Read Ebook: La Biblia en España Tomo II (de 3) O viajes aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península by Borrow George Aza A Manuel Translator
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Ebook has 578 lines and 66724 words, and 12 pages
NOTA DE TRANSCRIPCI?N
COLECCI?N GRANADA
VIAJES
BORROW: LA BIBLIA EN ESPA?A TRAD. DEL INGL?S POR M. AZA?A
LA BIBLIA EN ESPA?A
POR
J. BORROW
TRADUCCI?N DIRECTA DEL INGL?S POR MANUEL AZA?A
TOMO II
COLECCI?N GRANADA JIM?NEZ-FRAUD, Editor.--MADRID
ES PROPIEDAD QUEDA HECHO EL DEP?SITO QUE MARCA LA LEY
Imprenta Cl?sica Espa?ola. Glorieta de Chamber?. Madrid.
?NDICES
LA BIBLIA EN ESPA?A
Llegada a Madrid.--Mar?a D?az.--Impresi?n del Testamento.--Mi proyecto.--El corcel andaluz.--Se necesita un criado.--Una petici?n.--Antonio Buchini.--El general C?rdova.--Principios de honor.
Llegu? a Madrid, y en lugar de acudir a mi antiguo alojamiento de la calle de la Zarza, tom? otro en la calle de Santiago, en las cercan?as de Palacio. El nombre de la hostelera era Mar?a D?az, de quien voy a decir algo en particular, ya que ahora se me ofrece ocasi?n de hacerlo.
Borrow sali? de Sevilla el 9 de Diciembre de 1836, estuvo once d?as en C?rdoba, de donde parti? el 20, llegando a Aranjuez el 25 y a Madrid el 26.
N?mero 16, piso 3.?
Pod?a contar esta mujer hasta treinta y cinco a?os; era m?s bien agraciada, y todos los rasgos de su fisonom?a denotaban una inteligencia poco com?n. Ten?a los ojos vivos y penetrantes, aunque a veces los velaba una expresi?n un tanto melanc?lica. Todo su porte respiraba serenidad y reposo notables, debajo de los que alentaban una robustez de ?nimo y una energ?a para la acci?n prontas a manifestarse en cuanto era menester. Aunque espa?ola, y, como es natural, cat?lica, anim?banla una tolerancia y generosidad como ya las quisieran para s? personas colocadas a mucha mayor altura. Durante mi permanencia en Espa?a encontr? en esta mujer un amigo firme e invariable, y a veces un discret?simo consejero. Se adhiri? a todos mis proyectos, no dir? con entusiasmo, porque esto era impropio de su car?cter, pero con sinceridad y cordialidad, y los favoreci? en cuanto estuvo de su parte. No se apart? de m? en las horas de peligro y de persecuci?n, y persisti? en mi amistad, a pesar de lo mucho que mis enemigos trabajaron cerca de ella para inducirla a que me abandonase o me traicionara. Sus m?viles fueron nobil?simos: la amistad y una percepci?n exacta de los deberes de la hospitalidad; ning?n otro incentivo ni esperanza ego?sta, por remota que fuese, influy? en la conducta de esta admirable mujer para conmigo. ?Honor a Mar?a D?az, la reposada, animosa e inteligente castellana! Ser?a yo un ingrato si no hablase aqu? bien de ella, pues sobradamente merecido tiene este elogio en las humildes p?ginas de LA BIBLIA EN ESPA?A.
Mar?a D?az era natural de Villaseca, aldea de Castilla la Nueva situada en lo que llaman La Sagra, a unas tres leguas de Toledo. Su padre fu? un arquitecto de cierta nombrad?a, entendido especialmente en la construcci?n de puentes. Mar?a D?az se cas? muy joven con un respetable hidalgo de Villaseca, llamado L?pez, de quien ten?a tres hijos. A la muerte de su padre, ocurrida cinco a?os antes de la fecha a que me refiero, Mar?a D?az se traslad? a Madrid, en parte con el prop?sito de educar a sus hijos, y en parte con la esperanza de cobrar una importante suma que el Gobierno qued? debiendo a su padre por varias obras de utilidad y ornato, ejecutadas principalmente en las cercan?as de Aranjuez. La justicia de su reclamaci?n fu? reconocida sin tardanza; pero, ?ay!, no consigui? ni un cuarto, porque el Tesoro real estaba vac?o. Sus esperanzas de felicidad terrena se concentraron entonces en sus hijos. Los dos m?s j?venes eran a?n de muy corta edad; pero el mayor, Juan Jos? L?pez, muchacho de diez y seis a?os, promet?a realizar sobradamente las m?s encumbradas esperanzas de su cari?osa madre. Dedicado a las artes, hab?a hecho ya en ellas tales progresos, que era el disc?pulo favorito de su famoso tocayo Vicente L?pez, el mejor pintor de la moderna Espa?a. Tal era Mar?a D?az, quien, conforme a una costumbre seguida anta?o universalmente en Espa?a, y muy extendida a?n, conservaba su nombre de soltera, a pesar de estar casada. Esto es lo que hay que decir de Mar?a D?az y su familia.
