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Read Ebook: A Daughter of Japan by Bone F D

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Ebook has 112 lines and 12406 words, and 3 pages

JUAN VALERA

ALGO

DE TODO

SEVILLA: 1883

FRANCISCO ALVAREZ Y C.a, EDITORES Tetuan 24.

Es propiedad de sus Editores.

Establecimiento tipogr?fico de FRANCISCO ALVAREZ Y C.a, impresores de C?mara de S. M. y de SS. AA. RR. los Sermos. Sres. Infantes Duques de Montpensier, Tetuan 24.

?NDICE

La Primavera.

La Cordobesa.

Un poco de cremat?stica.

Las escritoras en Espa?a y elogio de Santa Teresa.

Sobre el Fausto de Goethe.

Sobre Shakspeare.

LA PRIMAVERA

Nada hay en el hombre tan grato a Dios como el arrepentimiento; pero en ciertas cosas, tal vez en las m?s, nada hay tampoco humana y terrenamente tan in?til. Lo que al hombre le importa es no hacer nada de que despu?s haya de arrepentirse. Y yo, lo confieso, hice algo en este g?nero al prometer que escribir?a un art?culo sobre la Primavera.

Y no porque yo me crea incapaz de percibir, sentir y estimar en todos sus quilates el valor y la belleza de la estaci?n florida. Nada menos que eso. Yo presumo de muy sensible a los encantos naturales. Me apuesto con el m?s pintado a sentir honda y po?ticamente la gala de las f?rtiles praderas, la lozan?a de los verjeles, el apartamiento silencioso de los sotos umbr?os, el aire embalsamado por el aroma de las violetas, la sierra pedregosa cubierta de tomillo y romero, el blando murmullo de los arroyos, los amorosos gorjeos del ruise?or, el l?nguido arrullo de la t?rtola y los trinos alegres con que las aves saludan a la blanca aurora cuando abre con dedos de rosa las puertas del Oriente.

Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido. De este segundo don es del que carezco.

El asunto es de sobrado empe?o para m?. ?He de salir del paso repitiendo en mala prosa lo que ya dijeron en todas las lenguas vivas y muertas, con n?mero y melod?a, los poetas buenos y medianos, desde Hesiodo hasta Gracian y desde Virgilio a D. Gregorio de Salas? Yo no quiero hacer un cent?n tan deplorable. Yo quiero coger vivas las aves, las flores, cuanto tiene ser en la estaci?n vernal, y trasladarlo a este papel, y de este papel a la imprenta: operaci?n m?s dif?cil de lo que se imagina.

La Primavera es como fiesta espl?ndida que dan los esp?ritus elementales, como sagrada org?a, en que el aire, la tierra, la luz, el agua y cuantas inteligencias o misteriosos genios en el seno de los elementos viven ocultos, lucen su hermosura, se revisten de sus m?s ricos adornos, y se enamoran, y se acarician, y cantan y bailan. ?Vaya usted a describir esto sin conocer los nombres de dichos genios, ignorando sus lances de amor y fortuna, y no acertando a distinguirlos bien unos de otros!

Si esto me sucede con un espect?culo que no dura m?s de algunas horas y que se limita al breve recinto de uno o dos salones, ?qu? se puede esperar de m? como describidor del baile divino, al aire libre, que dura meses, que se extiende por todo un hemisferio del mundo, y donde cantan y bailan los inmortales al son de la concertada armon?a de las esferas? Est? visto, yo tengo que hacerlo muy mal.

Hasta el mismo entusiasmo, hasta el mismo semi-religioso fervor con que miro el asunto, es en mi da?o y me le hace m?s dif?cil. Si yo le mirase con frialdad, ya me las compondr?a, tomando de aqu? y de all?, no del natural, sino de libros, que me servir?an de gu?a y modelo; ya lo compaginar?a y arreglar?a todo lo menos mal posible. Por desgracia mi entusiasmo es grande y no me deja acudir con serenidad a mi escas?sima ciencia.

