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Read Ebook: The Alien by Jones Raymond F

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Ebook has 1299 lines and 62233 words, and 26 pages

--?Qu? gru?es t?, burro, qu? gru?es?--exclam? Quino con rabia.--?Acaso piensas t? ponerte delante de Toribi?n?

--No ser?a la vez primera.

Quino y Celso cambiaron una mirada y sacudieron la cabeza entre irritados y alegres.

--No ser?a la vez primera--repiti? Bartolo sin advertirlo.--Una noche que fu? ? cortejar ? Mu?era tropec? con ?l cerca de Puente de Arco. Al revolver el camino vi ? los pocos pasos un bulto muy grande, como si fuese un buey puesto en dos pies...--?Alto!--me grit? tapando el camino.--?Qui?n eres y ad?nde vas?--Soy el hijo de mi padre--respond?--y voy adonde me da la gana.--Pues por aqu? no pasa nadie que no se quite la montera y d? las buenas noches.--Pues ahora va ? pasar uno sin quitarse la montera.--?Qui?n va ? ser?--Mi persona... Y revolviendo el garrote le doy con toda mi fuerza en el brazo y le hago soltar de la mano el suyo. En seguida le arrim? tres ? cuatro vardascazos en el cogote.--Toma, para que te acuerdes del hijo de la t?a Jeroma.--?Pero eres t?, Bartolo?... Perdona, hombre, no te conoc?a. Y viene y me da la mano dici?ndome:--Yo contigo nunca tuve sentimiento alguno. Siempre te estim? aunque seas de Entralgo, porque los mozos plantados y valientes como t? se estiman... vamos... y parecen bien donde quiera que vayan.--Eso est? bien hablado, Toribio--le contest?,--y si hubieras, hablado siempre as? yo no hubiera alzado el garrote.

Quino y Celso, que le hab?an estado mirando con estupor durante el relato, soltaron al cabo una estrepitosa carcajada. Bartolo volvi? la cabeza.

--?De qu? os re?s?

--?De qu? ha de ser? ?De ti!--respondi? su primo.

Hab?an llegado ya ? las alturas que dominan el lugar de Villoria. La ca?ada se ensanchaba un poco all? y en las amenas praderas que el riachuelo dejaba ? entrambas orillas estaba asentado el pueblo, el m?s grande y poblado despu?s de la capital. No quisieron bajar ? ?l, porque de la fidelidad de sus campeones estaban seguros. Prosiguieron su camino por las cumbres hacia Fresnedo, que se hallaba mucho m?s alto. El sol descend?a ya un poco del cenit cuando llegaron ? ?l.

Estaba colgado m?s que plantado el caser?o en las estribaciones de la gran Pe?a-Mea. Era tambi?n extendido, aunque no tanto como Villoria. Antes de penetrar en ?l nuestros embajadores conferenciaron brevemente, decidiendo ir derechos ? casa de Jacinto, no tanto por ser uno de los mozos m?s recios y valientes que all? habitaban, como por el parentesco que le ligaba con Nolo de la Bra?a. Pero antes de trasponer las primeras casas tropezaron con el mismo Jacinto que ven?a guiando un carro de yerba. Era un hombre por la estatura, un ni?o por la frescura y la inocencia esparcidas por su rostro; los ojos azules, el cabello rubio, el cutis terso y brillante como el de una zagala. Y con esta apariencia afeminada uno de los guerreros m?s bravos de la comarca.

Detuvo el carro que chirriaba de un modo ensordecedor, y delante de los bueyes, apoyado con entrambas manos en la vara larga que tra?a para aguijarlos, escuch? sonriente y ben?volo la proposici?n de los de Entralgo.

--Por m? ya sab?is que no se queda nada. Subid ? la Bra?a, y si mi primo Nolo est? conforme, yo tambi?n lo estoy.

Se dieron la mano, el carro volvi? ? rechinar y los embajadores comenzaron ? subir la empinada senda que conduc?a ? la Bra?a. Se encontraban ya en plena monta?a. Delante la gran Pe?a-Mea que parec?a ech?rseles encima; detr?s verdes praderas en declive, torrentes espumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, un silencio augusto y solemne que s?lo interrump?an de vez en cuando las esquilas del ganado ? el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa, cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares. Repartidos por los montes, en las mesetas y hondonadas, algunos caser?os rodeados de casta?os y nogales.

