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Read Ebook: Obras escogidas by B Cquer Gustavo Adolfo Lvarez Quintero Joaqu N Author Of Introduction Etc Lvarez Quintero Seraf N Author Of Introduction Etc

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Ebook has 429 lines and 38240 words, and 9 pages

Y esto diciendo, le apart? suavemente ? un lado de la senda, toc? el ijar de su corcel con el acicate, y se alej? seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandec?an al comp?s del galope, mal ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.

--?Luego me confirm?is en la alcaid?a?--a?adi? el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigi?ndose en alta voz hacia los que ya apenas se distingu?an entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

--Seguramente--d?jole el rey desde lejos y cuando ya iba ? doblar una de las vueltas del monte;--pero con la condici?n de que esta noche levantar?s el castillo, y ma?ana ir?s ? Tarazona ? entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestaci?n del rey, alz?, como digo, la moneda del suelo, bes?la con muestras de humildad, y despu?s de atarla en un pico del gui?apo blancuzco que le serv?a de turbante, se dirigi? poco ? poco hacia la aldehuela de Trasmoz. Compon?an entonces este lugar quince ? veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban ? pacer sus ganados al Moncayo. Pasito ? pasito, aqu? cae, all? tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga jornada, lleg? al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, seg?n se lo hab?a dicho el rey, un mendrugo de pan y tres ? cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sent?se ? comerlas ? la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos ten?an costumbre de venir ? hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenz? ? despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mand?bulas, de las que pend?an unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en efecto, parec?a no haberse desayunado en todo lo que iba de d?a, que no era poco, pues el sol comenzaba ? trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo ? la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando lleg? hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y conclu?da esta operaci?n, comenz? ? lavarse las manos y el rostro murmurando sus rezos de la tarde. Tras ?ste vinieron otros cuantos, hasta cinco ? seis, y cuando todos hubieron conclu?do de rezar y remojarse el cogote, llam?los el viejo y les dijo:

--Veo con gusto que sois buenos musulmanes, y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias que ? sus fieles dej? encomendadas el Profeta. El verdadero creyente tarde ? temprano alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros en el para?so, no faltando ? quienes se les da en ambas partes, y de ?stos ser?is vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no hab?an apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre s?, despu?s de conclu?do, como no comprendiendo ad?nde ir?a ? parar aquella introducci?n si no era ? pedir una limosna; pero con grande asombro de los circunstantes, prosigui? de este modo su discurso:

--He aqu? que yo vengo de una tierra lejana ? buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de p?rfido, ? la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto unos tras otros venir ? muchos hombres ? hacer las abluciones con sus aguas, ?stos por mera limpieza, aqu?llos por hacer lo mismo que todos, los m?s por dar el espect?culo de una piedad de f?rmula. Despu?s os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos s?lo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para m?:--He aqu? hombres fieles ? su religi?n; igualmente lo ser?n ? su palabra. De hoy m?s no vagar?is por los montes con nieves y fr?os para comer un pedazo de pan negro; en la magn?fica fortaleza de que os hablo, tendr?is alimento abundante y vida holgada. T? cuidar?s de la atalaya, atento siempre ? las se?ales de los corredores del campo, y pronto ? encender la hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arc?ngel. T? cuidar?s del rastrillo y del puente; t? dar?s vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. ? ti te encargar? de las caballerizas; bajo la guarda de ?se estar?n los dep?sitos de materiales de guerra, y por ?ltimo, aquel otro correr? con los almacenes de v?veres.

Los pastores, de cada vez m?s asombrados y suspensos, no sab?an qu? juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba; y aunque su aspecto miserable no conven?a del todo bien con sus generosas ofertas, no falt? alguno que le preguntase entre dudoso y cr?dulo:

--?D?nde est? ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares, entre cuyas pe?as estamos acostumbrados ? vivir, y ? los que tenemos el amor que todo hombre tiene ? la tierra que le vi? nacer, yo, por mi parte, aceptar?a con gusto tus ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se encuentran presentes.

--Por eso no tem?is, pues est? bien cerca de aqu?--respondi? el viejo impasible;--cuando el sol se esconde por detr?s de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

--?Y c?mo puede ser eso--dijo entonces el pastor,--si por aqu? no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar, es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

--Pues en ese cabezo se halla, porque all? est?n las piedras, y donde est?n las piedras est? el castillo, como est? la gallina en el huevo y la espiga en el grano--insisti? el extra?o personaje, ? quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

--?Y t? ser?s, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa?--exclam? entre las carcajadas de sus compa?eros, otro de los pastores.--Porque ? tal castillo tal alcaide.

