Read Ebook: Los Conquistadores: El origen heróico de América by Salaverr A Jos Mar A
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Ebook has 294 lines and 34876 words, and 6 pages
LOS CONQUISTADORES
Imprenta y litograf?a de Rafael Caro Raggio.
LOS CONQUISTADORES
EL ORIGEN HEROICO DE AM?RICA
RAFAEL CARO RAGGIO: EDITOR
VENTURA RODR?GUEZ, 18
CAP?TULO PRIMERO
VISI?N DE EXTREMADURA
Hay en Espa?a un territorio desviado de la ruta de los turistas, en cierto modo desconocido e impenetrable. S?lo se ven all? terrenos de cultivo, sierras de pastoreo y algunas minas de poco renombre.
Es la comarca que une a Extremadura con Andaluc?a, pa?s tan bello como sugerente, que ahora estimo recorrer con el alma abierta a las grandes recordaciones hist?ricas. Por aqu? pasaban, en efecto, los soldados y capitanes de Extremadura buscando el glorioso valle del Guadalquivir y los muelles de Sevilla, donde las galeras de empinada popa reclutaban a todos los hombres de buena voluntad que so?asen con el oro y la gloria de las Indias.
Por estos montes de encinas y olivos, gratos a la vid, transitaban los conquistadores a lomo de sus ?giles caballos, portando su espada y su rodela, y all? dentro del pecho un animoso coraz?n.
Los llanos y las dehesas de Extremadura llen?ronse un d?a de fastuosas revelaciones; hasta el pa?s escondido y mediterr?neo hab?a llegado la buena nueva, y en la Tierra de Barros, en la Serena, en C?ceres, en Trujillo, los hidalgos de templada musculatura y lanza en astillero comentaban bajo los portales: <
Mientras el tren me lleva a Extremadura, es imposible librar a la mente de la obsesi?n de Am?rica; los objetos modernos tratan de llamarme y no lo consiguen. La Historia se sube, en ocasiones, a la cabeza con la misma aptitud delirante que un vino rancio. Veo los pueblos y los hombres cuotidianos; las m?quinas a vapor y los artefactos cient?ficos de un coto minero; los peri?dicos y los trajes me hablan con obstinaci?n de los afanes contempor?neos, y yo insisto, a pesar de todo, en transportarme a la ?poca de los conquistadores.
Asisto con curiosidad a las variaciones del paisaje, y principalmente deseo sorprender la aparici?n de Extremadura. El tren parece corresponder a mi impaciencia y corre por una comarca fronteriza y solitaria, alta y desierta. Es la regi?n de la divisoria hidrogr?fica, l?mite de las cuencas del Guadalquivir y del Guadiana medio. De pronto, pasado un t?nel, el paisaje ha cambiado.
No cambia, sin embargo, tan radicalmente como por la parte de Despe?aperros; all? se salta de la meseta centro-espa?ola, fr?a y elevada, a las felices tierras andaluzas, donde el naranjo florece y se yergue la cimbradora palmera; mientras que entre Andaluc?a y Extremadura no existe violencia ni el tr?nsito puede decirse que sea fundamental. La gente sigue pronunciando el castellano con el mismo dejo gracioso y ceceante de los andaluces, y las palmas datileras, asom?ndose por los bardales de los huertos, muestran bien pronto que estamos en un pa?s f?rtil y caliente, donde el r?gimen estepario de la Mancha se ha sustituido por el clima atl?ntico-meridional.
Al paso de las estaciones del ferrocarril yo me apresuro a observar las gentes, el lenguaje, los gestos y el orden de los cultivos. ?C?mo son los descendientes de aquellos hombres extraordinarios en quienes la voluntad, el valor y el don de iniciativa alcanzaron un l?mite que pocas veces ha sobrepasado la naturaleza humana?
