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Read Ebook: The Babes in the Basket; or Daph and Her Charge by Baker Sarah S Sarah Schoonmaker

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Ebook has 258 lines and 11407 words, and 6 pages

EL ORIGEN

DEL

PENSAMIENTO

NOVELA

POR

D. ARMANDO PALACIO VALD?S

MADRID

IMPRENTA DE LOS HIJOS DE M. G.-HERN?NDEZ

Libertad, 16 duplicado, bajo.

ES PROPIEDAD

Mario ten?a encendidos los p?mulos y el resto de la cara bien p?lido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resist?a a dar paso al caf?, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volv?an frecuentemente hacia una de las pr?ximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos ni?as de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente caf?. Los pap?s le?an los peri?dicos; las ni?as escuchaban distra?das las notas prolongadas, quejumbrosas, del viol?n.

El viol?n se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qu?. El vasto sal?n del caf? estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el m?dico precio de la taza de caf? se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al viol?n todas las sinfon?as y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, le?an los peri?dicos y se daban tono de personas pudientes. Hab?a tambi?n estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categor?a y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable.

De todas las calles c?ntricas de Madrid, la ?nica que conserva cierta tranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calle Mayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos docea?istas, la Fontana de Oro, y se extra?a no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El caf? del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo car?cter burgu?s, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la hora presente no se han dado cita all? las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital. Ni a primera ni a ?ltima hora de la noche reina all? Pr?apo, numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos.

Cualquiera podr?a observar que una de las ni?as, la m?s llena de carnes y redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilaba en aquella direcci?n. Cuando esto acaec?a, la joven sonre?a leve y pl?cidamente mientras aqu?l hac?a una mueca singular que nada ten?a de sonrisa, aunque pretend?a serlo.

Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos peque?os y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo ?nico que prestaba atractivo y ennoblec?a singularmente aquel rostro vulgar. No s?lo miraba con m?s recelo que entusiasmo hacia la ni?a de la mesa inmediata; tambi?n dirig?a sus ojos asustados hacia la puerta de cristales que se abr?a y cerraba a cada momento para dejar paso a los tertulios. El chirrido del resorte le produc?a vivos estremecimientos.

--?Cu?nto tarda hoy D. Laureano!--exclam? al fin en voz alta dirigi?ndose al compa?ero que ten?a enfrente.

Era ?ste joven tambi?n, de rostro p?lido adornado con gafas; gastaba la barba y los cabellos largos en demas?a; su traje, m?s desaseado que mezquino. Ni respondi? ni levant? siquiera la cabeza al o?r la exclamaci?n de su amigo, atento a la lectura del peri?dico que ten?a entre las manos. Mario qued? algo confuso por aquella indiferencia, y a?adi? sacando el reloj:

--Las nueve y media ya... Otros d?as est? aqu? a las nueve.

El mismo silencio por parte del joven de la luenga barba.

Una miradita a la puerta, otra a su regordeta vecina y un sorbo de caf? fueron las tres cosas que supo hacer para indemnizarse del desd?n de su compa?ero. Y se propuso firmemente no volver a dirigirle la palabra. Pero a los cinco minutos sac? de nuevo el reloj y, sin acordarse de su prop?sito, pregunt?:

--Adolfo, ?sabes si D. Laureano est? enfermo?

Adolfo hizo un leve movimiento de indiferencia con los hombros sin pronunciar palabra.

--Es que como ya son cerca de las diez menos cuarto...

Adolfo era realmente un hombre superior, como se ver? en el curso de la presente historia. Hablaba poco, re?a menos, y el espect?culo de las pasiones humanas no lograba turbar el vuelo elevado de sus pensamientos. Sin embargo, al cabo de un rato, observando la impaciencia de su amigo, traducida en vivos movimientos descompasados que hac?an rechinar la silla y pon?an en peligro inminente la botella del agua y las tazas de caf?, levant? los ojos hacia ?l, y una ben?vola sonrisa de compasi?n se esparci? por su rostro reflexivo. Mario, que admiraba profundamente a Adolfo, se puso colorado e hizo esfuerzos colosales para estarse quieto.

--?Al fin!--exclam? a los pocos instantes, viendo aparecer por la puerta a un caballero alto, de figura distinguida, vestido con exquisita elegancia.

Pero en vez de manifestarse alegre, como era de esperar, su fisonom?a adquiri? la misma expresi?n que si viera un fantasma.

