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Read Ebook: Cañas y barro: Novela by Blasco Ib Ez Vicente

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Ebook has 585 lines and 77347 words, and 12 pages

ORIENTE , Lisboa.

DIE HETARE VON SAGUNT , Berl?n.

BLOED EN ZAND , Amsterdam.

CA?AS Y BARRO

Como todas las tardes, la barca-correo anunci? su llegada al Palmar con varios toques de bocina.

El barquero, un hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de puerta en puerta recibiendo encargos para Valencia, y al llegar ? los espacios abiertos en la ?nica calle del pueblo, soplaba de nuevo en la bocina para avisar su presencia ? las barracas desparramadas en el borde del canal. Una nube de chicuelos casi desnudos segu?a al barquero con cierta admiraci?n. Les infund?a respeto el hombre que cruzaba la Albufera cuatro veces al d?a, llev?ndose ? Valencia la mejor pesca del lago y trayendo de all? los mil objetos de una ciudad misteriosa y fant?stica para aquellos chiquitines criados en una isla de ca?as y barro.

En el agua muerta, de una brillantez de esta?o, permanec?a inm?vil la barca-correo: un gran ata?d cargado de personas y paquetes, con la borda casi ? flor de agua. La vela triangular, con remiendos obscuros, estaba rematada por un gui?apo incoloro que en otros tiempos hab?a sido una bandera espa?ola y delataba el car?cter oficial de la vieja embarcaci?n.

Un hedor insoportable se esparc?a en torno de la barca. Sus tablas se hab?an impregnado del tufo de los cestos de anguilas y de la suciedad de centenares de pasajeros: una mezcla nauseabunda de pieles gelatinosas, escamas de pez criado en el barro, pies sucios y ropas mugrientas, que con su roce hab?an acabado por pulir y abrillantar los asientos de la barca.

Los pasajeros, segadores en su mayor?a, que ven?an del Perell?, ?ltimo conf?n de la Albufera, lindante con el mar, cantaban ? gritos pidiendo al barquero que partiese cuanto antes. ?Ya estaba llena la barca! ?No cab?a m?s gente!...

As? era; pero el hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe mu??n de su oreja cortada como para no oirles, esparc?a lentamente por la barca las cestas y los sacos que las mujeres le entregaban desde la orilla. Cada uno de los objetos provocaba nuevas protestas: los pasajeros se estrechaban ? cambiaban de sitio y los del Palmar que entraban en la barca recib?an con reflexiones evang?licas la rociada de injurias de los que ya estaban acomodados. ?Un poco de paciencia! ?Tanto sitio que encontrasen en el cielo!...

La embarcaci?n se hund?a al recibir tanta carga, sin que el barquero mostrase la menor inquietud, acostumbrado ? traves?as audaces. No quedaba en ella un asiento libre. Dos hombres se manten?an de pie en la borda, agarrados al m?stil; otro se colocaba en la proa, como un mascar?n de nav?o. Todav?a el impasible barquero hizo sonar otra vez su bocina en medio de la general protesta... ?Cristo! ?A?n no ten?a bastante el muy ladr?n? ?Iban ? pasar all? toda la tarde bajo el sol de Septiembre, que les her?a de lado, achicharr?ndoles la espalda?...

De pronto se hizo el silencio, y la gente del correo vi? aproximarse por la orilla del canal un hombre sostenido por dos mujeres, un espectro, blanco, tembloroso, con los ojos brillantes, envuelto en una manta de cama. Las aguas parec?an hervir con el calor de aquella tarde de verano; sudaban todos en la barca, haciendo esfuerzos por librarse del pegajoso contacto del vecino, y aquel hombre temblaba, chocando los dientes con un escalofr?o l?gubre, como si el mundo hubiese ca?do para ?l en eterna noche. Las mujeres que le sosten?an protestaban con palabras gruesas al ver que los de la barca permanec?an inm?viles. Deb?an dejarle un puesto: era un enfermo, un trabajador. Segando el arroz hab?a atrapado las fiebres, las malditas tercianas de la Albufera, y marchaba ? Ruzafa ? curarse en casa de unos parientes... ?No eran acaso cristianos? ?Por caridad! ?un puesto!