Veo un territorio monta??s y risue?o, bien poblado y cultivado en forma de bancales, lleno de alquer?as blancas, que adornan con su candidez la reciente verdura de la primavera. Pronto se allana el pa?s y se hace m?s fecundo y rico. Entramos en la Tierra de Barros, c?lebre por su fertilidad. Grandes y opulentos pueblos surgen en la llanura, cuyas gruesas tierras de labor florecen con los cultivos m?s caros: frondosos olivares, campos de mies, pr?speros vi?edos. Con frecuencia se divisan, desde el tren, amplias y hermosas casas de labor, de denso aspecto se?orial.
Miro las personas entre tanto, y celosamente examino sus rasgos, su talante, sus gestos. Es el extreme?o un hombre de varonil y hermosa presencia, robusto y bien proporcionado. Desde luego se advierte en ?l un cierto aire reservado, escaso de gesticulaciones. No puede llamarse adustez a ese aire como reconcentrado; tampoco le conviene el nombre de t?mido, ni el de triste o fosco. Es una gravedad tan digna y viril, como exenta de empaque provocativo. Unase el castellano con el andaluz occidental, agr?guese un poco de portugu?s, y se tendr? el extreme?o.
Es notable la salud y belleza de la raza. Los chiquillos que corren descalzos, las ni?as de pintarrajeados pa?olones, muestran un rostro lindo y carnoso, unos ojos grandes y honestos, unas mejillas morenas con vivas rosas de salud. Hay un tipo de hombre cence?o, de ojos obscuros y talante firme, y no abundan menos los rostros claros, rubios, especialmente en las muchachas. Las mujeres seducen por su aire honesto, pudoroso; m?s simp?ticas aun porque carecen de melindres y estudiadas gazmo?er?as.
He aqu? el pa?s raro de grasas llanuras y boscosas sierras; pa?s de vastas soledades, encinares espesos y solitarios reba?os; tierra de encalmados horizontes, donde los mansos r?os buscan el camino del mar... Como los r?os, tambi?n los hombres persiguieron el ensue?o de la remota e inaudita navegaci?n. Un sue?o de mar infinito, una quimera de las frondosas playas indianas exalt? esa tierra que no conoce el mar, pero que lo present?a con el amor infuso de un navegante predestinado. Tierra densa y grave, enigm?tica por su especie de mudez, que di? ejemplares de voluntad f?rrea como Pizarro, y al mismo produc?a el alma m?stica del divino Morales, y aquella otra alma asc?tica de Zurbar?n...
Llegando a M?rida he concluido de empaparme en unci?n hist?rica, y lentamente he vagado por las ruinas romanas, por el teatro de rotas columnas y bajo las arcadas del ingente acueducto. Es una serena tarde de abril, y desde el borde del largu?simo puente milenario contemplo los recios trozos de las antiguas murallas, que caen rectas sobre el r?o y dan una veraz sensaci?n de esa grandeza impasible, ces?rea, de todo lo romano. El Guadiana, ensanchado en esta parte de su curso, pasa lento y grandioso, como poni?ndose a tono con la aspiraci?n de majestad que expresan las murallas y el puente ces?reos.
Y en el silencio de la tarde, apenas malogrado por el tintineo de un reba?o que vuelve al redil, sube de la tierra y fluye en el ambiente todo una profundidad recordatoria. Los siglos parecen fundirse y decantarse en la ?ltima llama del sol poniente, y el aire sin duda est? lleno de memorias ilustres, de polvo de siglos, de ideales huellas de almas.
Mientras la pluma traza estas l?neas, los torreones y campanarios de Trujillo esparcen su severa sombra por la plaza incomparable. Veo a trav?s de los cristales erguirse un caser?n arruinado; y en tanto escapa la imaginaci?n hacia los pa?ses vitales y frondosos del Nuevo Mundo... ?Qu? remotos y antag?nicos los dos cuadros! Aqu? las sombras y las ruinas de las torres abolengas de Trujillo; all? lejos se desgrana el collar de las mil ciudades opulentas y las veinte naciones din?micas.
