Read Ebook: The Hypnotic Experiment of Dr. Reeves and Other Stories by Jones Charlotte Rosalys
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Ebook has 1368 lines and 70471 words, and 28 pages
--Ven--dijo la ni?a con presteza.
Melisa baj? silenciosamente la cabeza por algunos instantes. El maestro esperaba con impaciencia.
Dando descomunales saltos, una liebre corri? hasta cerca de la pareja, y alzando su brillante mirada y aterciopeladas patas delanteras, se sent? y los contempl?. Una bulliciosa ardilla se desliz? por medio de la corteza resquebrajada de un pino derribado, y se qued? all? parada.
--Te estamos esperando, Melisita--dijo el maestro en voz baja, y la ni?a se sonri?.
Las cimas de los ?rboles se balanceaban, movidas por el c?firo, y un largo rayo de luz se abri? camino entre las enlazadas ramas, dando de lleno en la indecisa cara, sorprendi?ndola en una mueca de irresoluci?n. De pronto, agarr? con su habitual ligereza la mano del maestro. Balbuce? algunas palabras, apenas perceptibles; pero el maestro, separando de su frente el negro cabello, la bes?, y as?, asidos de la mano, salieron de las h?medas y perfumadas b?vedas del bosque por el abierto camino ba?ado en la luz matinal.
No tan mal?vola en su trato respecto a los dem?s alumnos, Melisa conservaba todav?a, una actitud ofensiva respecto a Sof?a. Quiz? el elemento de los celos no estaba apagado del todo en su apasionado y peque?o coraz?n. Quiz? ser?a tan s?lo que las redondas curvas y la rolliza silueta, ofrecen una superficie m?s extensa y apta para el roce. Pero como que tales efervescencias estaban bajo la autoridad del maestro, su enemistad a veces tomaba una forma nueva que no se dejaba reprender.
Se le ocurri? a la se?ora Morfeo, obedeciendo a un laudable impulso, comprar otra mu?eca que regal? a Melisa. La ni?a la recibi? curiosa y gravemente. Al contemplarla el maestro un d?a, crey? notar en sus redondas mejillas encarnadas y mansos ojos azules, un ligero parecido a Sof?a. En seguida se ech? de ver que Melisa hab?a reparado tambi?n en el mismo parecido; de consiguiente, cuando se ve?a sola, le golpeaba la cabeza de cera contra las rocas, la arrastraba a veces con una cuerda atada al cuello, al ir y volver del colegio, y otras, sent?ndola en su pupitre, convert?a en acerico su cuerpo paciente e inofensivo.
No me meter? a discutir si hac?a aquello en venganza de lo que ella consideraba una nueva e imaginaria intrusi?n de las excelencias de Sof?a, o porque tuviese como una intuici?n de los ritos de ciertos paganos, y entreg?ndose a aquella ceremonia fetichista, imaginara que el original de su modelo de cera desfallecer?a para morirse m?s tarde. Esto ser?a un arduo problema de metaf?sica muy dif?cil de resolver.
El maestro no pudo menos de observar, a pesar de esas incongruencias morales, el trabajo de una percepci?n r?pida y vigorosa, propia de una inteligencia sana. Melisa no conoc?a ni el titubear ni las dudas de la ni?ez. Las contestaciones en clase estaban ligeramente impregnadas de ins?lita audacia. Claro que no era infalible, pero su valor y aplomo en lanzarse en honduras por las que no habr?an osado bogar los t?midos nadadores que la rodeaban, supl?an los errores del discernimiento. Los ni?os, por lo visto, en cuanto a esto, no valen m?s que las personas mayores; pues siempre que la peque?a mano encarnada de la ni?a se ergu?a por encima del pupitre para pedir la palabra, reinaba el silencio de la admiraci?n, y el mismo maestro estaba a veces oprimido por una duda de su propio criterio y experiencia.
