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Read Ebook: The Hypnotic Experiment of Dr. Reeves and Other Stories by Jones Charlotte Rosalys

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Ebook has 1368 lines and 70471 words, and 28 pages

espert? en ?l algo de aquel respeto que todas las naturalezas originales se tributan inconscientemente unas a otras, en cualquier posici?n social, y la contempl? con m?s fijeza a medida que continuaba a?n hablando r?pidamente, con la mano en la aldaba y la mirada fija en ?l:

--?Me llamo Melisa, Melisa Smith! Le juro que es as?. Mi padre es el viejo Smith, el viejo Bumero Smith, ?ste es mi padre. Soy Melisa Smith y me vengo a la escuela.

--?Bueno! ?Y qu??--dijo el maestro.

Acostumbrada a ser contrariada y a que se la opusieran a menudo, porque s? y cruelmente, y sin otro fin que el de excitar los vivos impulsos de su naturaleza, la tranquilidad del maestro la sorprendi? en gran manera. Callose; principi? a retorcer entre los dedos un rizo de sus cabellos, y la r?gida l?nea del labio superior apretado sobre los perversos dientecitos, suavizose, experimentando un ligero temblor. Dirigi? la vista al suelo, y sus mejillas se ti?eron de un ligero rubor al trav?s de las manchas de rojizo barro y de un asoleado cutis. De s?bito, se ech? hacia adelante invocando a Dios para que la matara en el acto, y desalentada e inerte cay? de cara contra el pupitre del maestro, llorando y gimiendo, como una Magdalena.

El maestro la alz? suavemente esperando a que se le pasara el paroxismo de la primera excitaci?n. Cuando, volviendo a?n la cara, repet?a entre sollozos el <> de la penitencia infantil, <>, ocurri?sele al maestro preguntarle por qu? hab?a dejado la clase dominical.

S?; ella le hab?a dicho esto a Mac Sangley.

<>.

El maestro se ri?. Su risa era franca, pero despert? un eco tan extra?o en la peque?a casa escuela y pareci? tan inconsecuente y discorde con el gemido de los pinos del exterior, que a ella sigui? un suspiro, tan sincero, a su manera, como la risa anterior.

Sucediose un momento de grave silencio, que el maestro fue el primero en romper, preguntando a Melisa por su padre.

?Su padre? ?Qu? padre? ?El padre de qui?n? ?Qu? hab?a hecho por ella? ?Por qu? la aborrec?an las chicas? ?Vamos! ?Por qu?, cuando pasaba, le dec?a la gente: <>? ?Oh, s?, quisiera estar ya muerta, completamente muerta, que todo el mundo estuviese muerto! Y rompi? de nuevo en sollozos.

El maestro, a quien la escena hab?a conmovido alg?n tanto, inclinado sobre ella, le dijo lo que usted o yo pod?amos haber dicho despu?s de o?r teor?as tan poco naturales en boca infantil; pero, recordando sin duda mejor que usted o yo lo poco naturales que eran tambi?n su andrajosa indumentaria, sus sangrientos pies y la omnipresente sombra de su borracho padre. Asiola ligeramente, envolvi?ndola con su pa?uelo. La encarg? que viniera temprano a la ma?ana siguiente y la acompa?? parte del camino d?ndole las buenas noches.

La luna iluminaba brillantemente ante ellos el estrecho camino. El maestro permaneci? de pie contemplando la encogida y peque?a figura a medida que se alejaba vacilante por el camino, aguard? hasta que hubo pasado el peque?o camposanto y alcanzado la cima de la colina, en donde se volvi? y se detuvo un instante como un ?tomo de sufrimiento perfilado entre las lejanas y apacibles estrellas que pueblan el infinito. Despu?s, el maestro volvi? a su tarea, pero las l?neas del cuaderno se desarrollaban en largas paralelas del interminable camino, sobre el cual parec?an pasar, en la noche, figuras infantiles gimiendo y suspirando. Entonces, pareci?ndole la peque?a sala de la escuela m?s l?gubre y comprimida que antes, cerr? la puerta y regres? a su casa.

