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Read Ebook: Obras escogidas by B Cquer Gustavo Adolfo Lvarez Quintero Joaqu N Author Of Introduction Etc Lvarez Quintero Seraf N Author Of Introduction Etc

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Ebook has 429 lines and 38240 words, and 9 pages

rriquillo que conduce la le?a y saltando de una piedra en otra de las que costean el camino. As? andan las leguas, tal vez en ayunas, pero siempre riendo, siempre cantando, siempre de humor para cambiar una cuchufleta con sus compa?eros de viaje. Y no hay miedo de que su cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, ? su ligero paso se acorte al llegar ? lo ?ltimo de la penosa jornada; su vista tiene algo de la fijeza ? intensidad de la del ?guila, acaso porque como ella se ha acostumbrado ? medir indiferente los abismos; sus miembros, endurecidos con la costumbre del trabajo, soportan las fatigas m?s rudas sin que el cansancio los entorpezca un instante.

S?lo de este modo les es posible vivir en medio de la miseria que las agobia. Cuando la noche es m?s oscura; cuando la nieve borra hasta las lindes de los senderos; cuando supone que los guardas de los montes del Estado no se atrever?n ? aventurarse por aquellas brechas profundas y aquellos bosques de ?rboles intrincados y sombr?os, entonces la a?onera, desafiando todos los peligros, adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando por uno y otro lado los aullidos de los lobos, sale furtivamente de su lugar. M?s bien que baja, puede decirse que se descuelga de roca en roca hasta el ?ltimo valle que lo separa del Moncayo; armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas oscuras, ? cuyo pie nacen espinos y zarzas en mont?n, y descargando rudos golpes con una fuerza y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de le?a, que despu?s oculta para conducirla poco ? poco, primero ? su casa y m?s tarde ? Tarazona, donde recibe por su trabajo material, por los peligros que afronta y las fatigas que sufre, seis ? siete reales ? lo sumo. Francamente hablando, hay en este mundo desigualdades que asustan.

?Qui?n puede sospechar que ? la misma hora en que nuestras grandes damas de la corte se agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de seda ? su palacio, otras mujeres, hermosas quiz?s como ellas, como ellas d?biles al nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de un lado ? otro para desparcir la nieve que se les amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen resonar el bosque con el crujido de los troncos que caen derribados ? los golpes del hacha?

Grandes, inmensas desigualdades existen, no cabe duda; pero tambi?n es cierto que todas tienen su compensaci?n. Yo he visto levantarse agitado y dejar escapar un comprimido sollozo ? m?s de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo he visto m?s de una altiva frente inclinarse triste y sin color como agobiada bajo el peso de su espl?ndida diadema de pedrer?a; en cambio, hoy como ayer, sigue despert?ndome el alegre canto de las a?oneras que pasan por delante de las puertas del monasterio para dirigirse ? Tarazona; ma?ana como hoy, si salgo al camino ? voy ? buscarlas al mercado, las encontrar? riendo y en continua broma, felices con sus seis reales, satisfechas, porque llevar?n un pan negro ? su familia, ufanas con la satisfacci?n de que ? ellas se deben la burda saya que visten y el bocado de pan que comen.

Dios, aunque invisible, tiene siempre una mano tendida para levantar por un extremo la carga que abruma al pobre. Si no, ?qui?n subir?a la ?spera cumbre de la vida con el pesado fardo de la miseria al hombro?

CARTA SEXTA

Queridos amigos: Har? cosa de dos ? tres a?os, tal vez leer?an ustedes en los peri?dicos de Zaragoza la relaci?n de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos de estos contornos. Trat?base del asesinato de una pobre vieja ? quien sus convecinos acusaban de bruja. ?ltimamente, y por una coincidencia extra?a, he tenido ocasi?n de conocer los detalles y la historia circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en mitad de un siglo tan despreocupado como el nuestro.