D. Laureano, que, aunque viejo, conservaba en su rostro fino, expresivo, adornado con peque?o bigote, la mejor prueba de los numerosos triunfos sobre el sexo femenino que se le atribu?an, acercose lentamente, con un cigarro puro en la boca, fijando su mirada en todas las mujeres que por all? hab?a sentadas. Salud? alegremente a los j?venes, con la misma libertad y franqueza que si fuera uno de ellos, dio un par de palmadas para llamar al mozo y dirigi? unas cuantas sonrisas amicales a los parroquianos de las mesas inmediatas.

--Aqu? tiene usted a Mario deshecho de impaciencia. Ya preguntaba si estar?a usted enfermo--dijo Adolfo.

--?Pues?... ?Ah, s?!... No me acordaba que debo presentarle a su Julieta... ?Oh! ?La juventud!... ?el amor!... ?Qu? pena para m? ver esas cosas ya de lejos!--a?adi? con un suspiro.

Pero sus ojos codiciosos, atrevidos, dirigi?ndose al mismo tiempo hacia una hermosa mujer sentada cerca del mostrador, pregonaban bien claro que no andaban tan lejos como dec?a.

--Usted me permitir? que tome caf?, ?verdad?--pregunt? en tono de burla a Mario.

?ste sonri?, ruboriz?ndose.

--Tome usted lo que quiera. No hay prisa.

--Muchas gracias.

Mientras D. Laureano tomaba el caf?, enfilando miradas incendiarias a la belleza que hab?a descubierto, y Adolfo se enfrascaba nuevamente en la lectura del peri?dico, nuestro joven enamorado cambiaba sonrisas de inteligencia con la vecinita.

Hab?a estado much?simo tiempo asistiendo al caf? sin fijarse en ella. Un d?a le dijo don Laureano: <> Lo dijo por bromear; pero bast? para que nuestro joven fijase su atenci?n en ella, la fuese hallando cada d?a m?s bonita, aunque en opini?n de todos no fuese m?s que pasable, se interesase un poco y concluyese por enamorarse perdidamente. Mario no hab?a conocido a su madre. Su padre, hombre p?blico importante, subsecretario, consejero de Estado varias veces, hab?a fallecido hac?a tres a?os. Como acaece algunas veces, m?s de las que el vulgo imagina, D. Joaqu?n de la Costa, que hab?a tenido tantas ocasiones de hacerse rico, muri? sin dejar hacienda alguna a su hijo. Tuvo que vivir ?ste exclusivamente con el empleo de doce mil reales que le hab?a dado en el ministerio de Ultramar. El dinero que recab? de la almoneda de su casa lo gast? muy pronto en una escapatoria que hizo a Francia y a Italia. Como testimonio de respeto a la memoria de su padre, el ministro que a la saz?n desempe?aba la cartera de Ultramar le hab?a ascendido a catorce mil reales, y tal sueldo era lo ?nico que pose?a. Alojaba en una casa de hu?spedes donde por tres pesetas le daban habitaci?n y almuerzo. Com?a siempre en casa de alguno de los amigos de su padre. Con lo que le restaba de la paga atend?a pasablemente a sus necesidades, que no eran muchas: un traje decente, una taza de caf?, al teatro los s?bados y a los conciertos los domingos de primavera. Hab?a, no obstante, cierto agujero por donde se le escapaban m?s pesetas de las que pod?a destinar a sus placeres, coloc?ndole a veces en situaci?n angustiosa. Hay que decirlo en secreto, porque a Mario no le gustaba que se divulgase entre sus amigos. Era aficionado a la escultura. En modelos, vaciadores y utensilios se le iban lindamente los cuartos.

Desde muy ni?o hab?a mostrado afici?n al dibujo. Su padre, por complacerle, le puso maestro: lleg? a dibujar muy correctamente. Luego emprendi? la pintura, venciendo sin trabajo la resistencia de su padre. Sent?a ?ste verle malgastar tanto tiempo en las clases de adorno, dejando abandonados los estudios serios. En la pintura no hizo tantos progresos. El color ofrec?a para ?l dificultades insuperables. En cambio, por la amistad que trab? con algunos de los disc?pulos de la clase de escultura en la Academia, comenz? a ensayarse en el modelado, y se sinti? desde luego tan apto que sigui? trabajando con ah?nco. En poco tiempo hizo progresos extraordinarios. Tantos le parecieron y tanto le llenaron la cabeza de viento sus amiguitos, que un d?a tuvo la audacia de presentarse a su padre manifest?ndole que quer?a dejar la carrera de abogado para dedicarse exclusivamente a la escultura. No se sabe c?mo D. Joaqu?n le dej? vivo. Su indignaci?n estall? de tal manera fragorosa, que el pobre Mario corri? a refugiarse en su cuarto, donde llor? con abundantes l?grimas la ruina de sus ilusiones art?sticas.

