Read Ebook: La cita: novelas by Zamacois Eduardo
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Ebook has 1664 lines and 51976 words, and 34 pages
el reposo; su voluntad peregrina adivin? la alegr?a de no moverse, de serenarse en la dominaci?n tranquila de lo ganado. Para sus ojos de novelista, los cap?tulos de olvido y de miseria que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrec?an pasmoso inter?s. Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; ? ?l tambi?n una anemia ? una congesti?n, pod?an precipitarle ? los horrores vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del ?xito. Por eso la compadec?a y hall?base propicio ? consolarla. Pero en los artistas el enternecimiento es transitorio; su egolatr?a se impone en ellos ? lo m?s grave; su personalidad lo abarca todo; as?, en el fondo de aquella conmiseraci?n ostentosa, s?lo hab?a un depurado ego?smo.
No tard? Ricardo Villarroya en experimentar la primera crisis de hast?o: su temperamento reaccionaba cruelmente contra la emoci?n pasajera; acababa de sentirse esclavo; el artista explorador, vagabundo de sensaciones, derrotaba al hombre desenga?ado, necesitado de descanso. Villarroya se aburr?a; los viejos muebles de aquella h?meda habitaci?n pesaron sobre sus pulmones, y un repentino y vehement?simo deseo de libertad le enajen?. ?Por qu? las penas de la Godoy hab?an de preocuparle, ni qu? altru?stas sofismas pretend?an inducirle ? ligar su porvenir al de ella y servirla, ? todo evento, de consejero y defensor?...
A partir de aquel instante, y seguro de que la piedad, magnificada por el cristianismo, es una claudicaci?n ? cobard?a del animo, s?lo pens? en huir, en libertarse rompiendo los taimados lazos de amor con que le sujetaban la distinci?n se?oril y virtuoso recogimiento de Fuensanta. Estos ingratos manejos no resbalaron inadvertidos. La joven comprendi? inmediatamente que su alegr?a peligraba, y adivin? su derrota. Los hombres aborrecen lo conocido, sin que nada baste ? convencerles de que todos los placeres son iguales: la pasi?n es por antonomasia inconstante; una mujer cualquiera, zafia, vulgar, fea, tendr? sobre la mujer hermosa que poseemos la inmensa ventaja, la preeminencia indiscutible, de <
Aquella tarde Fuensanta Godoy y Villarroya discutieron mucho; el novelista se reconoc?a aniquilado, deshecho ante el br?o dial?ctico de su interlocutora. Sin alientos ya para defenderse, abroquel?se tras una afirmaci?n vertical inexpugnable:
--Nac? as? y no podr? ser de otro modo. Huelga, por consiguiente, tu empe?o en demostrarme que hago mal.
Ella prosigui? atac?ndole, unas veces con impetuosidades celosas, otras con maternales ternuras.
--?Cu?n poco me quieres, Ricardo!
--Te enga?as; yo te quiero... te quiero bastante... mucho.
--Y, sin embargo, hablas de dejarme...
--Muy cierto.
--Entonces, ?qu? amor es ese? ?Maldito el cari?o que olvida y ve sin dolor que otros labios acarician y otros brazos estrechan lo que fu? suyo!
?Otra vez la misma cantinela? ?Hasta cu?ndo iban ? seguir as??...
Ricardo Villarroya alz?se de hombros despectivamente y encendi? un cigarro. Eran las cinco; la lluvia repet?a su salmodia amodorrante sobre el cinc de la ventana; obscuridades nocherniegas invad?an el aposento. Fuensanta hizo girar la llave de la luz, el gabinete se ilumin? y sobre la extensi?n turbia de las paredes reaparecieron las viejas sillas vestidas de gris; la c?moda vetusta, llena de rumores inquietantes; los retratos p?lidos; el espejo, las marchitas coronas, expresivas y tristes como momias, tras sus cubiertas de cristal. En un ?ngulo, sobre la alfombra negra, la roja lumbre de un brasero brillaba sin intermitencias, fijamente, como una pupila redonda y sin p?rpados.
La joven continu? modulando sus palabras en un largo suspiro:
--?Qu? cruel eres, Ricardo!...
--Quiz?...
--Muy cruel, muy ego?sta; cr?elo: de piedra es tu coraz?n...
--?Y el tuyo?
--Cuando de ti se trata, de cera y de miel.
Bajo el bigote bermejo, los labios de Villarroya sonrieron ir?nicos.
--T?--dijo--, tratando de imponerme tus gustos, eres tan ego?sta como yo defendiendo los m?os. ?Por qu? avergonzarnos de nuestros sentimientos y no llamarlos por su nombre? ?Por qu? estimar virtud la compasi?n, que antepone el bienestar ajeno al propio bienestar, y maldecir del ego?smo, fundamento precioso de la personalidad? ?Basta ya de rancios enternecimientos! Vivir y vivir bien: he aqu? la ?nica verdad positiva. Adem?s, que siendo ego?stas ejercitamos un aspecto de la filantrop?a: el ego?smo es la caridad aplicada ? nosotros...