Y el tembloroso fantasma de la fiebre repet?a como un eco, con los sollozos del escalofr?o:

Entr? ? empujones, sin que la masa ego?sta le abriera paso, y no encontrando sitio se desliz? entre las piernas de los pasajeros, tendi?ndose en el fondo, con el rostro pegado ? las alpargatas sucias y los zapatos llenos de barro, en un ambiente nauseabundo. La gente parec?a acostumbrada ? estas escenas. Aquella embarcaci?n serv?a para todo; era el veh?culo de la comida, del hospital y del cementerio. Todos los d?as embarcaba enfermos, traslad?ndoles al arrabal de Ruzafa, donde los vecinos del Palmar, faltos de medicamentos, ten?an realquilados algunos cuartuchos para curarse las tercianas. Cuando mor?a un pobre sin barca propia, el ata?d se met?a bajo un asiento del correo y la embarcaci?n emprend?a la marcha con el mismo pasaje indiferente, que re?a y conversaba, golpeando con los pies la f?nebre caja.

Ayud? ? su marido ? abrir un gran quitasol, puso ? su lado una espuerta con provisiones para un viaje que no durar?a tres horas, y acab? por recomendar al barquero el mayor cuidado con su Paco. Iba ? pasar una temporada en su casita de Ruzafa. All? le visitar?an buenos m?dicos: el pobre estaba mal. Lo dec?a sonriendo, con expresi?n c?ndida, acariciando al blanducho hombret?n, que temblaba con las primeras oscilaciones de la barca como si fuese de gelatina. No prestaba atenci?n ? los gui?os maliciosos de la gente, ? las miradas ir?nicas y burlonas que despu?s de resbalar sobre ella se fijaban en el tabernero, doblado en su asiento bajo el quitasol y respirando con un gru?ido doloroso.

El barquero apoy? su larga percha en el ribazo, y la embarcaci?n comenz? ? deslizarse en el canal seguida por las voces de Neleta, que siempre con sonrisa enigm?tica recomendaba ? todos los amigos que cuidasen de su esposo.

Las gallinas corr?an por entre las brozas del ribazo siguiendo la barca. Las bandas de ?nades agitaban sus alas en torno de la proa que enturbiaba el espejo del canal, donde se reflejaban invertidas las barracas del pueblo, las negras barcas amarradas ? los viveros con techos de paja ? ras del agua, adornados en los extremos con cruces de madera, como si quisieran colocar las anguilas de su seno bajo la divina protecci?n.

Al salir del canal, la barca correo comenz? ? deslizarse por entre los arrozales, inmensos campos de barro l?quido cubiertos de espigas de un color bronceado. Los segadores, hundidos en el agua, avanzaban hoz en mano, y las barquitas, negras y estrechas como g?ndolas, recib?an en su seno los haces que hab?an de conducir ? las eras. En medio de esta vegetaci?n acu?tica, que era como una prolongaci?n de los canales, levant?banse ? trechos, sobre isletas de barro, blancas casitas rematadas por chimeneas. Eran las m?quinas que inundaban y desecaban los campos, seg?n las exigencias del cultivo.

Los pasajeros contemplaban los campos como expertos conocedores, dando su opini?n sobre las cosechas y lamentando la suerte de aquellos ? quienes hab?a entrado el salitre en las tierras, mat?ndoles el arroz.

El conductor desorejado abandon? la percha, y saltando sobre las rodillas de los pasajeros fu? de un extremo ? otro de la embarcaci?n arreglando la vela para aprovechar la d?bil brisa de la tarde.

Hab?an entrado en el lago, en la parte de la Albufera obstru?da de carrizales ? islas, donde hab?a que navegar con cierto cuidado. El horizonte se ensanchaba. ? un lado la l?nea obscura y ondulada de los pinos de la Dehesa, que separa la Albufera del mar; la selva casi virgen, que se extiende leguas y leguas, donde pastan los toros feroces y viven en la sombra los grandes reptiles, que muy pocos ven, pero de los que se habla con terror durante las veladas. Al lado opuesto la inmensa llanura de los arrozales, perdi?ndose en el horizonte por la parte de Sollana y Sueca, confundi?ndose con las lejanas monta?as. Al frente los carrizales ? isletas que ocultaban el lago libre, y por entre los cuales desliz?base la barca, hundiendo con la proa las plantas acu?ticas, rozando su vela con las ca?as que avanzaban de las orillas. Mara?as de hierbas obscuras y gelatinosas como viscosos tent?culos sub?an hasta la superficie, enred?ndose en la percha del barquero, y la vista sondeaba in?tilmente la vegetaci?n sombr?a ? infecta, en cuyo seno pululaban las bestias del barro. Todos los ojos expresaban el mismo pensamiento: el que cayera all? dif?cilmente saldr?a.

