?s y Pizarro. La poblaci?n de Puerto Rico, diezmada por la viruela y el paludismo y azotada por ciclones devastadores, se ofrece como cebo f?cil ? las represalias de los vencidos en N?poles y el Piamonte. Buques franceses asaltan en 1528, 1538 y 1554 las playas meridionales de la isla, y unos tras otros han de darse ? la fuga, ahuyentados por el heroico brazo de aquellos Robinsones an?micos, encari?ados con el terru?o.

Tras los franceses vienen los ingleses, guiados en 1595 por el c?lebre Francis Drake, quien, ? pesar de su flota de veintitr?s velas, no logra posesionarse del puerto de la capital.

Siguen ? los ingleses los holandeses que en 1625 ? las ?rdenes del general Boudoin Henry, se apoderan de la ciudad, la incendian y acorralan al gobernador D. Juan de Haro con su fuerza en el castillo del Morro. Los campesinos del interior corren ? San Juan y acosan al invasor, que cogido entre dos fuegos huye vergonzosamente.

Los reyes han levantado una fortaleza junto ? un puerto, para que puedan hacer c?modas escalas sus galeones; pero los ca?ones de esa fortaleza no bastar?an ? amparar las playas desmanteladas y accesibles ? cualquier rapacidad extranjera, si no estuviera pronto ? oponer barrera inexpugnable ? la codicia de los intrusos el temerario valor de los rudos colonos.

La ley econ?mica del cambio es ineludible; no acudiendo ? llenarla la metr?poli, los colonos de San Juan, solicitados por los extranjeros adue?ados de las islas vecinas, restablecieron comercialmente el equilibrio entre el consumo y la producci?n, entregando ? buques ingleses, daneses y holandeses sus maderas y ganados ? trueque de artefactos de labranza, telas para cubrir sus desnudeces y armas y proyectiles para su personal defensa.

Ese comercio ninguna utilidad reportaba ? las rentas nacionales, mas no ten?an culpa de ello los colonos, que en sus relaciones llegaban, en bien del acrecimiento de la colonia, ? procurar la selecci?n de la raza europea, por medio de enlaces conyugales entre sus hijas y los tratantes mar?timos, atray?ndolos ? residir en el pa?s, pero no dispuestos ? transigir jam?s con pretensiones rapaces nocivas ? la nacionalidad que, como sagrada herencia, recibieran de sus progenitores.

Excelent?simo se?or:

En mi carta precedente hube de recordar ? vuecencia la venida del general O'Reilly ? Puerto Rico, en calidad de comisario regio, all? por los tiempos de don Carlos Tercero, y ahora a?ado que ? ese mismo per?odo corresponde otra comisi?n: la de escribir nuestra historia insular; empe?o confiado por el conde de Floridablanca, al monje benedictino fray I?igo Abbad.

Uno y otro comisionado llenaron ? conciencia su tarea. O'Reilly prob? que sab?a ver, al cerrar su informe con esta advertencia: <> Fray I?igo demostr? que sab?a sentir las necesidades p?blicas, al estampar en su an?lisis hist?rico estas l?neas; <>

Como esos pareceres datan de 1775 ? 1780, ya puede vuecencia convencerse de que el reconocimiento de las inconveniencias atribu?das ? nuestro gobierno civil servido por funcionarios militares, ? la vez que la recomendaci?n de acudir con medidas econ?micas ? desarrollar, en bien de los intereses pol?ticos de la naci?n, las condiciones naturales y sociales de Puerto Rico, cuentan con oficial abolengo y m?s que secular longevidad.

Es verdad que ni la Corona ni sus ministros dieron se?ales de haberse identificado con la previsi?n de los informantes; pero cierto es tambi?n que los insulares no justificaron los fundamentos en que aquella previsi?n se cimentaba. El asedio brit?nico, al corporizar el codicioso deseo extranjero presentido por el general irland?s, lejos de hallar debilitado el amor del pueblo puertorrique?o ? su gobierno--como tem?a el sacerdote historiador,--sell? con nuevo timbre sus tradiciones leales. Al desv?o de la metr?poli respondi? la colonia acendrando el sentimiento de la nacionalidad. A mayor desd?n, adhesi?n m?s resuelta.

