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Read Ebook: La Puchera by Pereda Jos Mar A De

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Ebook has 1811 lines and 126849 words, and 37 pages

NOTA DE TRANSCRIPCI?N

OBRAS COMPLETAS DE D. JOS? MAR?A DE PEREDA

OBRAS COMPLETAS DE D. JOS? M. DE PEREDA DE LA REAL ACADEMIA ESPA?OLA

LA PUCHERA

SEGUNDA EDICI?N

MADRID VIUDA ? HIJOS DE MANUEL TELLO 1901

<> EN LA ARCILLOSA

Qui?n de los dos empuj? primero, yo no lo s?. Quiz?s fuera el mar, acaso fuera el r?o. Aver?g?elo el ge?logo, si es que le importa. Lo indudable es que el empuje fu? estupendo, di?rale quien le diera; es decir, el r?o para salir al mar, ? el mar para colarse en la tierra. Mientras el punto se aclara, supongamos que fu? el mar, siquiera porque no se conciben tan descomunales fuerzas en un r?o de quinta clase, que no tiene doce leguas de curso.

?Labor de titanes! Primero, el pe?asco abrupto, recio y compacto de la costa. All?, ? golpe y m?s golpe, contando por c?mulos de siglos la faena, se abri? al fin ancho boquete, irregular y ?spero, como franqueado ? empellones y embestidas. Al desquiciarse los pe?ascos de la ingente muralla, algo cay? hacia afuera que result? islote mondo y escueto, y m?s de otro tanto hacia dentro, en dos mitades casi iguales, que vinieron ? ser ? modo de contrafuertes ? esconzados de la enorme brecha. La labor del intruso para continuar su avance, fu? ya menos dif?cil: s?lo se trataba de abrirse paso ? trav?s de una sierra agazapada detr?s de la barrera de la costa; y forcejeando all? un siglo y otro siglo, buscando ? tientas al obst?culo las m?s blandas coyunturas de su armaz?n de granito, qued? hecho el cauce, profundo y tortuoso, entre dos altos taludes que el tiempo fu? tapizando de c?sped y bordando de malezas.

Atravesada la sierra, el cauce desemboc? en un valle, verde y angosto, encajonado entre ondulantes cerros y colinas, que van escalon?ndose suavemente y creciendo ? medida que se alejan hacia la erguida cordillera que recorta el horizonte con su perfil de jorobas y picachos, de Este ? Oeste. Las aguas, detenidas un instante al asomar al valle, como para formar all? un remedo de golfo, corrieron hacia la izquierda, lamiendo por aquel lado las faldas del montecillo que las separaba del mar; despu?s retrocedieron s?bitamente, describiendo r?pida curva sobre la derecha; se deslizaron mansas, tranquilas y en l?nea recta, ? lo largo del valle hasta dar con otro cerro de escarpada ladera; y arrimaditas ? ?l, continuaron corriendo y abriendo cauce tierra adentro, hasta perderse en un laberinto inextricable, cuyos misterios no hab?a penetrado todav?a la luz del sol.

Es posible que en aquellas espesuras toparan con el ocioso r?o dormitando entre sus ca?averales y bajo su espeso dosel de alisos, madreselvas y avellanos brav?os; pero lo que no tiene duda, porque bien ? la vista est?, es que desde entonces, por el mismo cauce que llenan y desocupan dos veces cada d?a las salobres aguas, salen al Atl?ntico mezcladas con ellas las ins?pidas del r?o, que ha bajado, creciendo poco ? poco con ayuda de vecinos y despe??ndose ? menudo, desde sus pobres fuentes escondidas en un repliegue sombr?o de las monta?as del fondo.

Este cauce, en su parte recta y m?s larga, y en sentido opuesto ? la l?nea de la costa, tiene dos grandes derivaciones ? ca?os, que arrancan de ?l, casi verticalmente, como del tronco las ramas principales; y los ca?os, ? su vez, otras ramificaciones que surcan en varios sentidos la ribera hasta el contorno mismo de la tierra firme: de modo que en las pleamares toda la planicie aparece tijereteada y subdividida en islillas verdes, en las cuales pastan los ganados el sabroso liquen que crece entre api?ados haces de fin?simos juncos.

