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Read Ebook: Tierras Solares Obras Completas Vol. III by Dar O Rub N Ochoa Enrique Illustrator

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Ebook has 206 lines and 37556 words, and 5 pages

Yo no s? qu? hay en la luna que tanto calma y consuela, que da unos besos tan dulces a las almas que la besan.

Si hubiera siempre una luna, una luna blanca y buena, triste l?grima del cielo temblando sobre la tierra,

los corazones que saben por qu? las flores se secan, mirando siempre a la luna se morir?an de pena.

Mi jard?n tiene una fuente y la fuente una quimera, y la quimera un amante que se muere de tristeza...

Raz?n tuvo el rey que llor? como una mujer... Es este uno de los pa?ses en que uno crear?a, para una primavera sin fin, un jard?n de ilusiones. Un <>. Carmen, verso... J?venes enamorados, parejas dichosas de todos los puntos de la tierra, si sois ricos, venid a repetiros que os am?is, en el tiempo de la primavera, a un carmen granadino; y si sois pobres, venid en alas de vuestro deseo, en el carro de una ilusi?n, en compa??a de un poeta favorito... Verso, carmen.

No me perdonar?ais que a estas horas os resultase con el descubrimiento de Granada. Todos, m?s o menos, acarici?is el recuerdo de vuestro <>, y si no, el yanqui Washington Irving os habr?, de seguro, conducido por estas encantadoras regiones. Pero no es posible poner el pie en este suelo atrayente, contemplar la decoraci?n hist?rica de estos recintos de leyenda, sin hacer un poquito el Chateaubriand. ?Qui?n no se siente en un caso igual pose?do de ese tartarinismo sentimental, que sin que notemos a la inmediata su influencia, nos solidariza un tanto con los tipos de nuestras lecturas, con los personajes que nos han hecho pensar y so?ar un poco, por la poes?a de su vida, que nos liberta por instantes de la prosa de nuestra existencia pr?ctica cuotidiana? As?, pues, no he de negaros que he evocado a la bella Lindaraja cerca de su mirador, que he lamentado una vez m?s la atroz expulsi?n de los moros, de aquellos moros cultos, sabios, poetas, con industrias hermosas y pueblo sin miserias. Desde la Alhambra se mira el soberbio paisaje que presenta Granada y su vega Deliciosa. A la derecha, la antigua capital, el barrio actual del Albaic?n, con sus tejados viejos, sus construcciones moriscas, su amontonamiento oriental de viviendas; al frente, la ciudad nueva, en que la universalidad edilicia sigue el patr?n de todas partes; a la izquierda, la verde vega, con sus cultivos y sus inmensos pa?os de billar; m?s ac?, cerca de la mansi?n de encajes de piedra, los c?rmenes, estas frescas y pintorescas villas, donde los granadinos cultivan en los ardientes veranos sus heredadas gratas perezas, sus complacencias amorosas y sus tranquilas indolencias. En el fondo, la sirena coronada de blancura. En verdad se sienten saudades del pasado. Se comprende el entusiasmo de los artistas que han llegado aqu? a recibir una nueva revelaci?n de la belleza de la vida. Se piensa en los novelescos guerreros y amadores que vinieron del Africa cercana a anticiparse en este pa?s espl?ndido un poco del cielo mahometano. Nadie ha vivido la poes?a como esa misteriosa y pensativa raza de hombres tristes de amor y de fatalidad. Su arte labra esas mansiones de recelo y capricho con talento de abejas. La decoraci?n viene de la naturaleza misma, de las l?neas de florales, de las geometr?as de la clara del huevo batido o de los cristales de la nieve. Su arco dir?ase imitado de las herraduras de sus caballos; sus columnas de los datileros, o de los tallos de las azucenas. Y hay algo de inaudito y de fant?stico en todo esto, de manera tal, que vienen al pensamiento esas moradas ilusorias en que habitan los inmortales pr?ncipes de los cuentos que cuenta la prodigiosa Scherezada. Y tan no puede separarse la poes?a de estas m?gicas arquitecturas, que sus decoradores y ornamentistas aprovechaban sus magn?ficas caligraf?as para adornos, adornos que al mismo tiempo que los ojos con sus combinaciones y bizarr?as de caracteres, halagan la mente con el sentido de las suras o la significaci?n de los versos. Y ?ese encanto del agua, transparencia, frescor, armon?a, en los patios de m?rmol, para creyentes en cuya religi?n son obligatorias las abluciones, y ardientes poligamos en cuyo para?so el primer premio es la limpia, perfumada, adolescente y siempre virgen belleza femenina?