Lo primero que no s? es qu? plan seguir; dentro de qu? t?rminos encerrarme. Porque a la verdad, si el m?s rastrero de los seres humanos da suelta a su imaginaci?n y la echa a volar por esos campos verdes y por ese cielo sereno, durante los meses de Abril y Mayo, s?lo Dios sabe d?nde su imaginaci?n ir? a parar, y qu? rico bot?n traer? cuando vuelva a casa, si vuelve y no se queda embobada, de estrellas y flores, de mariposas y calandrias, de perfumes y armon?as, de luz y sombras, de amores y de c?nticos, todo tan en desorden y tan enmara?ado, que no habr? manera de cifrarlo en un libro en folio y mucho menos en 20 o 30 cuartillas.

Al considerar esto me entra temblor como de calentura, y pido al numen m?todo y plan para mi obrilla; pero al numen le incomoda el m?todo, y lo que es yo por m? no le trazo sino muy vulgar, sin atinar a aventurarme por nuevos caminos, y sin resignarme a seguir los muy trillados y seguidos por todos.

Para saber el d?a en que empieza y el d?a en que acaba la Primavera remito al lector al almanaque. Para saber la causa inmediata y natural de su vuelta peri?dica, le remito a cualquier compendio de Astronom?a.

?Qu? me queda, pues, que decir acerca de la Primavera?

?Sacar? a relucir las manoseadas y trivial?simas moralidades de que dicha estaci?n responde a la juventud en nuestra vida, y de que conviene no gastar las flores a fin de que haya luego sazonados frutos en el oto?o? ?O dar? lecci?n de pol?tica o de filosof?a de la historia, con ocasi?n de la Primavera, afirmando que las naciones tienen tambi?n la suya, o sea su juventud, durante la cual aman y cantan y dan flores; pero que, no bien llegan a su oto?o, o d?gase a su edad madura, deben dejarse de tales devaneos y trabajar mucho, que esto es dar el fruto que importa, a fin de pagar las deudas y proporcionarse las comodidades y el bienestar que el invierno y la vejez reclaman?

Imposible. Esto ser?a lo peor que se me pudiera ocurrir. Esto ser?a un serm?n inaguantable. Hablemos, pues, de la Primavera, aunque sea sin orden. ?Ojal? tuviese yo a mano al Pegaso o al Hipogrifo, para imitar a Perseo o a Astolfo, montar en ?l, y correr a rienda suelta a donde y por donde el monstruo quisiera llevarme!

En otras tierras m?s al norte que la nuestra, la Primavera, fuerza es confesarlo, si no es, parece m?s hermosa: el cambio de escena tiene mayor rapidez y doble hechizo; la mudanza hiere m?s la fantas?a; se nos presenta como s?bita y milagrosa resurrecci?n de los seres. A orillas del Rhin o del Elba, la Primavera nos da concepto superior de la potencia creadora, de lo que debi? de ser el nacer, el aparecer de la vida sobre nuestro globo. En nuestros climas m?s c?lidos apenas hay mutaci?n, o es tan lenta que no se percibe. En las huertas de Murcia y Valencia, en la hoya de M?laga, en las m?rgenes del Guadalquivir y hasta en la misma vega de Granada, la Primavera se desl?a, se esfuma con el invierno: es una Primavera difusa o harto desvanecida.

Donde viene de repente, donde la rigidez del invierno la hace m?s deseable, es donde se muestra con m?s pompa y estruendo, donde da m?s alta raz?n de s?, donde resplandece m?s benigna en el trono de su gloria, donde m?s se la admira y donde merece ser m?s admirada. El hielo que cubre los r?os se quebranta, se rompe, y baja en gruesos t?mpanos hacia la mar con descompuesta furia. Casas, palacios, chozas, ?rboles y cielo, vuelven a mirarse con ansia y con amor en el l?quido espejo de las aguas, velado antes y empa?ado por el fr?o. La c?ndida diadema que ci?e las cimas de los montes se derrite, aumentando las corrientes cristalinas. Los ?rboles, desnudos del verde follaje, brotan de improviso frescos pimpollos y renuevos lozanos, visti?ndose de tiernas y relucientes hojas. Los p?jaros acuden a bandadas, guiados por infalible instinto. Turban las grullas el silencio de la noche con sus agudos gritos, cuando vienen avanzando en falange sim?trica y bien ordenada. Las golondrinas y mil aves cantoras, al volver de su larga emigraci?n, saludan con blando p?o, o con chirrido alegre, o con trinos variados, sus antiguas conocidas viviendas. La cig?e?a zancuda inmigra de Oriente o de Africa, y busca el nido en el viejo torre?n o en el alto mirador de la alquer?a. Tal vez all? la rubia y joven campesina alemana le puso al cuello, antes de que se fuese, una cinta con alg?n rom?ntico letrero. Cuando vuelve, se pasma la muchacha de ver que le contesta alg?n muft? del Cairo o alg?n sant?n de la Meca con otro letrero escrito en ar?bigo. Entre tanto, se ha liquidado la escarcha apretada que cubr?a los prados, y la hierba y las flores, como si hubiesen estado oprimidas bajo aquel peso, surgen por ensalmo. La an?mona nemorosa es una de las m?s tempranas que abren por all? su c?liz para anunciar la Primavera. Pero otras mil flores, m?s olorosas y no menos bellas, aparecen despu?s, llamando y excitando al c?firo a que respire los aromas que exhalan.