Los tres viajeros se deten?an ? menudo ? tomar aliento y se sent?an gozosos. El olor penetrante del heno les embriagaba, les hac?a sonreir. El mismo Celso, enamorado de la tierra del sol y las aceitunas, no pod?a sustraerse al hechizo de aquellas monta?as frescas y virginales. Y la perspectiva de lograr su prop?sito contribu?a m?s que nada ? ponerles alegres.

Al cabo llegaron ? la Bra?a. S?lo se compon?a de tres casas asentadas sobre una peque?a meseta al pie mismo de la Pe?a-Mea. Cuando el t?o Pacho, padre de Nolo, se hab?a ido ? vivir all? con su mujer, hac?a treinta a?os, no hab?a m?s que una m?sera caba?a de madera. Gracias al esfuerzo tenaz, incansable, rabioso de los dos c?nyuges, aquello hab?a prosperado lindamente. El t?o Pacho se quebraba los ri?ones cercando y rompiendo terreno comunal para ponerlo en cultivo, plantando avellanos, construyendo almadre?as; la t?a Agustina, su mujer, cuidando el ganado, hilando, fabricando quesos y mantecas que llevaba los jueves ? vender ? la Pola. Y sin permitirse ni uno ni otro el m?s insignificante regalo, ni una copa de aguardiente, ni una onza de chocolate. Aquella vida de esfuerzos y privaciones tuvo al fin su recompensa. Los vecinos del llano, que disfrutaban f?rtiles vegas y praderas riqu?simas de regad?o, se dieron un d?a cuenta con asombro de que el t?o Pacho de la Bra?a era el paisano m?s rico de Villoria. Pose?a m?s de treinta cabezas de ganado mayor, casa, huerta, algunos campos extensos, muchos casta?ares y sobre todo un n?mero tan considerable de emparrados de avellana que le hac?a recoger algunos a?os cuarenta cargas de esta fruta. ?Y en aquella ?poca val?a la carga veinte duros! As? que, al casarse su hijo mayor, el t?o Pacho construy? una casa de piedra al lado de la suya para que se acomodase. Hizo otro tanto al casar ? su hija. Y cuando ? su tercer hijo, Nolo, le toc? en suerte el ir de soldado, el viejo aldeano mont? ? caballo y alegre como si fuese ? una romer?a deposit? en las oficinas de Oviedo trescientos duros en doblones de oro para redimirle del servicio. La abundancia y la alegr?a reinaban en aquellas tres casas. Se trabajaba tan firme como en los primeros tiempos; pero al soltar la azada ? la guada?a, los hombres encontraban sobre el lar la comida sazonada y humeante, el jam?n a?ejo, el queso fresco, la sidra espumosa. Despu?s de la cena se reun?an todos en casa del padre, y mientras los cuatro hombres, sentados en tajuelas frente al fuego, depart?an gravemente sobre la faena del d?a siguiente, la madre y la hija, hilando un poco m?s all?, no perd?an de vista ? los ni?os que correteaban por la vasta cocina. Al cabo se rezaba el rosario. Cada cual se iba despu?s para su casa y tranquilos y felices dejaban caer sus miembros fatigados sobre dos blandos colchones, tan blandos y esponjados como pudieran tenerlos el juez de la Pola ? el capit?n de Entralgo.

Los enviados rodearon la huerta y desembocaron en una espaciosa corralada abierta delante de las tres casas. En medio de ella, en mangas de camisa y con la cabeza descubierta, estaba Nolo partiendo le?a. Al sentir el ruido de los pasos enderez? el cuerpo, se apoy? con una mano sobre el hacha y los mir? sorprendido. Era un mozo de veintid?s a?os, de elevada estatura y gallarda presencia, la tez blanca, las facciones correctas, los cabellos negros y ensortijados, los ojos grandes y negros tambi?n y de un mirar franco no exento de fiereza. Por debajo de la abierta camisa se ve?a un pecho levantado de atleta. Los brazos, redondos y vigorosos, acusando tanta flexibilidad como fuerza. Su actitud noble y tranquila, su belleza imponente tra?an al recuerdo la imagen del dios Apolo cuando desterrado del Olimpo sirvi? de pastor en casa de Admeto, rey de Tesalia.

--Bien venidos se?is, amigos. ?Qu? os trae por estos sitios tan altos?--dijo, y arrimando el hacha al copudo casta?o debajo del cual trabajaba vino hacia ellos y les apret? la mano.