El agua por todas partes, en las copiosas albercas, en los estanques que reproducen las bizarr?as arquitecturales, en las anchas tazas como la que sostienen los leones del famoso patio, o simplemente brotando de los surtidores colocados entre las lisas losas de m?rmol. Comprend?an aquellos pr?ncipes imaginativos que hablaban en tropos pomposos, que la vida tiene hechizos que hay que aprovechar antes de que sobrevenga la fatal desaparici?n. Fij?os en el significado de las inscripciones decorativas que a cada paso encontrar?is: <>. ?Gloriosos nazaritas y feliz Abul Walid Ismael! Y all? en dos nichos de la sala de Comares: <>. Por todos lugares encontrar?is las alabanzas al dichoso due?o y morador, y, sobre todo, a Alah. Nada que contenga mayor filosof?a que la divisa de los Alhamares: <>. Para disfrutar tranquilamente de la magnificencia y suavidad de estos parajes y recintos, ninguna ayuda mejor que la tradici?n, eso que no est? en los libros ni certifican los documentos. As?, al llegar a la pila en donde algo que se asemeja a una gran mancha sangrienta llama la atenci?n del visitante, no escuch?is a los que os dicen que Gin?s P?rez de Hita inventa, y creed firmemente en que esa oscura tacha de m?rmol es debida a las rojas degollaciones de que se habla en las leyendas de zegr?es y abencerrajes. Y cuando est?is en el patio de Lindaraja, no pong?is atenci?n a los arabizantes que os pretendan explicar la etimolog?a del nombre y negar la existencia de la linda figura; antes bien: imagin?osla muy rosada, muy blanca, muy ardiente para el amor, y con unos ojos almendrados, de negros mirares, como corresponde a una verdadera sultana de cuento. Los traductores como Lafuente Alc?ntara pueden serviros para saber que en la taza de la fuente, en ese patio, dej? un poeta estos pensamientos: <>. Salones, torres, ajimeces, bordadas piedras, a?reos calados, ba?os, jardines, miradores... Aqu? encuentro que hab?a Justicia; m?s all? que hab?a Salud; m?s all? que hab?a Belleza; m?s all? que hab?a Placer. Eran sabios aquellos hombres de turbante; eran buenos, eran fuertes y eran artistas.

Si la Alhambra es m?s grande, m?s suntuosa, m?s imponente, el Generalife es m?s cordial, m?s ?ntimo, m?s amable. <>, escribi? en el ?lbum de la dulce mansi?n una mujer llamada D.? Cristina Santoyo. D.? Cristina sintetiz? as? todo lo que pueden hilar los literatos y rimar los poetas sobre este rinc?n hechicero. Yo no s? si la marquesa de Campotejar, due?a actual de esa maravilla, es joven; pero si no lo es, tiene que haberlo sido y que haber amado en este nido de ensue?o; y, por lo tanto, haber tenido por escenario de su amor el que le envidiar?an todos los reyes de la tierra. Cu?n explicables son los entusi?sticos arranques del viejo Dumas, en las cartas en que se manifiesta poeta y amoroso: <>. Yo he gustado ese sabor de Arabia desde que penetr? por entre la doble fila de cipreses y entr? por la baja y ancha puerta del Generalife. Buenos genios me amparaban en mi paseo solitario. Por gu?a tuve a la hija del jardinero, una preciosa ni?a de trece a catorce a?os, rubia y seria, que me ense?? el secular cipr?s, bajo el cual se sentaba la sultana Zoraida, y el estanque, y los mirtos, y los rosales, y las salas en que en los viejos lienzos se representan los antiguos se?ores, y el gran ?rbol geneal?gico, y las galer?as silenciosas en donde dan ganas de suspirar y de besar. ?Para qu? hablaros de lo dem?s? ?Para qu? deciros vulgares noticias de las gu?as, datos y fechas que os resultar?an rid?culos? ?Para qu? hablaros de la Granada actual, de la ciudad que hace pol?tica y en donde se pregonan las ?ltimas noticias del conflicto ruso-japon?s? He dejado Granada con pena, por su coraz?n de m?rmol labrado, por su viejo coraz?n, por sus divinas vejeces, que hace m?s adorables una naturaleza singular. Es uno de los pocos lugares de la tierra en que uno querr?a permanecer, si no fuese que el esp?ritu tiende adelante, siempre m?s adelante, si es posible fuera del mundo, <> Y al dejarlo, han venido a mi memoria las estrofas de una romanza que en mi ni?ez o?a cantar:

