Read Ebook: A Daughter of Japan by Bone F D
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Ebook has 112 lines and 12406 words, and 3 pages
Lo que se opone, pues, a lo natural es lo artificial. Lo que tira a destruir el encanto po?tico del mundo es el esp?ritu de la industria, no el de la ciencia, ni el de la religi?n, ni el de la filosof?a.
Mil veces lo tengo dicho y nunca dejo de pensarlo: los m?s ladinos y sutiles sabios experimentales no descubrir?n jam?s el secreto de la vida; siempre escapar? a sus an?lisis qu?micos la fuerza misteriosa que une, traba y combina los ?tomos y crea los individuos; el amor, la conciencia, el pensamiento, la causa de moverse, de crecer org?nicamente, de sentir y de representarse en uno a los dem?s seres, no quedar? jam?s en el fondo de las retortas ni saldr? por la piquera de los alambiques. ?Qu? red delicad?sima inventar? el sabio para pescar ondinas, cazar silfos o sacar a los infatigables gnomos de las entra?as de la tierra? La ?nica raz?n que tendr? para negar su existencia ser? que no logra cogerlos: que se sustraen a la inspecci?n de sus groseros sentidos. Por lo dem?s, las ninfas, las diosas, todos los seres sobrenaturales, que poblaron el aire, la tierra y el agua en las primeras edades del mundo, pueden vivir y es probable que vivan ahora como entonces.
La ciencia no despuebla la naturaleza, ni penetra en sus m?s ?ntimos arcanos. El misterio sigue y seguir? siempre. Isis no levantar? jam?s el velo que la cubre.
El misticismo, que busca por camino m?s breve, a su Dios, en el abismo de nuestra propia alma, no aspirar? a tenerle all? incomunicado. Su Dios estar? en el abismo del alma, y en aquel centro se unir? el m?stico con Dios por estrech?simo lazo; pero Dios estar? tambi?n por todo el universo, y todo ?l estar? en cada cosa y todas las cosas estar?n en ?l. El misticismo psicol?gico no excluir?, sino implicar? la teosof?a naturalista.
El axioma capital de esta ciencia sublime ser? que la inteligencia infinita no es el t?rmino ?ltimo, sino el principio de las cosas, sin dejar por eso de ser su fin y el centro hacia donde gravitan, y el punto en donde sus discordias hallan paz, y su agitaci?n reposo, y soluci?n sus contradicciones, y unidad perfecta sus calidades y condiciones diferentes.
En este alto sentido, toda ascensi?n de las cosas hacia mayor bien y m?s perfecta vida toda evoluci?n progresiva de cierto linaje de seres, dentro de un espacio marcado y de un per?odo de tiempo mayor o menor, es una primavera. Las cosas, miradas en su totalidad, se mueven, sin duda, en c?rculo y vuelven al punto de donde partieron. En el todo no cabe progreso. Con ?l, si fuese total, podr?amos suponer algo a?adido a la gloria de Dios. Aunque all? en lo profundo de su ser, est? y viva la idea con todos sus futuros desarrollos y perfecciones, mientras ?sta vaya de lo menos a lo m?s con proceso sin t?rmino, parecer? como que crece la gloria divina, como que Dios es m?s creador ahora que antes, como que sus obras van dando cada vez m?s claro y cumplido testimonio de su saber y de su omnipotencia.
Es, por consiguiente, innegable que no hay progreso total. La inmutabilidad de la perfecci?n infinita de Dios implica la inmutabilidad total de la perfecci?n del universo, que es obra suya. Cabe, sin embargo, mudanza en los pormenores, y de ah? el progreso parcial o temporal de esto o de aquello.
Ya que me he engolfado en meditaci?n metaf?sica, a?adir?, con el debido respeto , que la riqueza divina no crece ni mengua; no es cantidad: es lo infinito. Dios est? siempre creando, y siempre lo tiene todo creado. Si crease un ?tomo m?s, ser?a m?s creador; si le aniquilase, ser?a menos; si mejorase en algo toda la obra, se corregir?a, en cierto modo, a s? mismo.
As?, pues, vuelvo a sostener que el progreso de nuestro planeta es parcial y transitorio, est? compensado por la decadencia o fin de otros mundos, y est? limitado en el tiempo, aunque se dilate centenares de miles de a?os, y en el espacio, aunque abarque todo el sistema solar a que pertenecemos, y hasta un grupo completo de soles, de que nuestro sol sea m?nima parte.