No obstante, ciertas particularidades que en un principio le entreten?an y divert?an su imaginaci?n, comenzaron a afligirle, y graves dudas asaltaron su conciencia. No pod?a ocult?rsele que Melisa era vengativa, irreverente y voluntariosa, que s?lo ten?a una facultad superior propia de su condici?n semisalvaje, la facultad del sufrimiento f?sico y de la abnegaci?n, y otra, aunque no muy constante, atributo de fiera nobleza, la de la verdad. Melisa era a la vez intr?pida y sincera; dos cosas que en aquel car?cter ven?an a reducirse a una sola.
Medit? mucho el maestro sobre este particular y hab?a llegado a la conclusi?n ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que ?l era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determin? visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisi?n humillaba su orgullo, pues ?l y Mac Sangley no estaban en muy buena armon?a. Pero el pensamiento de Melisa se sobrepuso en ?l, y en la noche de su primer encuentro, y tal vez con la superstici?n perdonable de que la mera casualidad no hab?a guiado sus pies hacia la escuela, y con la conciencia satisfecha de la rara magnanimidad de su acci?n, venci? su antipat?a y se avist? con el reverendo.
Mac Sangley se alegr? de la visita en grado sumo. Observ?, adem?s, que el maestro ten?a buen semblante, y esperaba verle curado de la neuralgia y del reumatismo. Tambi?n le hab?a molestado a ?l con un sordo dolor, desde la ?ltima entrevista, pero ten?a de su parte la resignaci?n y el rezo, y call?ndose un momento, a fin de que el maestro pudiese escribir en su libro de memorias una receta que le dict? para curar la sorda intermitencia, el se?or Mac Sangley acab? por informarse de la respetable se?ora Morfeo.
--Ornato y prez de la cristiandad es tan buena se?ora, y su tierna y hermosa familia prospera--a?adi? el reverendo,--Sof?a est? perfectamente educada, y es tan atenta como cari?osa.
Las buenas prendas y cualidades de Sof?a parec?an afectarle hasta tal extremo, que se extendi? en consideraciones sobre ellas un buen lapso de tiempo. El maestro viose doblemente confuso. De un lado, resultaba un contraste violento para la pobre Melisa, en toda aquella alabanza de Sof?a, y de otro, este tono confidencial le desagradaba al hablar de la primog?nita de la se?ora Morfeo; as? es que el maestro, despu?s de algunos esfuerzos f?tiles por decir algo natural, crey? conveniente el recordar otro compromiso y se fue sin pedir los informes, pero en sus reflexiones posteriores, daba injustamente la culpa al reverendo se?or Mac Sangley de no hab?rselos procurado.
Este hecho colocaba de nuevo al maestro y a la alumna en la estrecha comuni?n de antes. Melisa pareci? reparar el cambio en la conducta del maestro, forzada desde hac?a alg?n tiempo, y en uno de sus cortos paseos vespertinos, deteni?ndose ella de repente, y subiendo sobre un tronco de ?rbol, le mir? de hito en hito con ojos insinuantes y escudri?adores.
--?No est? usted loco?--dijo con un sacudimiento interrogativo de todo su cuerpo.
--No.
--?Ni fastidiado?
--No.
--?Ni hambriento? .
--No.
--?Ni pensando en ella?
--?En qui?n, Melisita?
--En aquella chica blanca. .
--No.
--?Me da usted palabra?
--S?.
--?Y por su sagrado honor?
--S?.
Entonces Melisa le dio un beso salvaje, salt? del ?rbol y se escap? volando. En los dos o tres d?as que siguieron se dign? parecerse m?s a los ni?os en general, y llevar m?s buena conducta.
No le gustaba pensar en Melisa. Quiz? por un instinto ego?sta se esforzaba en figurarse su sentimiento por la ni?a como necio, rom?ntico y poco pr?ctico. Incluso quiso convencerse de que sus adelantos ser?an mayores bajo la direcci?n de un maestro m?s viejo y m?s riguroso.