Aben Amet, al partir de Granada, su coraz?n desgarrado sinti?, y all? en la vega, al perderla de vista, con d?bil voz su lamento expres?...

AUNQUE es invierno, he hallado rosas en Sevilla. El cielo ha estado puro y francamente hospitalario pasadas las primeras horas de la ma?ana. La Giralda se ha destacado en espl?ndido campo de azur. Luego, las mujeres sevillanas, entrevistas por las rejas que hay a la entrada de los patios marm?reos y floridos, dan raz?n a la fama. He visto, pues, maravilla.

?Sevilla! Las injusticias de la fama no tienen gran fundamento: abominad la c?lebre calle de las Sierpes en donde existi? un c?lebre caf? flamenco que se llamaba el Burrero...; abominad la manzanilla misma, que es un brevaje aceitoso y poco amable; abominad, aunque os gusten los toros, a los toreros fuera del coso. Pero adorad, extasi?os, para vuestro reino interior, en los jardines del Alc?zar sevillano--, como en Aranjuez, como en la m?gica Granada. De todo lo que han contemplado mis ojos, una de las cosas que m?s han impresionado a mi esp?ritu son esos deleitosos y frescos retiros. Ni las vetustas murallas carcomidas de siglos, que a?n atestiguan el viejo poder?o de los conquistadores romanos, ni los restos visigodos, ni la esbelta Giralda mauritana, cuyo nombre alegra como una banderola, ni la Torre del Oro a la orilla del r?o, ni las magnificencias del Alc?zar, que renuevan en mi memoria las sensaciones experimentadas en la Alhambra granadina, nada me ha hecho meditar y so?ar como estos jardines que vieron tantas hist?ricas grandezas, tantos misterios y tantas voluptuosidades. La culpa la tiene en gran parte ese don Pedro que ten?a tanto de don Juan...

Cuando uno entra, a un lado de las galer?as que llevan el nombre de aquel raro monarca que comprend?a la belleza morisca, que tuvo mucho de oriental, mucho del Arum-al-Raschid de <>, lo primero que conmueve es el m?s blando de los silencios, apenas turbado por el fino hilo l?quido que cae de un surtidor en el ancho estanque de verdes aguas. El suave viento mueve el ramaje de dos grandes magnolias vecinas. Y entre rosales y arrayanes, se descienden dos grader?as y se va a ver lo que se llama los ba?os de do?a Mar?a de Padilla. Hay una grande y larga piscina, bajo bajas b?vedas g?ticas. Nada m?s. Pero, ?qu? importa? Pintores ha habido que han intentado resucitar el sensual cap?tulo de la bella novela de vida. Qued?os al amor de vuestras ideas. ?No o?s cantar los p?jaros de la primavera? ?No veis al monarca que se acerca entre las flores nuevas y lujuriantes? ?No o?s el ruido del agua transparente en donde el cuerpo sonrosado de la real querida forma a su rededor c?rculos de diamante? Ella r?e, el duro rey sonr?e. Cerca hay palomas blancas y de plumajes que la luz tornasola; y un pav?n de Oriente, vestido de orgullo, ostenta sus gemas, como un visir de fiesta. Ah? ten?is el encanto sevillano.

Cuando sal?s, llev?is una sensaci?n imborrable.

Como dec?a antes, por las calles os llamar? siempre, con su callada voz, la tradici?n. En vano, en las v?as estrechas, os har? pegaros a la pared el tranv?a el?ctrico. En vano los vendedores de antig?edades os querr?n atraer con sus letreros en ingl?s. Por muy poco meditativos o poetas que se?is, tendr?is que pensar en uno de los dos hombres-sombras zorrillescos, don Pedro o don Juan.