Mal que bien y a trompicones termin? la carrera de leyes. Pero, ocult?ndose cuidadosamente de su padre, segu?a modelando en casa de un amigo que le facilitaba para ello su estudio. All? perd?a horas y horas mientras los tratados de derecho civil y can?nico yac?an en los rincones de su cuarto solitarios, cubiertos de polvo, en ignominioso e inmerecido abandono. Cuando su padre falleci?, experiment? profunda sensaci?n de soledad y tristeza. Hab?a vivido siempre en total ignorancia de las condiciones materiales de la existencia. La bondad de su padre le consent?a gastar todo su sueldo en caprichos y placeres. Era un hijo de familia mimado que viv?a en su casa como en una fonda. Al revel?rsele su situaci?n qued? sumido en profundo abatimiento. Sali? de ?l bastante cambiado. Sus pensamientos fueron m?s graves, m?s tristes, m?s prosaicos. Comprendi? que era necesario cambiar de todo en todo sus costumbres, reducir al ?ltimo grado posible sus necesidades y vivir modestamente atenido al sueldo que felizmente la previsi?n de su padre le hab?a alcanzado.

Al regresar a Madrid y tocar nuevamente la prosa de los expedientes y la vida mezquina de la casa de hu?spedes, experiment? una sensaci?n de tristeza mortal como si le hubiesen condenado a presidio. Disgustose de la pr?ctica de la escultura. Despu?s de ver las obras maestras, la estatuaria de sus compa?eros le parec?a tan afectada, tan pobre, tan rid?cula, que por no parecerse a uno de ellos, hall? mejor abandonar enteramente los palillos y el cincel. Comenz? a pasar horas y horas en el caf? y se aficion? con frenes? a la m?sica. Gozaba tambi?n con escuchar las disputas cient?ficas y filos?ficas que su amigo Moreno manten?a con cualquiera que le llevase la contraria. Jam?s intervino en ellas. Pero divert?an su esp?ritu de la muchedumbre de pensamientos melanc?licos que constantemente se cern?an sobre ?l.

Asist?a ordinariamente a la misma mesa del caf?, adem?s de Moreno y D. Laureano, otro amigo llamado Miguel Rivera, viudo, antiguo periodista, secretario particular en la actualidad de un ministro, hombre de car?cter festivo y alegre conversaci?n cuando no abat?a su esp?ritu el recuerdo de un terrible pesar que hab?a experimentado. Iban asimismo un caballero de edad media, barba gris y voz de sochantre, llamado D. Dionisio, y un jovencito sonrosado, de fisonom?a dulce e interesante que respond?a por Godofredo Llot.

D. Laureano no daba se?ales de recordar el compromiso contra?do. Mario sent?a al mismo tiempo pesar y alegr?a de este olvido porque, si anhelaba acercarse a su ?dolo, tem?a el instante de la presentaci?n como un trance apurad?simo.

--Buenas noches, se?ores--dijo una voz bronca, profunda.

--Hola, D. Dionisio, ?c?mo estamos?--pregunt? distra?damente D. Laureano, sin apartar la vista de la preciosa chula que hab?a descubierto.

--Medianamente; horriblemente fatigado--respondi? el caballero que acababa de sentarse.

Y adopt? una actitud tal de cansancio hundiendo la cabeza en el pecho, dejando pendientes las manos y respirando con anhelo por su boca entreabierta, que en realidad parec?a deshecho por una serie de esfuerzos colosales. Pase? su mirada l?nguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicaci?n de aquel cansancio. Pero D. Laureano atend?a a su juego; Adolfo Moreno segu?a enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hac?a un rato hab?a llegado, se le qued? mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El ?nico asequible en aquel momento era Mario. A ?l se dirigi? meti?ndole la boca por el o?do.

--Diez y siete cuartillas.

--?C?mo?

--Diez y siete cuartillas. He terminado el cap?tulo onceno.

--?Ah!

--Es un trabajo espantoso. En veinte d?as llevo escritas cerca de trescientas cuartillas.

--Trabaja usted demasiado, D. Dionisio--dijo con gesto de aburrimiento Mario.

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