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Read Ebook: I'm Greatly Concerned About Your Soul. by M A C

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Ebook has 54 lines and 2142 words, and 2 pages

Translator: Florencio S. de Yarza

AMAURY

POR

Alejandro Dumas

Traducci?n por Florencio S. de Yarza

La Naci?n

Buenos Aires

Existe en Francia una cosa tan peculiar, tan genuina del car?cter nacional, que con dificultad se encuentra en otro pa?s cualquiera: la conversaci?n, en cuya especialidad no hay nadie que pueda competir con los franceses.

En el resto del globo se discute, se argumenta, se perora; s?lo en Francia se conversa por costumbre.

No pocas veces, estando yo en Italia, en Alemania o en Inglaterra, me ha ocurrido anunciar de pronto que al d?a siguiente me volv?a a Par?s. Si alguno, admirado de tan s?bita resoluci?n, me preguntaba:

--?A qu? vas a Par?s?

Yo le respond?a sencillamente:

--A conversar.

Y no era flojo su asombro al saber que yo, ahito de conversaci?n, pensaba en hacer un viaje de centenares de leguas s?lo por darme el gusto de conversar.

Nadie pod?a explicarse un capricho semejante; s?lo me comprend?an los franceses. Estos sol?an exclamar:

--?Qu? dicha! ?qu? placer!

Y suced?a a veces que alguno de ellos se ven?a conmigo.

A decir verdad no hay nada m?s grato que esas min?sculas tertulias que en un sal?n elegante improvisan unas cuantas personas charlando a su sabor, dando vueltas a una idea mientras dura el hechizo que produjo, para abandonarla despu?s de sacar de ella todo el partido posible, cediendo al atractivo de otra nueva que a su vez surge en medio de las bromas de unos, de los discreteos de otros y de las agudezas de todos, lo cual no obsta para que s?bitamente, al llegar al punto culminante de su desenvolvimiento, se desvanezca como pompa de jab?n tocada por la due?a de la casa, que mientras sirve el te lleva de grupo en grupo el hilo de la charla general, recopilando opiniones, pidiendo pareceres, planteando problemas y obligando casi siempre a cada corrillo a verter su correspondiente frase en ese tonel de las Danaides que se llama <>.

Por el estilo del sal?n que describo hay en Par?s cinco o seis en los cuales no se baila, ni se carta, ni se juega, y sin embargo no se sale de ellos nunca antes del amanecer.

Puede decirse que hay en ?l dos principios, uno hijo del coraz?n y otro del entendimiento, que mutuamente se repelen. Es ego?sta por sistema y generoso por naturaleza. Nacido en tiempo de nobles y fil?sofos, el instinto aristocr?tico viene a equilibrar en su esp?ritu la independencia del pensador. Conoci? a los hombres m?s conspicuos del pasado siglo. Fue bautizado por Rousseau con el t?tulo de ciudadano; Voltaire le augur? que ser?a poeta; Franklin le recomend? simplemente que fuese un hombre honrado y bueno.

Juzga el a?o terrible, el cruento 93, como juzgaba San Germ?n las proscripciones de Sila y las matanzas de Ner?n. Con esc?ptica mirada ha presenciado el desfile de los asesinos, de los septembristas, y de los guillotinadores, primero en carro y luego en carreta. Ha conocido a Flori?n y a Andr?s Ch?nier, a Demoustier y a Madama de Stael, a Bertin y a Chateaubriand; ha rendido homenaje a madama Talli?n, a madama R?camier, a la princesa Borgh?se, a Josefina, y a la duquesa de Berry. Ha asistido al encumbramiento de Bonaparte y a la ca?da de Napole?n. El padre Maury y Talleyrand le llaman disc?pulo: es un diccionario de fechas, un cat?logo de acontecimientos, un archivo de an?cdotas, una mina de agudezas.

Es innegable, adem?s, que posee un admirable talento para cortar con una sola palabra, ya el desarrollo de cualquiera teor?a que est? en pugna con el modo de pensar del auditorio, ya toda discusi?n que tienda a hacerse pesada.

Cierto d?a, un joven melenudo y de barbuda faz hac?a en su presencia desmedidos elogios de Robespierre, declar?ndose acendrado partidario de su sistema, lamentando su prematuro fin y augurando su rehabilitaci?n como un acto de justicia.

--Ese grande hombre no ha sido bien comprendido--dijo al terminar su perorata.

--Pero s? guillotinado, afortunadamente--replic? el conde de M...

Esta frase dio fin a la conversaci?n por aquel d?a.

Hace un mes pr?ximamente asist? yo a una de estas reuniones. A ?ltima hora se hab?a hablado ya de tantas cosas que, agotados los temas, v?nose a tratar de amor. A la saz?n, la conversaci?n se hab?a hecho general y entre los grupos cruz?banse algunas palabras sueltas.

--?Qui?n habla por ah? de amor?--pregunt? el conde de M...

--El doctor P...--contest? una voz.

--?Ah! ?Es curioso! ?Y qu? dice el doctor?

--Que el amor es una congesti?n cerebral de car?cter benigno que se puede curar poniendo al enfermo a dieta, aplic?ndole sanguijuelas y usando de sangr?as moderadas.

--?As? opina usted, doctor?

--Claro que s?; por m?s que concept?o preferible la posesi?n. Ese s? que es el remedio m?s eficaz.