Un reba?o de toros pastaba en la playa de juncos y charcas lindante con la Dehesa. Algunos de ellos hab?an pasado ? nado ? las islas inmediatas, y hundidos en el fango hasta el vientre rumiaban entre los carrizales, moviendo con fuerte chapoteo sus pesadas patas. Eran unos animales grandes, sucios, con el lomo cubierto de costras, los cuernos enormes y el hocico siempre babeante. Miraban fieramente la cargada barca que se deslizaba entre ellos, y al mover su cabeza esparc?an en torno una nube de gruesos mosquitos que volv?a ? caer sobre el rizado testuz.

? poca distancia, en un ribazo que no era m?s que una estrecha lengua de barro entre dos aguas, vieron los de la barca un hombre en cuclillas. Los del Palmar le conocieron.

Al verle de pie redoblaron las risas, excitadas por su bizarro aspecto. Llevaba el sombrero adornado con un alto penacho de flores de la Dehesa y sobre el pecho y en torno de su faja se enroscaban algunas bandas de campanillas silvestres de las que crec?an entre las ca?as de los ribazos.

--?Salud, t?o Tono, y no cansarse! ?Que cogiera pronto arroz de su campo!

Y la barca se alej? sin que el testarudo trabajador levantase la cabeza m?s que un momento para contestar ? los ir?nicos saludos.

En la barca discut?an si el viejo ten?a noventa a?os ? estaba pr?ximo ? los cien. ?Lo que aquel hombre hab?a visto sin salir de la Albufera! ?Los personajes que ten?a tratados!... Y agrandadas por la credulidad popular, repet?an sus insolencias familiares con el general Prim, al que serv?a de barquero en sus cacer?as por el lago; su rudeza con grandes se?oras y hasta con reinas. El viejo, como si adivinase estos comentarios y se sintiera ahito de gloria, permanec?a encorvado, examinando las redes, mostrando su espalda cubierta por una blusa de anchos cuadros y el gorro negro calado hasta las acartonadas orejas, que parec?an despeg?rsele del cr?neo. Cuando el correo pas? junto ? ?l, levant? la cabeza, mostrando el abismo negro de su boca desdentada y los c?rculos de arrugas rojizas que converg?an en torno de los ojos profundos, animados por una punta de ir?nico resplandor.

El viento, cada vez m?s fuerte, cambi? la superficie de la Albufera. Las ondulaciones se hicieron m?s sensibles, las aguas tomaron un tinte verdoso semejante al del mar, se ocult? el suelo del lago y en las orillas de gruesa arena formada de conchas comenz? ? depositar el oleaje amarillentas vedijas de espuma, pompas jabonosas que brillaban irisadas ? la luz del sol.

El bosque parec?a alejarse hacia el mar, dejando entre ?l y la Albufera una extensa llanura baja, cubierta de vegetaci?n brav?a, rasgada ? trechos por la tersa l?mina de peque?as lagunas.

Era el llano de Sancha. Un reba?o de cabras guardado por un muchacho pastaba entre las malezas, y ? su vista surgi? en la memoria de los hijos de la Albufera la tradici?n que daba su nombre al llano.

El muchacho viv?a como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le o?an gritar desde muy lejos en las ma?anas de calma:

Transcurrieron ocho ? diez a?os, y un d?a los habitantes del Saler vieron llegar por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila ? la espalda, un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de las rodillas, casaca blanca con bombas de pa?o rojo y una gorra en forma de mitra sobre el peinado en trenza. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volv?a deseoso de ver la tierra de su infancia. Emprendi? el camino de la selva costeando el lago, y lleg? ? la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las lib?lulas mov?an sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la proximidad del granadero.

Silencio absoluto. Hasta ?l llegaba la so?olienta canci?n de un barquero invisible que pescaba en el centro del lago.

? intent? huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareci? reconocerle y se enrosc? en torno de sus hombros, estrech?ndolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forceje?.

Otro anillo oprimi? sus brazos, agarrot?ndolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote, caus?ndole un escalofr?o angustioso, y mientras tanto los anillos se contra?an, se estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado, cruji?ndole los huesos, cay? al suelo envuelto en el rollo de pintados anillos.

