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Read Ebook: La cita: novelas by Zamacois Eduardo

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Ebook has 1664 lines and 51976 words, and 34 pages

Como otras veces, la compasi?n le rindi?.

--Bien--dijo--, esp?rame; antes de las once estar? aqu?.

Fuensanta le acompa?? hasta la puerta; ya all?, sus manos, ?giles y blancas, llenas de amor; sus pobres manos, que la necesidad despoj? de sortijas, le arreglaron el nudo de la corbata y le alisaron los cabellos.

--Hasta muy pronto--balbuce?--, hasta muy pronto... no tardes...

Al quedar sola, la actriz tuvo un adem?n desesperado.

--?No me quiere!--solloz?--. ?Ya no me quiere!... ?C?mo reconquistarle?

Qued?se quieta, los ojos puestos en un retrato de Villarroya, al pie del cual el novelista hab?a escrito: <>

Pasaron varios d?as, durante los cuales creci? en Villarroya aquella laxitud melanc?lica que la sociedad de Fuensanta le produc?a. ?De d?nde emanaba tal despego? El novelista trat? de escudri?arse, de oirse, de sorprender ese traj?n subconsciente con que los deseos nuevos y las pasiones que se apagan van y vienen por el esp?ritu.

Empero sus esfuerzos anal?ticos no lograron llevarle ? una soluci?n transparente y rotunda. Unas veces imaginaba que todo ello era fruto ingrato de su car?cter inseguro, siempre displicente, refractario ? la grandeza de la inmovilidad; otras cre?a que era Fuensanta Godoy quien le hab?a enga?ado, prometi?ndole con su franca hermosura y su discreto hablar sensaciones y alegr?as que luego no le di?. Poco ? poco esta ?ltima idea prevaleci?. Las mujeres que no sirven para heteras, ni tienen la pasividad de ce?irse ? las prietas leyes de la ?tica tradicional, se parecen ? esos individuos fracasados del arte, que habiendo nacido para vivir vulgarmente, pretenden, sin embargo, morir en belleza. Nada consigue aquietar su obstinaci?n suicida: el hombre normal, el hombre adocenado que siente y discurre y sujeta sus actos ? la costumbre, se halla obscurecido en ellos por un sujeto desencentrado y visionario, plant?o de fanfarrias, panal de ambiciones descomedidas y de acedos rencores hacia los fuertes que caminan lejos de ?l y muy alto.

As? esas caprichosas que ni supieron envejecer en la calma de la virtud burguesa, ni tuvieron la valent?a de sus pecados; la org?a franca las averg?enza y la paz de lo legal las aburre; cuando est?n reclu?das sufren anhelos quemantes de libertad, y si campean ? su albedr?o experimentan el cansancio de los caminos demasiado largos, el miedo al barro de desdenes que la sociedad tira ? los que se rebelaron contra ella. Al lado de tales mujeres, los hombres suelen hallarse mal; son almas enfermas, fatalmente tristes, que bajo el techo del hogar encalmado bostezan de hast?o, y momentos despu?s, en la bacanal, ponen sobre la sinfon?a brillante de sus desenfrenos un treno de arrepentimiento; esp?ritus ab?licos, sometidos ? todas las furias del no querer y del recuerdo.

Fuensanta Godoy era as?; la desdichada, despu?s de perder cuantas batallas libr? con el amor y con el arte, sinti? correr por su semblante y su cuerpo la vejez sutil de la melancol?a: bruscamente sus ojos se apagaron, su boca perdi? la l?nea graciosa de la dicha, sus ademanes fueron m?s lentos, la negra noche de sus cabellos palideci?, sobre su frente el dolor traz? las l?neas de ese pentagrama siniestro donde cada desenga?o deja una nota. Involuntariamente Ricardo Villarroya reconoc?ase separado de ella, y la fijeza de este sentimiento era indiscutible: lo que ?l rebuscaba lejos de Fuensanta no era la novedad ?nicamente, s? algo positivo, un tesoro de sana alegr?a, que ella, envenenada por las murrias de su hundimiento, no pod?a darle. Adem?s, el recelo de parecerse ? la actriz, acab? de preocuparle; la tristeza y la vejez son contagiosas como el tifus, y aunque la infecci?n es m?s lenta, el remedio, en cambio, es mucho m?s dif?cil. Villarroya tuvo miedo. ?Qu? ser?a de ?l, si de pronto, en plena lucha y por obra de ese influjo sigiloso, pero seguro, de la imitaci?n, llegara ? sentirse lacio y triste?