Ya estaba para acabar el d?a. El cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso, comenzaba ? oscurecerse ? medida que el sol, que antes transparentaba su luz ? trav?s de las nieblas, iba debilit?ndose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo como t?rmino y remate de mi art?stica expedici?n, dej? ? Litago para encaminarme ? Trasmoz, pueblo del que me separaba una distancia de tres cuartos de hora por el camino m?s corto. Como de costumbre, y exponi?ndome, ? trueque de examinar ? mi gusto los parajes m?s ?speros y accidentados, ? las fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y pe?ascales, tom? el m?s dif?cil, el m?s dudoso y m?s largo, y lo perd? en efecto, ? pesar de las minuciosas instrucciones de que me pertrech? ? la salida del lugar.

Ya enzarzado en lo m?s espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballer?a por entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora por las honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un buen espacio de tarde hasta que, por ?ltimo, en el fondo de una cortadura tropec? con un pastor, el cual abrevaba su ganado en el riachuelo que, despu?s de deslizarse sobre un cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce all? con un ruido particular que se oye ? gran distancia, en medio del profundo silencio de la naturaleza que en aquel punto y ? aquella hora parece muda ? dormida.

--Porque antes de terminar la senda--me dijo con el tono m?s natural del mundo--tendr?ais que costear el precipicio ? que cay? la maldita bruja que le da su nombre, y en el cual se cuenta que anda penando el alma que, despu?s de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo han querido para suya.

--?Hola!--exclam? entonces como sorprendido, aunque, ? decir verdad, ya me esperaba una contestaci?n de esta ? parecida clase.--Y ?en qu? diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por estos andurriales?

--En acosar y perseguir ? los infelices pastores que se arriesgan por esa parte de monte, ya haciendo ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura, ? acurruc?ndose en las quiebras de las rocas que est?n en el fondo del precipicio, desde donde llama con su mano amarilla y seca ? los que van por el borde, les clava la mirada de sus ojos de buho, y cuando el v?rtigo comienza ? desvanecer su cabeza, da un gran salto, se les agarra ? los pies y pugna hasta despe?arlos en la sima... ?Ah, maldita bruja!--exclam? despu?s de un momento el pastor tendiendo el pu?o crispado hacia las rocas, como amenaz?ndola;--?ah! maldita bruja, muchas hiciste en vida, y ni aun muerta hemos logrado que nos dejes en paz; pero, no haya cuidado, que ? ti y ? tu endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar una ? una, como ? v?boras.

--Por lo que veo--insist?, despu?s que hubo conclu?do su extravagante imprecaci?n,--est? usted muy al corriente de las fechor?as de esa mujer. Por ventura, ?alcanz? usted ? conocerla? Porque no me parece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en que las brujas andaban todav?a por el mundo.

Al oir estas palabras el pastor, que caminaba delante de m? para mostrarme la senda, se detuvo un poco y fijando en los m?os sus asombrados ojos, como para conocer si me burlaba, exclam? con un acento de buena fe pasmosa:--?Que no le parezco ? usted de edad bastante para haberla conocido! Pues ?y si yo le dijera que no hace a?n tres a?os cabales que con estos mismos ojos que se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese derrumbadero, dejando en cada uno de los pe?ascos y de las zarzas un jir?n de vestido ? de carne, hasta que lleg? al fondo donde se qued? aplastada como un sapo que se coge debajo del pie?

--Entonces--respond? asombrado ? mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre--dar? cr?dito ? lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque ? m? se me hab?a figurado--a?ad? recalcando estas ?ltimas frases para ver el efecto que le hac?an,--que todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patra?as de las aldeas.

--Eso dicen los se?ores de la ciudad, porque ? ellos no les molestan; y fundados en que todo es puro cuento, echaron ? presidio ? algunos infelices que nos hicieron un bien de caridad ? la gente del Somontano, despe?ando ? esa mala mujer.

Yo permanec?a inm?vil en el mismo punto en que me hab?a sorprendido aquel clamoreo infernal, y no acertaba ? mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella lucha.