--Est? bien; pero supongamos que ?sta no se consigue y que en tal trance no acudimos a usted, que ha hallado la panacea universal, sino a alguno de sus colegas, menos pr?cticos que usted en la terap?utica, y que le espetamos esta pregunta concreta: <>

--Eso no se pregunta a los m?dicos, sino a los enfermos--repuso el doctor.--Respondan ustedes, se?oras, y ustedes tambi?n, caballeros.

Arduo por dem?s era el problema y, como no pod?a menos de esperarse, dividi?ronse las opiniones. Los j?venes, que cre?an tener sobrado tiempo para morir de desesperaci?n, respondieron que s?; los viejos, cuya vida pend?a ya de un ataque de gota o de un simple catarro, contestaron que no; las mujeres se limitaron a hacer un gesto de duda. Eran demasiado altivas para negar y sobrado sinceras para afirmar.

A todo esto empe??banse todos en explicar sus votos respectivos; as?, que no hab?a manera de entenderse.

--?Ea!--dijo el conde de M...--Yo voy a dilucidar la cuesti?n.

--?Usted?

--S?, se?ores, yo mismo.

--?C?mo?

--Explic?ndoles a ustedes el amor que mata y el amor que no trunca la existencia.

--?As?, pues, hay varios amores?--pregunt? una mujer que era tal vez, de todas las presentes, la que menos debiera haber hecho tal pregunta.

--S?, se?ora--respondi? el conde.--Crea usted que costar?a trabajo enumerarlos. Pero vamos al asunto. A?n no son las doce; de modo que disponemos de unas horas. Est? cayendo una copiosa nevada; aqu? nos calentamos ante un fuego magn?fico, y ustedes forman un auditorio muy de mi gusto; conque, prep?rense a o?rme. ?Augusto! Ordene usted que cierren bien las puertas y tr?igame aquel manuscrito que usted sabe.

Obedeci? el interpelado, que era el secretario del conde, joven amable y distinguido, del cual se susurraba que pod?a ser acreedor a un t?tulo m?s ?ntimo; y, a la verdad, el paternal cari?o que el conde le mostraba parec?a justificar esta creencia.

--Perdonen ustedes--dijo el conde.--No hay novela sin pr?logo, y yo debo concluir el m?o. Adelant?ndome a toda sospecha he de advertir en primer t?rmino que nunca invent? yo nada. Explicar? c?mo ha venido a mis manos ese manuscrito. Hace a?o y medio fui nombrado albacea de un amigo m?o, y al registrar y clasificar sus papeles me top? con unas Memorias. El, como m?dico que era, escribi? en ellas una especie de autopsia... Con esas Memorias encontr? otro diario de distinta letra, unido a sus recuerdos del mismo modo que la biograf?a de Kressler anda confundida con las meditaciones del gato Muur. Yo conoc?a aquella letra: era la de un joven a quien hab?a visto muchas veces en casa de mi amigo, por ser ?ste tutor del tal mancebo. Los dos manuscritos, que sueltos resultaban incomprensibles, complet?banse mutuamente constituyendo una historia que me pareci? muy... ?c?mo dir??... muy humana. Interesome mucho, a causa tal vez del escepticismo que me atribuyen... ?Felices aqu?llos a quienes se crea una reputaci?n, sea cual fuere!... Dec?a, pues, que a causa del escepticismo que se me atribuye, casi nunca encuentro cosas que me interesen, y viendo que ese relato me hab?a subyugado el coraz?n en absoluto... . Juzgu? pues, que una historia que de tal modo me hab?a cautivado ten?a que embelesar tambi?n a mis contempor?neos. Y adem?s, ?a qu? ocultarlo? no era la vanidad del todo ajena a mi prop?sito: ambicionaba el t?tulo de escritor aunque para alcanzarlo hubiese de perder mi fama de hombre de ingenio, como le sucedi? a M... aquel consejero de Estado a quien todos ustedes conocen. Me puse a la tarea de ordenar ambos diarios y enumerar sus hojas coloc?ndolas de modo que la narraci?n fuese inteligible; borr? despu?s los nombres propios, que sustitu? por otros muy diferentes, y puse todo el relato en tercera persona, acabando por encontrarme con dos tomos bastante voluminosos...

--Que usted no hizo imprimir porque a?n viven los personajes de esa historia. ?No es as??

--Ni por pienso. De los dos personajes principales, el uno muri? ya hace a?o y medio, y el otro sali? de Par?s hace dos semanas; y yo les creo a ustedes sobrado atareados y olvidadizos para conocer a un muerto y a un ausente, por mucha semejanza que exista en los retratos. Dista mucho de ser ?se el motivo que me ha impulsado a ocultar los nombres de ellos.

--?Pues cu?l es?

--?Chit?n! No se lo digan ustedes a Lamennais, ni a B?ranger, ni a Alfredo de Vigny, ni a Souli?, ni a Balzac, ni a Deschamps, ni a Sainte-Beuve, ni a Dumas. Me han dicho que cuente con uno de los primeros sillones que queden vacantes en la Academia a condici?n de que siga sin escribir absolutamente nada. As? que est? nombrado, recobrar? mi libertad de acci?n y har? de mi capa un sayo. Augusto--prosigui? el conde, dirigi?ndose al joven, que acababa de entrar con el manuscrito,--si?ntese usted y lea: le escuchamos.

Obedeci? Augusto, tomando asiento en el acto, y cuando todos nos hubimos acomodado bien para ser, como suele decirse, todo o?dos y no perder detalle del relato, el joven comenz? as? su lectura:

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