Mar?a D?az muri? en 1844.
Uno de mis primeros cuidados fu? visitar a Mr. Villiers, que me recibi? con su bondad habitual. Le pregunt? si, a juicio suyo, pod?a aventurarme a imprimir las Escrituras sin dirigir nuevas peticiones al Gobierno. Su respuesta fu? satisfactoria. <
El primer contrato para imprimir el Nuevo Testamento lo hizo con Mr. Charles Wood, impresor del gobierno espa?ol. El contrato con Borrego es de 17 de Enero de 1837, para reproducir la edici?n de Londres del N. T. de Scio.
Trat?ndose del Nuevo Testamento, no pod?a seguirse el sistema que habitualmente se emplea en Espa?a para publicar los libros, que consiste en confiar la obra a los libreros de la capital y contentarse con la venta que ?stos y sus agentes en las ciudades de provincias obtienen sin salirse de la com?n rutina de su negocio; en general, el resultado de este sistema es que al cabo de a?o se venden unas pocas docenas de ejemplares, porque la demanda de obras literarias de cualquier g?nero es en Espa?a miserablemente reducida.
Mi prop?sito era depositar unos cuantos ejemplares en las librer?as de Madrid, y luego montar a caballo, con el Testamento en la mano, y emprender la propagaci?n de la palabra de Dios entre los espa?oles, no s?lo en las ciudades, sino en las aldeas; no s?lo entre los habitantes de las llanuras, sino entre los monta?eses y serranos. Me propon?a recorrer Castilla la Vieja y atravesar toda Galicia y Asturias; establecer dep?sitos de la Escritura en las ciudades importantes, y visitar los lugares m?s apartados y rec?nditos; en todos ellos hablar de Cristo, explicar la naturaleza de su libro y poner el libro mismo en manos de aquellos que me pareciesen capaces de sacar de ?l alg?n provecho.
Bien sab?a yo que en ese viaje me aguardaban muchos peligros, y que quiz?s iba a correr la misma suerte que San Esteban; pero ?merece el nombre de disc?pulo de Cristo quien no afronta cualquier peligro por la causa de Aquel a quien proclama por maestro? <
Borrow pens? primeramente en dar por terminada su misi?n en la Pen?nsula con la impresi?n del Nuevo Testamento, dejando a otros el cuidado de distribuir la obra. Cambi? de idea y se ofreci? a desempe?ar en persona ese cometido; los directores de la Sociedad B?blica aceptaron su propuesta, recibiendo Borrow la autorizaci?n oficial dos d?as despu?s de terminarse la tirada del libro.
Empec? por comprar otro caballo, aprovechando el precio extraordinariamente bajo de esos animales en aquellos d?as. Estaba a punto de publicarse una disposici?n requisando cinco mil caballos; el resultado fu? que un inmenso n?mero de ellos sali? a la venta, porque en virtud de la requisa pod?an embargarse, por conveniencia del servicio, los de cualquier persona, no siendo un extranjero. Lo m?s probable era que, una vez reunido el cupo de la requisa, el precio de los caballos se triplicara; por tal raz?n me decid? a comprar uno antes de hacerme verdadera falta. Compr? un caballo entero andaluz, de pelo negro, de mucha fuerza, capaz de hacer un viaje de cien leguas en una semana; pero era cerril, salvaje y de mal?simo genio. No obstante, el cargamento de Biblias que al llegar la ocasi?n pensaba yo echarle encima de las costillas, me pareci? muy suficiente para amansarlo, sobre todo cuando tuviera que remontar las ?speras monta?as del Norte de la Pen?nsula. Hubiera deseado comprar una mula; pero aunque llegu? a ofrecer treinta libras por una bastante ruin, no quisieron d?rmela; mientras que el precio de ambos caballos--magn?ficos animales por su talla y su fuerza--apenas llegaba a esa suma.