El verano tocaba a su fin, y la ?ltima cosecha hab?a pasado de los campos al granero, cuando el maestro pens? tambi?n recoger por medio de un examen los maduros frutos de las tiernas inteligencias que se hab?an puesto bajo su cultivo y direcci?n. As? es que los sabios y gente de profesi?n de Smith's-Pocket se reunieron para sancionar aquella tradicional costumbre de poner a los ni?os en violenta situaci?n y de atormentarles como a los testigos delante del Tribunal. Como de costumbre, los m?s audaces y serenos fueron los que lograron obtener los honores del triunfo y ver coronada su frente con los laureles de la victoria. El lector imaginar? que Melisa y Sof?a alcanzaron la preeminencia y compart?an la atenci?n del p?blico. Melisa, con su claridad de percepci?n natural y confianza en s? misma; Sof?a, con el pl?cido aprecio de su persona y la perfecta correcci?n en todas sus cosas. Los otros peque?uelos eran t?midos y atolondrados. Como era de esperar, la prontitud y el despejo de Melisa, cautivaron al mayor n?mero y provocaron el un?nime aplauso. La historia de Melisa hab?a inconscientemente despertado las m?s vivas simpat?as de una clase de individuos, cuyas formas atl?ticas se apoyaban contra las paredes y cuyas bellas y barbudas caras atisbaban con inusitada atenci?n. Sin embargo, la popularidad de Melisa se hundi? por una circunstancia inesperada. Mac Sangley se hab?a invitado a s? mismo y disfrutaba la agradable diversi?n de asustar a los alumnos m?s t?midos con las preguntas m?s vagas y ambiguas, dirigidas en un tono grave e imponente; Melisa se hab?a remontado a la astronom?a, y estaba se?alando el curso de nuestra manchada bola al trav?s del espacio y llevaba el comp?s de la m?sica de las esferas describiendo las ?rbitas entrelazadas de los planetas, cuando Mac Sangley se levant? y dijo con su voz gutural:
--?Melisa! Est? usted hablando de las revoluciones de esta tierra y de los movimientos del sol y creo ha dicho que esto se efect?a desde la creaci?n, ?no es verdad?
Melisa lo afirm? desde?osamente.
--Bueno, ?y es esto cierto?--exclam? Mac Sangley, cruz?ndose de brazos.
--S?--dijo Melisa, apretando con fuerza sus labios de coral.
Las hermosas figuras de las barandas se inclinaron m?s hacia la sala, y una cara de santo de Rafael, con barba rubia y dulces ojos azules, pertenecientes al mayor brib?n de las minas, se volvi? hacia la ni?a y le dijo muy quedo:
--?Mantente firme, Melisa!
Mac Sangley, que hasta aquel momento hab?a tenido fija la mirada en Melisa, dio un profundo suspiro, ech? primero al maestro y despu?s a los ni?os una mirada de compasi?n, y luego pos? su vista sobre Sof?a. La ni?a levant? nuevamente su regordete y blanco brazo, cuyo seductor contorno realzaba un brazalete modelo, chill?n y macizo regalo de uno de sus m?s humildes admiradores, que llevaba gracias a la solemnidad del d?a. Rein? un silencio sepulcral. Las redondas mejillas de Sof?a eran sonrosadas y suaves, los grandes ojos de Sof?a eran muy brillantes y azules, y la muselina blanca del trajo escotado de Sof?a descansaba muellemente sobre sus hombros blancos y rollizos. Sof?a mir? al maestro y el maestro asinti? con la cabeza. Entonces Sof?a dijo con dulce voz:
--?Josu? mand? al sol que se parase y le obedeci?!