All? en la iglesia del hospital de la Caridad, me he inclinado ante nombres ilustres, de mosaistas, pintores y tallistas; bastar? el solo de Murillo multiplicado en obras excelentes, como un Dios Ni?o que se apoya en el mundo, todo gracia, y un Mois?s en que Bartolom? Esteban demuestra que celeste suavidad y pincel dulce no le impiden el dar cuando le ven?a en voluntad una nota de fuerza. Y luego el realista y macabro Vald?s Leal, cantado en las labradas rimas de Gautier, que renueva en m?s de un cuadro el triunfo de la muerte, y las visiones cadav?ricas de los frescos del camposanto pisano.

Cuenta un cronista que al ver pintada tan a lo muerto la descomposici?n en el ata?d, dijo Murillo a su amigo el artista: <>. Mas, pasad a la sacrist?a. No os deteng?is en la visi?n de San Cayetano, de C?spedes, ni en el San Miguel, de Roela.

En la catedral mucho hay que admirar y las gu?as lo detallan; pero all? tambi?n, como en todos lugares, es el pasado el que os detiene con su historia o con su p?gina legendaria. As?, de ese p?lpito que encontr?is en un patio, en donde predicaron varones ilustres como el vigoroso Vicente Ferrer, pas?is a las maravillas de las naves, en donde gloriosas paletas dejaron telas de valor y de renombre. Y la an?cdota tradicional os espera asimismo por toda capilla y rinc?n, desde el colosal San Crist?bal, junto al altar de la Gamba, hasta el peque?o Ni?o Jes?s, al cual llaman el mudo, obra de Mont??ez. Y aqu? llega la nota curiosa.

Encontr?is gentes de a?eja devoci?n, a quienes dirig?s la palabra, y que, por m?s que les habl?is, no os dan contestaci?n alguna. Esos son fan?ticos que han hecho al ni?o rubio del altar la promesa del silencio por un tiempo determinado. En una de las capillas--y aqu? la an?cdota es moderna--est? el famoso San Antonio, de Murillo, cuadro que fu? mutilado por un visitante norteamericano, que crey? oportuno aislar el santo del resto de la composici?n para provecho propio. Sabido es que el c?nsul espa?ol en Boston tuvo denuncia del paradero del fragmento pict?rico y logr? rescatarlo. Hoy, gracias al arte y habilidad de un pintor eminente, el cuadro aparece restaurado, y no se notan las se?ales de la amputaci?n del robador yanqui.

No os detendr? ante las muchas obras art?sticas y renombradas que aqu? se guardan, pues son tantas y tales que hay libros de eruditos, como Cean Berm?des, que est?n dedicados a ellos. Pero no dejar? de deciros que ve?is cierto f?nebre monumento que est? cerca del Crist?foro de P?rez de Alesio, el cual monumento es obra moderna y muy celebrada, compuesta de cuatro figuras que soportan una urna, y que seguramente os es familiar por las ilustraciones. En esa urna--?descubr?os!--est?n las cenizas, las discutidas cenizas de Crist?bal Col?n, que antes estuvieron depositadas en la catedral de la Habana. Creo que el m?s impasible e indiferente de los americanos, no dejar? de sentir as? sea una vaga emoci?n delante de ese pu?ado de huesos. Hasta despu?s podr? llegar la eterna Eironeia, y haceros comprender que no es muy grande el favor que nos hizo.

La tarde estaba alegre y dorada cuando pas? el Puente de Triana para ir al barrio de ese nombre tan cantado en las coplas. ?Dir? que tuve m?s de una ilusi?n deshecha? Fuera de una que otra ventana llena de los tiestos usuales en toda Andaluc?a, y una que otra cara de cromo o de caja de cerillas, no pude satisfacer mi curiosidad de belleza sevillana. Vi mucho mozo de chaqueta y pantal?n ajustado, haraganeando en las esquinas, no lejos de los muelles en que el sevillano trabajador suda en los afanes del tr?fago moderno. Vi portales sin aseo y tiendas de salazones, y una diligencia a la antigua, que al lado del el?ctrico tranv?a iba cargada de gentes y maletas a alguna parte. Vi la Torre del Oro ba?ada del oro de la tarde, y el r?o de un color sucio amarillento; y a lo lejos las alturas que empezaba a borrar, a esfumar el crep?sculo. Y si no volv? contento de Triana, puesto que quiz?s yo iba con la idea de un Triana fant?stico, o imposible o demasiado a la francesa, tuve un desquite con la salida de una bella ni?a y una vieja due?a de una vieja iglesia. Do?a In?s del alma m?a y su inseparable guardadora.