Y el caso es que yo mismo ando ? dos jemes de creerlo tambi?n al pie de la letra, porque verdaderamente es de lo m?s hermoso que puede imaginarse aquel panorama inundado de luz y de alegr?a.

Hosco.

Y la mujer era de suma necesidad en aquella casa tan falta de gobierno y del aseo que no pueden tener dos hombres rudos, esclavos adem?s de un incesante trabajo. Pedro Juan ten?a una hermana; pero esta hermana estaba casada y llena de familia; y aunque viv?a tambi?n en Las Pozas, harto ten?a que hacer en su propia casa para pensar en el arreglo de la de su padre. Gracias que cada ocho d?as les lavaba la ropa blanca, y cada quince daba un recorrido ? los pobres trastos del hogar, y remendaba lo m?s apremiante de lo roto, y en los grandes apuros les echaban, ella y <> una mano ? las faenas. Y para eso, ?qu? ponderar la ayuda y los ahogos, y qu? zamparse la familia entera las hogazas y los torreznos de los pobres solitarios, en un par de comidas y otras tantas cenas!

Con ser tanto lo que ocupaban al padre y al hijo los trabajos de la r?a, esto no era para ellos m?s que lo accesorio, ? <> lo principal era la labranza de unas tierras y el cuidado de unos animales. As? andaba en aquella pobre casuca revuelto lo marino con lo campestre: la red con el arado, el remo con el horc?n; y en la socarre?a adjunta, el aparejo de la barqu?a sobre la p?rtiga del carro. Tiempos hubo en que las tierras y el ganado y la casa y cuanto en ella se conten?a, fueron de la propiedad del Lebrato, parte de ello por herencia, y el resto adquirido con los doblones venidos de Cochinchina; pero ? aquellos tiempos bonancibles y pr?speros, sucedieron otros bien adversos; largas y crueles enfermedades que, tras de dejar viudo al pobre hombre, le costaron buenos dineros; plagas que arruinaron las cosechas y diezmaron los ganados; el fisco, que no repara cosa mayor en tales desventuras para llevarse, por buenas ? por malas, lo mejor de la hacienda del atribulado... y lo que de todo esto se sigue por ley fatal de las desdichas humanas; y Juan Pedro tuvo que acudir al anticipo, y despu?s al pr?stamo con hipoteca; y como cay? en malas manos para todos estos delicados tejemanejes, de la noche ? la ma?ana se vi? convertido, de acomodado propietario, en simple y menesteroso rentero de su prestamista, que a?n le ponderaba este favor, pues derecho ten?a para arrojarle de casa y buscar otro colono para sus tierras y ganados. Conven?a el Lebrato en ello; y lejos de amilanarse por tan poca cosa, sin perder su buen humor ni verse un frunce de m?s ni de menos en sus ojillos risoteros, se lanzaba con doble ahinco ? sus bregas de pescador, para sacar de ellas el dinero que le costaban la escasa borona que le nutr?a el demacrado cuerpo, y los m?seros trapos en que le envolv?a.

? Pedro Juan no le alcanzaron m?s que los tiempos malos; con lo cual y la singular contextura de su naturaleza, se acomod? sin esfuerzo ? lo que ellos daban de s? buenamente, que era bien poco y bien arrastrado en su mayor parte.