Ni el se?or don Carlos Cuarto ni su privilegiado ministro don Manuel Godoy supieron apreciar esa conducta. Fu? necesario que estallase el glorioso levantamiento de 1808, y que las regiones metropolitanas llamasen ? sus hermanas de Ultramar ? ejercitar, en familia, la Soberan?a nacional que correspond?a ? todas, para que ? las Cortes de C?diz concurriese un hijo de Puerto Rico, don Ram?n Power, trayendo de all? por la mano, ? su tierra natal, ? don Alejandro Ram?rez, el fundador de esta Hacienda insular cuyas rentas cubren hoy, aproximadamente, un presupuesto de cuatro millones de pesos, consumidos en prestigio de Espa?a, sin gravar en un c?ntimo el Tesoro de la metr?poli.

La administraci?n de Ram?rez es fecunda. Abre los puertos al comercio internacional y mata el contrabando; por sus influencias se crea la Sociedad Econ?mica de Amigos del Pa?s y con su pluma acude ? la prensa peri?dica ? vigorizarla; por sus solicitudes se favorece la inmigraci?n de colonos extranjeros que acuden ? aplicar sus capitales y conocimientos al fomento de la industria sacarina. El ingreso en la vida pol?tica nacional desarrolla progreso en la colonia, que responde ? ese reconocimiento de sus derechos c?vicos con una nueva y m?s espl?ndida explosi?n de patriotismo.

No es que las sugestiones revolucionarias no le asedien; no es que la situaci?n creada por las circunstancias cohiba parricidas intentos; no es que hasta sus costas no lleguen las r?fagas de la tempestad arrasadora. Es que en la idiosincrasia de nuestro pueblo el amor ciego al terru?o y el culto perseverante ? la nacionalidad aparecen hist?ricamente confundidas en un solo y ?nico sentimiento, que no han logrado separar las m?s dolorosas decepciones.

Los puertorrique?os demuestran de ese modo que son dignos de ejercitar el derecho de ciudadan?a espa?ola absoluta que les reconocieran las Cortes soberanas de 1812. Al decreto sanguinoso de Trujillo, en que Bol?var condena ? muerte ? todos los espa?oles, responde nuestra isla abriendo un puerto de refugio ? los amenazados emigrantes. Familias enteras corren ? guarecerse en el pe??n salvador; al amor de su paz legendaria restablecen el hogar destru?do, y cuando la convulsi?n termina, cuando al torbellino de la guerra se impone el deber de aceptar sus consecuencias, el Tesoro insular, esa Hacienda creada por las inteligentes y activas gestiones del puertorrique?o don Ram?n Power, paga, en nombre de la naci?n, las pensiones vitalicias asignadas ? las viudas y hu?rfanos de los que murieron en Costa firme defendiendo los derechos de Espa?a, y ? los funcionarios procedentes de aquellas regiones se conceden cargos an?logos en la administraci?n de la isla, postergando para ello los m?ritos y servicios contra?dos por los naturales de la comarca.

Bien es verdad que esa consecuencia de ahora tiene un antecedente: las Cortes de 1837. Su recuerdo impone una tercera ep?stola, que de antemano recomienda ? la ben?vola atenci?n de vuecencia su humild?simo servidor.

Excelent?simo se?or:

Puesto que he tra?do ? cuento en mi anterior la organizaci?n de las milicias puertorrique?as, bueno ser? recordar un hecho que acent?a el car?cter de sus servicios, contray?ndome para ello ? la reincorporaci?n de Santo Domingo, cedido por el rey de Espa?a ? la Rep?blica francesa en 1795, y cuyos habitantes se levantaron en armas contra los nuevos dominadores, al producirse la invasi?n de su antigua metr?poli por las falanges napole?nicas.

Como ve vuecencia, el patriotismo de nuestros insulares no se limitaba ? mantener sin soluci?n de continuidad en su tierra nativa el imperio de Espa?a, sino que se extend?a ? restablecerlo en territorios vecinos cuyo desgajamiento de la cepa nacional hab?a sancionado el Trono.

El efecto producido por esa determinaci?n debi?, se?or Ministro, revestir caracteres id?nticos al que ha ocasionado ahora la calificaci?n con que nos ha obsequiado vuecencia.

Pero si no vinieron las leyes, sobrevino inmediatamente un recrudecimiento de poder?o militar irresponsable, representado por el Capit?n general, de cuyas demas?as era juez ?nico la Corona, sin intervenci?n de las Cortes, y con ese g?nero de gobernaci?n arbitraria nos lleg?, por desgracia, un elemento de perturbaci?n desconocido hasta entonces en esta tierra hidalga: la suspicacia pol?tica.

?Cu?ntas de estas supercher?as hemos debido contemplar en silencio! ?Cu?ntas noches se hizo acampar al raso ? los pobres milicianos, en las humedades de una playa desierta, aguardando con sus mohosos fusiles de chispa buques filibusteros fabricados por intrigantes especuladores!