UNA modesta estaci?n; un ?mnibus que va mal que bien por la calle, sobre baches y fango.

Mal tiempo. He ah? mi primera impresi?n en la ilustre y secular C?rdoba. En cambio, los verdes naranjos, en los cercanos jardines, y flores a pesar del tiempo, me resarcieron del inicial desencanto. El hotel en que me hospedo da a la v?a principal de la poblaci?n, la alameda llamada del Gran Capit?n, en memoria de aquel magn?fico guerrero D. Gonzalo, cuya casa natal estuvo por este punto. Cuando la lluvia ha cesado y puedo salir, veo grupos de gentes estacionados en la alameda, el eterno grupo de ciudad espa?ola, que conversa y <> las horas.

Fuera de este paseo, de que est?n orgullosos los habitantes, las otras calles son marcadamente t?picas, descendiendo de la parte alta de la ciudad a la baja, o Ajerquia. No he podido menos que tener presente en mi memoria a la amable C?rdoba argentina, a cada paso que he dado en la antigua C?rdoba andaluza. No es que tengan nada de semejante, fuera del esp?ritu de la raza llevado por los hombres de la colonia, sino que el nombre impon?a el recuerdo, y el haber sido centro de estudio y de saber en tiempos remotos esta ciudad abuela, como esa en no tan lejanos, continuando su tradici?n en los presentes. No son pocos los pergaminos de nobleza de la patria de S?neca y de Lucano, a la cual un latinista moderno hace declarar sus grandezas en cl?sicos ex?metros:

Illa ego sum quodam latialis gloria Roma cum dedit illa mihi quae sibi jura dabat. Inter romanas sum prima colonia facta sola que patricio nomine clara fui. Deliciis fruor ipsa meis Montisque Marian ad cujus gremium dotibus aucta cubo... Piscosus me Boetis amat, me argentea cingit unda cabalino fonte sacrata magis, etc., etc.

Y vaya esa transcripci?n de sabios metros en gracia a las dos C?rdobas gloriosas, pues la de ese lado del mar tambi?n pudiera repetir con ?sta:

Mille mihi Senecae, Lucani mille fuissenl, si mihi Mecoenas unus ab urbe foret.

De edades lejan?simas quedan en C?rdoba huellas ces?reas. De C?sar quedan, cuando despu?s de ser cartaginesa fu? romana. Como colonia patricia consta en las medallas y en los libros que fu? notable. Y aun afirma uno de sus historiadores que, siendo pretor de las Espa?as citerior y ulterior Marco Claudio Marcelo, <>. Hoy de aquellas grandezas quedan apenas l?pidas, inscripciones monumentales, columnas miliarias, monedas de Augusto en que hay borrosos problemas para los numismatas, y un venerable puente, al que a?n sostienen sus pesados arcos sobre el turbio Guadalquivir. Fu? goda y luego ?rabe, y los islamitas la elevaron en verdad a su m?s alta potencia. Leer esa historia es penetrar en su vida cuasi fabulosa de capital imperial, de un imperio de cuento miliunanochesco.

<

<> Al suspender esa descripci?n, no creer?ais oir la voz de Dinarzada: <> De tales mansiones no se gloria hoy la m?s soberbia de las testas coronadas y solamente pueden contemplarse, con ayuda de la imaginaci?n, en las renombradas narraciones que he citado y que ha sacado a la luz y al arte modernos la sabia voluntad y el talento admirable del Dr. Mardrus.

Vagando de un punto a otro y perdi?ndome a veces en el laberinto de esas calles orientales, he dado con fuentes, ruinas, un curioso monumento al ?ngel Gabriel, que, seg?n tradici?n, ha librado a la ciudad repetidas veces de pestes, tempestades y calamidades, y por fin encontr? lo ?nico que verdaderamente atrae a los extranjeros: la mezquita. En este caso, como en otros, no cabe descripci?n alguna, pues muchas hay en las gu?as y en cien libros de viajes. Dir?, s?, que me asombr? este edificio de fe, como los otros edificios de amor y de guerra que dejaron en su amado Al-Andalus, y que un? mi voz a las mil que han lamentado la vand?lica religiosidad de los cat?licos que creyeron preciso demoler obras del arte y afear el recinto de Alah para adorar mejor a Jesucristo.