Sin embargo, la duda es ociosa; aqu?llo ha nacido de ?sto. Y la obra infinitamente transcendental la consumaron unos obscuros hidalgos de espada y de iniciativa que nacieron a la sombra de estas torres de Extremadura, ahora calladas y vac?as.
Es as?, teniendo siempre fija la idea de Am?rica, como adquieren supremo valor los campos extreme?os. El ?nimo se impresiona a cada punto al sorprender la memoria de los conquistadores, viva siempre en todo este pa?s desviado, labradiego y pastoril. Y en esta nost?lgica evocaci?n de epopeyas, el pueblo extreme?o confunde a los h?roes m?s dispares, hacin?ndolos, despu?s de todo, con una cierta l?gica. Cort?s y Pizarro se mezclan con Garc?a de Paredes, el de las haza?as herc?leas en Italia, como si hubieran combatido juntos, y pasando a caballo por la sierra de Santa Cruz, nos cuenta el gu?a que en alg?n escondrijo de aquellos cerros est? oculto e inc?lume el sepulcro de Viriato.
Suena a hierro Extremadura. De sus encinares brot? la flor estimada que tiene el nombre de voluntad. ?Oh gloriosa Am?rica, eres el fruto de una voluntad inquebrantable, infinita, y nada, si no fuese ella, te hubiese desprendido de la noche de tu sue?o aborigen! Las manos que te alzaron a la luz desde el fondo de las selvas y las cordilleras, eran manos decisivas e incansables, que no conoc?an la renunciaci?n. S?lo una casta de gigantes pudo cumplir la enorme tarea. Casta de Balboa, de Cort?s, de Pizarro, para quienes las empresas m?s absurdas se domesticaban, se humillaban, por lo mismo que los propios dioses se amedrentan frente a la inexorable decisi?n genial del h?roe.
La ancha plaza de Trujillo aparece a mis ojos toda llena de muchachos endomingados, que celebran la Fiesta de la Pascua Florida llevando un cordero votivo. Bulle y r?e la gente en la buc?lica romer?a. Los corderillos, adornados con cintas y cascabeles, ponen su nota c?ndida en el regocijo muchachil. Y arriba, en un estupendo anfiteatro, la ciudad vieja se encarama por las vertientes de la peque?a loma, ofreciendo la muda solemnidad de sus casonas y torres almenadas.
Desde lo alto de la acr?polis, entre marcial y m?stica, me he detenido a ver las ru?nas venerables y la solitaria inmensidad de los campos labrados. Los alcotanes giran, en largo vuelo, sobre las rotas murallas del castillo. Unas cig?e?as, lentas y suntuarias, agregan majestad al melanc?lico panorama.
Los blasones nobiliarios viven entre las ru?nas, y vive siempre, como en una grave penumbra, la sombra del Conquistador. En lo m?s alto, una pobre mujer se?ala un muro: <
CAP?TULO II
EL SELLO ANDALUZ
Cuando se ha visitado Andaluc?a y Extremadura, despu?s de haber recorrido algunas partes de Am?rica, acude a la mente la idea clara del prodigio, y hallamos que el milagro adquiere explicaci?n y realidad. Esto ocurre principalmente porque entre las comarcas que produjeron a los conquistadores y los pueblos americanos, existe ahora mismo una admirable identificaci?n. Un siglo entero de independencia m?s o menos irritada no ha podido desintegrar o desunir lo que desde el principio enlaz? el esfuerzo poderoso de unas personalidades densas. El sello andaluz pervive en Am?rica y Sevilla, esa graciosa perla del Guadalquivir, es el origen c?vico de lo americano.