Claro est? que al decir yo todo esto de los climas del Norte no niego igual o mayor belleza a la primavera del Sur: lo que insin?o es que quiz?s la rapidez del cambio hace que por all? se sienta mejor.

Pero aqu? se renueva tambi?n la vida, y llega la estaci?n de los amores, y los g?rmenes dormidos se agitan, y nacen las larvas, y, despu?s de sus completas metamorfosis, les brotan alas de gasa de colores diversos, y elictras met?licas y resonantes, y trompas ligeras con que recogen la miel de las flores. Aqu? tambi?n las plantas desnudas, los ?lamos, los chopos, las acacias y otros mil ?rboles de sombra vuelven a vestirse de hojas verdes, y florecen el almendro y la higuera y los dem?s frutales, y nos dan el fruto con la poes?a de la esperanza.

Todo esto es cierto; pero lo es tambi?n que los hombres del Norte sienten ahora con m?s profundidad, describen y retratan mejor la primavera que los del Mediod?a.

?Ser?, como hemos dicho, porque la primavera viene por all? con m?s ?mpetu, o porque los hombres est?n por all? m?s cerca de la naturaleza y m?s en comuni?n con ella; porque llevan menos siglos de civilizaci?n; porque est?n menos gastados; porque no es entre ellos tan marcado el divorcio y tan crudo el antagonismo entre el mundo de los esp?ritus y el mundo de los cuerpos?

Profunda cuesti?n es ?sta. Yo no quisiera entrar en ella, pero se me pone por delante a pesar m?o.

Yo veo desde luego que en las antiguas edades sent?an los hombres del Mediod?a y celebraban, por lo menos con igual entusiasmo que hoy los del Norte, la vuelta de la primavera. Atis resucitado, Osiris resucitado y Adonis resucitado lo atestiguan. Los misterios de Samotracia y de El?usis eran en el fondo inspirados por la primavera. Cuando renac?a la vegetaci?n, cuando brotaban las hierbas y las flores, cuando las selvas se cubr?an de pompa y de verdura, cuando sub?a la savia por los troncos, era cuando la madre desconsolada enjugaba sus l?grimas y desechaba el traje de luto, porque la hija, hundida en las entra?as l?bregas de la tierra, surg?a fecunda, hermosa y resplandeciente de inmortales fulgores; porque Cora, fugitiva del tenebroso amante que la hab?a tenido aprisionada en sus brazos, aparec?a de nuevo a ba?arse en las ondas de luz del sol enamorado, quien, por contemplarla y besarla, se deten?a m?s tiempo sobre nuestro horizonte, e iba difundiendo por m?s horas y con mayor tino y eficacia, en este hemisferio boreal, la lluvia dorada de sus rayos ardientes.

Si esto se sent?a con tal profundidad, y ya no es sin duda porque nos hemos hecho muy espirituales. Desde?amos la naturaleza por amor del esp?ritu. ?Qu? vale la selva florida, qu? vale el ?rbol m?s lozano y eminente, al lado del ?rbol m?stico, de quien dice el himno sagrado:

No es en el florecimiento de la primavera, no es en el ?rbol m?s fecundo, no es en el huerto m?s feraz donde recordamos el perdido Para?so, donde m?s nos maravillamos, bendici?ndolas, de la potencia del Alt?simo y de su bondad infinita, es en aquel ?rbol que sirve como de solio al mismo Dios:

Pero yo no me inclino a creer que sea el misticismo o el espiritualismo cristiano quien nos haga tan poco sensibles a la naturaleza y nos lleve tanto en pos del esp?ritu.