Un sordo murmullo de aplauso se oy? por todos los ?mbitos de la escuela, pintose una expresi?n triunfal en la cara de Sangley, una grave sombra en la del maestro, y una c?mica mirada de contrariedad irradi? de las ventanas. Melisa hoje? r?pidamente su astronom?a y cerr? el libro con estruendo. Y con un gemido de Mac Sangley, estallaron murmullos de asombro en la clase y un aullido desde las ventanas, cuando Melisa descarg? su sonrosado pu?o sobre el pupitre con esta revolucionaria manifestaci?n:
--?Es una maldita impostura! ?No lo creo!
La larga estaci?n de las lluvias tocaba ya a su t?rmino. Bandadas de p?jaros inundaban los campos, y la primavera mostraba nueva vida en los hinchados capullos, y en los impetuosos arroyos. Los pinares desped?an el m?s fresco aroma. Las azaleas brotaban ya y los ceanothus preparaban para la primavera su librea de color morado. En la ladera meridional del Red-Mountain, la larga espiga del ac?nito se lanzaba hacia arriba desde su asiento de anchas hojas y de nuevo sacud?a sus campanillas de azul oscuro en el suave declive de las cimas. Una alfombra de verde y mullida hierba, ondulaba sobre la tumba de Smith esmaltada de brillantes botones de oro, y salpicada por la espuma de un sin fin de margaritas. El peque?o camposanto hab?a recogido en el pasado a?o nuevos habitantes, y nuevos mont?culos se elevaban de dos en dos a lo largo de la baja empalizada hasta alcanzar la tumba de Smith, dejando junto a ella un espacio. La superstici?n general la hab?a evitado y el sitio al lado de Smith esperaba morador.
Varios carteles fijados en los muros del pueblo participaban que, dentro de un breve plazo, una c?lebre compa??a dram?tica representar?a, durante algunos d?as, una serie de sainetes para desternillar de risa; que, alternando agradablemente con ?stos, dar?ase alg?n melodrama y diversiones a granel. Como es natural, estos anuncios ocasionaron un gran movimiento entre la gente menuda y eran tema de agitaci?n y de mucho hablar entre los alumnos de la escuela. El maestro hab?a prometido a Melisa, para quien esta clase de placer era sagrado y raro, que la llevar?a, y en la importante noche del estreno el maestro y Melisa asistieron puntualmente.
El estilo dominante de la funci?n era el de la penosa median?a; el melodrama no fue bastante malo para re?r ni bastante bueno para conmover los esp?ritus. Pero, el maestro, volvi?ndose aburrido hacia la ni?a, sorprendiose y sinti? algo como verg?enza, al reparar en el efecto singular que causaba en aquella naturaleza tan sensible. Sus mejillas se te??an de p?rpura a cada pulsaci?n de su palpitante corazoncillo; sus peque?os y apasionados labios se abr?an ligeramente para dar paso al entrecortado aliento; sus grandes y abiertos ojos se dilataron y se arquearon sus cejas frecuentemente. Melisa no ri? ante las sosas mamarrachadas del gracioso, pues Melisa raras veces se re?a; ni tampoco se afect? discretamente, hasta acudir al extremo de hacer uso de su pa?uelo blanco, como Sof?a, la del tierno coraz?n, que estaba hablando con su pareja y al mismo tiempo mirando de soslayo al maestro, para enjugar alguna l?grima. Pero cuando se termin? el espect?culo y el peque?o tel?n baj? sobre las reducidas tablas, Melisa suspir? profundamente y se volvi? hacia la grave cara del maestro, con una sonrisa apolog?tica y cansado gesto.
--Ahora, v?monos a casa--insinu?.
Y baj? los p?rpados de sus negros ojos, como para ver una vez m?s la escena en su imaginaci?n virgen.
Al dirigirse a casa de la se?ora Morfeo, el maestro crey? prudente ridiculizar la funci?n de arriba abajo.
--No me extra?ar?a--dijo--que Melisa creyese que la joven que tan bellamente representa lo hace en serio, enamorada del caballero del rico traje, y aun suponiendo que estuviere enamorada de veras, ser?a una desgracia.
--?Por qu??--dijo Melisa, alzando los ca?dos p?rpados.
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