Y as? y con otros trabajillos que no andaban tan ? la vista como ello, iban tirando de la vida el padre y el hijo al tener yo el gusto de present?rselos al lector bondadoso, metidos hasta las choquezuelas en la basa de la Arcillosa, cerquita de su empalme con la r?a; clavando con picachos de madera la parte inferior de una red que alcanzaba de orilla ? orilla; plegando lu?go el resto sobre lo clavado en el suelo; afirm?ndolo all? con cantos sobrepuestos para que no se recelaran los pescados ni la levantara la marea seg?n fuera ?sta subiendo, y atando, por ?ltimo, en lo alto de cada orilla del ancho cauce, las dos cuerdas que arrancaban de los dos extremos de la red oculta. La misma operaci?n hicieron en seguida en los dos ?nicos portillos de la Arcillosa, que, aunque lejana, ten?an comunicaci?n con la gran arteria de la r?a. Terminadas estas operaciones, que no duraron menos de dos horas, padre ? hijo emprendieron la vuelta ? casa, ? ratos por el fango del estero, y ? ratos por la junquera, seg?n fueran ? no accesibles sin esfuerzo los islotes del atajo.

Mediaba el mes de junio: las mareas eran vivas, el d?a espl?ndido, y aquella red, la primera que echaba el Lebrato en el vagar que le ofrec?an sus trabajos campestres, entre el resallo y la siega.

Y no fu? desairado el aviso, pues desde m?s de una hora antes de la bajamar, ya comenzaron ? salir de los tres barrios, triscando como potros brav?os, con el morral al costado, el retuelle al hombro, las perneras remangadas hasta las ingles, los pies descalzos, los brazos en cueros vivos y la cabeza hecha un bardal, cerca de dos docenas de mozuelos y m?s de seis mocetones, que no pararon de correr hasta la casa misma de los rederos, donde tomaban de memoria el n?mero que hab?a de corresponderles en la fila, seg?n el orden en que iban llegando.

Cuando no qued? en la Arcillosa m?s agua que la contenida en su canal angosta, se form? dentro de ella, y en el orden indicado, la fila, de uno en uno, detr?s de los rederos y su familia. Iban, pues, delante de todos, el Lebrato, su hijo y tres nietos. Ten?an los rederos ese privilegio en compensaci?n del derecho que asist?a ? sus convecinos, y no se sabe por qu?, para tomar parte en toda pesca preparada de igual modo en la ribera del lugar.

La fila no bajaba de treinta cuando el Lebrato se agazap? y comenz? ? andar Arcillosa arriba, ? pasos muy cortos y muy lentos, arrastrando al mismo tiempo la mitad del aro de su retuelle por el suelo de la canal; y los que le segu?an, imitando su ejemplo, se fueron humillando uno por uno, dando con sus oscilaciones y bamboleos tal aspecto ? la procesi?n, que m?s parec?a revolcarse que caminar. Como el di?metro de los retuelles no era menor que el ancho de la canal, evidente es que cada pescador no pod?a contar con otros peces que los que se escabulleran, casi de milagro, por los resquicios ? las mallas del retuelle del que le preced?a. De este modo, calc?lese lo que le alcanzar?a al que formaba en la cola, por cada libra de pescado que embaulara el Lebrato en su morral. Ni los c?mbaros llegaban esa vez al retuelle del muchacho que hac?a en la procesi?n el n?mero treinta.

Pues a?n hubo aquella tarde quien hizo el de treinta y uno; porque ? deshora y cuando ya iba la procesi?n bien apartada de la orilla, lleg? Quilino, un mozo del barrio de la Iglesia que siempre iba el ?ltimo ? todas partes y donde quiera estaba de m?s; y hasta en negocios de amor le dejaban <> y en <> como le estaba pasando entonces con Pilara, que no se resolv?a ? darle el s? en tanto no hablara el Josco que, ? lo que parec?a, <> Con estas cosas se pon?a Quilino que ard?a. Lleg? ? la red echando los h?gados por la boca de tanto correr, y muy arremangado de camisa y perneras, pero sin retuelle ni morral: no llevaba m?s que una talega, como de medio celem?n. Se lanz? ? la basa, entr? en la canal y comenz? ? arrastrar la talega, cuya boca manten?a medio abierta con la ayuda de una velorta reci?n cortada en el camino. Rastreando as? con gran dificultad, porque la talega era de lienzo bien tupido y opon?a gran resistencia al agua que entraba en ella para no salir si no la echaban por donde hab?a entrado, lleg? ? la cola de la fila con dos c?mbaros chicos, tres esquilas y una zapatera, que resultaron en el fondo de la talega al derramar el agua que conten?a.