Al d?a siguiente, fue Melisa a la escuela. Se hab?a lavado previamente la cara, y su cabello negro y ordinario llevaba trazas de una reciente pelea con el peine, en la cual, al parecer, ambos llevaban mala parte. La mirada desafiadora brillaba de cuando en cuando en sus ojos, pero su manera era m?s d?cil y modesta. Entonces comenz? una serie de peque?as pruebas y de sacrificios mutuos, en los cuales maestro y alumna obtuvieron partes iguales y que aumentaron su mutua simpat?a. Aunque obediente ante la mirada del maestro, a menudo, durante el asueto, contrariada o irritada por un desprecio imaginario, Melisa rabiaba con furia ind?mita, y m?s de una vez alg?n peque?o educando, que hab?a querido igualar con ella sus armas de combate, palpitante, con rasgada chaqueta y ara?ado rostro, buscaba protecci?n al lado del profesor.

Hubo sobre el asunto una seria divisi?n entre los vecinos; muchos amenazaron con retirar a sus hijos de una compa??a tan mala, y otros, con el mismo calor, defendieron la conducta del maestro en su obra educativa.

De este modo, con terca persistencia que m?s adelante, al considerar lo pasado, le pareci? firmeza, el maestro sac? poco a poco a Melisa de las tinieblas de su pasada vida, como si no fuese m?s que su progreso natural en el estrecho sendero por el cual la hab?a encaminado en la estrellada noche de su primitivo encuentro. Teniendo presente la experiencia del evang?lico, Mac Sangley evit? con cuidado y paciencia el escollo sobre el cual, ?ste, poco adiestrado piloto, hab?a hecho naufragar la fe reciente de la ni?a. Si en el transcurso de la lectura tropezaba casualmente con aquellas pocas palabras que han levantado a sus semejantes sobre el nivel de los m?s viejos, m?s sabios y m?s prudentes, si aprend?a algo de una fe que est? simbolizada por el sufrimiento, y si la antigua llama se suavizaba en sus ojos, no era nunca bajo la fuerza de una lecci?n. Entre la gente m?s sencilla de aquellos buenos colonos se reuni? una peque?a suma, por medio de la cual la haraposa Melisa pudo vestir la ropa de la decencia y de la civilizaci?n, y con frecuencia un rudo apret?n de manos y palabras de franca aprobaci?n y confortamiento de alguna de esas figuras arrugadas, groseras y vestidas con la encarnada camisa, hac?an acudir el rubor a las mejillas del joven maestro y le obligaban a pensar si eran del todo merecidos los pl?cemes y tributos que se le prodigaban.

Unos tres meses hab?an transcurrido desde la ?poca de su primer encuentro y el maestro estaba entregado una noche a sus copias morales y sentenciosas, cuando se oy? llamar a la puerta y otra vez se vio a Melisa delante de s?. Vestida con cierta extra?a pulcritud, ten?a la cara limpia, y tal vez nada, excepto el largo cabello negro y los brillantes ojos, pod?a recordarle la anterior aparici?n.

--?Est? usted ocupado?--pregunt?.--?Puede venir conmigo?

Y al significar aqu?l su asentimiento, con su antigua manera voluntariosa y decidida, dijo:

--Venga pronto, pues.

Salieron precipitadamente, y penetraron en el oscuro camino. Al entrar en el pueblo, el maestro le pregunt? a d?nde iban, y ella contest?:

--A ver a mi padre.