La selva de columnas, la profusi?n de los arcos, hacen pensar en lo que ser?a cuando no hab?a tapiadas puertas y la luz penetraba lateral. Se dir?a una vasta petrificaci?n de palmeras. Y gracias que a?n queden joyas arquitecturales y de mosaico, cual ese prodigioso mihrab o sagrario mahometano, que es la admiraci?n de los conocedores. Aunque hay en la parte de intrusa construcci?n espa?ola muy notables trabajos, como el coro, el visitante no tiene pensamientos m?s que para los islamitas, que sab?an edificar tan bellas moradas de oraci?n. Al entrar, da deseos de cambiar los zapatos por un par de babuchas, y murmurar que <>.

DESDE que llegu? a Algeciras, sent? que ya no me encontraba completamente en Espa?a. No descend? en la estaci?n, sino a la entrada del muelle, a un paso del Hotel Anglo-Hispano y del Hotel Reina Cristina, dos establecimientos ingleses. El tren llega hasta all? para comodidad de los ingleses. Desde luego la l?nea f?rrea entre Bobadilla y Algeciras es propiedad de una compa??a inglesa. En el hotel me encuentro con que todo el mundo es ingl?s. En el sal?n de lectura casi todos los diarios son de Londres. Alguien me asegura que desde el Hotel Reina Cristina, que est? constru?do en una altura y en el cual se eleva un largo m?stil, se hacen se?ales semaf?ricas con Gibraltar. Al d?a siguiente tomo en el muelle ingl?s el vapor de la misma nacionalidad, que me conduce al Pe??n.

Un malague?o que se llama Paquito y que es portador de una guitarra, va a bordo. Una joven miss se ha acercado a ?l y en muy buen castellano le invita a que le d? una lecci?n al aire libre, sobre cubierta. Paquito se excusa. Luego, all? a solas conmigo, me hace sus confidencias.

--?Vamos, que los ingleses no me agradan! Voy a Gibraltar por unos d?as a ganar un dinerito... A usted, si gusta, le invito para que me oiga tocar y cantar.

La enorme mole se va agrandando sobre el fondo del cielo invernal. Se distinguen las casas escalonadas sobre la roca, y m?s tarde los muelles y escolleras; por todas partes el ir y venir de barcos, y, con ayuda del anteojo, las innumerables bater?as, la floraci?n de ca?ones que hacen del promontorio un inmenso panal de piedra y acero en que aguardan el momento propicio para lanzarse los enjambres de avispas de fuego que alborotar? la mano de la guerra.

--?Qu? le parece, Paquito?

Paquito alza los hombros, resignado. Despu?s, a media voz, me canta, junto a la borda del barco, una canci?n, con ritmo de tango, cuyas patri?ticas y desgre?adas estrofas, no por serlo dicen menos lo que siente el coraz?n popular.

Espa?a fu? la naci?n que m?s lauros conquist?; por la tierra y por el mar extendi? su autoridad; al grito sacrosanto de Castilla y de Le?n, clavaba en lo m?s alto su glorioso pabell?n. Tiempo feliz que de fijo para siempre ya pas?. Al comparar la antigua situaci?n con la actual, causa pena y dolor. De ira y de verg?enza deber?amos llorar al contemplar, y es la verdad, que nuestra dignidad manchada est? desde que vi? ondear la bandera inglesa en el Pe??n de Gibraltar. Qu? verg?enza da, que verg?enza da, y es la verdad. Aunque el mundo sabe que ese invencible Pe??n hoy es ingl?s por una traici?n. Porque jam?s pudo vencer el pueblo ingl?s al espa?ol, y en lucha igual, franca y leal, el Aguila se humilla ante el Le?n. Pero ha de llegar el d?a en que volvamos nuestro Pe??n a recobrar y ese d?a cerca est?, y subiendo a lo m?s alto, y all? gritando ?viva Espa?a! nuestro glorioso pabell?n clavar.