Considerando ahora esta evoluci?n de la vida, dentro de tan ancho espacio, bien podemos declararla a?o m?ximo, del cual vivimos, por dicha, en la Primavera.
Todo este largo pasado que llevamos ya, el vivir en la primavera del a?o m?ximo y el columbrar un extenso porvenir, esplendoroso y fecundo, no debe, sin embargo, alegrarnos en demas?a, ni menos ensoberbecernos. Comparados nuestros veinte millones de a?os ya cumplidos, m?s otros veinte millones que por lo menos durar? a?n la primavera de este planeta, con otras primaveras y a?os m?ximos de otros planetas y de otros m?s grandes sistemas solares, tal vez parezca m?s breve dicha primavera que la ordinaria y menuda del a?o vulgar, que s?lo dura tres meses.
Cavilando yo d?as pasados sobre este asunto, y hall?ndome en el campo, en soledad amena, en hondo valle circundado de rocas escarpadas, donde hab?a silencio, frescura y mil plantas, hierbas y flores, tuve despierto un sue?o, que parec?a visi?n espiritual o intuici?n pura de algo real, aunque para m? materialmente imperceptible.
Dentro de la superficie de un kil?metro cuadrado entend? que hab?a ciertas emanaciones sutiles de cierto fluido mil veces m?s tenue que el aire; fluido que penetraba el aire todo, infundi?ndose en los vac?os e intersticios que dejan sus mol?culas. Este fluido, que el hombre no ver?, ni pesar?, ni sentir? jam?s con sus sentidos, no se eleva m?s all? de un kil?metro. Tenemos, pues, un kil?metro c?bico lleno de este fluido tenue, desle?do en el aire como perfumes o efluvios. Figureme, pues, mi kil?metro c?bico como un mundo aparte, y vi que estaba poblado de un linaje de silfos tan diminutos, que, si por descuido se tragase cualquiera de ellos la m?s ruin mol?cula de aire, dicha mol?cula se le atragantar?a y quiz?s le ahogar?a como a cualquiera de nosotros un hueso de melocot?n. Mi linaje de silfos respira, pues, el fluido tenue de que he hablado. Con las mol?culas del aire hacen los silfos mil primores, y hasta juegan cuando son muchachos, dispar?ndolas por medio de enormes cerbatanas.
Fuera del kil?metro c?bico est? para mis silfos lo infinito, desconocido e insondable. Viven en una hora; pero su inteligencia es tan r?pida y tan sutil, que en esta hora tienen tiempo de sobra para instruirse, enamorarse, propagarse, seguir una carrera, elevarse a las m?s altas posiciones, legar un nombre ilustre a su leg?tima prole, y hasta cansarse de la vida y apelar al suicidio. Un minuto para cualquiera de ellos es mucho m?s que un a?o para cualquiera de nosotros. Sus poetas componen versos desesperados y desenga?ados a los quince minutos de nacer, y sus sabios inventan los m?s profundos y alambicados sistemas de filosof?a a los treinta minutos.
La voz de mis silfos es tan delgada, que s?lo el fluido susodicho puede trasmitirla en ondas sonoras. Sus palabras van tan prontas, que en un segundo refiere un silfo una historia que el m?s conciso de nosotros tardar?a tres o cuatro horas en contar. Todo lo que entre nosotros es extenso, es intenso entre los silfos. En las veinticuatro horas de cualquier d?a se extiende la historia de los silfos, y es tan fecunda en revoluciones, cambios, guerras y progresos, como la nuestra en los mil ochocientos setenta y pico de a?os que median desde la Era cristiana hasta el momento en que escribo.
Mis silfos tienen figura humana. Yo entiendo que toda alma, todo pensamiento que informa un cuerpo, grande o chico, le da esta figura, por ser la m?s hermosa.
La hermosura de mis silfos es tal, que si logr?semos fabricar un microscopio bastante poderoso para llegar a verlos, envidiar?amos a los varones y nos enamorar?amos desesperadamente de las hembras.
Est?n muy adelantados en civilizaci?n. Han tenido muchos profetas y fundadores de religiones; pero ya va pasando entre ellos la edad de la fe, y rayando la aurora de la edad de la raz?n.
