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Read Ebook: Las Furias by Baroja P O

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Ebook has 1419 lines and 57503 words, and 29 pages

Mi tiempo transcurr?a en mi casa y en casa de mi novia. Los domingos paseaba con ella por la Alameda, y a todas horas le rondaba la calle. A veces me sent?a muy melanc?lico, y esto lo atribu?a a las peque?as disensiones que ten?a con mi padre y con mi novia.

ARRUINADOS

EN esto, mi padre, que estaba fuerte como una roca, as? al menos lo dec?a ?l, cay? enfermo y en pocos d?as muri?. Empezamos mi hermano y yo a intervenir en los asuntos de nuestra casa comercial, y result?, seg?n nos dijo nuestro socio, que mi padre, quitando algunas acciones de minas, que por entonces no produc?an nada, no ten?a un cuarto.

Al poco tiempo todo M?laga se hallaba enterada de nuestra ruina. Hicimos un balance de cuentas que nos dej? espantados. Afortunadamente, mi madre, mujer en?rgica, de car?cter, tom? las riendas de la casa: cort? por lo sano; vendi? joyas y mobiliario, qued?ndose s?lo con lo imprescindible, y fuimos a vivir a una casita de campo de la Caleta.

Mi hermano y yo nos dispusimos a trabajar para ver el modo de poner a flote el negocio de mi padre.

El socio nos manifest? una mala intenci?n se?alada, y vimos claramente que quer?a quedarse con la casa comercial, dando una peque?a pensi?n a mi madre. Nos enteramos del valor que pod?an tener las acciones de la compa??a minera en donde mi padre hab?a metido varios miles de duros, pero estas acciones se hallaban por entonces muy en baja, y nuestros amigos nos aconsejaron que esper?ramos alg?n tiempo para venderlas.

Es muy poco grato vivir en un pueblo en donde se ha pasado por rico: se molesta uno al ver que la gente conocida huye del arruinado y se tiende a la desconfianza y a la suspicacia.

Los meses que pas? en M?laga, despu?s de la muerte de mi padre, fueron para m? muy desagradables. Cre?a ver en todo el mundo apartamiento y desd?n. S?lo mi novia segu?a queri?ndome y trat?ndome como hasta entonces.

Poco despu?s, su padre se me acerc? en la Alameda, y tras de largas consideraciones y de decirme que no me quer?a mal, me indic? que no visitara ni escribiera a su hija. Amablemente, me cerraba las puertas de su casa.

Yo volv? a la m?a completamente deprimido. Por entonces comenc? a decaer, me sent?a cansado y triste. Mi hermana, con m?s genio que yo, se burlaba de m? y me dec?a que ten?a sangre de chufas.

--Si ?ste es as?, dejadle--observaba mi madre.

No era s?lo pena y tristeza lo que yo ten?a, porque pocos d?as despu?s tuve que acostarme y pas? durante cuatro semanas la fiebre tifoidea.

Cuando empec? a levantarme, mi madre, viendo que segu?a l?nguido y triste y que no reaccionaba r?pidamente en la convalencia, me dijo:

--Lo que t? tienes que hacer es marcharte de aqu?.

--?Ad?nde?

--Qu? s? yo. El mundo es grande.

--Est? uno bastante mal preparado para luchar en la vida.

--Otros con menos medios que t? han llegado a ser algo.

Sab?a un poco de franc?s, ingl?s y cuentas. Me hubiera gustado ir a vivir a Inglaterra, pero comprend?a que el aprendizaje all? ser?a demasiado caro y demasiado largo para un hombre sin medios.

Al bajar, en el puerto, Barrenechea me di? dos cartas de recomendaci?n. Una, para un se?or Serra, comerciante, y la otra, para un capit?n de cabotaje, llamado Ram?n Arnau, que viv?a cerca del puerto.

DO?A GERTRUDIS Y EULALIA

EL capit?n Arnau, hombre tosco, no muy amable, me recibi? de una manera un tanto ruda. Me convid? a comer en su casa y me llev? por la tarde al escritorio del se?or Serra, que ten?a un gran almac?n de granos y de harinas en una calle pr?xima al puerto. El se?or Serra me someti? a un interrogatorio, y gracias al capit?n Arnau, que vino en mi ayuda, pude salir bien del paso. Hice valer mis conocimientos y entr? en la casa como escribiente y tenedor de libros, con veinticinco duros al mes.