Discutieron, preconizando ?l la alegr?a de moverse, de explorar corazones, de ser ingrato.
--El esp?ritu--dec?a--tiene paisajes, como la Naturaleza. Esta los compone con ?rboles y monta?as y aqu?l con ilusiones y recuerdos. Hay caracteres claros y f?ciles, semejantes ? llanuras, y otros ariscos cual despe?aderos. Tambi?n conozco sentimientos que ocultan todo un panorama de alma y necesitamos vadear, igual que los viajeros buscan tras el altozano importuno un hermoso horizonte; de donde deduzco que ? los paisajes y ? los hombres conviene examinarles <
Y agreg?, con un gran borboll?n c?nico de risa:
--?Oh! La vida nos abrumar?a sin la ingratitud. Yo bendigo la ingratitud. ?Qu? ser?a, por ejemplo, de t? y de m?, si todas las pasiones ? amor?os que hemos inspirado hubiesen sido eternos?
Oy?ndole, las facciones fatigadas de Fuensanta delataban una amarga laxitud, un abatimiento sin cura. A veces, sin embargo, sus gestos readquir?an aquella impetuosidad libre y boyante de anta?o; pero, generalmente, su actitud era circunspecta, blanda, d?bil, y entre sus labios cansados, las afirmaciones m?s rotundas vibraban con la t?mida inflexi?n del consejo.
--Eres un hist?rico--exclam?--, un pobre loco que busca vanamente fuera de s? mismo lo que lleva dentro.
Permaneci? indecisa, el busto inclinado hacia adelante, los codos sobre las rodillas, brillantes los apasionados ojos bajo las cejas que la reflexi?n frunc?a.
--Eres--prosigui?--uno de los hombres m?s complejos y extra?os que he conocido. Yo, que deseo tu felicidad, quisiera demostrarte c?mo las sensaciones que husmeas no existen; que la alegr?a es algo fantasmag?rico y liviano que proviene de tu misma alma como del cuerpo la sombra, y que quien, cual t?, gan? esposa, hijos, gloria, cr?dito, amigos... ?todo!, no tiene derecho ? pedir m?s.
Villarroya callaba, reconociendo vagamente que Fuensanta Godoy dec?a verdad. Ella prosigui?:
--Dejaste ? tus padres por casarte; luego olvidaste ? tu mujer por tus hijos, pues dir?ase que en tu aturdido coraz?n s?lo cabe un afecto; m?s tarde descuidaste ? tus hijos para seguir tu necia historia de amor?os mercenarios. Cuando me conociste renunciaste ? todo; ahora el mundo te llama nuevamente y quieres dejarme. ?Qu? pretendes? ?Qu? persigues? ?D?nde hallar?s m?s de lo que te di? mi cari?o?
Hubo otra pausa, uno de esos silencios terribles en que sentimos ? nuestro alrededor algo fatal, ineluctable, caminar de puntillas. Ricardo musit? pensativo:
--Ya te lo dije; soy as?... como me hicieron...
Fuensanta le interrumpi? vehemente:
--Te equivocas: tu idiosincrasia carece de realidad durable; en tu car?cter voltario, ?nicamente lo adjetivo ? accidental tiene substantividad. Un tirano te gobierna: la impresi?n; por eso corres ciego tras lo que, por ser nuevo, crees apetecible y huyes de cuanto juzgas malo y fastidioso por el mero hecho de serte familiar. ?Eso te ocurre conmigo! ?Por qu?, si no, yo misma, en quien hace un a?o adorabas, ahora te doy sue?o?... ?Qu? pena! ?Ah!... Yo quisiera darte una lecci?n, escarmentarte de esa vana man?a que te lleva ? buscar fuera de ti lo que va contigo y es obra ? reflejo de tu fantas?a andariega. ?No comprendes que ese vigor que disipas en aventuras in?tiles, aplicado ? tu arte te levantar?a ? cimas y victorias mayores a?n que las ganadas?...
Varios golpecitos, dados en la puerta, interrumpieron el di?logo. Fuensanta pregunt?:
--?Qui?n?
Una voz humilde repuso desde fuera:
--Cuando usted guste cenar...
--?Est?n todos en la mesa?
--S?, se?ora.
--Voy en seguida.
Villarroya consult? su reloj. Eran las ocho.
--Me marcho--dijo.
Levant?se precipitadamente, abroch?ndose el gab?n, recogiendo su sombrero, que, al entrar, dej? sobre una silla. Fuensanta se acerc? ? ?l lentamente: bajo su traje negro, su cuerpo, ? la vez gr?cil y ampuloso, ondul? con ritmo sensual.
--?Volver?s luego?
Ricardo no pudo disimular un gui?o de disgusto; el ambiente de aquel gabinetito, lleno de viejos muebles, le oprim?a.
--No s?... no s?; necesito escribir...
Ella replic?, sonriendo triste:
--Nada tienes que hacer, pero si debes trabajar, trabaja ? mi lado. Ven ? verme, te lo ruego; ?Estoy tan sola!...
Como otras veces, la compasi?n le rindi?.
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