El vapor atraca al muelle. Al pisar tierra, creo entrar en un cuartel. Las murallas, los fuertes, las amenazantes bater?as de la altura est?n ante mi vista. Al entrar por una puerta de la ciudad, un soldado me da un cartoncito con un n?mero y un permiso para circular por ella hasta el ca?onazo de las doce. En una plazoleta, oficiales rojos ense?an el ejercicio a soldados kakhi. Una banda suena a lo lejos. Por fin, heme aqu? en un hotel car?simo--parece que no hay de otros en la ciudad--y luego, en la calle, para aprovechar mi tiempo.

Noto que, a pesar de todo, no se ha logrado desarraigar el idioma. Toda la gente habla espa?ol. En las vitrinas de las tiendas, los objetos est?n expuestos con los precios escritos en ingl?s y en espa?ol. Asimismo la moneda espa?ola circula, y se puede pagar una cosa, correspondientemente, en chelines o en pesetas. Mas la poderosa Roma moderna impone su sello. Hay algo de cada colonia que pod?is observar al paso. Aqu? un negro, m?s all? un hind?, que os vende labores de Persia y del Indost?n. No os extra?ar?n, por la vecindad, los moros, y los muchos malteses y jud?os en sus tiendas curiosas. Los tipos son marcad?simos. He visto en verdad y en una esquina, a Al? Bab?. Y los cuarenta ladrones, entre ellos el cochero que me pasea; y a Shylock, junto a un s?rdido mostrador, un Shylock como el que hace Novelli, todo vestido de negro. Pasan, en fiacres de toldos amarillos, soldados y oficiales, que se dirigen a los cuarteles. Veo, no lejos, humo de chimeneas, y oigo agitaci?n de m?quinas. Sobre todo se siente el peso de una consigna y la regularidad dura de la vida militar. Aqu? se han de leer mucho los versos de Rudyar Kipling. Todos esos caras morenas de comerciantes de la India, sonr?en al Tommy que pasa. Los jud?os est?n contentos porque hacen negocio. Los gibraltarinos est?n satisfechos porque los negocios van siempre bien. Y los espa?oles vecinos, de la misma manera, pues hay aqu? buen mercado para los productos que se importan. Por su parte, los militares llevan una existencia de lo m?s agradable, pues tienen desde <> hasta <>, con estrellas de la Alhambra londinense, y cacer?as en tierra espa?ola, con todo el confort y cuidado que un ingl?s pone en esas cosas.

All? lejos, pasadas las puertas del lado sur del puerto--una espa?ola, otra inglesa, puertas gemelas que decoran sendos escudos, el uno del tiempo de la antigua dominaci?n, el otro moderno--; m?s all? de los jardines que en la roca escueta han hecho florecer con bellas vegetaciones las activas autoridades, he ido a ver los trabajos de los grandes diques en construcci?n. Los trabajadores bullen en la inmensa escavaci?n, afanosos. Se me dice que de algunos d?as a esta parte se han recibido ?rdenes de apurar las tareas. Se escucha el ruido de las dragas. Los pitos de vapor silban, las vagonetas cargadas de tierra corren, la multiplicada labor se siente incansable. Se ve que es la energ?a brit?nica la que dirige. Hay aspectos imprevistos, de rincones floridos, cerca de las garitas y de los dep?sitos. El cochero que he tomado en Gunners Parade, me lleva hasta una de las bater?as bajas, donde un enorme ca??n rodeado de proyectiles, tambi?n enormes, amenaza al mar. Hay en las entra?as de la colosal roca vastos trojes de guerra, en previsi?n de posibles cercos, as? fuesen los tra?dos por consecuencia de una liga continental.