Por ?ltimo, viendo perdida toda esperanza, pidi? como ?ltima merced que la dejasen un instante implorar del cielo, antes de morir, el perd?n de sus culpas, y de rodillas al borde de la cortadura como estaba, la vieja inclin? la cabeza, junt? las manos y comenz? ? murmurar entre dientes qu? s? yo qu? imprecaciones ininteligibles: palabras que yo no pod?a oir por la distancia que me separaba de ella, pero que ni los mismos que estaban ? su lado lograron entender. Unos aseguran que hablaba en lat?n, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al rev?s, como es costumbre de estas malas mujeres.

En este punto se detuvo el pastor un momento, tendi? ? su alrededor una mirada, y prosigui? as?:

--?Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire est? inm?vil y pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ?Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco ? poco ? lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran ? contenerlos? ?Los ve usted c?mo se adelantan mudos y con lentitud, como una legi?n a?rea que se mueve por un impulso invisible? El mismo silencio de muerte hab?a entonces, el mismo aspecto extra?o y temeroso ofrec?a la niebla de la tarde, arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo que dur? aquella suspensi?n angustiosa. Yo lo confieso con toda franqueza: llegu? ? tener miedo. ?Qui?n sab?a si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terribles conjuros que sacan ? los muertos de sus sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen ? la superficie de la tierra, obedientes ? sus imprecaciones, hasta ? los m?s rebeldes esp?ritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los mozos permanec?an en tanto inm?viles, cual si estuviesen encadenados por un sortilegio, y las nieblas oscuras segu?an avanzando y envolviendo las pe?as, en derredor de las cuales fing?an mil figuras extra?as como de monstruos deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en pa?os blancos, y listas largas de vapor que, heridas por la ?ltima luz del crep?sculo, semejaban inmensas serpientes de colores.

Fija la mirada en aquel fant?stico ej?rcito de nubes que parec?an correr al asalto de la pe?a sobre cuyo pico iba ? morir la bruja, yo estaba esperando por instantes cu?ndo se abr?an sus senos para abortar ? la diab?lica multitud de esp?ritus malignos, comenzando una lucha horrible al borde del derrumbadero, entre los que estaban all? para hacer justicia en la bruja y los demonios que, en pago de sus muchos servicios, vinieran ? ayudarla en aquel amargo trance.

--Y por fin--exclam? interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor, ? impaciente ya por conocer el desenlace,--?en qu? acab? todo ello? ?Mataron ? la vieja? Porque yo creo que por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas se?ales que usted viese en las nubes y en cuanto le rodeaba, los esp?ritus malignos se mantendr?an quietecitos cada cual en su agujero, sin mezclarse para nada en las cosas de la tierra. ?No fu? as??

Cuando el pastor termin? su relato, lleg?bamos precisamente ? la cumbre m?s cercana al pueblo, desde donde se ofreci? ? mi vista el castillo oscuro ? imponente con su alta torre del homenaje, de la que s?lo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras, que transparentaban la luz y parec?an los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por cimiento la pizarra negra de que est? formado el monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obras de titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos concili?bulos.

La noche hab?a cerrado ya, sombr?a y nebulosa. La luna se dejaba ver ? intervalos por entre los jirones de las nubes que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas de Trasmoz dejaban oir lentamente el toque de oraciones, como al final de la horrible historia que me acababan de referir.

Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo para ustedes la relaci?n de estas impresiones extra?as, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas supersticiones tengan todav?a tan hondas ra?ces entre las gentes de las aldeas, que den lugar ? sucesos semejantes; pero, ?por qu? no he de confesarlo? son?ndome a?n las ?ltimas palabras de aquella temerosa relaci?n, teniendo junto ? m? ? aquel hombre que tan de buena fe imploraba la protecci?n divina para llevar ? cabo cr?menes espantosos, viendo ? mis pies el abismo negro y profundo en donde se revolv?a el agua entre las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas oscuras, que parec?an fantasmas asomadas ? los muros, sent? una impresi?n angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente, y la raz?n, dominada por la fantas?a, ? la que todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vacil? un punto, y casi cre? que las absurdas consejas de las brujer?as y los maleficios pudieran ser posibles.