Hay en algunas ciudades una simpat?a irresistible, que nos obliga a hablar de ellas en tono exaltado; el mismo nombre de Sevilla es por s? solo una voz melodiosa, fuente de ilustres sugericiones. Digamos tambi?n que las gracias y los buenos hados suelen visitar de tarde en tarde a los pueblos, y as? no hay duda que en la creaci?n de Andaluc?a ha presidido un genio ben?volo; los andaluces tienen raz?n cuando llaman a su risue?o pa?s la tierra de Mar?a Sant?sima.
Ser?a poco, sin embargo, si Andaluc?a poseyera ?nicamente el prestigio de su cielo, de su fino aire y de su amabilidad. Tiene, adem?s, la fuerza, el contenido genial y la aptitud para todo g?nero de grandeza. Asombra de veras esa regi?n positivamente pr?cer, que en ning?n momento de la Historia ha dejado de ser visitada por el soplo divino de la inteligencia. Consideremos que es Andaluc?a el pa?s a que se refieren las prehist?ricas noticias de los iberos, que ten?an leyes, versos y escritura mucho antes de que abordaran a las playas espa?olas los vajeles fenicios y griegos. Y en los grandes museos de Europa, en las vitrinas que corresponden al per?odo de la piedra tallada, siempre hay, junto a las reliquias de Creta, Sicilia o el Peloponeso, unas piedras finamente labradas por manos andaluzas.
Esa gente h?bil y despierta, que conoce la cultura tan de antiguo como las razas m?s pr?ncipes, no ha cesado de mantener contacto con la civilizaci?n, y hoy mismo, a trav?s de todas las invasiones que el genio andaluz absorviera y mejorara, se nos muestra Andaluc?a como un n?cleo vivo, palpitante y arm?nico que acaso est? pronto para un nuevo renacimiento.
La virtud andaluza estriba en esa facultad de la multiplicaci?n de las aptitudes. He ah? el pueblo que sabe ser fino y muelle, duro y resistente. El retrato que el viejo historiador hace del Marqu?s de los V?lez, hombre terriblemente valeroso y herc?leo, est? muy lejos de la imagen que el vulgo compone a prop?sito de la gente andaluza.
En un sitio de Sevilla, en aquello que llamar?amos la acr?polis sevillana, los siglos han realizado una insuperable s?ntesis arquitect?nica. El Alc?zar muestra su encanto ?rabe y la delicia de sus ?ntimos jardines; cerca de ?l alza su mole g?tica la Catedral; la Giralda, acierto de grandiosidad y finura, echa al espacio su encajer?a de ladrillo; un trozo de Ayuntamiento, tambi?n cercano, ofrece su filigrana plateresca; la Lonja, entre el Alc?zar y la Catedral, reproduce la serenidad del Renacimiento; y para que nada falte, all? est? la portada churrigueresca del palacio arzobispal.
Todo lo contiene Andaluc?a, y es por esto la verdadera s?ntesis o expresi?n de Espa?a. Las otras porciones de la naci?n no expresan ni contienen todos los lados espa?oles; el Cant?brico, Galicia, Arag?n, Catalu?a y Levante, la misma Castilla, son fragmentos espa?oles. S?lo en Andaluc?a se cumple la totalidad. Por eso aciertan algunos extranjeros cuando imaginan una Espa?a del corte y el tono de Andaluc?a. Por eso muchos extranjeros se defraudan cuando el tren les lleva por las interminables v?as castellanas.
Lo verdaderamente espa?ol, plenamente espa?ol, es Andaluc?a. En alg?n momento hist?rico ha girado la vida espa?ola en el seno andaluz, y entonces encontraba Espa?a su centro de gravedad.