--Yo lo soy--torn? ? contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando ? sus risue?os oyentes con una sonrisa particular.--?No os parezco digno de tan honroso cargo?

--?Nada menos que eso!--se apresuraron ? responderle.--Pero el sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ?Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si quer?is pasar la noche ? cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si prefer?s quedaros al raso, que Al? os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios, y los arc?ngeles de la noche velen ? vuestro alrededor con sus espadas encendidas! Acompa?ando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo ? carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alter?, sin embargo, por tan poca cosa, sino que despu?s de acabar con mucho despacio su merienda, tom? en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y transparente del arroyo, limpi?se con el rev?s la boca, sacudi? las migajas de pan de la t?nica, y ech?ndose otra vez las alforjillas al hombro y apoy?ndose en su nudoso b?culo, emprendi? de nuevo el camino adelante, en la misma direcci?n que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, ? entrarse fr?a y oscura. De pico ? pico de la elevada cresta del Moncayo, se extend?an largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas hasta aquel momento por la influencia del sol, parec?an haber esperado ? que se ocultase para comenzar ? removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubr?a desde las alturas, iba poco ? poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario asomaba la luna, redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparec?an unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parec?a conocer perfectamente el pa?s, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que m?s pronto hab?an de conducirle al t?rmino de su peregrinaci?n, dej? ? un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes pe?ascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubr?an la ?spera pendiente del monte, lleg? por ?ltimo ? la cumbre cuando las sombras se hab?an apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver ? intervalos por entre las oscuras nubes, se hab?a remontado ? la primera regi?n del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la naturaleza y el fant?stico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parec?an las olas de un mar inm?vil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del d?a apenas osaban llegar los pastores; pero el h?roe de nuestra relaci?n, que como ya habr?n sospechado ustedes, y si no lo han sospechado, lo ver?n claro m?s adelante, deb?a de ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado ? la eminencia, se encaram? en la punta de la m?s elevada roca, y desde aquel a?reo asiento comenz? ? pasear la vista ? su alrededor, con la misma firmeza que el ?guila, cuyo nido pende de un pe?asco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.

Despu?s que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sac? de las alforjillas un estuche de forma particular y extra?a, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde, corto y ? medio consumir. Frot? con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del estuche que parec?a de metal, y era ? modo de linterna, y ? medida que frotaba, ve?ase como una lumbre sin claridad, azulada, medrosa ? inquieta, hasta que por ?ltimo brot? una llama y se hizo luz: con aquella luz encendi? el cabo de vela verde, ? cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenz? ? hojear el libro que para mayor comodidad hab?a puesto delante de s? sobre una de las pe?as. Seg?n que el nigromante iba pasando las hojas del libro, llenas de caracteres ?rabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repet?a un estribillo singular con una especie de salmodia l?gubre, que acompa?aba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese ? alguna persona.

--?Esp?ritus de las aguas y de los aires, vosotros, que sab?is horadar las rocas y abatir los troncos m?s corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; despu?s m?s fuerte, como cuando azota el m?stil de un buque una vela hecha jirones, oy?se el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud incre?ble, y aquel ruido fu? creciendo, creciendo, hasta que lleg? ? hacerse espantoso como el de un hurac?n desencadenado. El agua de los torrentes pr?ximos saltaba y se retorc?a en el cauce, espumarajeando ? irgui?ndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las pe?as, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacud?a, inclin?ndolas hasta el suelo, las copas de los ?rboles. Nada m?s extra?o y horrible que aquella tempestad circunscrita ? un punto, mientras la luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las a?reas y lejanas cumbres de la cordillera parec?an ba?adas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas cruj?an como si sus grietas se dilatasen, ? impulsadas de una fuerza oculta ? interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos m?s corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, pr?ximos ? hendirse, como si un s?bito desenvolvimiento de sus fibras fuese ? rajar la endurecida corteza. Al cabo, y despu?s de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los ?rboles se partieron, y ?rboles y piedras comenzaron ? saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes ? una lluvia espesa en el lugar que de antemano se?al? el nigromante ? sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos t?mpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar, ca?an, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, ? iban formando una cerca alt?sima ? manera de basti?n, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alv?olo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

--La obra adelanta. ??nimo! ??nimo!--murmur? el viejo;--aprovechemos los instantes, que la noche es corta, y pronto cantar? el gallo, trompeta del d?a.