Y entonces el novelista decidi? cerrar su blando coraz?n ? todos los musiteos de la piedad y abrir entre ?l y la abandonada un azarbe inmenso, un abismo de paredes verticales, ancho y profundo, que imposibilitase toda reconciliaci?n. ?Bueno que se sufra en las horas de trabajo! Pero era imb?cil, era suicida, permitir que aquel sufrimiento emborronase tambi?n la luz radiante de las horas dichosas. Tomar?a la ofensiva: las mujeres demasiado buenas anulan ? los hombres, porque les esclavizan al quitarles la ocasi?n de re?ir con ellas.

--Una querida honrada, juiciosa, met?dica, que ni siquiera se tome la molestia de enga?arnos--pensaba ir?nicamente Villarroya--, es lo ?nico que hace imperdonable el adulterio...

Entretanto continuaba visitando ? Fuensanta, preso en el hechizo de aquella mujer inteligente, inmensamente triste.

Cierta noche, despu?s de cenar, y hall?ndose ya metido en su despacho, dispuesto ? escribir, Ricardo Villarroya recibi? una carta: la tra?a un mozalbete de diez y seis ? diez y ocho a?os, vestido de negro: un lacayito, sin duda, humilde y vergonzoso, que hablaba mirando al suelo.

Ricardo rasg? pausadamente la nema del sobre, donde la penetraci?n zahor? del novelista acababa de ventear un lance amoroso.

--?Qui?n te env?a?--pregunt? clavando en el muchacho sus ojos firmes.

--Una se?ora.

Villarroya desdobl? el billete, mientras una sonrisa imperceptible, de vanidad y de conquista, pasaba bajo su recio bigote de color almagre. La carta dec?a:

<>

El delicioso billetito no iba firmado, y tras aquella pregunta, envolvente como un abrazo, lo an?nimo prend?a el hechizo excelso de la obscuridad y del silencio. Villarroya palideci?; luego se puso rojo; un segundo su alborotadizo coraz?n ces? de latir; temblaron sus m?sculos. ?Por qu? lo ignorado ha de producirnos siempre una impresi?n de fr?o? ?Ser? porque todos esos menudos misterios que nos tropiezan en la vida son reflejos ? part?culas del supremo enigma de donde salen y adonde vuelven todas las cosas?

Ricardo medit? unos instantes, mientras consultaba su reloj; eran las nueve. En seguida, febrilmente, escribi? al dorso de una tarjeta suya:

<>

Mucho tiempo hac?a que el mensajero se fu?, y Villarroya aun est?base inm?vil, la cara entre las manos, los codos apoyados sobre su mesa de trabajo. Una emoci?n flageladora, absorbente como la succi?n de una vor?gine, hab?a limpiado de ideas su esp?ritu. A la luz que ard?a serenamente en el comedio del despacho, los muebles arrojaban contra las paredes largas sombras inm?viles. La familia de Villarroya dorm?a. En el silencio de la casa, con sus puertas exornadas por severos cortinajes afelpados y sus suelos cubiertos de moqueta, se percib?a vagamente el r?tmico latir de un reloj; vaiv?n simb?lico, decidor de hondos y graves misterios, elocuente como el caminar de un coraz?n.

Al cabo, Ricardo volvi? ? la realidad; eran las diez y media. Entonces se levant?, mat? la luz, visti?se r?pidamente el gab?n, cal?se el sombrero y sin despedirse de nadie sali? de puntillas, con el andar, ? la vez receloso y feliz, con que los hombres casados huyen del deber.

Cuando lleg? ? la esquina de las calles Desenga?o y Valverde se detuvo inquieto, buscando ese perfil tentador, novelesco, que tienen, especialmente de noche, las mujeres que aguardan. Escaseaban los transeuntes; el claror bermejo de los faroles patinaba sobre las aceras humedecidas por la neblina; unos tras otros los balcones, los zaguanes iban apag?ndose, dejando en las calles vibraciones de sombra y de sue?o; al fondo, bajo la l?vida claridad estelar, la iglesia de San Mart?n levantaba sus torres achaparradas y macizas.

Hab?an sonado las once: poco ? poco un gran silencio invad?a la urbe, cuyas calles desiertas se alargaban inactivas, tortuosas y fl?ccidas, semejantes ? brazos cansados; en la obscuridad, los minutos caminaban lentos, uniformes, pintando hacia la eternidad una l?nea de puntos negros.