El concepto que forman del Universo es muy distinto del que formamos nosotros. Y no porque su raz?n no concuerde con la nuestra, sino porque son otros los datos de sus sentidos. No llegan con la vista al sol, ni a la luna, ni a las estrellas, por donde los torrentes de luz ardorosa que lanza sobre ellos el primero, y la luz tibia y plateada en que los ba?a la luna, proceden para ellos de un manantial oculto. As? es que forman mil hip?tesis para explicarlo. Claro est? que hay largos per?odos hist?ricos de una luz, y largos per?odos hist?ricos de otra.
En su mundo hay seres animados, de proporciones tan gigantescas, que nosotros ni siquiera las concebimos. Una avispa para ellos es m?s que lo que ser?a para nosotros el Nevado de Sorata, si arranc?ndose ?l mismo de cuajo, anim?ndose y echando alas, se pusiese a volar y se nos mostrase por el aire. Por fortuna, la excesiva peque?ez de los silfos y su agilidad portentosa los salvan de tales monstruos.
Claro est? que lo infinito es siempre lo infinito, as? en la mente de un silfo como en la mente de un hombre. En este punto, si nos contraemos a la especulaci?n racional, nuestros conceptos son iguales; pero en contar, en extenderse a mayor n?mero, en notar mayor cantidad, los silfos nos ganan; penetran con sus sentidos, y ven y perciben abismos de extensi?n, de tiempo, de volumen y de duraciones en lo infinitamente peque?o, por donde lo mediano, lo mezquino para nosotros, su universo de un kil?metro c?bico, es m?s ingente para ellos que toda la inmensidad de los cielos para nosotros. Y no dejan por eso de poner m?s all? de su universo lo infinito inexplorado.
Andan todos ellos muy soberbios con su cultura y con sus progresos, que juzgan sin l?mites. As? como cuentan ya un pasado largu?simo, esperan un porvenir m?s largo a?n. Y es lo cierto que no se equivocan. Ellos nacieron con esta ?ltima primavera y acabar?n al fin del pr?ximo oto?o. Ahora, que es verano, est?n en todo el auge de su grandeza. Lo mismo nos sucede a nosotros.
?Qui?n sabe si habr? seres, en comparaci?n de los cuales seamos nosotros lo que para nosotros son mis silfos? Y si alguno de estos seres llega a averiguar que existimos, como yo he llegado a averiguar que existen silfos tales, ?no se reir?, o nos compadecer?, al ver que esperamos a?n tan largo porvenir? Los millones de a?os que llevamos de vida y los que esperamos vivir a?n, ser?n para ?l una primavera. Acaso, cuando vuelva ?l de veranear o de ba?arse en algunos ba?os de su mundo, encuentre ya el nuestro desolado y hecho ruinas, y extinguida, nuestra ef?mera raza. Pero no tendr? raz?n. Lo importante es la inteligencia, la cual no se mide por varas, ni por kil?metros, ni por di?metros terrestres. Su actividad, cuando es fecunda, puede condensar en un minuto m?s hechos, m?s ideas, m?s creaciones, m?s gloria y m?s infierno, que otra inteligencia reacia, perezosa y torpe, durante siglos de siglos.
?ltima moralidad. Todo es relativo, como dec?a D. Herm?genes. No hay menos ni m?s. En el tiempo que he tardado yo en escribir este art?culo para cumplir mi imprudente promesa, un hombre de ingenio fecundo hubiera sido capaz de escribir la historia de toda la raza humana; y, en menos tiempo, mis silfos son capaces de realizar lo m?s importante de su propia historia. No lo dar? por muy seguro, porque no he llegado a enterarme bien y no gusto de fantasear, pero es posible que mientras yo he estado afanad?simo componiendo todas estas candideces e inocentadas, a fin de salir del paso, mis silfos hayan fundado nuevos imperios, creado constituciones, inventado filosof?as y m?quinas, y erigido monumentos, en su sentir, imperecederos.
Tal consideraci?n me averg?enza y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y, aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el p?blico que ha de leerme, todav?a le presento con grand?sima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer m?s breve.
LA CORDOBESA
El editor de esta obra tuvo la bondad de encomendarme, un siglo ha, uno de sus art?culos; y yo, como es natural, eleg? la cordobesa, por ser la provincia de C?rdoba donde he nacido y me he criado.
