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Read Ebook: La maja desnuda by Blasco Ib Ez Vicente

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Ebook has 1507 lines and 95276 words, and 31 pages

Nota del transcriptor: La ortograf?a del original fue conservada.

LA MAJA DESNUDA

OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR

TERRES MAUDITES , Par?s.

FLEUR DE MAI , Par?s.

BOUE ET ROSEAUX , Par?s.

CONTES ESPAGNOLS , Par?s.

DANS L'OMBRE DE LA CATH?DRALE , Par?s.

TERRAS MALDITAS , Lisboa.

DIE KATHEDRALE , Zurich.

FLOR DE MAYO , Zurich.

ERDFLUCH , Berl?n.

A CATHEDRAL , Lisboa.

SCHILFUND SCHLAMM , Berl?n.

DIE NACKTE MAJA , Berl?n.

WAAR ORANJEROOMEN BLOEIEN , Amsterdam.

DE VLOEK , Haarlem.

CHALUPA , Praga.

AH, IL PANE!... , Mil?n.

HVAD EN MAND HAR AT GOVE , La Haya.

Otras traducciones pendientes de publicaci?n en Inglaterra y Rusia.

VICENTE BLASCO IB??EZ

LA MAJA DESNUDA

--NOVELA--

F. SEMPERE Y COMPA??A, EDITORES

Calle del Palomar, 10 Olmo, 4 VALENCIA MADRID

Imp. de la Casa Editorial F. Sempere y Comp.?--VALENCIA

LA MAJA DESNUDA

PRIMERA PARTE

El maestro Renovales det?vose unos instantes al pie de la escalinata. Contemplaba con cierta emoci?n--como se contempla despu?s de larga ausencia los lugares de la juventud--la hondonada que da acceso al palacio, con sus declives de c?sped fresco, adornados ? trechos por d?biles arbolillos. En lo alto de estos desmontes, la antigua iglesia de los Jer?nimos, de g?tica mamposter?a, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servia de fondo ? la blanca masa del Cas?n. Renovales pens? en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Despu?s se fij? en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer t?rmino, al borde de la pendiente verdosa. ?Pu?! ?La Academia! Y el gesto despreciativo del artista encerr? en una misma repugnancia la Academia de la Lengua y las dem?s Academias; la pintura, la literatura, todas las manifestaciones del pensamiento, amojamadas y agarrotadas, con una inmortalidad de momia, en los vendajes de la tradici?n, las reglas y el respeto ? los precedentes.

Una r?faga de viento helado agit? las haldas de su gab?n, sus barbas luengas y algo canosas y el ancho fieltro, bajo cuyos bordes asomaban los mechones de una melena, escandalosa en su juventud, que hab?a ido disminuy?ndose con prudentes recortes, conforme ascend?a el maestro, adquiriendo fama y dinero.

Renovales sinti? fr?o en la hondonada h?meda. Era un d?a claro y glacial de los que tanto abundan en el invierno de Madrid. Luc?a el sol; el cielo estaba azul; pero de la sierra, cubierta de nieve, llegaba un viento helado que endurec?a la tierra, d?ndola una fragilidad de cristal. En los rincones, adonde no llegaba el fuego solar, brillaba todav?a la escarcha del amanecer como una capa de 'az?car.' En las alfombras de musgo, los gorriones, enflaquecidos por las privaciones invernales, iban y ven?an con un trotecito infantil, agitando su mustio plumaje.

La escalinata del Museo recordaba al maestro su adolescencia. Aquellos pelda?os los hab?a subido muchas veces ? los diez y seis a?os, con el est?mago desfallecido por la ruin comida de la casa de hu?spedes. ?Cu?ntas ma?anas pasadas en aquel caser?n, copiando ? Vel?zquez! Estos lugares tra?an ? su memoria las esperanzas muertas, un c?mulo de ilusiones que ahora le hac?an sonreir: recuerdos de hambre y de humillantes regateos al ganar su primer dinero con la venta de copias. Su faz adusta de gigante, su entrecejo que intimidaba ? disc?pulos y admiradores, se aclararon con una sonrisa alegre. Recordaba sus entradas en el Museo con paso tardo, su miedo ? separarse del caballete para que no reparasen en las suelas despegadas de sus botas, que se doblaban, dejando al descubierto los pies.