--?El gusto de verte no vale la pena de subir tan alto?--respondi? Celso.

--No en verdad, sobre todo con tanto calor--replic? Nolo.--Pero de todos modos, bien venidos se?is, os digo, porque aunque un poco enfadado con los de Entralgo, ? vosotros os estimo como ? mis vecinos.

--Gracias, Nolo; sobre eso mismo te venimos ? hablar--manifest? Celso.

--Bien est?; ?pero no ser? mejor que antes bebamos unos vasos de sidra y os refresqu?is un poco?

Los enviados cedieron con gratitud. Nolo entr? en la cocina de su casa y sali? con algunas tajuelas. Sobre ellas se acomodaron los viajeros ? la sombra del ?rbol. No tard? en llegar la t?a Agustina con un jarro de sidra.

--Madre, tr?iganos usted tambi?n pan y queso y algunos chorizos, porque ?stos son amigos ? quienes yo estimo por encima de todos los del llano.

La t?a Agustina los salud? cari?osamente. Cediendo ? las instancias de su hijo, se present? inmediatamente con un enorme pan de escanda tan oscuro como sabroso, y poco despu?s un queso fresco y chorizos, fabricado todo de sus manos.

Cuando hubieron comido y bebido seg?n su apetito, Quino, el m?s prudente y el m?s ingenioso de los hijos de Laviana, tom? la palabra y dijo:

--Dios te guarde, Nolo, y ? tus padres y ? tus hermanos. San Antonio guarde tambi?n al ganado que ten?is en la cuadra. Amigos somos desde que ni t? ni yo levant?bamos una vara del suelo y nos met?amos en los zarzales buscando nidos y cort?bamos ca?as de sa?co para hacer tira-tacos mientras nuestros padres aserraban alg?n haya para hacer madre?as. Que t? lo eres nuestro tampoco hay que dudarlo. S?lo ? los amigos se les recibe y se les convida del modo que acabas de hacerlo. Por eso nos duele mucho que desde hace una temporada no nos ayudes en las romer?as y dejes que los de Lor?o nos lleven por delante, y no s?lo ? nosotros, sino ? tus mismos vecinos de Villoria y Tolivia, que en la funci?n del Obellayo ya sabes que corrieron tanto ? m?s que nosotros. No hay un solo mozo en la parroquia de Entralgo que no est? en fe de que si vosotros hubierais entrado en la gresca no se hubieran re?do de nosotros. Porque, te lo digo en conciencia, te lo digo en verdad, los de Fresnedo y Riomont?n sois la nata de Villoria, y t?, Nolo, vales m?s que ninguno de ellos.

?Qu? respondiste t?, valeroso Nolo, ? tan h?bil y halag?e?o discurso?

Rechazaste con un gesto de modestia aquellas merecidas alabanzas y con amable sonrisa, pint?ndose en tus ojos una suave iron?a, dijiste:

--Lo mismo los del llano que vosotros los del monte todos conocemos el gusto de la borona y las casta?as--replic? Quino.--No est? bien, Nolo, que te burles de nosotros, pues all? todos te estimamos. Los de Fresnedo, los de Riomont?n, los de las Meloneras y las Bovias, lo mismo que los de Villoria y Tolivia, todos hab?is sido siempre unos con nosotros. Juntos han peleado nuestros abuelos, juntos nuestros padres y juntos hemos estado tambi?n nosotros siempre cuando llegaba el caso de andar ? garrotazos. ?Por qu? ahora andamos apartados? Por un pique que no merece la pena de mentarse, por una miseriuca...

Qued? serio repentinamente Nolo. Sus ojos adquirieron una expresi?n altiva y desde?osa, y mirando por encima de las cabezas de los enviados hacia lo alto profiri? con voz firme:

--No has faltado ? la verdad, Quino, cuando has dicho que siempre hemos estado juntos en las bullas. Los del alto nunca echamos el cuerpo fuera mientras se repart?a le?a y ? nosotros nos ha tocado tanta ? m?s que ? vosotros. En la romer?a de Lor?o el a?o pasado molieron sobre m? unos mozos como si estuvieran trillando trigo. En m?s de una semana no pude hacer labor alguna porque estaba derrengado. ? mi primo Jacinto le dejaron en Rivota m?s blando que un higo. Ni para dar ni para recibir garrotazos hemos tenido duelo de nuestros huesos... Pero s? has faltado ? la verdad al decir que estamos apartados por una miseria. ?C?mo? ?Es una miseria el dejar ? uno solo cuando m?s necesita de la ayuda de los amigos? Al comenzar la jarana con los de Aller hab?a sobre la campera m?s de veinte mozos de Entralgo y Canzana. Un minuto despu?s ya no hab?a ninguno. ?D?nde se metieron? Si os llam?is amigos nuestros, ?por qu? no lo demostr?is cuando llega el caso? ?Pens?is que los palos de los de Aller no duelen como los de Lorio? ?? es que solamente somos amigos cuando nos encontramos all? ? la orilla del r?o, y ac? sobre los picos ya no nos conocemos?