El amor de Cristo lo comprende todo, sin excluir la naturaleza material. Con ?l y por ?l subi? al cielo la carne purificada y gloriosa. ?l mir? con afecto a todas las criaturas. ?l no desde?? los ramos floridos de oliva y las gallardas y vencedoras palmas con que le recibieron el d?a de su triunfo. Sus fieles, mas sencillos y candorosos, aman los objetos materiales por amor suyo, y rodean de rosas y de hierbas de olor, en los d?as primeros de Mayo, ese ?rbol sagrado, que fue su pat?bulo; y cuando, ya m?s adelantada la primavera, en el momento m?s rico del desenvolvimiento vernal, celebra su Iglesia el sacrosanto misterio en cuya virtud quiso ?l comunicarse a nosotros, infundi?ndose en el licor que alegra los corazones y en el pan que nos alimenta, el pueblo cristiano alfombra con gayomba olorosa y verde y fresca juncia la v?a por donde pasa, y las mujeres vierten una lluvia de flores sobre el art?stico y ?ureo templete, arca de la nueva alianza, donde va ?l en custodia.

Menester es confesarlo: es infundada, es injusta la acusaci?n de los imp?os. No vino la doctrina de Cristo a condenar o a endiablar la naturaleza. Los tres enemigos capitales de esa doctrina no tienen menor influjo, jurisdicci?n y mando en el reino del esp?ritu que en el de la materia. Tambi?n sigui?ndolos pueden las gentes ser espirituales. No hay s?lo concupiscencia en la carne: la hay en el esp?ritu. Y si hay espiritualismo divino, no deja de haberle diab?lico, y m?s com?n y frecuente por desgracia.

Ahora bien: yo entiendo que este espiritualismo diab?lico, y no el divino, es el que nos aparta de la naturaleza y de su amor inocente.

Aunque se me acuse de p?nfilo, de sobrado benigno, de querer disculparlo todo, voy a declarar aqu? una cosa en confianza.

A mi ver, hasta el propio diablo no nos seduce y extrav?a as? de repente y sin m?s ni m?s. Se guardar?a muy bien de hacerlo: no le traer?a cuenta ninguna. El diablo se funda al principio en algo razonable; nos lleva por buenos t?rminos y caminos, hasta que llegamos a cierto punto, donde ya, con mucha suavidad, empieza aquel maldito de Dios a engolosinarnos llev?ndonos por los atajos, y as? nos extrav?a y nos pierde.

En el caso del espiritualismo, a que nos referimos, es evidente que no son malos los principios y fundamentos. La naturaleza hizo mucho por el hombre; pero el esp?ritu ha venido a completar la obra natural, torn?ndola m?s propia, m?s bella, m?s ?til y m?s ajustada a nuestras necesidades y aspiraciones. Al hombre, m?s d?bil y m?s inerme que el cordero, el esp?ritu, convertido en herrero y en pirot?cnico, le ha dado armas y fuerzas mil veces mayores que las del le?n; al hombre, m?s desnudo que el perro chino, el esp?ritu, convertido en tejedor, en sastre, en zapatero y en sombrerero, le ha vestido m?s primorosos trajes que al pav?n, al colibr? y al papagayo; al hombre, poco m?s listo que el topo o el mochuelo en punto a ver, el esp?ritu, convertido en fabricante de catalejos, le ha dotado de vista m?s penetrante que la del ?guila; al hombre, que jam?s hubiera hecho natural e instintivamente algo que valiese media colmena, el esp?ritu, convertido en arquitecto, le ha ense?ado a construir alc?zares soberbios, torres esbeltas, pir?mides ingentes, columnas airosas, c?modas viviendas, catedrales, teatros, y en suma, ciudades maravillosas; al hombre, que en el estado de naturaleza selv?tica es propenso a comerse a sus semejantes, y que se regalaba, y aun suele regalarse en algunas regiones, con ?speras bellotas, con cigarrones machacados o con pescado crudo y putrefacto, el esp?ritu, convertido en cocinero, le prepara art?sticamente manjares agradables, hasta a la vista, y hace que uno de los actos que m?s le recuerdan lo que tiene de com?n con el animal sea un acto solemne, de corbata blanca y condecoraciones, donde tal vez se celebran los triunfos m?s trascendentales de la religi?n, de la ciencia, de la filosof?a y de la pol?tica; al hombre, en fin, que despu?s del pecado, se entiende, y en el estado de naturaleza y ya sin gracia, debi? de ser casi tan feo como el mono, y m?s sucio que el cerdo, y m?s pest?fero que el zorrillo, el esp?ritu, convertido en ortop?dico, en pescador de esponjas, en fabricante de ba?os, en civilizaci?n para decirlo en una palabra, le ha hecho limpio, oloroso, aseado y bastante bonito para servir de modelo a la Minerva y al J?piter de Fidias, al Apolo del Vaticano y a las Venus de Milo y de M?dicis.