--?De qu? vus ri?s tanto, chacho?--pregunt? Quilino en cuanto se arrim? al colero, que en aquel instante estrenaba el morral con un rodaballo no m?s grande ni m?s grueso que un librillo de fumar.

--Del horror de cosas que mos dice t?o Lebrato--respondi? el del rodaballo chiquit?n.--?Conchis, qu? cel?bre que est? hoy!

Y el caso es que la gente aqu?lla se re?a por reir, las m?s de las veces, porque del quinto de la fila para abajo, ninguno celebraba lo que verdaderamente sal?a de los labios de Juan Pedro. Como ten?a ?ste poca voz, y en aquellas ocasiones hablaba casi con la boca entre las rodillas, y adem?s sonaban mucho el chocleteo de piernas y retuelles en el agua y el pujar y toser de los que iban cans?ndose en aquella postura tan inc?moda, las palabras del Lebrato, por mucho que ?ste las esforzara, no eran o?das en toda su claridad m?s abajo del tercero ? cuarto de la fila; pero como all? se iba, tanto ? m?s que por la pesca, por oir los relatos de Juan Pedro, era ya cosa convenida que cada frase del redero fuera repetida de trecho en trecho y pasada de boca en boca hasta las orejas del ?ltimo de la fila; con lo que acontec?a que, cuando ?sta era larga, al llegar la frase ? la mitad del camino, ya no ten?a punto de semejanza con la que hab?a salido de la cabecera...

--Amigos de Dios: una vez pillamos ? un general muy runflante de las fuerzas de los chinos... porque un mandar?n ech? un bando con cuatro aleluyas... que, por equ?voco, le sacaron de las trincheras.

Pues el per?odo ?ste, emitido ? trozos y dando tumbos fila abajo cada uno de ellos, de boca en boca y pescado al o?do conforme ? las respectivas entendederas, fu? llegando ? las de Quilino en la siguiente forma:

Todas estas cosas discurri? Quilino, ? su manera y en un periquete, en cuanto lleg? ? su o?do la ?ltima frase del per?odo copiado, con lo que se puso hecho un veneno; y dando un talegazo furibundo en la basa, pidi? cuentas del dicho al mozalbete que se le hab?a endosado, el cual respondi? que como se le entregaron le hab?a hecho correr; reclam? entonces ? la estafeta inmediata, sali?ndose ya para esto de la canal; mas como por all? arriba no se hab?a dicho ni o?do cosa semejante ? lo que produc?a la protesta de Quilino, que bailaba de coraje encima de la basa, los treinta de la red le armaron una de risotadas y chiflidos, que temblaba la junquera. Ceg?se con ello Quilino, y fu?se en derechura hacia el Josco, que era el que m?s le ofend?a all?, no por lo que dijera ni silbara, pues ni despleg? los labios el infeliz, ni con una mala arruga en ellos di? ? entender que deseaba reirse de lo que estaba pasando; sino por ser quien era: el mozo de cuya lengua depend?a que Pilarona le diera ? ?l ? no le diera <> Pedro Juan podr?a ser corto para decir ? una moza <> pero ? dar pronto, bien y ? tiempo una casta?a ? un provocador, y provocador tan mal visto de ?l como Quilino, que podr?a ? no podr?a salirse con la suya en el empe?o en que estaba metido, no hab?a maestro que le ganara. De modo que en cuanto vi? la actitud de Quilino y sinti? que le temblaba un poco la mejilla izquierda, ?nico s?ntoma que anunciaba en ?l que se hab?a colmado la medida de su aguante, larg? el retuelle y di? el primer avance para salir de la canal; pero lo observ? su padre, le cort? el paso con la ayuda de unos cuantos concurrentes, y entre todos ellos le volvieron ? su sitio, mientras los restantes de la red daban otra grita al desconcertado retador y le echaban hacia abajo.