A medida que hablaba, Nolo se hab?a ido exaltando. Las mejillas se le hab?an encendido, los ojos brillaban: la ira hac?a estremecer sus labios.

No las razones sutiles y el arte y el ingenio de Quino, no las bromitas saladas de Celso ni las s?plicas ardientes del temerario Bartolo consiguieron aplacar la c?lera del h?roe de la Bra?a. Estaba resuelto ? no tomar parte ahora ni nunca en las contiendas de los de abajo.

--Pero si t? no quieres ayudarnos, tampoco querr?n los de Fresnedo--apunt? Quino.

--Yo hablo por m?. Los dem?s que hagan lo que les parezca--repuso Nolo alzando los hombros con desd?n.

Guardaron silencio los enviados. Al cabo, profundamente tristes, se vieron obligados ? despedirse. Antes de partir, Nolo les ofreci? otro vaso de sidra que bebieron pensativos y callados.

--De todos modos--manifest? aqu?l sonriendo de nuevo--?hasta luego!

--?Se supone! Ya tienes en la lumbrada quien te aguarde, grand?simo zorro--exclam? el chispeante Celso meti?ndole el palo por el vientre ? guisa de caricia.

La lumbrada.

Cuando los diputados llegaron ? Entralgo, el sol hab?a traspuesto ya las colinas por el lado de Canzana. Reinaba extra?a y gozosa animaci?n en el lugar. Lin?n de Mardana, uno de los criados del capit?n, acababa de traer la ?ltima carga de tojo y ?rgoma. El mont?n, situado en uno de los ?ngulos de la plazoleta, era en verdad enorme, imponente. En torno de ?l saltaba y voceaba un enjambre de chiquillos.

La casa del capit?n, que aquellos c?ndidos aldeanos sol?an llamar palacio, era un gran edificio irregular de un solo piso con toda clase de aberturas en la fachada, ventanas, puertas, balcones, corredores, unos grandes, otros chicos; de todo hab?a. Parec?a hecho ? retazos y por generaciones sucesivas. Los corredores, con rejas de madera, estaban adornados con sendas cortinas de p?mpanos entre los cuales maduraban unas uvas dulces y exquisitas que D. F?lix estimaba m?s que ? las ni?as de sus ojos. La plaza que se abr?a delante de este edificio era el sitio m?s amplio y desahogado del pueblo. Y por eso y por el respeto cari?oso que su due?o inspiraba el destinado desde tiempos antiguos para los recreos del vecindario.

Sentados bajo los corredores ? recostados contra la tapia de la pomarada hab?a ya muchos grupos de hombres y mujeres. ? uno de estos grupos, compuesto de j?venes de veinte ? veinticinco a?os, se acercaron los tres embajadores para comunicarles la negativa inflexible de Nolo de la Bra?a. Sus corazones se llenaron en seguida de tristeza y consternaci?n, presagiando horribles desastres.