Ser?a cuento de nunca acabar el ir refiriendo aqu? cuanto ha hecho el esp?ritu para completar, hermosear y ensalzar la obra de la naturaleza.

As? es que, a ojo de buen cubero, bien se puede asegurar, sin recelo de ser exagerado, que hasta en las cosas que m?s naturales parecen, la naturaleza, si bien se examina, ha hecho de seis partes una, y el esp?ritu del hombre ha hecho las otras cinco. ?Podr?a, por ejemplo, alimentar nuestro globo, en estado de mera naturaleza, doscientos millones de hombres? Yo me temo que no. Es as? que hay, a lo que dicen, pues yo no los he contado, 1.200 millones: luego mil millones son hijos del arte, pura creaci?n del esp?ritu, producto de nuestro fecundo ingenio.

Pongamos, pues, que una sexta parte de cuanto hay, y quiz?s sea mucho poner, lo ha dado, lo ha regalado la naturaleza. Las otras cinco sextas partes han costado mucho trabajo al esp?ritu. Y este trabajo del esp?ritu, este complemento a la naturaleza, es lo que tiene valor y precio, y se mide y se representa y se mueve bajo la figura redonda de la moneda met?lica, o bien toma la traza de unos papeluchos mugrientos que se llaman billetes; los cuales, as? como los discos o tejuelos de metal, vienen a ser encarnaci?n del esp?ritu, lo m?s sutil y animado y circulante de su valor, la esencia imperecedera de su trabajo secular acumulado.

Hasta aqu? las cosas van bien; pero ya aqu? el diablo, como vulgarmente se dice, empieza a meter la pata. El espiritualismo nos induce y excita a querer, a adorar casi esta encarnaci?n, o mejor expresado, esta empapelaci?n y metalizaci?n del esp?ritu. Por este espiritualismo, y no por el cristianismo, desde?amos lo natural: no sentimos toda la hermosura de la primavera. Si no tienes, ni en tu arca, ni en tu bolsillo, algunos de esos tejoletes o algunos de esos papeluchos espirituales, todas las flores te parecer?n abrojos, y la primavera, invierno; los claveles te apestar?n como la flor de la sardina; el almoraduj, el serpol, el toronjil y la albahaca, te inficionar?n como la ruda; las hojas aterciopeladas de la begonia te punzar?n las manos como si fuesen cardos borriqueros; al tocar la mimosa p?dica creer?s tocar aliagas y ortigas; ser?n para ti como t?rtago la hierbabuena y la manzanilla; la ca?a dulce te amargar? el paladar como retama; a la roja flor del granado preferir?s el jaramago amarillo; confundir?s el canto del ruise?or con el de la rana; se te antojar?n cuervos las t?rtolas y b?hos las palomas; y las pintadas y a?reas mariposas, y los esbeltos caballitos del diablo, y los fulgentes cocuyos y luci?rnagas y la arom?tica mosca macuba te causar?n m?s asco que los gorgojos, cucarachas y escarabajos peloteros.

Una vez dominado el hombre por el susodicho espiritualismo, aborrece le vida r?stica y el idilio y la ?gloga. Aminta y Silvia, Dafnis y Cloe, y Baucis y Filemon le parecen entes insufribles.

Lo que se opone, pues, a lo natural es lo artificial. Lo que tira a destruir el encanto po?tico del mundo es el esp?ritu de la industria, no el de la ciencia, ni el de la religi?n, ni el de la filosof?a.

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