Y ? esto debi? Quilino la fortuna de conservar por entonces todos sus dientes en la boca, y de no haber dejado aquella tarde bien estampada su persona en la basa del estero.

EL CONFLICTO DE PEDRO JUAN

Mejor aprovech? pudo haber sido la tarde--dec?a Juan Pedro ? su hijo mientras los dos refrescaban el pescado de los respectivos morrales zambull?ndole en el agua limpia de la caldera, que para eso hab?an colocado sobre el poyo del soportal de su casa;--pero otras redes han dado menos, y quizaes la de ma?ana no d? ni tanto. ?Te paece que habr? aqu? veinte libras?

Pedro Juan dijo con la cabeza que no.

--Ya estaba yo en eso, como lo estoy en que pasan de quince.

Pedro Juan hizo un signo afirmativo.

--Y de decis?is.

Otra afirmaci?n muda del Josco.

--Y de decisiete.

Nueva afirmaci?n muda del susodicho.

--Y de deciocho.

Pedro Juan hizo un gesto que quer?a decir: <>

Pedro Juan hizo otro gesto que significaba: <>

Pedro Juan respondi? que s?.

--Pos ?chale haza ac?, y trae tami?n la triguera pa desapartar lo de costumbre.

Pedro Juan hizo lo que le mandaba su padre; y fu? de notarse que al paso que coloc? el cesto muy sosegadamente arrimado al poyo, arroj? encima de ?l la triguera de muy mala gana.

--Convenido, hijo, convenido. Pecao mortal es que aquella boca se los zampe; pero ? mal tiempo buena cara: ? m?s de que ? eso le tenemos avezao mucho hace, y sabe Dios lo que ser?a de otro modo.

Casi ? tientas, porque era ya de noche y no hab?a otra luz que la que reflejaba la tenue claridad del cielo, comenz? el Lebrato ? sacar de la caldera los peces que conten?a, para colocarlos uno ? uno sobre la carnada del cesto. De paso, y vali?ndose para ello, m?s que de la blancura reluciente del pescado, de la experta sutileza de su tacto de pescador, separaba en la triguera los peces que hab?an de servir para los fines que se propon?a. Cuando Pedro Juan volvi? con dos mimbres, que fu? ? coger de un haz de ellos que guardaba encima de una barrotera del estragal, su padre hab?a apartado las tres lobinas, los cuatro mubles y los dos rodaballos mayores y m?s lucidos que hab?a en la caldera.

El Josco, sin decir una palabra, se qued? mirando, con muy duro ce?o, las nueve hermosas piezas; despu?s eligi? las tres m?s grandes, y las fu? ensartando por las agallas en uno de los mimbres, cuyos extremos sobrantes uni? muy curiosamente en forma de estrovo. Di? otra zambullida en la caldera ? los peces ensartados as?, y los dej? blandamente sobre los que hab?a en el cesto. Tambi?n fu? de notar que al ensartar los otros seis escogidos, parec?a que los daba de pu?aladas con el mimbre cuando le pasaba de las agallas ? la boca; que se limit? ? dar un nudo muy tosco ? las puntas de la vara, y que arroj? la sarta en la triguera sin cansarse en meter antes los peces en el agua. Hecho esto, rasc? con las u?as lo mayor del barro seco que a?n conservaba pegado ? las zancas; se baj? las perneras que ten?a arremangadas; las di? unos manotazos hacia los pies; frot? lu?go ambas palmas contra las respectivas caderas; li? un pito, ech? una yesca, y le encendi?; y como quien se dispone ? tomar una resoluci?n her?ica, restreg?se las manos y cogi? con cada una de ellas una sarta de pescado.

El Lebrato le miraba de hito en hito y le dejaba hacer sin decirle una palabra. Cuando not? que se iba ? largar sin m?s explicaciones, le habl? as?:

--?Por las trazas, lo vas ? llevar esta noche? Pens? que lo dejar?as pa ma?ana, de paso que corr?amos lo dem?s, si antes no vienen por ello.

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