Read Ebook: La maja desnuda by Blasco Ib Ez Vicente
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Ebook has 1507 lines and 95276 words, and 31 pages
Renovales admiraba el ambiente tr?gico de este lienzo que ten?a ante sus ojos. Los verdugos ocultaban sus rostros, apoy?ndolos en los fusiles; eran ciegos ejecutores del destino, una fuerza an?nima; y frente ? ellos elev?base el mont?n de carne palpitante y sangrienta; los muertos, con los jirones de carne arrancados por las balas, mostrando rojizos agujeros; los vivos, con los brazos en cruz, retando ? los matadores en una lengua que no pod?an entender, ? cubri?ndose el rostro con las manos, como si este movimiento instintivo pudiera preservarles del plomo. Era todo un pueblo que mor?a para renacer. Y junto ? este cuadro de horror y hero?smo ve?ase cabalgar, en otro cercano, al Le?nidas de Zaragoza, ? Palafox, con sus patillas elegantes y una arrogancia de chispero dentro del uniforme de capit?n general, teniendo en su apostura cierto aspecto de caudillo de la plebe, sosteniendo en una mano enguantada de ante el corvo sable y en la otra las riendas de su caballejo corto y panzudo.
Renovales pens? que el arte es como la luz, que toma el color y el brillo de los objetos que toca. Goya hab?a pasado por un per?odo tempestuoso, hab?a asistido ? la resurrecci?n del alma popular, y su pintura encerraba la vida tumultuosa, la furia heroica que en vano se buscaba en los lienzos de aquel otro genio amarrado ? la monoton?a de una existencia palaciega, sin otros incidentes que las noticias de guerras lejanas, faltas de entusiasmo, y cuyas victorias, tard?as ? in?tiles, ten?an la frialdad de la duda.
Volvi? el pintor la espalda ? las damas goyescas, de boca recogida como un capullo de rosa, vestidas de blanca batista y con la cabellera peinada en forma de turbante, para concentrar su atenci?n en una figura desnuda que parec?a dejar en la sombra los lienzos cercanos, con el esplendor luminoso de sus carnes. La contempl? de cerca largo rato, inclinado sobre la barandilla, tocando casi el lienzo con el ala de su sombrero. Despu?s fu? alej?ndose lentamente, sin dejar de mirarla, hasta que, al fin, acab? por sentarse en una banqueta, siempre frente al cuadro, con los ojos fijos en ?l.
--?La maja de Goya!... ?La maja desnuda!...
Hablaba en voz alta, sin percatarse de ello, como si sus palabras fuesen una explosi?n inevitable de los pensamientos que se agolpaban en su frente y parec?an pasar y repasar tras el cristal de sus ojos. Sus expresiones admirativas eran en diversos tonos, marcando una escala descendente de recuerdos.
El pintor contempl? con delectaci?n aquel cuerpo desnudo, graciosamente fr?gil, luminoso, como si en su interior ardiese la llama de la vida, transparentada por las carnes de n?car. Los pechos firmes, audazmente abiertos en ?ngulo, puntiagudos como magnolias de amor, marcaban en sus v?rtices los cerrados botones de un rosa p?lido. Una musgosa sombra apenas perceptible entenebrec?a el misterio sexual: la luz trazaba una mancha brillante en las rodillas de pulida redondez, y de nuevo volv?a ? extenderse el discreto sombreado hasta los pies diminutos, de finos dedos, sonrosados ? infantiles.
Era la mujer peque?a, graciosa y picante; la Venus espa?ola, sin m?s carne que la precisa para cubrir de suaves redondeces su armaz?n ?gil y esbelto. Los ojos ambarinos de malicioso fuego desconcertaban con su fijo mirar; la boca ten?a en sus graciosas alillas el revuelo de una sonrisa eterna: en las mejillas, los codos y los pies, el tono de rosa mostraba la transparencia y el fulgor h?medo de esas conchas que abren los colores de sus entra?as en el profundo misterio del mar.
--?La maja de Goya!... ?La maja desnuda!...
Ya no dec?a estas palabras en voz alta, pero las repet?an su pensamiento y su mirada: su sonrisa era como un eco de ellas.