Mi extremada desidia me ha impedido hasta ahora cumplir mi palabra de escribirle. Tal vez para cohonestar esta falta me presentaba yo un sinn?mero de dificultades y objeciones, por cuyo medio trataba de condenar el pensamiento del editor, a fin de justificar mi tardanza en contribuir a su realizaci?n con mi trabajo.
Harto se me alcanzaba que entre la gallega y la mujer de Catalu?a, y entre la manchega y la vizca?na hab?an de mediar radicales diferencias; pero esto de que cada provincia, fuese la que fuese, hab?a de tener un tipo especial, se me hac?a dif?cil de creer. S?lo salvaba yo la monoton?a de este libro y cifraba su variedad en el ingenio diverso de cada escritor, en el sesgo que atinase a dar al asunto, y en lo singular de su estilo, pensamientos y sentimientos.
Nunca pens? que el editor desease que escribi?semos una rese?a erudita, una serie de vidas de todas las mujeres c?lebres de cada provincia. Esto ser?a quiz?s, no s?lo ameno, sino ejemplar y did?ctico; pero no se trataba de esto, ni yo me hubiese comprometido a escribir mi art?culo, si de esto se tratase. No era obra hist?rica, ni biogr?fica, la que se trazaba y proyectaba, sino cuadro de costumbres y pintura al vivo o retrato fiel de lo que hoy se nota en cada provincia en los usos, cultura, ideas, y dem?s prendas, condiciones y actos de las mujeres. Y siendo la cosa as?, repito que no me percataba yo de nada o de casi nada que impidiese la monoton?a de la obra por el objeto, aunque por el sujeto, o mejor dir? por los sujetos, viniese a ser un jard?n de flores, como la capa del estudiante, merced a la diversidad de estilos y a la idiosincracia de cada escritor que en ella pusiese mano.
As?, sobre poco m?s o menos, andaba yo cavilando, cuando deberes de familia me llevaron al ri??n de la provincia de C?rdoba; a una dichosa comarca donde el color local provincial est? difundido a manos llenas por la Naturaleza pr?diga e inexhausta en sus varias creaciones. Y estando este color, este sello, este tipo en todo, ?c?mo, me dije yo, no ha de estarlo en la mujer, la cual es blanda cera para recibir impresiones, y duro bronce para conservarlas sin que se desvanezcan?
Veo que me encumbro demasiado, y voy a descender y a hablar con m?s llaneza, dejando los raptos filos?ficos para mejor ocasi?n.
Hoy se me presenta la cordobesa a la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta o cuarenta a?os ha. De aqu? se origina cierta confusi?n, algo como una antinom?a; pero, si bien se estudia la antinom?a, se resolver? con poco trabajo en una s?ntesis suprema. Esta s?ntesis, si acertase yo a crearla, ser?a un art?culo primoroso. Es m?s: sin esta s?ntesis no es posible el art?culo, porque yo no voy a pintar a la cordobesa muerta, parada, estacionaria, inerte, f?sil, sino a la cordobesa viva, en movimiento, en desarrollo, en progreso; desenvolvi?ndose, no con prestado impulso, sino seg?n las leyes propias de su gran ser y de su rico y generoso organismo.
Para adquirir el concepto total de la cordobesa es menester estudiarla en sus diferentes clases y estados: desde la gran se?ora hasta la mujer del rudo ganap?n, desde la ni?a hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre o la abuela; y verla y visitarla, ya en la antigua y espl?ndida capital del Califato; ya en la Sierra, al Norte del Guadalquivir, abundante en minas y en dehesas selv?ticas y esquivas; ya en la campi?a ub?rrima, donde hay lugares populosos y hasta lindas ciudades, y donde la riqueza, el bienestar y la cultura son mayores. Pero si fu?semos analizando y examinando por separado todas estas cosas, no tendr?a fin ni t?rmino nuestro art?culo; y as? conviene tocar s?lo puntos capitales, y resumir y cifrar en dos o tres tipos todo lo que hay en la cordobesa de m?s caracter?stico y propio.
Claro est? que en la provincia de C?rdoba hay damas ricas, que han estado o est?n en Madrid, que tal vez han ido a Baden o a Biarritz alg?n verano; que hablan franc?s, que han paseado en el bosque de Boulogne, que conocen acaso varias cortes extranjeras, que leen las novelas de Jorge Sand y los versos de Lamartine en la misma lengua en que se escribieron, y que se visten con Worth, con Laferri?re, con la Honorina o con la Isolina. En todas estas damas subsiste a?n la esencia de la mujer cordobesa; pero ser?a menester ahondar y penetrar demasiado para descubrir esa esencia al trav?s de tantos aditamentos extra?os y de tantas exterioridades postizas. Busquemos, pues, a la genuina cordobesa donde no tengamos necesidad de profundizar o de eliminar para hallarla: busqu?mosla en la lugare?a, ya sea rica, ya pobre; ya se?ora, ya criada.
