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Read Ebook: El árbol de la ciencia: novela by Baroja P O

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Ebook has 2283 lines and 65011 words, and 46 pages

Ferm?n, resignado, le o?a con gran curiosidad. Cosa absurda; al salir de casa del pobre enfermo, Andr?s ten?a una idea agradable de su vida.

?Era un sentimiento malvado de contraste? ?El sentirse sano y fuerte cerca del impedido y del d?bil?

Fuera de aquellos momentos, en los dem?s, el estudio, las discusiones, la casa, los amigos, sus correr?as, todo esto, mezclado con sus pensamientos, le daba una impresi?n de dolor, de amargura en el esp?ritu. La vida en general, y sobre todo la suya, le parec?a una cosa fea, turbia, dolorosa e indominable.

ARACIL Y MONTANER

ARACIL, Montaner y Hurtado concluyeron felizmente su primer curso de Anatom?a. Aracil se fu? a Galicia, en donde se hallaba empleado su padre; Montaner a un pueblo de la Sierra y Andr?s se qued? sin amigos.

El verano le pareci? largo y pesado; por las ma?anas iba con Margarita y Luisito al Retiro, y all? corr?an y jugaban los tres; luego la tarde y la noche las pasaba en casa dedicado a leer novelas; una porci?n de folletines publicados en los peri?dicos durante varios a?os. Dumas padre, Eugenio Su?, Montep?n, Gaboriau, Miss Braddon sirvieron de pasto a su af?n de leer. Tal dosis de literatura, de cr?menes, de aventuras y de misterios acab? por aburrirle.

Los primeros d?as del curso le sorprendieron agradablemente. En estos d?as oto?ales duraba todav?a la feria de septiembre en el Prado, delante del Jard?n Bot?nico, y al mismo tiempo que las barracas con juguetes, los t?os vivos, los tiros al blanco, y los montones de nueces, almendras y acerolas, hab?a puestos de libros en donde se congregaban los bibli?filos, a revolver y a hojear los viejos vol?menes llenos de polvo. Hurtado sol?a pasar todo el tiempo que duraba la feria, registrando los libracos entre el se?or grave, vestido de negro, con anteojos, de aspecto doctoral, y alg?n cura esquel?tico, de sotana ra?da.

Ten?a Andr?s cierta ilusi?n por el nuevo curso, iba a estudiar Fisiolog?a y cre?a que el estudio de las funciones de la vida le interesar?a tanto o m?s que una novela; pero se enga??, no fu? as?. Primeramente el libro de texto era un libro est?pido, hecho con recortes de obras francesas y escrito sin claridad y sin entusiasmo; ley?ndolo no se pod?a formar una idea clara del mecanismo de la vida; el hombre aparec?a, seg?n el autor, como un armario con una serie de aparatos dentro, completamente separados los unos de los otros, como los negociados de un ministerio.

Luego el catedr?tico era hombre sin ninguna afici?n a lo que explicaba, un se?or senador, de esos latosos, que se pasaba las tardes en el Senado discutiendo tonter?as y provocando el sue?o de los abuelos de la Patria.

Era imposible que con aquel texto y aquel profesor llegara nadie a sentir el deseo de penetrar en la ciencia de la vida. La Fisiolog?a, curs?ndola as?, parec?a una cosa est?lida y deslavazada, sin problemas de inter?s ni ning?n atractivo.

Hurtado tuvo una verdadera decepci?n. Era indispensable tomar la Fisiolog?a como todo lo dem?s, sin entusiasmo, como uno de los obst?culos que salvar para concluir la carrera.

Esta idea, de una serie de obst?culos, era la idea de Aracil. ?l consideraba una locura el pensar que hab?an de encontrar un estudio agradable.

Julio, en esto, y en casi todo, acertaba. Su gran sentido de la realidad le enga?aba pocas veces.

Aquel curso, Hurtado intim? bastante con Julio Aracil. Julio era un a?o o a?o y medio m?s viejo que Hurtado y parec?a m?s hombre. Era moreno, de ojos brillantes y saltones, la cara de una expresi?n viva, la palabra f?cil, la inteligencia r?pida.

Con estas condiciones cualquiera hubiese pensado que se hac?a simp?tico; pero no, le pasaba todo lo contrario; la mayor?a de los conocidos le profesaban poco afecto.

Julio viv?a con unas t?as viejas; su padre, empleado en una capital de provincia, era de una posici?n bastante modesta. Julio se mostraba muy independiente, pod?a haber buscado la protecci?n de su primo Enrique Aracil, que por entonces acababa de obtener una plaza de m?dico en el hospital, por oposici?n, y que pod?a ayudarle; pero Julio no quer?a protecci?n alguna; no iba ni a ver a su primo; pretend?a deb?rselo todo a s? mismo. Dada su tendencia pr?ctica, era un poco parad?jica esta resistencia suya a ser protegido.