No debe olvidarse que los principales hechos espa?oles han sido apadrinados por Andaluc?a. La Reconquista tuvo all? sus naturales campos de batalla, sus decisivas acciones; en Andaluc?a adquiri?, adem?s, el arabismo un concepto de civilizaci?n que no adquiriera en el resto de Espa?a, a pesar del oasis de Toledo. Frente a Granada se cerr? el broche de la unidad espa?ola. ?Y no fu? en Andaluc?a donde el mismo idioma castellano se puli?, se afin?, se hizo abundante y flexible? Las huestes de Gonzalo de C?rdoba, que ilustraron el nombre militar de Espa?a en Italia, iban formadas por caballeros y nobles andaluces. La iniciaci?n, el arreglo, la forma, la obra entera de Am?rica, partieron de Andaluc?a.
Aptos para los trabajos de la inteligencia, los andaluces nos abruman con la cifra de sus poetas, humanistas, escritores de todo g?nero, oradores y artistas. Tienen el desenfado y la violencia de Hurtado de Mendoza, la grandiosidad verbal de Herrera, la fuga m?stica de Granada, la gracia abundante de G?ngora. Sus escultores llegan al punto m?ximo de la religiosidad. Sus pintores son varios, m?ltiples, y entre todos completan los distintos caracteres de la personalidad espa?ola. Murillo es dulce y perfecto; Vel?zquez asume la realidad y la elegancia; Vald?s Leal se reserva la violencia dram?tica y el barroquismo lacerante de la expresi?n. El propio Zurbar?n, casi del todo andaluz, acude a completar, con su pasmoso y magistral misticismo, la empresa de conjunci?n espa?ola que se cumple en Andaluc?a.
Pero Andaluc?a ha creado sobre todo a Am?rica. Cuando o?mos decir que en Am?rica perviven las formas y el esp?ritu de Espa?a, debemos entender que esas formas y ese esp?ritu son andaluces. De manera que Am?rica recibi? el ser de Espa?a a trav?s de Andaluc?a, en cuanto Andaluc?a representa el concepto espa?ol m?s puro, aut?ntico, y, por consiguiente, total.
Fu? una suerte para Am?rica que se hubiera encargado Andaluc?a de infundirle el ser y la civilizaci?n; Andaluc?a era por s? misma un mundo, una naci?n, un n?cleo civilizado en absoluto. Las otras porciones de Espa?a no pod?an arrostrar el trabajo de fecundar un continente. El territorio cant?brico era de sentido rural; Catalu?a fallaba por el idioma y en aquella ?poca carec?a de virtud expansiva; Castilla estaba lejos del mar y era ella misma incompleta, insuficiente.
Mientras que Andaluc?a lo pose?a todo, y en aquel momento hasta tuvo el instinto de su misi?n y la r?faga emocional del entusiasmo. En Andaluc?a estaba madura la civilizaci?n, y el Renacimiento sopl? bien pronto en sus palacios y ciudades. Henchida de savia propia y original, Andaluc?a traspas? a Am?rica su contenido c?vico y religioso, sus costumbres y su car?cter. Toda esa bella zona que comprende desde el valle del Guadalquivir hasta el mar, con la zona adyacente y correlativa de Extremadura, ha sido el pa?s que pobl? primeramente Am?rica, y que la sell? para siempre con su cu?o. Las modalidades de esa zona guadalquivire?a y extreme?a, est?n ahora mismo palpables en todo lo ancho del nuevo continente. El rumbo y el empaque, el aire de se?or?o, la repugnancia por la taca?er?a, el don dadivoso, la hospitalidad caballeresca, el sentido hidalgo y se?orial de la vida... todo eso, tan hispano-americano, es de directa progenie andaluza. Esas cualidades pueden hallarse dispersas en otras comarcas espa?olas; pero todas juntas, en un haz, s?lo es posible encontrarlas en Andaluc?a.
La fuerza expansiva y el pronunciado car?cter andaluz son tales, contra lo que supone la frivolidad del vulgo, que Andaluc?a, en efecto, no consinti?, no di? lugar, hizo imposible que otra cualquiera influencia interviniese en el resellamiento de la sociedad americana. Am?rica, en rigor, no puede llamarse castellana, ni siquiera espa?ola; es propiamente andaluza. Si cabe llamarla castellana y espa?ola, ser? tan solo por cuanto Andaluc?a representa en una medida excelsa y perfeccionada la idea de Castilla, y, consiguientemente, el concepto de Espa?a.