La lugare?a es en extremo hacendosa. Por pobre que sea, tiene la casa saltando de limpia. Los suelos, de losa de m?rmol, de ladrillo o de yeso cuajado, parecen bru?idos a fuerza de aljofifa. Si el ama de la casa goza de alg?n bienestar, resplandecen en dos o tres chineros el cristal y la vajilla; y en hileras sim?tricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de az?far o de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo.
La matanza se hace una vez al a?o en cada casa medianamente acomodada; y en aquella faena suele lucir la se?ora su actividad y tino. Se levanta antes que raye la aurora, y rodeada de sus siervas dirige, cuando no hace ella misma, la serie de importantes operaciones. Ya sazona la masa de las morcillas, echando en ella, con rociadas magistrales y en la conveniente proporci?n, sal, or?gano, comino, pimiento y otras especias; ya fabrica los chorizos, longanizas, salchichas y dem?s embuchados.
La mayor parte de esto se suspende del humero en ca?as o barras largas de hierro, lo cual presta a la cocina un delicioso car?cter de suculenta abundancia. Casi siempre se reciben en invierno las visitas en torno del hogar, donde arde un monte de encina o de olivo y pasta de orujo, bajo la amplia campana de la chimenea. Entonces, si el que llega mojado de la lluvia o transido de fr?o, ya de la calle, ya del campo, alza los ojos al cielo para darle gracias por hallarse tan bien, se halla mucho mejor y tiene que reiterar las gracias, al descubrir aquella densa constelaci?n de chorizos y de morcillas, cuyo aroma trasciende y desciende a las narices, penetra en el est?mago y despierta o resucita el apetito. ?Cu?ntas veces le he saciado yo, estando de tertulia, por la noche, en torno de uno de estos hogares hospitalarios! Tal vez la misma se?ora, tal vez alguna criada gallarda y ?gil, descolgaba con regia generosidad una o dos morcillas, y las asaba en parrillas sobre el rescoldo. Comidas luego con blanco pan, con un traguito de vino de la tierra, que es el vino mejor del mundo, y en sabrosa y festiva conversaci?n, sab?an estas morcillas a gloria.
Es injusta la fama cuando asegura que se come mal por all?. En mi provincia hay un sibaritismo r?stico que encanta. Bien sabe mi paisana estimar, buscar y servir en su mesa las mejores frutas, empezando por la que se cr?a en su heredad, mil veces m?s grata al paladar y m?s lisonjera para el amor propio que la tan celebrada del cercado ajeno. Ni carece tampoco, en la estaci?n oportuna, de cerezas garrafales de Carcabuey, de peras de Priego, de melones de Montalvan, de melocotones de Alcaudete, de higos de Montilla, de naranjas de Palma del R?o, y aun de aquellas ?nicas ciruelas, que se dan s?lo en las laderas del castillo de Cabra; ciruelas, dulces como la miel, que huelen mejor que las rosas. En cuanto a las uvas, no hay que decir que son mejores ni peores en ninguna parte, porque son excelentes en todas: y las hay lairenes, pedrojim?nez, negras, albillas, dombuenas de coraz?n de cabrito, moscateles, balad?es, y de otros mil linajes o vidue?os.
Las aceitunas no ofrecen menor variedad: manzanillas, picudas, reinas, gordales, y qu? s? yo cu?ntas otras. La mujer cordobesa se vale para prepararlas de mil ingeniosos m?todos y de mil ali?os sabrosos; pero, ya est?n las aceitunas partidas o enteras, rellenas u orejonadas, siempre interviene en ellas el laurel, premio de los poetas.