Villarroya comenzaba ? impacientarse. Aquella noche hab?a cenado mejor que otras veces y disipada esa efervescencia, casi morbosa, que las buenas comidas producen en los temperamentos nerviosos, sus ideas iban diafaniz?ndose. Hubo momentos en que crey? despertar: el peregrino incidente que all? le hab?a llevado reapareci? ante sus ojos con proporciones m?s modestas. Tuvo un adem?n de c?lera; luego sinti? verg?enza de s? mismo. Era imperdonable en ?l, hombre de mundo, la precipitaci?n con que cit? ? su admiradora, quien seguramente no esperaba verle hasta pasadas veinticuatro horas, cuando menos. Se hab?a comportado como esos barbilindos fatuos, reci?n llegados ? la vida, ? quienes vuelven locos las impresiones.

--?Soy un majadero!--exclam?.

Continu? pase?ndose, mientras se atusaba bruscamente su ?spero bigote rojizo, mojado por la niebla. Le enfurec?a la idea de aparecer rid?culo ante aquella mujer para quien, indudablemente, la espera constitu?a lo m?s alquitarado de la sensaci?n. Reconoc?ase vencido, aplastado, bajo la vulgaridad de su impaciencia; nada pod?a disculparle; puesto en su lugar un estudiantillo de primer curso de latinidad, no lo hubiese hecho peor.

Dieron las once y media en uno de esos viejos relojes de torre cuya campana preocupa de noche ? los enfermos. Una pareja de enamorados pas? junto ? Villarroya y desapareci? por la retorcida escalerilla que sube ? los comedores ?ntimos del antiguo caf? Habanero. Iban muy amartelados; ella vest?a un elegante gab?n de color gris. El novelista, que recordaba haberles tropezado d?as antes en la Moncloa, les acompa?? con los ojos, y luego vi?, tras las cortinillas sutiles de una ventana que acababa de iluminarse, la conjunci?n feliz de dos sombras. Un instante la despierta curiosidad de Villarroya avizor? un coche que se acercaba lentamente; pero aquel veh?culo, cuyo caballo fatigado apenas pod?a andar, iba vac?o, arrastrando ? lo largo de la calle una tristeza penetrante de habitaci?n desalquilada. A las doce, convencido de la inutilidad de su espera, el novelista, muy abatido y maldiciendo de s? mismo, regres? ? su casa.

--?Soy un imb?cil!--repet?a--?he frustrado una aventura preciosa por una tonter?a!...

Caminaba despacio, el paso largo, los brazos colgantes. Su gesto ten?a el cansancio del hombre que sube una cuesta tirando de algo: as? iba ?l, vencido, desesperanzado, cual si llevase su ilusi?n muerta arrastras.

Para consuelo suyo, al d?a siguiente recibi? por correo otra carta, tambi?n an?nima, de su desconocida. La ep?stola, que era muy breve, empezaba as?:

<

>>M?s calma, amigo querido, mucha m?s calma; es un peque?o consejo que mi criterio modesto da al escritor eminent?simo. No olvide usted aquella ingrata ley de nuestra ambulante Naturaleza, seg?n la cual, cuanto m?s tardemos ahora en unirnos, m?s tardaremos luego en separarnos...>>

Y conclu?a:

<>

Por la tarde, seg?n costumbre, Villarroya fu? ? casa de Fuensanta. La actriz se hallaba repasando junto ? la ventana uno de esos viejos sotan?s que suscitan en las actrices retiradas recuerdos amargos de teatro y de amores. Llov?a. Invad?a la habitaci?n un claror plomizo que exaltaba la tristeza de los muebles, la raridad de la alfombra, el fr?o de las paredes, con sus coronas marchitas y sus retratos, donde las antiguas im?genes se descomponen como en la humedad de la tierra se borra el contorno de los cad?veres.

Durante los primeros momentos, excitado por las zozobras de su incipiente aventura, el gal?n mostr?se locuaz y gaitero. Pronto, sin embargo, su inquietud se aplac? y el pensamiento di?se ? voltigear en torno de lo que m?s le complac?a. Fuensanta advirti? su preocupaci?n.

--?Qu? tienes? Te hallo triste ? inquieto... ?Quiz?s alg?n disgusto?

Las facciones de Ricardo no dejaron traslucir, ante la mirada bu?da de la actriz, emoci?n ninguna.

--Nada me sucede--repuso--; lo que notas en m? es cansancio. Anoche trabaj? mucho; hoy tambi?n necesito escribir.

Suavemente, observ?ndole de hito en hito, mientras por sus labios divagaba una sonrisa de tristura y de iron?a, Fuensanta replic?:

--?Est?s cierto de haber trabajado mucho anoche?

--Segur?simo.

Ella no contest? y sigui? cosiendo.

El exclam? con c?nica osad?a:

--?A qu? viene eso? ?Qu? recelos tapa tu pregunta? ?Desconf?as de m?!

--No.

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