Pas? el vest?bulo y abri? la primera cancela de cristales. Cesaron instant?neamente los ruidos del mundo exterior: el rodar de los carruajes por el Prado, el campaneo de los tranv?as, el sordo arrastre de las carretas, la chiller?a de los grupos infantiles que correteaban por los desmontes. Abri? la segunda cancela, y su cara, entumecida por el fri?, sinti? la caricia de una atm?sfera tibia, cargada del inexplicable zumbido del silencio. Los pasos de los visitantes adquir?an esa sonoridad de los grandes edificios inhabitados. El golpe de la cancela al cerrarse, retumbaba como un ca?onazo, pasando de sala en sala al trav?s de los recios cortinajes. Las bocas de calefacci?n humeaban su invisible h?lito tamizado por las rejillas. Las gentes, al entrar, hablaban en tono bajo instintivamente, cual si estuvieran en una catedral: pon?an un gesto compungido de recogimiento, como si les intimidasen los miles de lienzos alineados en las paredes, los bustos enormes que adornaban el c?rculo de la rotonda y el promedio del sal?n central.

El d?a anterior, al anunciarle en su lujoso estudio la visita de este extranjero, qued? por largo rato indeciso, contemplando el nombre impreso en la tarjeta. ?Tekli!... Y de pronto record? ? un amigo de veinte a?os antes, cuando ?l viv?a en Roma; un h?ngaro bonach?n que le admiraba sinceramente y supl?a su falta de genio con una tenacidad taciturna para el trabajo, semejante ? la de la bestia de labor.

Renovales vi? con gusto sus ojillos azules, hundidos bajo unas cejas ralas y sedosas; su mand?bula saliente en forma de pala, que le daba gran semejanza con los monarcas austriacos; su alto cuerpo, encorvado ? impulsos de la emoci?n, extendiendo unos brazos huesosos, largos como tent?culos, al mismo tiempo que le saludaba en italiano.

Se hab?a refugiado en el profesorado, como todos los pintores faltos de fuerzas para seguir cuesta arriba, que se tienden en el surco. Renovales vi? al artista oficial en su traje obscuro y correcto, sin una mota; en la mirada digna que fijaba de vez en cuando en sus botas brillantes, que parecian reflejar todo el estudio. Hasta luc?a en una solapa el bot?n multicolor de una condecoraci?n misteriosa. El fieltro que ten?a en la mano, de una blancura de merengue, era lo ?nico que desentonaba en este aspecto de funcionario p?blico. Renovales le cogi? las manos con sincero entusiasmo. ?El famoso Tekli! ?Cu?nto se alegraba de verle! ?Qu? tiempos los de Roma!... Y con una sonrisa de bondadosa superioridad escuchaba el relato de sus triunfos. Era profesor de Buda-Pest; hac?a ahorros todos los a?os para ir ? estudiar ? alg?n museo c?lebre de Europa. Por fin, hab?a podido venir ? Espa?a, cumpliendo sus deseos de muchos a?os.

Y echando atr?s la cabeza, pon?a los ojos en blanco, agitaba con expresi?n voluptuosa su mand?bula saliente cubierta de pelos rubios, como si estuviera paladeando un vaso del dulce Tokay de su pa?s.

Y ? los pocos d?as, una ma?ana en que excus? su asistencia un se?or al que estaba pintando el retrato, Renovales se acord? de la promesa ? Tekli y fu? al Museo del Prado, sintiendo al entrar la misma impresi?n de empeque?ecimiento y nostalgia que sufre un personaje al volver ? la Universidad donde pas? su juventud.

Al verse en la sala de Vel?zquez, sinti?se asaltado por un respeto religioso. All? estaba un pintor: el pintor por antonomasia. Todas sus teor?as irreverentes de odio ? los muertos se quedaron m?s all? de la puerta. El encanto de estos lienzos, que no hab?a visto en algunos a?os, surg?a de nuevo, fresco, poderoso, irresistible; le avasallaba despertando sus remordimientos. Permaneci? largo rato inm?vil, pasando sus ojos de un lado ? otro, queriendo abarcar de golpe toda la obra del inmortal, mientras en torno de ?l comenzaba ? sonar un zumbido de curiosidad.