Y esto diciendo, se inclin? hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la monta?a, y como dirigi?ndose ? otros seres ocultos en su fondo, prosigui?:

--Esp?ritus de la tierra y del fuego: vosotros que conoc?is los tesoros de metal de sus entra?as y circul?is por sus caminos subterr?neos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis ?rdenes.

A?n no hab?a expirado el eco de la ?ltima palabra del conjuro, cuando se comenz? ? oir un rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fu? creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadr?n de jinetes que cruza al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas, y resuena met?lico y sonoro el choque de las armaduras, de las lanzas y los escudos. ? medida que el ruido tomaba mayores proporciones, ve?ase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repet?a por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que ca?an con un estr?pito espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferreter?a indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la c?spide del monte; por otro mug?a el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los ?rboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que ca?an alternados sobre los yunques, como llevando el comp?s en aquella diab?lica sinfon?a.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora bara?nda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extra?o terremoto, no faltando algunos que, pose?dos de terror, creyeron llegado el instante en que, pr?xima la destrucci?n del mundo, hab?a de bajar la muerte ? ense?orearse de su imperio, envuelta en el jir?n de un sudario, sobre un corcel fant?stico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

Esto se prolong? hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea comenzaron ? sacudir las plumas y ? saludar el d?a pr?ximo con su canto sonoro y estridente. ? esta saz?n, el rey, que se volv?a ? su corte haciendo peque?as jornadas, y que accidentalmente hab?a dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extra?ase la habitaci?n, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como ?l solo, y despu?s de poner en un pie como las grullas ? su servidumbre, se dirig?a ? los jardines de palacio. A?n no hab?a pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede departir un rey, moro por a?adidura, con uno de sus s?bditos, cuando lleg? hasta ?l, cubierto de sudor y de polvo, el m?s ?gil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

--Se?or, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban m?s que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ning?n otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fing?a la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero despu?s ha salido el sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste all? oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su alt?sima atalaya.

Oir el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fu? una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora ? interrogante ? los que estaban ? su lado, tampoco fu? cuesti?n de m?s tiempo. Sin duda su alteza ?rabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del di?logo del d?a anterior, se hab?a permitido darle una broma, sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo, exclam? jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular, como sol?a hacerlo cuando estaba ? punto de estallar su c?lera:

--?Pronto, mi caballo m?s ligero, y ? Trasmoz; que juro por mis barbas y las del Profeta, que si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que lo han inventado!

--Se?or, yo he cumplido ya mi palabra; ? vos toca sacar airosa de su empe?o la vuestra.

--Pero ?no es f?bula lo del castillo?--pregunt? el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magn?ficas llaves, que por su materia y su inconcebible trabajo val?an de por s? un tesoro, ya en el viejecillo, ? cuyo aspecto miserable se renovaba en su ?nimo el deseo de socorrerle con una limosna.

Al llegar ? este punto de mi carta, advierto que, sin querer, he faltado ? la promesa que hice en la anterior y ratifiqu? al tomar hoy la pluma para escribir ? ustedes. Promet? contarles la historia de la bruja de Trasmoz, y sin saber c?mo les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ?Qu? le hemos de hacer? Conseja por conseja, all? va la primera que se ha enredado en el pico de la pluma: merced ? ella, y teniendo presente su diab?lico origen, comprender?n ustedes por qu? las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido ? contarles, tienen una marcada predilecci?n por las ruinas de este castillo y se encuentran en ?l como en su casa.

CARTA OCTAVA

Queridos amigos: En una de mis cartas anteriores dije ? ustedes en qu? ocasi?n y por qui?n me fu? referida la estupenda historia de las brujas, que ? mi vez he prometido repetirles. La muchacha que se encuentra ? mi servicio, tipo perfecto del pa?s con su apretador verde, su saya roja y sus medias azules, hab?a colgado el candil en un ?ngulo de mi habitaci?n d?bilmente alumbrada, aun con este aditamento de luz, por una lamparilla, ? cuyo escaso resplandor escribo. Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj de pared, ?nico resto del mobiliario de los frailes, y solamente se o?an, con breves intervalos de silencio profundo, esos ruidos apenas perceptibles y propios de un edificio deshabitado ? inmenso, que producen el aire que gime, los techos que crujen, las puertas que rechinan y los animaluchos de toda cala?a que vagan ? su placer por los s?tanos, las b?vedas y las galer?as del monasterio, cuando despu?s de contarme la leyenda que corre m?s v?lida acerca de la fundaci?n del castillo, y que ya conocen ustedes, prosigui? su relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa para calcular el efecto que la primera parte de la historia me hab?a producido, y la cantidad de fe con que pod?a contar en su oyente para la segunda.