Por el medio cruzaban ? cada instante buhoneros, tenderos, vendedores de vino y sidra que, alojados ya en las casas de algunos vecinos, llevaban sus mulas ? beber al r?o. Y entre las mozas trashumantes y los j?venes ind?genas se cambiaban frases m?s ? menos galantes y bromitas m?s ? menos ingeniosas. Sobresal?a entre todos por la malicia, tanto como por el donaire, un hombre que se hallaba sentado ? la puerta misma de la casa. De treinta y cinco ? cuarenta a?os de edad, flaco, rasurado al estilo campesino, dejando no obstante unas cortas patillas por bajo de las sienes para sentar que no lo era, de ojos peque?os y aviesos que bailaban constantemente de un lado ? otro en busca de alguna v?ctima, de pelo ralo y labios finos contra?dos por sonrisa burlona. Su traje no era de aldeano ni de caballero: chaqueta de pana, pantal?n largo, botas altas y sombrero de fieltro: colgando por encima del chaleco una gran cadena de plata para el reloj. Llam?base Pedro Regalado. Proced?a de Villoria: hab?a ido al servicio: lleg? ? sargento: cuando vino hizo la corte al ama de llaves del capit?n: se cas? con ella: D. F?lix le hizo su mayordomo. Gracias ? esta posici?n gozaba de preeminencia entre el paisanaje, al cual pertenec?a por el nacimiento y al cual no trataba con excesiva consideraci?n. Galanteador sempiterno, rendido adorador del bello sexo, su digna esposa la buena D.? Robustiana sufr?a con ?l la pena negra, necesitando vivir noche y d?a alerta para desbaratar sus planes artificionos de seducci?n. El tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones, que era la mayor parte del d?a, pas?balo sentado ? la puerta de la casa en la misma forma que ahora, recre?ndose en dar vaya ? cuantas personas cruzaban por delante ? en piropearlas si el transeunte acertaba ? ser alguna zagala fresca y sonrosada. Por eso se le tem?a y se le hu?a como ? mosca de cuadra. Algunos, vi?ndole de lejos, sol?an volver los pasos atr?s y dar un rodeo para ir al r?o ? ? la fuente.

--?Eh! ?eh! mozos--grit? desde su silla al grupo de j?venes que se hallaba enfrente al lado de la tapia de la pomarada.--?? que os huele la cabeza hoy ? roble ? ? espino?

Los chicos, entre los cuales se hallaban Quino, Celso y Bartolo, le dirigieron una mirada de soslayo y no se dignaron contestar.

--?Sab?is lo que yo har?a en vuestro caso ahora mismo?--prosigui? en alta voz.--Pues me ir?a ? casa, comer?a los puches, orinar?a y me meter?a en la cama......Porque es triste que le anden ? uno con las costillas en d?a tan se?alado. Si ma?ana fuese d?a de trabajo, vaya con Dios. ?Que segara el diablo por uno! Pero teniendo que mascar la torta por la ma?ana y las rosquillas por la tarde y ponerse el chaleco floreado y la montera de los d?as de fiesta, no parece bien llevar las espaldas rameadas de vardascazos. T?, Quino, ?c?mo te vas ? presentar delante de Telva con un chich?n en la frente? Y t? Bartolo, ?con qu? garbo vas ? bailar en la romer?a si te dejan m?s derrengado de lo que est?s?

Iba ? responder ?ste, acometido de s?bita indignaci?n, pero Quino, ilustre siempre por su prudencia, le sujet? por la manga de la camisa diciendo en voz baja:

--?D?jalo! ?d?jalo! Es peor.

Se hicieron, pues, los suecos. Regalado prosigui? su mon?logo que hac?a volver la cabeza y sonreir ? los que estaban cerca. Afortunadamente para los mancebos acert? ? cruzar por all? con un caldero en la mano Maripepa. Era ?sta una mujer de cuarenta a?os lo menos, fea, coja, desdentada, ? pesar de lo cual no hab?a en Entralgo zagalilla m?s pagada de su beldad. Regalado se fing?a enamorado profundamente de sus gracias, la segu?a, la requebraba y ? veces le daba tambi?n serenata ? la puerta de su casa con la flauta, pues era diestro ta?edor de este instrumento. Maripepa hab?a llegado ? creer en su pasi?n, y aunque no la alentaba, porque el mayordomo de D. F?lix era casado, la agradec?a mostr?ndose con ?l afectuosa y compasiva. Los vecinos encontraban la broma sabrosa. En vez de desenga?ar ? la pobre mujer, la enredaban m?s en ella. F?cil es que aunque tratasen de impedirlo no lo consiguiesen; porque la presunci?n y simpleza de la coja eran realmente incre?bles.

--?Aqu? est? lo que yo esperaba!--exclam? Regalado en alta voz.--Nada m?s que para esto he pasado tres horas sentado, dejando mis labores abandonadas. Pero todo lo doy por bien empleado porque al cabo logr? ver ? la gracia de Dios.

--Vaya, vaya, d?jeme usted en paz que tengo prisa. Pero no se mov?a. Plantada en medio de la plazoleta, con el cuerpo entornado por la cojera tanto como por el peso de la vasija, estirado el cuello rugoso y la oscura boca abierta para sonreir, parec?a aquella mujer un endriago.

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