--?Renovales!... ?Est? aqu? Renovales!

?ste, con su sensibilidad para percibir el elogio, no tard? en darse cuenta del ambiente de curiosidad que le rodeaba. Los j?venes copistas parec?an pegarse m?s ? sus caballetes, frunciendo los ojos, dilatando la nariz, moviendo el pincel con lentitud y titubeos, sabiendo que ?l estaba ? sus espaldas, estremeci?ndose ? cada paso que sonaba sobre el entarimado, con el temor y el deseo de que se dignase pasar su mirada por encima de sus hombros. Adivinaba con cierto orgullo lo que murmuraban todas las bocas al cuchichear, lo que se dec?an los ojos, al fijarse distra?dos en los lienzos, para despu?s mirarle ? ?l.

--Es Renovales... El pintor Renovales.

Alguien desliz? en su o?do la noticia que agitaba el Museo, y el copista, levantando los hombros con cierto desprecio, separ? la moribunda vista de su trabajo.

?Conque estaba all? Renovales, el famoso Renovales! ?Iba por fin ? conocer al prodigio!...

Al ver ? Renovales se levant? con apresuramiento, dejando su paleta sobre el pedazo de hule que defend?a el entarimado de las manchas de pintura. ?Amable maestro! ?C?mo agradec?a esta visita! Y le mostraba su copia, de una minuciosa exactitud, sin el prodigioso ambiente, sin la milagrosa realidad del original. Renovales asent?a con la cabeza; admiraba la paciente labor de aquel buey manso del arte, que abr?a sus surcos siempre iguales, con una rigidez geom?trica, sin el m?s leve descuido, sin el menor intento de originalidad.

Y s?bitamente tranquilizado por las muestras de aprobaci?n de Renovales, cada vez m?s extremadas para disfrazar su indiferencia, el h?ngaro le cogi? ambas manos, llev?ndoselas al pecho.

Al volver ? la sala de Vel?zquez hab?a disminu?do la concurrencia, quedando solos los copistas, inclinados ante sus lienzos. El pintor sinti? de nuevo la influencia del gran maestro. Admir? su prodigioso arte, sintiendo al mismo tiempo la intensa tristeza hist?rica que parec?a emanar de toda su obra. ?Infeliz don Diego! Hab?a nacido en el per?odo m?s melanc?lico de nuestra historia. Su sano realismo era para haber inmortalizado la forma humana en toda su bella desnudez, y el destino le depar? un per?odo en el que las mujeres parec?an tortugas asomando el busto entre la doble concha de su hueca faldamenta, y los hombres ten?an una rigidez sacerdotal, irguiendo las morenas y mal lavadas cabezas sobre t?tricas ropillas. Hab?a pintado lo que hab?a visto: el miedo y la hipocres?a reflej?banse en los ojos de aquel mundo. La alegr?a forzada de una naci?n moribunda, que necesitaba para distraerse de lo monstruoso y disparatado, revel?base en los bufones, los locos y los contrahechos, inmortalizados por el pincel de don Diego. El humor hipocondr?aco de una monarqu?a enferma de cuerpo y con el alma agarrotada por el terror del infierno, viv?a en todas aquellas obras maestras, que inspiraban admiraci?n y tristeza al mismo tiempo. ?L?stima de tesoros art?sticos derrochados en inmortalizar un per?odo que, sin Vel?zquez, hubiera ca?do en el olvido m?s profundo!

Renovales pensaba tambi?n en el hombre, comparando con cierto remordimiento la vida de aquel gran pintor con la existencia principesca de los maestros modernos. ?Oh, la munificencia de los reyes, su protecci?n ? los artistas, de la que hablaban algunos con entusiasmo volviendo la vista atr?s!... Pensaba en el cachazudo don Diego y su sueldo de tres pesetas como pintor del rey, que s?lo cobraba muy de tarde en tarde; en su nombre glorioso, figurando entre los de bufones y barberos en la lista del personal cortesano; en su calidad de dom?stico regio, que le obligaba ? aceptar el cargo de perito de materiales de alba?iler?a para mejorar un tanto su situaci?n; en las bajezas y humillaciones de sus ?ltimos a?os para alcanzar la cruz de Santiago, negando como un delito ante el tribunal de las Ordenes que cobrase dinero por sus cuadros, afirmando con orgullo servil su calidad de criado del rey, como si ese t?tulo fuese superior ? la gloria del artista... ?Dichosos tiempos del presente; bendita revoluci?n de la vida moderna, que dignifica al artista coloc?ndolo bajo la protecci?n del p?blico, soberano impersonal que deja en libertad al creador de belleza y acaba por seguirle en sus nuevos caminos!...