He aqu? la historia, poco m?s ? menos, tal como me la refiri? mi criada, aunque sin giros extra?os y sin locuciones pintorescas y caracter?sticas del pa?s, que ni yo puedo recordar, ni caso que las recordase, ustedes podr?an entender.

Ya hab?a pasado el castillo de Trasmoz ? poder de los cristianos, y ?stos ? su vez, terminadas las continuas guerras de Arag?n y Castilla, hab?an conclu?do por abandonarle, cuando es fama que hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan humilde con sus inferiores, y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices, que su nombre, al que iba unido una intachable reputaci?n de virtud, lleg? ? hacerse conocido y venerado en todos los pueblos de la comarca.

En este estado las cosas, una tarde, v?spera del d?a del santo patrono del lugar, y mientras el cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la funci?n que iba ? verificarse ? la ma?ana siguiente, Dorotea se sent? triste y pensativa ? la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco, todas las muchachas del pueblo hab?an tra?do algo de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de la hoguera, en particular sus vecinas, que sin duda, con intenci?n de aumentar su despecho, hab?an tenido el cuidado de sentarse en el portal ? coserse las sayas nuevas y arreglar los dijes que les hab?an feriado sus padres. S?lo ella, la m?s guapa y la m?s presumida tambi?n, no participaba de esa alegre agitaci?n, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento que preludian entre las j?venes, as? en las aldeas como en las ciudades, la aproximaci?n de una solemnidad por largo tiempo esperada. Pero, digo mal, tambi?n Dorotea ten?a aquella noche su quehacer extraordinario; mos?n Gil le hab?a dicho que amasase para el d?a siguiente veinte panes m?s que los de costumbre, ? fin de distribu?rselos ? los pobres, despu?s de conclu?da la misa.

Sentada estaba, pues, ? la puerta de su casa la malhumorada sobrina del cura, barajando en su imaginaci?n mil desagradables pensamientos, cuando acert? ? pasar por la calle una vieja muy llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el peso de la edad, caminaba apoy?ndose en un palito.

--Hija m?a--exclam? al llegar junto ? Dorotea, con un tono compungido y doliente:--?me quieres dar una limosnita, que Dios te lo pagar? con usura en su santa gloria?

Estas palabras tan naturales en los que imploran la caridad p?blica, que son como una f?rmula consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasi?n, y pronunciadas por aquella mujer, cuyos ojillos verdes y peque?os parec?an reir con una expresi?n diab?lica, mientras el labio articulaba su acento m?s pla?idero y lastimoso, sonaron en el o?do de Dorotea como un sarcasmo horrible, tray?ndole ? la memoria las magn?ficas promesas para m?s all? de la muerte con que mos?n Gil sol?a responder ? sus exigencias continuas. Su primer impulso fu? echar enhoramala ? la vieja; pero conteni?ndose, por respetos ? ser su casa la del cura del lugar, se limit? ? volverle la espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante significativo. La vieja, ? quien antes parec?a complacer que no afligir esta repulsa, aproxim?se m?s ? la joven, y procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca destemplada, prosigui? de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos, como sonreir?a la serpiente que sedujo ? Eva en el Para?so:

--Hermosa ni?a, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo ? un se?or que no se limita ? recompensar ? los que hacen bien ? los suyos en la otra vida, sino que les da en esta cuanto ambicionan. Primero te ped? por el que t? conoces; ahora torno ? demandarte socorro por el que yo reverencio.

--?Bah, bah! dejadme en paz, que no estoy de humor para oir disparates--dijo Dorotea, que juzg? loca ? chocheando ? la haraposa vieja que le hablaba de un modo para ella incomprensible. Y sin volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente, hizo adem?n de entrarse en el interior de la casa; pero su interlocutora, que no parec?a dispuesta ? ceder con tanta facilidad en su empe?o, asi?ndola de la saya la detuvo un instante, y torn? ? decirle:

--T? me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas, porque no s?lo s? bien lo que yo hablo, sino lo que t? piensas, como conozco igualmente la ocasi?n de tus pesares.