El estado de las regiones circunvecinas no convidaba a viajar por ellas. Cabrera estaba a nueve leguas de Madrid con un ej?rcito de cerca de nueve mil hombres; hab?a derrotado a varios peque?os destacamentos de tropas de la reina y devastado la Mancha a sangre y fuego, quemando varias ciudades. A todas horas llegaban bandadas de fugitivos aterrorizados, que refer?an nuevos desastres y miserias; lo ?nico que me sorprend?a era que el enemigo no se presentase, y con la toma de Madrid, que estaba casi a merced suya, no pusiese fin a la guerra de una vez. Pero la verdad es que los generales carlistas no deseaban terminar la guerra, porque mientras en el pa?s continuasen la efusi?n de sangre y la anarqu?a, pod?an ellos saquear y ejercer esa desenfrenada autoridad tan grata a los hombres de brutales e ind?mitas pasiones. Cabrera, sobre todo, era un malvado cobarde, en cuyo limitado entendimiento no pod?a albergarse una sola idea de mediana grandeza, cuyos hechos heroicos se limitaban a degollar hombres indefensos y a violar y destripar infelices mujeres; sin embargo, he visto que a un individuo tan vil, ciertos peri?dicos franceses le llaman el joven y heroico general. ?Infame sea el miserable asesino! El ?ltimo cabo de escuadra de Napole?n se hubiera re?do de su talento militar, y medio batall?n de granaderos austriacos hubiera bastado para tirarle de cabeza, con toda su patulea guerrera, al Ebro.
--Hace media hora--me respondi?--ha estado hablando conmigo un hombre que re?ne exactamente todas esas cualidades, y, cosa singular, ha venido a verme creyendo que yo podr?a recomendarle a un amo. Dos veces le he tenido a mi servicio; respondo de que es listo y valiente; creo que tambi?n es digno de confianza, al menos para un amo que transija con su genio, porque ha de saber usted que es un individuo singular?simo, muy arbitrario en sus inclinaciones y antipat?as; gusta de satisfacerlas a toda costa, suya o ajena. Quiz?s simpatice con usted, y en tal caso le ser? de mucha utilidad, porque en todo sabe poner mano, si quiere, y conoce no dos, sino media docena de idiomas.
--?Es espa?ol?--pregunt?.
--Se lo enviar? a usted ma?ana--dijo Borrego--, y, oy?ndolo de su boca, sabr? usted mejor qui?n es y qu? es.
--Que entre--respond?.
Y casi en el acto el desconocido entr?. Iba decentemente vestido a la moda francesa, y su aspecto era m?s bien juvenil, aunque, seg?n averig?? m?s adelante, estaba ya muy por encima de los cuarenta. De estatura algo m?s que mediana, llamaba la atenci?n su delgadez, sin la que hubiera podido ten?rsele por bien formado. Ten?a los brazos largos y huesudos, y toda su persona daba la impresi?n de una gran actividad y de una fuerza no peque?a. Eran lacios sus cabellos, negros como el azabache, angosta su frente, peque?os y grises sus ojos, en los que brillaba una expresi?n sutil y maligna, mezclada con otra de burla, que le daba un realce singular. Su nariz era correcta; pero la boca, de inmensa anchura, y la mand?bula inferior, muy saliente. No hab?a visto yo en toda mi vida una fisonom?a tan extra?a, y durante un rato me estuve mir?ndole en silencio.
--?Qui?n es usted?--pregunt? por fin.
YO.--?De qu? pa?s es usted? ?Es usted franc?s o espa?ol?
YO.--?Y c?mo ha venido usted a Espa?a?
YO. Supongo que se refiere usted a Zea Berm?dez, que se encontrar?a entonces en Constantinopla.
--Temo--dije yo--que tenga usted un natural turbulento y que todas esas ri?as de que me habla nazcan s?lo de su mal genio.
--Pero acaba usted de decir que est? casado--repliqu?--. ?C?mo va usted a dejar a su mujer? Porque yo estoy en v?speras de salir de Madrid para recorrer las provincias m?s apartadas y monta?osas de Espa?a.
De ese modo inaugur? Antonio Buchini sus funciones. A muchos sitios salvajes me acompa??, andando el tiempo; en muchas singulares aventuras particip?; su conducta fu? a menudo sorprendente en sumo grado, pero me sirvi? con valor y fidelidad; en todo y por todo, no espero ver ya un criado como ?ste.
Buena suerte, Antonio.