Terminaba el lago. Otra vez la barca penetraba en una red de canales, y lejos, muy lejos, sobre el inmenso arrozal, se destacaban las casas del Saler, el pueblecito de la Albufera m?s cercano ? Valencia, con el puerto ocupado por innumerables barquichuelos y grandes barcas que cortaban el horizonte con sus m?stiles sin labrar, semejantes ? pinos mondados.

Terminaba la tarde. La barca desliz?base con menos velocidad por las aguas muertas del canal. La sombra de la vela pasaba como una nube sobre los arrozales enrojecidos por la puesta del sol, y en el ribazo marc?banse sobre un fondo anaranjado las siluetas de los pasajeros.

Continuamente pasaban moviendo la percha gentes que volv?an de sus campos, de pie en los barquichuelos negros, peque??simos, con la borda casi ? ras del agua. Estos esquifes eran los caballos de la Albufera. Desde la ni?ez, todos los nacidos en aquella tribu lacustre aprend?an ? manejarlos. Eran indispensables para trabajar en el campo, para ir ? la casa del vecino, para ganarse la vida. Tan pronto pasaba por el canal un ni?o, como una mujer, ? un viejo, todos moviendo la percha con ligereza, apoy?ndola en el fondo fangoso para hacer resbalar sobre las aguas muertas el zapato que les serv?a de embarcaci?n.

En las acequias inmediatas se deslizaban otros barquitos, invisibles tras los ribazos, y por encima de las malezas avanzaban los bateleros con el tronco inm?vil, corriendo ? impulsos de sus pu?os.

De vez en cuando los del correo ve?an abrirse en los ribazos anchas brechas, por las que se esparc?an sin ruido ni movimiento las aguas del canal, durmiendo bajo una capa de verdura viscosa y flotante. Suspendidas de estacas cerraban estas entradas las redes para las anguilas. Al aproximarse la barca, saltaban de las tierras de arroz ratas enormes, desapareciendo en el barro de las acequias.

Los que antes se hab?an enardecido con venatorio entusiasmo ante los p?jaros del lago, sent?an renacer su furia viendo las ratas de los canales. ?Qu? buen escopetazo! ?Magn?fica cena para la noche!...

Comenzaba ? anochecer. Los campos se ennegrec?an. El canal tomaba una blancura de esta?o ? la tenue luz del crep?sculo. En el fondo del agua brillaban las primeras estrellas, temblando con el paso de la barca.

Cesaba la brisa, la vela ca?a desmayada ? lo largo del m?stil, y el desorejado empu?aba la percha, apoy?ndose en los ribazos para empujar la embarcaci?n.

Pas? con direcci?n al lago una barca peque?a cargada de tierra. Una muchacha perchaba briosamente en la proa, y en el otro extremo la ayudaba un joven con un gran sombrero de jipijapa.

Le daban tal apodo ? causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban con ir?nico asombro desde cu?ndo trabajaba.

Se alej? el barquito, sin que Tonet, que hab?a lanzado una r?pida ojeada ? los pasajeros, pareciese oir las bromas.

El tabernero fingi? al principio no oirles, hasta que, cansado de sufrir, se enderez? con nervioso impulso, pasando por sus ojos una chispa de ira. Pero la masa grasienta del cuerpo pareci? gravitar sobre su voluntad, y se encogi? en el banco, como aplastado por el esfuerzo, gimiendo otra vez dolorosamente y murmurando entre quejidos:

Un gran incendio hab?a dividido la poblaci?n, cambiando su aspecto. Medio Palmar fu? devorado por las llamas. Las barracas de paja se convirtieron r?pidamente en cenizas, y sus due?os, queriendo vivir en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los solares calcinados, empe?ando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los materiales, que resultaban costosos despu?s de atravesar el lago. La parte del pueblo que sufri? el incendio se cubri? de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde ? azul. La otra parte del Palmar conserv? el primitivo car?cter, con las techumbres de sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos puestos ? la inversa sobre las paredes de barro.

Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la poblaci?n por la parte de la Dehesa, se extend?an las barracas, separadas unas de otras por miedo al incendio, como sembradas al azar.

Una vez fu? con su padre ? Valencia para regalar al duque de la Albufera una anguila maresa, notable por su tama?o, y el mariscal los recibi? riendo, puesto de gran uniforme, deslumbrante de bordados de oro, en medio de oficiales que parec?an sat?lites de su esplendor.

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