Julio, muy h?bil, no estudiaba casi nada, pero aprobaba siempre. Buscaba amigos menos inteligentes que ?l para explotarles; all? donde ve?a una superioridad cualquiera, fuese en el orden que fuese, se retiraba. Lleg? a confesar a Hurtado, que le molestaba pasear con gente de m?s estatura que ?l.

Julio aprend?a con gran facilidad todos los juegos. Sus padres, haciendo un sacrificio, pod?an pagarle los libros, las matr?culas y la ropa. La t?a de Julio sol?a darle para que fuera alguna vez al teatro un duro todos los meses, y Aracil se las arreglaba jugando a las cartas con sus amigos, de tal manera, que despu?s de ir al caf? y al teatro y comprar cigarrillos, al cabo del mes, no s?lo le quedaba el duro de su t?a, sino que ten?a dos o tres m?s.

Aracil era un poco petulante, se cuidaba el pelo, el bigote, las u?as y le gustaba ech?rselas de guapo. Su gran deseo en el fondo era dominar, pero no pod?a ejercer su dominaci?n en una zona extensa, ni trazarse un plan, y toda su voluntad de poder y toda su habilidad se empleaba en cosas peque?as. Hurtado le comparaba a esos insectos activos que van dando vueltas a un camino circular con una decisi?n inquebrantable e in?til.

Una de las ideas gratas a Julio era pensar que hab?a muchos vicios y depravaciones en Madrid.

La venalidad de los pol?ticos, la fragilidad de las mujeres, todo lo que significara claudicaci?n, le gustaba; que una c?mica, por hacer un papel importante, se entend?a con un empresario viejo y repulsivo; que una mujer, al parecer honrada, iba a una casa de citas, le encantaba.

Esa omnipotencia del dinero, antip?tica para un hombre de sentimientos delicados, le parec?a a Aracil algo sublime, admirable, un holocausto natural a la fuerza del oro.

Julio era un verdadero fenicio; proced?a de Mallorca y probablemente hab?a en ?l sangre sem?tica. Por lo menos si la sangre faltaba, las inclinaciones de la raza estaban ?ntegras. So?aba con viajar por el Oriente, y aseguraba siempre que, de tener dinero, los primeros pa?ses que visitar?a ser?an Egipto y el Asia Menor.

El doctor Iturrioz, t?o carnal de Andr?s Hurtado, sol?a afirmar probablemente de una manera arbitraria, que en Espa?a, desde un punto de vista moral, hay dos tipos: el tipo ib?rico y el tipo semita. Al tipo ib?rico asignaba el doctor las cualidades fuertes y guerreras de la raza; al tipo semita las tendencias rapaces, de intriga y de comercio.

Aracil era un ejemplar acabado del tipo semita. Sus ascendientes debieron ser comerciantes de esclavos en alg?n pueblo del Mediterr?neo. A Julio le molestaba todo lo que fuera violento y exaltado: el patriotismo, la guerra, el entusiasmo pol?tico o social; le gustaba el fausto, la riqueza, las alhajas, y como no ten?a dinero para comprarlas buenas, las llevaba falsas y casi le hac?a m?s gracia lo mixtificado que lo bueno.

Daba tanta importancia al dinero, sobre todo al dinero ganado, que el comprobar lo dif?cil de conseguirlo le agradaba. Como era su dios, su ?dolo, de darse demasiado f?cilmente, le hubiese parecido mal. Un para?so conseguido sin esfuerzo no entusiasma al creyente; la mitad por lo menos del m?rito de la gloria est? en su dificultad, y para Julio la dificultad de conseguir el dinero constitu?a uno de sus mayores encantos.

Otra de las condiciones de Aracil era acomodarse a las circunstancias, para ?l no hab?a cosas desagradables; de considerarlo necesario, lo aceptaba todo.

Con su sentido previsor de hormiga, calculaba la cantidad de placeres obtenibles por una cantidad de dinero. Esto constitu?a una de sus mayores preocupaciones. Miraba los bienes de la tierra con ojos de tasador jud?o. Si se convenc?a de que una cosa de treinta c?ntimos la hab?a comprado por veinte, sent?a un verdadero disgusto.

Julio le?a novelas francesas de escritores medio naturalistas, medio galantes; estas relaciones de la vida de lujo y de vicio de Par?s le encantaban.

De ser cierta la clasificaci?n de Iturrioz, Montaner tambi?n ten?a m?s del tipo semita que del ib?rico. Era enemigo de lo violento y de lo exaltado, perezoso, tranquilo, comod?n.

Blando de car?cter, daba al principio de tratarle cierta impresi?n de acritud y energ?a, que no era m?s que el reflejo del ambiente de su familia, constitu?da por el padre y la madre y varias hermanas solteronas, de car?cter duro y avinagrado.

Cuando Andr?s lleg? a conocer a fondo a Montaner, se hizo amigo suyo.

Concluyeron los tres compa?eros el curso. Aracil se march?, como sol?a hacerlo todos los veranos, al pueblo en donde estaba su familia, y Montaner y Hurtado se quedaron en Madrid.