CAP?TULO XX
Enfermedad.--Visita nocturna.--Una inteligencia superior.--El cuchicheo.--Salamanca.--Hospitalidad irlandesa.--Soldados espa?oles.--Anuncios de las Escrituras.
El deseo que tengo de comenzar la narraci?n de mi viaje me induce a abstenerme de contar a los lectores buen n?mero de cosas que me sucedieron antes de salir de Madrid para esta expedici?n. A mediados de mayo, teni?ndolo ya todo dispuesto, me desped? de mis amigos. Salamanca era el primer punto a que pensaba dirigirme.
Pocos d?as antes de mi partida me sent? bastante mal, a causa del estado del tiempo, muy desapacible por los vientos ?speros que constantemente soplaban. Me atac? un resfriado muy fuerte, que termin? con una tos por dem?s inc?moda, rebelde a todos los remedios que sucesivamente emple?. Hechos ya los preparativos para marcharme en d?a determinado, llegu? a temer que el estado de mi salud me obligase a aplazar el viaje alg?n tiempo. El ?ltimo d?a de mi estancia en Madrid, viendo que apenas pod?a tenerme en pie, me decid? a emplear cualquier recurso desesperado, y por consejo del barbero-cirujano que me visitaba, me sangr?, ya muy entrada la noche de aquel mismo d?a; el barbero me sac? diez y seis onzas de sangre, y despu?s de cobrar sus honorarios, se fu?, dese?ndome feliz viaje; por su reputaci?n me asegur? que al mediod?a siguiente estar?a restablecido por completo.
Pocos minutos despu?s, y cuando sentado a solas meditaba yo en el viaje que iba a emprender y en el caduco estado de mi salud, o? llamar con fuerza a la puerta de la casa en cuyo tercer piso me alojaba. Un minuto despu?s, Mr. S, de la embajada brit?nica, entr? en el aposento. Cambiadas unas breves palabras, dijo que me visitaba por encargo de Mr. Villiers para comunicarme la resoluci?n tomada por el embajador. Temeroso de las graves dificultades con que tropezar?a si intentaba difundir, solo y sin ayuda, el Evangelio de Dios por una parte considerable de Espa?a, hab?a resuelto Mr. Villiers emplear todo su cr?dito e influencia en favor de mis planes, pareci?ndole que, llevados a buen t?rmino, no podr?an por menos de mejorar notablemente el estado pol?tico y moral de Espa?a.
Con tal fin se propon?a adquirir una importante cantidad de ejemplares del Nuevo Testamento y remit?rselos sin tardanza a los diferentes c?nsules brit?nicos establecidos en Espa?a, con ?rdenes precisas y terminantes de emplear todos los medios nacidos de su situaci?n oficial en favorecer la circulaci?n de tales libros y en asegurarlos la publicidad. Recibir?an, adem?s, el encargo de proporcionarme, en cuanto llegase yo a sus respectivos distritos, el auxilio, el est?mulo y la protecci?n de que hubiese menester.
Estas noticias me produjeron, como puede suponerse, grand?simo contento, pues, aunque de tiempo atr?s conoc?a yo la buena voluntad con que Mr. Villiers estaba dispuesto a ayudarme en toda ocasi?n, y de ello me hab?a dado con frecuencia pruebas suficientes, nunca pude esperar que llegase tan adelante en su generosidad ni, dada su importante posici?n diplom?tica, que procediese con tanta audacia y resoluci?n. Esa es la vez primera, creo yo, que un embajador brit?nico ha hecho de la causa de la Sociedad B?blica una causa nacional, o la ha favorecido directa o indirectamente. El caso de Mr. Villiers es mucho m?s de notar porque a mi llegada a Madrid no le hall? bien dispuesto, ni mucho menos, en favor de la Sociedad. Probablemente, el Esp?ritu Santo le ilumin? en ese punto. Era de esperar que con su apoyo nuestra instituci?n no tardar?a en poseer numerosos agentes en Espa?a que, con muchos m?s medios y mejores ocasiones que yo, esparcir?an la semilla del Evangelio y convirtir?an el ?rido y reseco yermo en risue?o y verde trigal.
Dos palabras acerca del caballero que me hizo esa visita nocturna.
--?Hay en su pa?s de usted quien dome los caballos de este modo?--pregunt?, y tomando al caballo por la crin cumpl? del modo m?s satisfactorio la ceremonia de hablarle quedo al o?do. Est?vose quieto el animal y mont? exclamando:
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