Pues ?qu? alabanza, qu? encarecimiento bastar? a celebrar a mi paisana, cuando despunta por lo habilidosa? ?Qu? guisos hace o dirige, qu? conservas, qu? frutas de sart?n, y qu? rara copia de tortas, pasteles, cuajados y hojaldres! Ya con todo g?nero de especier?as, con nueces, almendras y ajonjol?, condimenta el morisco alfajor, picante y arom?tico; ya la hojuela fr?gil, liviana y a?rea; ya el esponjado pi?onate, y ya los pesti?os con generoso vino amasados: sobre todo lo cual derrama la que tanto abunda en aquellas comarcas, silvestre y c?ndida miel, ora perfumada de tomillo y romero en la heroica y alpestre Fuente Ovejuna, que en lo antiguo se llamaba la Gran Melaria; ora extra?da, merced a las venturosas abejas, del azahar casi perenne, que se confunde con el fruto maduro por todos los verdes naranjales, en las fecundas riberas del Genil y del B?tis.
Ser?a cuento de nunca acabar si yo refiriese aqu? circunstanciadamente cuanto sabe hacer y hace la cordobesa en lo que ata?e a pasteler?a y reposter?a. No puedo, con todo, resistir a la tentaci?n de dar una somera noticia de lo m?s interesante. Hace la cordobesa gajorros, cilindros huecos, formados por una cinta de masa que se enrosca en espiral, para los cuales, a fin de que crujan entre los dientes y se deshagan luego con suavidad en la boca, es indispensable una maestr?a soberana, as? en el amasijo como en la fritura. La batata en polvo y las carnes de manzana, membrillo y gamboa, que toda cordobesa prepara, debieran ser conocidas y estimadas en las mesas de los pr?ncipes y magnates. Con el mosto hace la cordobesa gachas, pan y arropes infinitos, ya de calabaza, ya de cabellos de ?ngel, y ya de uvas, aunque entonces toma el nombre de uvate y deja el de arrope.
Con la cocina, con el guiso diario, hay muy distinto proceder. Una se?ora cuidadosa y casera tendr? cuenta con lo que se guisa, ir? a la despensa, dar? ?rdenes: pero el verdadero guisar queda enteramente al cuidado de la cocinera. De aqu? lo deca?do del arte. La cocina cordobesa fue, sin duda, original y grande. Hoy es una ruina, como los palacios de Medina-Azahara y los encantadores jardines de la Almunia. S?lo quedan algunos restos, que dan se?ales, que son como reliquias de la grandeza pasada; restos que un h?bil cocinero arque?logo pudiera restaurar, como ha restaurado Canina los antiguos monumentos de Roma.
Ser?a menester una pericia t?cnica, de que carezco, para caracterizar aqu? la cocina cordobesa, excelente aunque arruinada, y para definirla y distinguirla entre las dem?s cocinas de los diversos pueblos, lenguas y tribus del globo.
El lector me perdonar? que hable casi como profano en esta materia trascendente.
Yo creo que, sin desestimar la cocina francesa, que hoy priva y prevalece en el mundo, hay restos y como ra?ces en la de C?rdoba, que no deben menospreciarse. ?Qui?n sabe si dar?n a?n opimos frutos sin desnaturalizarse con ingertos, sino conservando el ser castizo que tienen?
Por lo dem?s, el salmorejo, dentro de la rustiqueza del pan prieto,
Y los rojos pimientos y ajos duros,
de que principalmente consta, debe pasar por creaci?n refinada en las artes del deleite, sobre todo si se ha batido bien y largo tiempo por fuertes pu?os y en un ancho dornajo. En cuanto al gazpacho, es saludable en tiempo de calor y despu?s de las faenas de la siega, y tiene algo de cl?sico y de po?tico. No era m?s que gazpacho lo que, seg?n Virgilio, en la segunda ?gloga, preparaba Testilis para agasajo y refrigerio de los fatigados segadores:
Sin duda, as? como, en vista del aserto irrefragable de Dozy, la alboron?a viene de la Sultana Boran, la torta maim?n y los maimones, que son unas a modo de sopas, deben provenir del Califa, marido de la susodicha Boran, el cual se llamaba Maim?n, ya que no provengan del gran fil?sofo jud?o Maim?nides, que era cordob?s, y compatriota, por lo tanto, de los maimones, sopa, torta y bollo.
Fuerza es confesar, a pesar de lo expuesto, que estas cosas se han maleado. Son como los refranes, que fueron sentencias de los antiguos sabios y han venido a avillanarse; o como ciertas familias de clara estirpe, que han ca?do en baja y oscura pobreza. L?stima es, por cierto, que as? pase; pues los primeros elementos son exquisitos para la cocina en toda la provincia de C?rdoba.
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