Y cual si su coraz?n fuese un libro y ?ste estuviera abierto ante sus ojos, repiti? ? la sobrina del cura, que no acertaba ? volver en s? de su asombro, cuantas ideas hab?an pasado por su mente, al comparar su triste situaci?n con la de las otras muchachas del pueblo.

Dorotea, que al principio se prest? de mala voluntad ? oir las palabras de la vieja, fu? poco ? poco interes?ndose en aquella halag?e?a pintura del brillante porvenir que pod?a ofrecerle, y aunque sin desplegar los labios, con una mirada entre cr?dula y dudosa, pareci? preguntarle en qu? consist?a lo que debiera hacer para alcanzar aquello que tanto deseaba. La vieja entonces, sacando una botija verde que tra?a oculta entre el harapiento delantal, le dijo:

--Mos?n Gil tiene ? la cabecera de su cama una pila de agua bendita de la que todas las noches, antes de acostarse, arroja algunas gotas, pronunciando una oraci?n, por la ventana que da frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con esta, y despu?s de apagado el hogar dejas las tenazas envueltas en las cenizas, yo vendr? ? verte por la chimenea al toque de ?nimas, y el se?or ? quien obedezco, y que en muestra de su generosidad te env?a este anillo, te dar? cuanto desees.

Esto diciendo le entreg? la botija, no sin haberle puesto antes en el dedo de la misma mano con que la tomara un anillo de oro, con una piedra hermosa sobre toda ponderaci?n.

La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer ? la vieja, permanec?a a?n irresoluta y m?s suspensa que convencida de sus razones; pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivos colores supo pintarle el triunfo de su amor propio ajado, cuando al d?a siguiente, merced ? la obediencia, lograse ir ? la hoguera de la plaza vestida con un lujo desconocido, que al fin cedi? ? sus sugestiones, prometiendo obedecerla en un todo.

Pas? la tarde, lleg? la noche, llegando con ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios y los conjuros, y ya mos?n Gil, sin caer en la cuenta de la sustituci?n del agua con un brebaje maldito, hab?a hecho sus in?tiles aspersiones y dorm?a con el sue?o reposado de los ?ngeles, cuando Dorotea, despu?s de apagar la lumbre del hogar y poner, seg?n f?rmula, las tenazas entre las cenizas, se sent? ? esperar ? la bruja, pues bruja y no otra cosa pod?a ser la vieja miserable que dispon?a de joyas de tanto valor como el anillo, y visitaba ? sus amigos ? tales horas y entrando por la chimenea.

Los habitantes de la aldea de Trasmoz dorm?an asimismo como lirones, excepto algunas muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos para el d?a siguiente. Las campanas de la iglesia dieron al fin el toque de ?nimas, y sus golpes lentos y acompasados se perdieron dilat?ndose en las r?fagas del aire para ir ? expirar entre las ruinas del castillo. Dorotea, que hasta aquel momento, y una vez adoptada su resoluci?n, hab?a conservado la firmeza y sangre fr?a suficientes para obedecer las ?rdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y fijar los ojos con inquietud en el ca??n de la chimenea por donde hab?a de verla aparecer de un modo tan extraordinario. No se hizo esperar mucho, y apenas se perdi? el eco de la ?ltima campanada, cay? de golpe entre la ceniza en forma de gato gris y haciendo un ruido extra?o y particular de estos animalitos, cuando, con la cola levantada y el cuerpo hecho un arco, van y vienen de un lado ? otro acarici?ndose contra nuestras piernas. Tras el gato gris cay? otro rubio, y despu?s otro negro, m?s otro de los que llaman moriscos, y hasta catorce ? quince de diferentes dimensiones y color, revueltos con una multitud de sapillos verdes y tripudos con un cascabel al cuello, y una ? manera de casaquilla roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron ? ir y venir por la cocina, saltando de un lado ? otro; ?stos por los vasares, entre los pucheros y las fuentes, aqu?llos por el ala de la chimenea, los de m?s all? revolc?ndose entre la ceniza y levantando una gran polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar su cascabel, se pon?an de pie al borde de las marmitas, daban volteretas en el aire ? hac?an equilibrios y dislocaciones pasmosas, como los clowns de nuestros circos ecuestres. Por ?ltimo, el gato gris, que parec?a el jefe de la banda, y en cuyos ojillos verdosos y fosforescentes hab?a cre?do reconocer la sobrina del cura los de la vieja que le habl? por la tarde, levant?ndose sobre las patas traseras en la silla en que se encontraba subido, le dirigi? la palabra en estos t?rminos:

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