El verano fu? sofocante; por las noches, Montaner, despu?s de cenar, iba a casa de Hurtado, y los dos amigos paseaban por la Castellana y por el Prado, que por entonces tomaba el car?cter de un paseo provinciano, aburrido, polvoriento y l?nguido.

Al final del verano un amigo le di? a Montaner una entrada para los Jardines del Buen Retiro. Fueron los dos todas las noches. O?an cantar ?peras antiguas, interrumpidas por los gritos de la gente que pasaba dentro del vag?n de una monta?a rusa que cruzaba el jard?n; segu?an a las chicas, y a la salida se sentaban a tomar horchata o lim?n en alg?n puesto del Prado.

Lo mismo Montaner que Andr?s hablaban casi siempre mal de Julio; estaban de acuerdo en considerarle ego?sta, mezquino, s?rdido, incapaz de hacer nada por nadie. Sin embargo, cuando Aracil llegaba a Madrid, los dos se reun?an siempre con ?l.

UNA F?RMULA DE LA VIDA

EL a?o siguiente, el cuarto de carrera, hab?a para los alumnos, y sobre todo para Andr?s Hurtado, un motivo de curiosidad: la clase de don Jos? de Letamendi.

Letamendi era de estos hombres universales que se ten?an en la Espa?a de hace unos a?os; hombres universales a quienes no se les conoc?a ni de nombre pasados los Pirineos. Un desconocimiento tal en Europa de genios tan transcendentales, se explicaba por esa hip?tesis absurda, que aunque no la defend?a nadie claramente, era aceptada por todos, la hip?tesis del odio y la mala fe internacionales que hac?a que las cosas grandes de Espa?a fueran peque?as en el extranjero y viceversa.

Letamendi era un se?or flaco, bajito, escu?lido, con melenas grises y barba blanca. Ten?a cierto tipo de aguilucho: la nariz corva, los ojos hundidos y brillantes. Se ve?a en ?l un hombre que se hab?a hecho una cabeza, como dicen los franceses. Vest?a siempre levita algo entallada, y llevaba un sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros cl?sicos de los melenudos profesores de la Sorbona.

En San Carlos corr?a como una verdad indiscutible que Letamendi era un genio; uno de esos hombres ?guilas que se adelantan a su tiempo; todo el mundo le encontraba abstruso porque hablaba y escrib?a con gran empaque un lenguaje medio filos?fico, medio literario.

Andr?s Hurtado, que se hallaba ansioso de encontrar algo que llegase al fondo de los problemas de la vida, comenz? a leer el libro de Letamendi con entusiasmo. La aplicaci?n de las Matem?ticas a la Biolog?a le pareci? admirable. Andr?s fu? pronto un convencido.

Como todo el que cree hallarse en posesi?n de una verdad tiene cierta tendencia de proselitismo, una noche Andr?s fu? al caf? donde se reun?an Sa?udo y sus amigos a hablar de las doctrinas de Letamendi, a explicarlas y a comentarlas.

Estaba como siempre Sa?udo con varios estudiantes de ingenieros. Hurtado se reuni? con ellos y aprovech? la primera ocasi?n para llevar la conversaci?n al terreno que deseaba, y expuso la f?rmula de la vida de Letamendi e intent? explicar los corolarios que de ella deduc?a el autor.

Al decir Andr?s que la vida, seg?n Letamendi, es una funci?n indeterminada entre la energ?a individual y el cosmos, y que esta funci?n no puede ser m?s que suma, resta, multiplicaci?n y divisi?n, y que no pudiendo ser suma, ni resta, ni divisi?n, tiene que ser multiplicaci?n, uno de los amigos de Sa?udo se ech? a reir.

--?Por qu? se r?e usted?--le pregunt? Andr?s, sorprendido.

--Porque en todo eso que dice usted hay una porci?n de sofismas y de falsedades. Primeramente hay muchas m?s funciones matem?ticas que sumar, restar, multiplicar y dividir.

--?Cu?les?

--Elevar a potencia, extraer ra?ces... Despu?s, aunque no hubiera m?s que cuatro funciones matem?ticas primitivas, es absurdo pensar que en el conflicto de estos dos elementos la energ?a de la vida y el cosmos, uno de ellos, por lo menos, heterog?neo y complicado, porque no haya suma, ni resta, ni divisi?n, ha de haber multiplicaci?n. Adem?s, ser?a necesario demostrar por qu? no puede haber suma, por qu? no puede haber resta y por qu? no puede haber divisi?n. Despu?s habr?a que demostrar por qu? no puede haber dos o tres funciones simult?neas. No basta decirlo.

--Pero eso lo da el razonamiento.

--No, no; perdone usted--replic? el estudiante--. Por ejemplo, entre esa mujer y yo puede haber varias funciones matem?ticas: suma, si hacemos los dos una misma cosa ayud?ndonos; resta, si ella quiere una cosa y yo la contraria y vence uno de los dos contra el otro; multiplicaci?n, si tenemos un hijo, y divisi?n si yo la corto en pedazos a ella o ella a m?.

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