Hay cordones de bocas de fuego en las distintas salientes del Pe??n. Y, a pesar de lo que se murmura contra la capacidad del ej?rcito ingl?s, hay una admirable disciplina, y se ve que una inteligencia ordenada y eficaz ha precedido a todo el abastecimiento y defensa de ese formidable castillo natural sobre las olas. No soy perito en cuestiones militares, pero no s? hasta qu? punto tenga raz?n un miembro de la C?mara de los Comunes, Gibson Bowles, en las afirmaciones hechas en un ruidoso folleto sobre la vulnerabilidad y debilidad estrat?gica de Gibraltar. Sin embargo, a la simple vista, no me parece de una imposibilidad absoluta que por el lado de tierra, un ej?rcito audaz y bien dirigido pudiese llegar a tomar la gran fortaleza, apoyado por modern?simos ca?ones, que encontrar?an el m?s estupendo blanco que imaginarse puede. Por esto es muy explicable la actitud celosa de Inglaterra que, cada vez que el gobierno espa?ol ha intentado fortificar su territorio por los lados peligrosos, ha protestado por medio del embajador en Madrid, y ha impedido toda probabilidad de futuros perjuicios. Por su parte, el almirantazgo y el ministerio de guerra londinenses tienen siempre buenos centinelas. De Rooke a White, todos los que han tenido mando en el Pe??n han sido esp?ritus h?biles y meritorios soldados. Me parece que en los versos de Paquito el malague?o, hay profec?as dif?ciles de cumplirse. En Highest-Pont, en The Galleries, en Signal-Station, hay muchos ojos vigilantes. Y cada d?a que pasa se va aumentando el n?mero de ca?ones, el trabajo de los diques de carena y el arreglo y buen mantenimiento de los innumerables galpones, bodegas y dep?sitos de municiones y v?veres. Hay talleres excelentes y cantidades de carb?n crecid?simas. El nuevo muelle, conclu?do casi, es de primer orden, como los otros en construcci?n. Una lluvia de libras esterlinas amaciza y fortalece todo eso.

Dif?cil de abordar el gobernador, el secretario colonial, Mr. Evans, es en verdad tipo simp?tico y afable. Un mi compa?ero ocasional, Mr. Fox--sonriente zorro anglosaj?n, que viaja por placer y sport, y que ha recorrido todo el mundo, se hace lenguas del secretario.--<>--<>. Miss Fox, que acompa?a a su padre y que tiene los m?s lindos ojos azules en el m?s fino y sonrosado rostro, aprueba. Lo cual me hace, incontinenti, no tener ning?n cuidado por la buena suerte asegurada de los barcos y soldados de su majestad el rey Eduardo.

En un solo d?a he visto pasar un hermoso crucero franc?s, tres barcos de guerra de otras nacionalidades y como doscientos vapores mercantes. Se espera pronto a la escuadra nacional. Adem?s, el King Alfred y el Diadem, que de Singapoore se dirigen a Inglaterra. Y dentro de d?as, la visita del emperador de Alemania.

Miss Fox mira, distra?damente, hacia la costa de Espa?a, donde Tarifa semeja una ciudad sin vida. La banda ensaya, no lejos, todos los himnos nacionales habidos y por haber. Las sombras nocturnas se adelantan.

--?Allo, Mr. Dar?o!

--?Allo, Mr. Fox!

--?Una taza de t??

Tomar una taza de t? con Mr. Fox es un placer, cuando no da en hablar de cacer?as y otros sports. Miss Fox le acompa?a siempre, y toma parte activa en charlas sobre literatura, sobre ocultismo, sobre artes.

Ambos son admiradores de Rod?n, y se esfuerzan en convencerme de que los franceses no comprenden al gran escultor y los ingleses s?. Los ingleses y los norteamericanos, dice Miss Fox. Se celebra la poes?a de Rudyard Kipling, algunas de cuyas composiciones, demasiado arg?ticas, confieso modestamente no comprender. Se trata del valor japon?s, y no soy simp?tico cuando expongo mis simpat?as por Rusia. As?, llegamos a tratar de la cuesti?n anglo-espa?ola, la eterna cuesti?n de Gibraltar.

--Los espa?oles, dice Mr. Fox, dicen que los Ingleses ocupan Gibraltar por una traici?n. Y a los japoneses se les acusa de traidores por causa del golpe por sorpresa que inici? la guerra actual. ?Qu? guerra no es, en realidad, traidora? ?Y qu? cosa es traici?n, cuando se trata de guerra? Ahora bien, si los ingleses dejaran actualmente poner excelentes y modern?simas fortificaciones en el Fraile, en La Le?a, en Camorro, en las Palomas y en otros lugares del litoral del estrecho, confiese usted que ser?an unos tontos. Puesto que usted ha le?do al fil?sofo alem?n de <>, no tengo que entrar en mayores disertaciones. Adem?s el tiempo es oro.

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