--?Sabe usted en qu? d?a de la semana estamos?

--No, chica--le respond?;--pero ?? qu? conduce saber el d?a de la semana?

--Porque si es viernes, no puedo despegar los labios sobre ese asunto. Los viernes, en memoria de que Nuestro Se?or Jesucristo muri? en semejante d?a, no pueden las brujas hacer mal ? nadie; pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea al o?do y en el ?ltimo rinc?n del mundo.

--Tranquil?zate por ese lado, pues ? lo que yo puedo colegir de la proximidad del ?ltimo domingo, todo lo m?s, andaremos por el martes ? el mi?rcoles.

--?Calle! ?y en qu? consiste el privilegio?

--En que al echarnos el agua no se equivoc? el cura ni dej? olvidada ninguna palabra del credo.

--?Y eso se lo has ido t? ? preguntar al cura tal vez?

--?Qui?! No, se?or: el cura no se acordar?a. Se lo hemos preguntado ? un cedazo.

--Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ?Y c?mo se entra en conversaci?n con un cedazo? Porque eso debe de ser curioso.

--?Seg?n eso, t? est?s completamente tranquila de que no han de embrujarte?

--Lo que es por m?, completamente; pero sin embargo, mirando por los de la casa, cuido siempre de hacer antes de dormirme una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren por la chimenea, y tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta con el palo en el suelo.

--?Ah! vamos; ?con que la escoba que encuentro algunas ma?anas ? la puerta de mi habitaci?n con las palmas hacia arriba y que me ha hecho pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no estaba all? sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron ? la bruja y, una vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por permisi?n divina anda penando, ?contra qui?n tomas esas precauciones?

--?Seg?n lo que veo, esa es una dinast?a secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente por la l?nea femenina desde los tiempos m?s remotos?

--Yo no s? lo que son; pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta en el pueblo una historia muy particular, que yo he o?do referir algunas veces en las noches de invierno.

--Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refi?reme esa historia, que yo me parezco ? los ni?os en mis aficiones.

--Es que esto no es cuento.

--? historia, como t? quieras--a?ad? por ?ltimo, para tranquilizarla respecto ? la entera fe con que ser?a acogida la relaci?n por mi parte.

La muchacha, despu?s de colgar el candil en un clavo, y de pie ? una respetuosa distancia de la mesa, por no querer sentarse, ? pesar de mis instancias, me ha referido la historia de las brujas de Trasmoz, historia original que yo ? mi vez contar? ? ustedes otro d?a, pues ahora voy acostarme con la cabeza llena de brujas, hechicer?as y conjuros, pero tranquilo, porque, al dirigirme ? mi alcoba, he visto el escob?n junto ? la puerta haci?ndome la guardia, m?s tieso y formal que un alabardero en d?a de ceremonia.

CARTA S?PTIMA

Queridos amigos: Promet? ? ustedes en mi ?ltima carta referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

--De buena gana tendr?a all? un castillo.

Oy?le un pobre viejo, que apoyado en un b?culo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro, pasaba ? la saz?n por el mismo sitio, y adelant?ndose hasta salirle al encuentro y ? riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su se?or y le dijo estas solas palabras:

--Si me le dais en alcaid?a perpetua, yo me comprometo ? llevaros ma?ana ? vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposici?n del mendigo, de modo que arroj?ndole una peque?a pieza de plata al suelo, ? manera de limosna, contest?le el soberano con aire de zumba.

--Tomad esa moneda para que compr?is unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, se?or alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y esto diciendo, le apart? suavemente ? un lado de la senda, toc? el ijar de su corcel con el acicate, y se alej? seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandec?an al comp?s del galope, mal ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.

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