Ya aceptado y con un empleo fijo, tuve que pensar en la cuesti?n del alojamiento, cuesti?n dif?cil, porque hab?a por entonces mucha guarnici?n en el pueblo y dos o tres regimientos m?s que de ordinario, con lo cual todas las fondas y casas de hu?spedes estaban ocupadas por oficiales.

El hijo de mi patr?n, Emilio Serra, me di? una tarjeta para que visitara a dos se?oras, t?a y sobrina, que viv?an en la calle de las Moscas, calle del pueblo viejo, entre la muralla y la Catedral. Tard? bastante en encontrar la calle, que estaba en lo m?s elevado de la ciudad, cerca de la capilla de San Mag?n.

Encontrada la casa, llam? y sub? hasta el ?ltimo piso. Las dos se?oras, t?a y sobrina, eran castellanas; me recibieron amablemente y me alquilaron un cuarto espacioso, con una ventana que ca?a a la parte de atr?s de la calle de las Moscas, hacia la muralla.

Al principio vacilaron en darme hospedaje completo con la comida; pero a lo ?ltimo, y dici?ndoles yo que me acomodar?a a sus gustos y costumbres, quedamos en que comer?a con ellas.

Mis patronas, como he dicho, eran t?a y sobrina. La t?a, viuda de un comandante retirado, muerto en Tarragona; la sobrina, soltera. Do?a Gertrudis era una se?ora de pelo blanco, ojos claros, de aire muy amable y muy inteligente, y vestida siempre de negro. La sobrina, Eulalia, de unos cuarenta a?os, ten?a los ojos muy vivos, la boca grande, de dientes blancos, los ademanes en?rgicos y apasionados. Eulalia vest?a tambi?n de negro; seg?n supe despu?s, un novio con quien iba a casarse hab?a muerto d?as antes de la proyectada boda y se consideraba como viuda.

A m? me parec?a por su pureza y su fidelidad un tipo intermedio entre Astrea y Artemisa.

El primer d?a que comenc? mi trabajo en la oficina de don Vicente Serra me pareci? muy largo y penoso. Por la noche habl? con las dos se?oras de mi casa largamente y les cont? mi vida.

Eran do?a Gertrudis y Eulalia de cerca del pueblo de la familia de mi madre, y con tal motivo intimamos, consider?ndonos como medio paisanos.

--Es extra?o--me dijeron varias veces, una y otra--. Usted no tiene nada de andaluz.

La amabilidad de mis patronas suaviz? la vida que llevaba en Tarragona. Mi patr?n, don Vicente Serra, hombre de unos cincuenta y tantos a?os, no me resultaba nada simp?tico: era fr?o, soberbio, ordenancista; tipo del comerciante rico que se da en todo el Mediterr?neo. Me dijeron que prestaba dinero a usura y que, a pesar de ser muy santurr?n y de ir a todas las procesiones y ceremonias religiosas, andaba en relaciones con las Celestinas del pueblo.

El hijo, Emilio Serra, no era tampoco simp?tico: se manifestaba muy d?spota y muy orgulloso de su riqueza. Los Serra ten?an una de las casas m?s lujosas de la Rambla de San Carlos.

En los d?as siguientes de mi estancia all? me fu? haciendo cada vez m?s amigo de las se?oras de mi casa. Arregl? mi cuarto, que era grande, espacioso, blanqueado, con vigas azules en el techo, a mi gusto. Puse en las paredes algunas estampas y litograf?as tra?das de Inglaterra, un estante para mis libros, una mesa delante de la ventana, y me prestaron mis patronas un sill?n, con los brazos terminados por cabezas de pato, muy c?modo.

Mi cuarto daba a una sala empapelada de verde, con su piano, su c?moda, el espejo peque?o con marco de caoba, dos retratos al ?leo y varias estampas. Esta sala ten?a una siller?a de estilo ingl?s. Eulalia me dijo que pod?a escribir all? si quer?a, pero yo le contest? que con mi cuarto me bastaba.

Eulalia tocaba muy bien el piano, daba algunas lecciones y cantaba con mucho gusto. Yo la o?a, sobre todo los domingos y d?as de fiesta, desde mi cuarto, sentado cerca de la ventana, por donde se ve?a, enfrente y a la derecha, el Campo de Marte, dominado por el alto del Olivo, y a la izquierda, la ribera del Francol?, un inmenso jard?n lleno de bosques de palmeras, de limoneros y de almendros.