Por primera vez o?a nombrarle con aquel t?tulo filial, o darle otro fuera del de <> o bien de <>. Por primera vez, tres meses, hablaba de ?l, y al maestro le constaba que le hab?a evitado resueltamente desde el cambio experimentado en la escuela. Pero convencido por sus ademanes, ser?a por dem?s preguntarle sus prop?sitos, la sigui? pasivamente por sitios solitarios, por bajas tabernas, restaurants y salones, por casas de juego y de baile; el maestro, precedido por Melisa, entraba y sal?a como un aut?mata. Entre el humo y los reniegos de los antros del vicio, la ni?a, asida de la mano del maestro, se paraba mirando ansiosamente, tratando de descubrir, al parecer inconsciente de todo, el objeto que buscaba y que absorb?a todos sus sentidos. Algunos bebedores, reconociendo a Melisa, llamaban a la ni?a para que les cantara y bailara, y la hubieran obligado a beber a no interponer el maestro su respetable autoridad. Otros, reconoci?ndole, les hicieron paso silenciosamente. As? transcurri? bastante tiempo. La ni?a le dijo entonces al o?do, que del otro lado del torrente, atravesado por una larga palanca, quedaba a?n una caba?a donde pensaba que pod?a estar. Marcharon en aquella direcci?n, durante media hora de fatigosa caminata, pero in?tilmente. Volv?an ya sobre sus pasos por la zanja, siguiendo el canal y contemplando las luces del pueblo en la orilla opuesta, cuando de pronto son? agudamente en el fresco aire de la noche un disparo de arma de fuego, que el eco se encarg? de reproducir varias veces en torno de Red-Mountain, haciendo que los perros ladraran a lo lejos. Las luces del pueblo parecieron vibrar y moverse r?pidamente por algunos momentos. El riachuelo hirvi? a su lado en borbotones tumultuosos; algunas piedras se desprendieron de la cuesta y cayeron ruidosamente en el agua; un fuerte viento pareci? sacudir las ramas de los f?nebres pinos, y luego el silencio se restableci? m?s de lleno, m?s profundo y m?s l?gubre. Entonces el maestro volviose hacia Melisa con un movimiento instintivo de protecci?n, pero la ni?a hab?a desaparecido entre las sombras. Impulsado por un extra?o terror, corri? r?pidamente camino abajo hacia el lecho del r?o, y saltando de roca en roca, alcanz? la aldea. Una vez en el centro de Red-Mountain y en las cercan?as del estribo de la palanca, mir? hacia arriba y detuvo el aliento con temor; pues en lo alto, sobre la estrecha tabla, vio la peque?a y a?rea figura de su compa?era de poco ha, cruzando r?pidamente como una aparici?n.

El largo y c?lido verano no se hizo esperar. A medida que cada ardiente d?a se consum?a en peque?as neblinas color gris perla en las cimas de las monta?as, y la naciente brisa esparramaba rojas cenizas sobre el panorama, la verde alfombra que la temprana primavera hab?a tendido por encima de la tumba de Smith, se marchit? hasta secarse por completo. Todos los domingos por las tardes, al entrar el maestro por el camposanto, se sorprend?a de encontrar arrojadas all? algunas flores silvestres, tomadas en el h?medo pinar, como tambi?n toscas guirnaldas prendidas de la peque?a cruz de madera. Algunas de aquellas guirnaldas estaban formadas de hierbas odor?feras, de esas que las ni?as gustan de guardar en su pupitre, aqu? y acull?, enlazadas con las plumas del bacai de la vainilla y de la an?mona silvestre, el maestro repar? en la capucha azul oscuro de la adormidera o ac?nito venenoso. Instintivamente y al asociar la vista de esta planta con aquellos recuerdos, experiment? el maestro una sensaci?n capaz de contrarrestar el efecto est?tico que primero hab?a sentido.

Un d?a, al dar un largo paseo por la silvestre sierra, top? en el coraz?n del bosque con Melisa, sentada sobre un derribado pino, como sobre un tronco fant?stico formado por los colgantes penachos de siniestras ramas, con la falda llena de hierbas y de pi?as, y canturreando para s? una de las negras melod?as que en aquel preciso momento hab?a recordado. Dando muestras de franca simpat?a, le hizo lugar en su elevado trono, y con aire hospitalario y aun de protecci?n, con ser el maestro tan terriblemente serio, le colm? de pi?ones y frutas silvestres. Aprovech? el maestro aquella oportunidad para explicarle las propiedades nocivas del ac?nito, cuyos oscuros capullos ve?a en su falda, y arranc? de ella la promesa de no tocar flores de aquella planta, en tanto que fuese alumna suya. Despu?s, habiendo puesto a prueba su integridad, se qued? satisfecho, desvaneci?ndose el extra?o sentimiento que antes le hab?a sobrevenido.

De entre los hogares que se le abrieron a Melisa cuando se supo su conversi?n, el maestro prefiri? el de la se?ora Morfeo, un ejemplar femenino y bondadoso de la flora del Sudoeste, conocido en su mocedad por el apodo de <>. Era la se?ora Morfeo uno de aquellos seres que luchan resueltamente contra su propia naturaleza, por medio de una larga serie de actos de lucha y de abnegaci?n, habiendo subyugado, por fin, su disposici?n, naturalmente descuidada, hasta tener principios de <>, que, al igual que el se?or Pope, consideraba como <>. Pero no pod?a gobernar del todo las ?rbitas de sus sat?lites por regulares que fuesen sus propios movimientos, y hasta su mismo <>, ten?a a veces con ella frecuentes choques. Su antigua naturaleza afirm?base de nuevo en su descendencia. Licurgo huroneaba a deshora en la alacena, y Ar?stides ven?a de la escuela a casa sin zapatos, dejando tan importantes art?culos en el umbral para tener el placer de hacer un viaje por el l?gamo de las zanjas a pies desnudos. Octavia y Casandra eran descuidadas en sus vestidos. As?, que, por m?s que la <> hubiese espaldado, podado y disciplinado su propio y ya maduro temperamento, los reto?os crecieron a porf?a, brav?os y desparramados con una sola excepci?n. Esta ?nica excepci?n la constitu?a Sof?a Morfeo, de quince a?os de edad y que realizaba la concepci?n inmaculada de su madre, n?tida, ordenada, y de inteligencia calma y reposada.