Renovales no estaba solo. De vez en cuando se interpon?an entre sus ojos y el cuadro grupos de curiosos que pasaban y repasaban hablando ? gritos. Un trote de pesados pies conmov?a el pavimento de madera. Era mediod?a, y los alba?iles de las obras cercanas aprovechaban la hora del descanso para explorar aquellos salones, como si fuesen un mundo nuevo, aspirando satisfechos el tibio aire de la calefacci?n. Dejaban al andar huellas de yeso en el entarimado; se llamaban unos ? otros para participarse su admiraci?n ante un cuadro; mostraban impaciencia por abarcarlo todo de un golpe; se extasiaban contemplando los guerreros de luminosa armadura ? los uniformes complicados de otras ?pocas. Los m?s listos serv?an de gu?a ? sus compa?eros, arre?ndolos con impacienc?a. Ya hab?an estado all? el d?a anterior. ?Adentro! ?Aun les quedaba mucho que ver! Y corr?an hacia las salas interiores con la anhelante curiosidad del que pisa tierra nueva y aguarda que lo asombroso surja ante sus pasos.
Entre este galope de la admiraci?n sencilla pasaban tambi?n algunos grupos de se?oras espa?olas. Todas hac?an lo mismo ante la obra de Goya, como si estuvieran aleccionadas previamente. Iban de un cuadro ? otro, comentando las modas de los tiempos pasados, sintiendo cierta nostalgia por las faldas de madro?os y las amplias mantillas con alta peineta. De pronto pon?anse serias, apretaban los labios y emprend?an un paso vivo hacia el fondo de la galer?a. Las avisaba el instinto. Sus inquietos ojos sent?anse heridos en el rabillo por la lejana desnudez: parec?an husmear ? la famosa maja antes de verla y segu?an adelante erguidas, con el gesto severo, lo mismo que cuando las molestaba en la calle un requiebro audaz, pasando frente al cuadro sin volver la cara, sin querer ver los lienzos inmediatos, no deteni?ndose hasta la vecina sala de Murillo.
Era el odio al desnudo, la cristiana y secular abominaci?n de la Naturaleza y la verdad, que se pon?a en pie instintivamente, protestando de que se tolerasen tales horrores en un edificio p?blico, poblado de santos, reyes y ascetas.
Renovales adoraba aquel lienzo con entusiasmo devoto, coloc?ndolo aparte de las dem?s obras. Era la primera manifestaci?n del arte libre de escr?pulos, limpio de preocupaciones, que exist?a en nuestra historia. ?Tres siglos de pintura; varias generaciones de nombres gloriosos, sucedi?ndose con portentosa fecundidad, y hasta Goya no hab?a osado el pincel espa?ol trazar las formas del cuerpo femenil, la divina desnudez que, en todos los pueblos, hab?a sido la primera inspiraci?n del arte naciente! Renovales recordaba otro desnudo, la Venus, de Vel?zquez, guardada en extra?as tierras. Pero aquella obra no hab?a sido espont?nea: era un encargo del monarca que, al mismo tiempo que pagaba espl?ndidamente ? los extranjeros sus cuadros de desnudo, quiso tener un lienzo semejante de su pintor de c?mara.
Aquella mujer desnuda, con la cabeza rizosa sobre sus brazos cruzados, mostrando en tranquilo abandono la leve vegetaci?n de sus axilas, era el despertar de un arte que hab?a vivido aislado. El cuerpo ligero, que apenas descansaba sobre el verde div?n y las almohadas de finos encajes, parec?a pr?ximo ? elevarse en el aire, con el potente impulso de la resurrecci?n.
Renovales pensaba en los dos maestros, igualmente grandes, y sin embargo, tan distintos. El uno ten?a la imponente majestad de los monumentos famosos; reposado, correcto, fr?o, llenando el horizonte de la historia con su mole colosal, envejeciendo gloriosamente sin que los siglos abriesen la menor grieta en sus muros de m?rmol. Por todos lados la misma fachada noble, ordenada, tranquila, sin fantas?as de capricho. Era la raz?n, s?lida, equilibrada, ajena ? los entusiasmos y los desmayos, sin apresuramientos ni fiebres. El otro era grande como una monta?a, con el desorden bizarro de la Naturaleza, cubierto de tortuosas desigualdades. Por un lado el pe?ascal brav?o y ?rido; m?s all? la ca?ada cubierta de matorrales floridos; abajo el jard?n con perfumes y p?jaros; en la cumbre la corona de nubarrones que truenan y relampaguean. Era la imaginaci?n en carrera desenfrenada, con altos jadeantes y nuevos escapes, la frente en lo infinito y los pies sin separarse de la tierra.
La vida de don Diego cab?a en dos l?neas. <Add to tbrJar First Page Next Page Prev Page