Aunque no conoc?a Grecia, me figuraba que as? deb?an ser los paisajes cantados por los antiguos poetas buc?licos de la H?lade.

EVOCACIONES Y RECUERDOS

POR Eulalia me enter?, d?as despu?s, que la casa donde viv?amos estaba en el emplazamiento del antiguo Foro y pr?ximo al Capitolio.

--?As? que vivimos entre el Foro y el Capitolio?--le pregunt? a Eulalia.

--S?, se?or. Ya ve usted qu? honor. Aqu? cerca, al lado de la puerta del Rosario, est?n tambi?n los muros cicl?peos.

Contempl? estos trozos de murallas, constru?dos con enormes pe?as por pueblos antiqu?simos y fabulosos. El Capitolio, seg?n me dijeron, ocupaba un espacio limitado por una l?nea que, partiendo de la calle de las Escriban?as Viejas, pasaba por la parte superior del Horno de los Can?nigos y la pared del claustro de la Catedral, y cruzaba por frente al convento de la Ense?anza, hasta la casa del Arcedianato de San Lorenzo. En este sitio hab?a existido la torre del Patriarca, torre en donde estuvo prisionero Francisco I, despu?s de la batalla de Pav?a, antes de ser trasladado a Madrid, y que fu? volada por los franceses en 1813. Dentro del recinto del antiguo Capitolio entraba tambi?n el jard?n del Magistral.

El Foro, al parecer, comenzaba en el castillo de Pilatos y plaza del Rey, segu?a por la calle de Santa Ana, yendo a formar ?ngulo con la de Santa Teresa, pr?ximamente a la casa del Horno de Salas; desde aqu? segu?a en l?nea recta por la Mercer?a, escaleras de la Catedral y calle de la Civader?a, trazaba un ?ngulo en la calle de las Moscas, segu?a la l?nea por el arco de Toda y el huerto de la casa de las Beatas, cerrando la l?nea en la plaza del Pallol.

Del Foro se conservaba todo su ?mbito: las b?vedas subterr?neas en la calle de la Mercer?a, y las superficiales en la parte de atr?s de la Catedral.

No lejos de casa estaba tambi?n el palacio de Augusto, la torre de Pilatos, y hacia el mar, el Circo, donde se encuentra ahora el presidio del Milagro.

Esta vecindad, con los antiguos monumentos ilustres de la ?poca, me llenaba vagamente la imaginaci?n de ideas trascendentales.

Cuando sal?a de mi trabajo e iba a casa de mis patronas marchaba muy alegre. Les contaba c?mo hab?a pasado el d?a, y les llevaba noticias que corr?an por el pueblo acerca de la guerra. Ellas, a su vez, sab?an otras noticias, y confront?bamos las suyas con las m?as.

Por las noches de invierno, despu?s de cenar, ten?amos en la mesa-camilla, do?a Gertrudis, Eulalia y yo, largas conversaciones. Do?a Gertrudis me contaba escenas de la guerra de la Independencia, presenciadas por ella. Esta guerra hab?a dejado, como en otras ciudades espa?olas, un terrible recuerdo en Tarragona. Tarragona se defendi? contra los franceses con un gran valor, como Zaragoza y Gerona. Los dos meses que dur? el sitio de la ciudad fueron de una espantosa carnicer?a.

Do?a Gertrudis recordaba al viejo general don Sen?n Contreras, yendo y viniendo por los baluartes, rodeado por su Estado Mayor, hablando siempre a los soldados y a los guerrilleros con una gran energ?a y un fren?tico entusiasmo. Do?a Gertrudis contaba con muchos detalles la vida del pueblo en los meses de sitio, las mil c?balas que se hac?an acerca de la suerte de la ciudad y las versiones que corr?an sobre la ferocidad de las tropas del mariscal Suchet.

Por lo que dec?a ella, a quien m?s odiaba entonces el vecindario era a la legi?n italiana, que estaba con un regimiento de sitio tambi?n italiano, entre el fuerte de Loreto y el mar.

Esta legi?n se hallaba formada por sicilianos, napolitanos y corsos, reunidos en un dep?sito de reclutamiento en la Isla de Elba. La legi?n se hallaba constitu?da por aventureros, bandidos y ladrones capaces de todo. Uno de sus sargentos, Bianchini, se supo que hab?a hecho la apuesta de comerse el coraz?n del primer centinela espa?ol que matase, y, por lo que se dijo, se lo lleg? a comer.

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