La se?ora Morfeo ten?a la amorosa debilidad de imaginarse que Sof?a era un consuelo y un ejemplo para Melisa, y siguiendo esta sofister?a, la se?ora Morfeo sacaba a Sof?a a colaci?n ante Melisa, cuando ?sta era mala, present?ndola a la ni?a como modelo reverente en sus momentos de contrici?n. De modo que no se extra?? el maestro cuando supo que Sof?a ir?a a la escuela evidentemente tan s?lo como un favor para el maestro y como un ejemplo para Melisa y todos los educandos, pues Sof?a era ya toda una se?orita, como suele decirse. Como heredera de las cualidades f?sicas de su madre, y en obediencia a las leyes climatol?gicas de la regi?n de Red-Mountain, la muchacha entraba en eflorescencia prematura. La juventud de Smith's-Pocket, para quien esta especie de flor era escasa, suspiraba por ella en abril, languidec?a en mayo y la so?aba todo el a?o. Serios hombrecitos rondaban la escuela a la hora de salida y hasta algunos estaban celosos de Mac Sangley.

Quiz? esta ?ltima circunstancia fue la que abri? los ojos de ?ste a una observaci?n. No le fue dif?cil notar que Sof?a era rom?ntica; que en la clase necesitaba de mucha atenci?n, que sus plumas eran siempre malas y necesitaban cortarse; que acompa?aba generalmente la s?plica con cierto ?xtasis en la mirada, que no guardaba relaci?n con el servicio que verbalmente ped?a; que a veces toleraba que las curvas de su rollizo y torneado brazo blanco reposaran sobre el del maestro cuando estaba escribiendo sus muestras, y que cuando tal hac?a se ruborizaba y echaba hacia atr?s los rizos de sus blondos cabellos. No recuerdo si he dicho que el maestro era joven, cosa, de todas maneras, de poca trascendencia. Educado severamente en la escuela en que Sof?a dio sus primeras lecciones, a pesar de todo resisti? como un hermoso y joven espartano, las flexibles curvas y fascinadoras miradas, en cuyo ascetismo tal vez pudo contribuir lo exiguo de la comida que tomaba. Por lo general, evitaba a Sof?a; pero una tarde, cuando ella volvi? a la escuela en busca de algo que hab?a olvidado y no encontr? hasta que el maestro se encamin? a su casa con ella, quiz? trat? de hacerse particularmente agradable, en parte, seg?n imagino, para que su conducta a?adiera hielo y amargura a los ya desbordados corazones de los plat?nicos admiradores de Sof?a.

A la ma?ana siguiente de este sentimental episodio, Melisa no fue a la escuela. Lleg? el mediod?a, pero no Melisa. Interrogada Sof?a sobre el asunto, dijo que hab?an salido juntas hacia la escuela, pero que la voluntariosa Melisa hab?a tomado otro sendero. Por la tarde el mismo misterio, y al llegar la noche vio el maestro a la se?ora Morfeo, cuyo coraz?n maternal estaba realmente sobresaltado. La se?ora Morfeo hab?a pasado todo el d?a busc?ndola, sin hallar traza que pudiera ayudar al descubrimiento de la fugitiva. Ar?stides fue llamado como presunto c?mplice, pero aquel honrado muchacho consigui? convencer a la familia de su inmaculada inocencia. La se?ora Morfeo alimentaba la viva esperanza de que a?n hallar?a a la ni?a ahogada en una zanja, o lo que casi era tan terrible, cubierta de lodo, manchada y sin esperanza de que por medio de jab?n y agua volviera a su primitivo estado. El maestro volvi? a la escuela con el coraz?n contristado. Al encender su l?mpara y sentarse en el pupitre, encontr? ante s? una esquela, a ?l dirigida. La tom? en sus manos r?pidamente, no tardando en reconocer la letra de Melisa. Parec?a estar escrita en una hoja arrancada de un viejo libro de notas, y al efecto de evitar alguna indiscreci?n sacr?lega, estaba cerrada con seis obleas rotas. Abri?ndola casi tiernamente, el maestro ley? lo siguiente:

Despu?s de haber le?do esta extra?a ep?stola, el maestro qued? meditabundo, hasta que la luna alz? su brillante faz por encima de los montes e ilumin? el camino que conduc?a a la casa escuela, camino endurecido con el ir y venir de los menudos pies de los educandos. Enseguida, m?s satisfecho, hizo trizas la misiva y esparci? por el suelo los peque?os pedazos.

Al d?a siguiente, al amanecer, se levant? r?pidamente, abriose camino al trav?s de los helechos a modo de palmeras, y del espeso matorral del pinar, asustando a la liebre en su madriguera y despertando la malhumorada protesta de algunos grajos calaveras, que al parecer hab?an pasado la noche en org?a; as? lleg? a la selv?tica cumbre donde una vez hab?a hallado a Melisa. Encontr? all? el derribado pino de enlazadas ramas, pero el trono estaba vac?o. Acercose m?s, y algo que parec?a ser un animal asustado, moviose por entre las crujientes ramas del ?rbol y corriose hacia arriba de los extendidos brazos del ca?do monarca, y ampar?ndose en alg?n follaje amigo. El maestro, subiendo al viejo asiento, encontr? el nido caliente a?n, y mirando a lo alto hacia las enlazadas ramas, se hall? con los ojos negros de Melisa. Se miraron en suspenso. Melisa fue la primera en hablar.

--?Qu? quieres?--pregunt? secamente.

El maestro se hab?a preparado su plan de batalla.

--Quiero algunas manzanas silvestres--dijo en tono humilde.

--No las tendr?s; vete. ?Por qu? no las pides a Sof?a?--Y parec?a que Melisa se desahogaba al expresar su desprecio por s?labas adicionales al t?tulo ya algo dilatado de su tentadora compa?era.--?Eres muy malo!

--Tengo hambre, Melisita. Desde ayer a la hora de comer no he probado bocado. ?Estoy muerto de hambre!

Y el joven, en un estado de inanici?n extraordinario, apoyose contra el primer ?rbol que encontr? delante.

El coraz?n de Melisa se enterneci?. En los d?as amargos de su vida de gitana, hab?a conocido la sensaci?n que ?l tan ma?osamente fing?a.

Vencida por su tono acongojado, pero no del todo exenta de sospecha, dijo:

--Cava bajo el ?rbol, cerca de las ra?ces, y encontrar?s muchas; pero cuidado en decirlo.

Melisa ten?a, como los ratones y las ardillas, sus escondrijos; pero, naturalmente, el maestro fue incapaz de encontrarlas, probablemente porque los efectos del hambre cegaban sus sentidos. Melisa empezaba a inquietarse. Por fin, le mir? de soslayo al trav?s de las hojas, a la manera de un hada, y pregunt?:

--Si bajo y te doy algunas, ?me prometes mantenerte a distancia?

El maestro asinti?.

--?As? te mueras si lo haces!

El maestro acept? resignadamente tan terrible maldici?n.

Melisa se desliz? del ?rbol, y durante algunos momentos no se oy? m?s que el mascar de pi?ones.

--?Est?s mejor?--pregunt? con cierto inter?s.

El maestro, d?ndole gravemente las gracias, confes? que se iba reanimando, y entonces comenz? a volverse por donde hab?a venido. Como lo esperaba, no se hab?a alejado mucho cuando ella le llam?. Volviose. Ella estaba all?, de pie, p?lida, con l?grimas en los ojos.

El maestro comprendi? que hab?a llegado el momento oportuno. Acerc?ndose a ella le tom? ambas manos, y contemplando sus h?medas pupilas, dijo en tono insinuante al par que grave:

--Melisita, ?te acuerdas de la primera tarde que fuiste a verme? Me preguntaste si pod?as asistir a mi escuela, pues quer?as aprender algo y ser m?s buena, y yo te dije...

--Ven--dijo la ni?a con presteza.

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