?Qu? madura y qu? llena, cu?n brillante y animosa aquella Sevilla del 1500; bella por su luz y sus flores; prestigiosa por sus palacios y monumentos; ilustre por sus se?ores y sus artistas!... Y rica, adem?s, en realidades de oro y en quimeras de remotas aventuras.
Era entonces el n?cleo m?s atrayente de la Pen?nsula, cuando Toledo declinaba y Madrid no hab?a logrado a?n absorber la vida nacional. A las m?rgenes del Guadalquivir acud?an, como a un cauce l?gico, todos los que exig?an algo de la gloria y de la fortuna, y en algunos autores, como Cervantes, la idea vuela continuamente al escenario de Sevilla, el m?s digno, por tanto, de cualquier ficci?n literaria y el ?nico sitio que verdaderamente merec?a la pena de ser vivido y narrado.
Poco esfuerzo necesita hacer nuestra imaginaci?n para concebir la complicaci?n de aquella ciudad en aquel tiempo, cuando los naturales motivos de esplendor que posee la comarca se aumentaban con el inaudito traj?n de los muelles, punto exclusivo de arranque para las flotas de Indias. Todo esp?ritu ambicioso ten?a que afluir a Sevilla, sede de la pompa religiosa y tablado eximio de las letras; acud?an los mercaderes y los armadores, los cart?grafos y los pilotos, los caballeros de mesnada, los simples soldados, los propios p?caros. Junto con ellos se congregaban los ambiciosos de otras naciones: franceses y flamencos y alemanes, y los insuperables maestros de rapacidad, los genoveses. En aquella muchedumbre cosmopolita y heterog?nea exist?an los ?tiles necesarios para toda expedici?n. Era una abastecida s?ntesis del mundo. As? es explicable c?mo en las flotas que part?an para Am?rica marchaban tan completas las cosas y los hombres, de modo que arribando a las Indias era como si una ciudad de Europa se desbordase all? para florecer r?pidamente.
Un rumor de fantas?a palpitaba en los muelles sevillanos, y las mentiras de los que tornaban, uni?ndose a las presunciones de los candidatos de Ultramar, daba cariz supersticioso a los nav?os de dorados puentes que flameaban en el cielo andaluz sus banderolas. ?Qu? m?gica visi?n de las nuevas tierras! ?Qu? gran puerta se abr?a al ensue?o en aquellas m?rgenes del r?o opulento!... Las se?as estaban all? bien evidentes; no val?a pensar en subterfugios ni en enga?ifas. All? reposaban los fardos de cacao y de pimienta, de az?car, de caf? y de cuantos frutos preciados originaba el Nuevo Mundo. All? bull?an tambi?n los esclavos inauditos. Del vientre de las naves sal?an aquellas arcas evidentes, palpables, todas llenas de pasta de oro. ?Y no era igualmente cierta la llegada de los se?ores, cubiertos de preseas y servidos por numerosos criados, que antes partieran pobres y con el matalotaje tomado a pr?stamo?
En aquel jubileo de las Indias pronto los mitos clavaron su espina impaciente en las imaginaciones. La leyenda de Jauja, la versi?n de Potos?, el sue?o del Cerro de la Plata, el pa?s de la Florida y sobre todo, por encima de todas las quimeras, el mito de Eldorado...
Todo era indispensable, sin embargo. El ?nfasis de la fantas?a ha podido siempre obligar al hombre a osar lo inaudito, y sin la ayuda de la quimera hubiera sido imposible que aquellos hombres arrostraran tales trabajos, y pudieran, en fin, entre martirios y fracasos, alzar, para la vida civilizada, la realidad de un continente.
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