Suprimidos los Ayuntamientos, la administraci?n municipal econ?mica, litigiosa y criminal se confi? ? los corregidores, representantes del Capit?n general, que ? su vez ejerc?a funciones judiciales como presidente de la Audiencia, financieras como Superintendente de Hacienda, eclesi?sticas como Vice-real patrono, y legislativas con extensi?n superior ? las Cortes, pues que llegaban ? anular los principios m?s rudimentarios del derecho natural, con bandos como el del general L?pez Ba?os, que declaraba ? todo hombre ? mujer libres sin propiedad territorial, obligados ? colocarse al servicio de un terrateniente.

Sin escuelas, sin libros cuya introducci?n se entorpec?a en las Aduanas, sin peri?dicos de la metr?poli cuya circulaci?n se interceptaba, sin representaci?n, sin municipios, sin pensamiento ni conciencia, s?lo un objeto deb?a absorber las funciones f?sicas y psicol?gicas de nuestro pueblo: fabricar az?car; ?mucho az?car! para venderlo ? los Estados Unidos ? Inglaterra. La factor?a en plena explotaci?n. Mucho oro para los grandes plantadores, que tras del az?car enviaban ? sus hijos al extranjero en solicitud de t?tulos acad?micos que no pod?an obtener en el pa?s, y que despu?s de largos a?os de residencia en naciones libres y cultas regresaban ? la tierra natal ? participar de aquellas ri?as galleriles reglamentadas por los Capitanes generales, cuando no ? avergonzarse de aquellos cultos en que la ruleta, el monte y los des?rdenes coreogr?ficos se ofrec?an como holocausto religioso de un pueblo cuya riqueza se fundaba en el envilecimiento del trabajo por la esclavitud, cuya voluntad se esterilizaba por la atrofia del esp?ritu y cuyas costumbres se corromp?an con festivales monstruosos en que el ritmo de la zambra y el chasquido del inhumano fuete se confund?an en un solo eco, bajo la placidez de una atm?sfera serena y entre los perfumes de una vegetaci?n exuberante.

Hago aqu? punto, excelent?simo se?or. Me produce cansancio esta ingrata recordaci?n.

Con promesa de continuar, besa las manos de vuecencia.

Excelent?simo se?or:

Puede que al leer los ?ltimos p?rrafos de mi anterior--si es posible que en estas humildes cartas fije su atenci?n todo un ministro de la Corona,--se le ocurra ? vuecencia preguntar: ?Y c?mo correspond?a ese pueblo ? la conducta gubernativa que con ?l se observaba?

La pregunta ser?a natural; la respuesta resulta hist?ricamente singular?sima.

Ya ve vuecencia c?mo ha de considerarse muy singular la correspondencia de relaciones entre la naci?n y la colonia. Para los efectos de la representaci?n parlamentaria no se reputaba ciudadanos espa?oles ? los puertorrique?os; para los empe?os honrosos de la naci?n, dentro y fuera del territorio, los puertorrique?os solicitaban y llenaban los deberes inherentes ? la ciudadan?a de los hijos de Espa?a.

Los gobiernos de la metr?poli no conced?an valor ? esa conducta. La vanidad de Arg?elles y las intransigencias de Tac?n hab?an informado la confusi?n de Cuba con Puerto Rico en el art?culo adicional ? la Constituci?n de 1837; las Cortes moderadas de 1845 ratificaron en su art?culo 80 la promesa de leyes especiales para Ultramar; Cuba era la m?s extensa, la m?s importante, la m?s rica de las dos Antillas; no era posible conceder ? la menor lo que se negara ? la mayor; la confusi?n continu?. Pero sus efectos no fueron id?nticos.

Los nombres de Pl?cido en 1843, de Narciso L?pez en 1851 y del catal?n Pint? en 1855 revelan con car?cteres sangrientos qu? g?nero de protesta informaba la opini?n de una parte del pueblo cubano contra el despotismo colonial que le asfixiaba: es en vano buscar rastros id?nticos en la historia de Puerto Rico.

Y sin embargo, medidas por un rasero fueron entrambas comarcas, lo mismo imperando el absolutismo de Narvaez que el convencionalismo de O'Donell. De nuevo se hac?a caso omiso de la lealtad puertorrique?a, pero abriendo ahora herida m?s dolorosa, pues que la cultura popular hab?a adquirido, merced al desarrollo mercantil, vuelo mayor.

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