Renovales sali? ? la galer?a central buscando otra de sus admiraciones. Las obras de Goya llenaban un gran espacio de ambos muros. ? un lado los retratos de los reyes de la decadencia borb?nica; cabezas de monarcas ? de pr?ncipes, abrumadas por la blanca peluca; ojos punzantes de mujer, rostros exang?es, con los cabellos peinados en forma de torre. Los dos grandes pintores hab?an coincidido en su existencia con la ruina moral de dos dinast?as. En el sal?n del gran don Diego, los reyes delgados, huesosos, rubios, de elegancia monacal y blancura linf?tica, con la mand?bula saliente y una expresi?n en los ojos de duda y temor por la salvaci?n de sus almas. Aqu? los monarcas obesos, entorpecidos por la grasa; la nariz enorme y pesada, con un fatal estiramiento, como si tirase del cerebro por misteriosa relaci?n, paralizando sus funciones; el labio inferior grueso y ca?do con inercia sensual; los ojos, de una calma bovina, reflejando en su tranquila luz la indiferencia para todo lo que no tocase directamente ? su ego?smo. Los Austrias, nerviosos, inquietos por una fiebre de locura, sin saber ad?nde ir, cabalgando sobre teatrales corceles, en obscuros paisajes, cerrados por las nevadas crestas del Guadarrama, tristes, fr?as y cristalizadas como el alma nacional: los Borbones, reposados, adiposos, descansando ahitos sobre sus enormes pantorrillas, sin otro pensamiento que la cacer?a del d?a siguiente ? la intriga dom?stica que trae revuelta ? la familia, ciegos para las tormentas que truenan m?s all? de los Pirineos. Los unos rodeados de un mundo de imb?ciles con cara brutal, de leguleyos sombr?os, de infantas de rostro ani?ado y faldas huecas de virgen de altar: los otros llevando, como comparser?a alegre y desenfadada, un populacho vestido de alegres colores, envuelto en la capa de grana ? la mantilla de blonda, coronado por la peineta ? la masculina redecilla, raza que en las meriendas del Canal ? en grotescas diversiones incubaba, sin saberlo, su hero?smo. El latigazo de la invasi?n la sacaba de su infancia de siglos. El mismo gran artista que hab?a retratado durante muchos a?os la inocente inconsciencia de este pueblo de majos y majas, vistoso y alegre como un coro de opereta, lo pintaba despu?s atacando navaja en mano, con simiesca agilidad, ? los mamelucos; haciendo caer bajo sus tajos ? estos centauros del Egipto, ahumados en cien batallas, ? muriendo con teatral fiereza ? la luz de un fanal, en las t?tricas soledades de la Moncloa, fusilado por los invasores.

Renovales admiraba el ambiente tr?gico de este lienzo que ten?a ante sus ojos. Los verdugos ocultaban sus rostros, apoy?ndolos en los fusiles; eran ciegos ejecutores del destino, una fuerza an?nima; y frente ? ellos elev?base el mont?n de carne palpitante y sangrienta; los muertos, con los jirones de carne arrancados por las balas, mostrando rojizos agujeros; los vivos, con los brazos en cruz, retando ? los matadores en una lengua que no pod?an entender, ? cubri?ndose el rostro con las manos, como si este movimiento instintivo pudiera preservarles del plomo. Era todo un pueblo que mor?a para renacer. Y junto ? este cuadro de horror y hero?smo ve?ase cabalgar, en otro cercano, al Le?nidas de Zaragoza, ? Palafox, con sus patillas elegantes y una arrogancia de chispero dentro del uniforme de capit?n general, teniendo en su apostura cierto aspecto de caudillo de la plebe, sosteniendo en una mano enguantada de ante el corvo sable y en la otra las riendas de su caballejo corto y panzudo.

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