Read Ebook: De drie steden: Parijs by Zola Mile Roldanus Willem Jacob Aarland Translator
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Ebook has 2830 lines and 182473 words, and 57 pages
Los muertos mandan
Vicente Blasco Ib??ez
Al lector
En mis tiempos de agitador pol?tico, all? por el a?o 1902, los republicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda de nuestras doctrinas que se celebr? en la plaza de Toros de Palma.
Luego, al volver a la Pen?nsula, me detuve en Ibiza, sinti?ndome igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos a?os con todos los piratas del Mediterr?neo. Y pens? unir las vidas de las dos islas, tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales, en una sola novela.
Transcurrieron seis a?os sin que pudiese realizar mi deseo.
Necesitaba volver a Mallorca e Ibiza para estudiar con m?s detenimiento los tipos y paisajes de mi obra, y nunca encontraba ocasi?n propicia para tal viaje. Al fin, en 1908, cuando preparaba mi primera excursi?n a Am?rica, pude escapar unas semanas de Madrid, llevando una vida errante por ambas islas. Visit? la mayor parte de Mallorca, durmiendo muchas noches en peque?os pueblos donde me dieron alojamiento las familias <
Esta fue la ?ltima obra del primer per?odo de mi vida literaria. Apenas publicada me march? a dar conferencias en la Rep?blica Argentina y Chile. El conferencista se convirti? sin saber c?mo en colonizador del desierto, en jinete de la llanura patag?nica. Olvid? la pluma como algo fr?volo e in?til para la recia batalla con las asperezas de una tierra inculta desde el principio del planeta y con las malicias e ignorancias de los hombres.
Pas? seis a?os sin escribir novelas. Quise crearlas en la realidad. Fui un novelista de hechos y no de palabras.
Primera parte
La noche anterior, al retirarse del Casino, la hab?a encargado Jaime con gran insistencia que le despertase temprano. Estaba invitado a almorzar en Valldemosa. <> La ma?ana era de las mejores de primavera; en el jard?n de la casa chillaban a coro los p?jaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima de la muralla.
La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el se?or se decid?a al fin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por la habitaci?n, ante la ventana abierta, partida por una columna delgad?sima. No hab?a miedo de que le viesen. La casa de enfrente era un palacio viejo como el suyo; un caser?n de pocos huecos. Frente a su ventana se extend?a un muro de color indefinido, con profundos desconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan pr?ximo por la estrechez de la calle, que parec?a poder tocarse con la mano.
Hab?ase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia del acto que iba a realizar en la ma?ana siguiente, y el aturdimiento de un sue?o corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la caricia reconfortante del agua fr?a. Al lavarse en una palangana estudiantil, angosta y pobre, Febrer tuvo un gesto de tristeza. <> Le faltaban las m?s rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujo se?orial y vetusto que los ricos modernos no pod?an improvisar. La pobreza surg?a ante su paso, con todas sus molestias, en estos salones que le hac?an recordar los espl?ndidos decorados de ciertos teatros vistos en sus viajes por Europa.
?l era igual a este palacio, imponente y vac?o caparaz?n que en otros tiempos hab?a guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unos hab?an sido mercaderes, otros soldados, y todos navegantes.
Esta navegaci?n continua a trav?s de mares infestados de piratas hab?a hecho de la familia de ricos mercaderes una tribu de valerosos soldados. Los Febrer hab?an peleado o ajustado alianzas con corsarios turcos, griegos y argelinos, hab?an escoltado sus flotas por los mares del Norte para hacer frente a los piratas ingleses, y hasta una vez, a la entrada del Bosforo, sus galeras hab?an abordado a las de Genova, que monopolizaban el comercio de Bizancio. Luego, esta dinast?a de soldados del mar, al retirarse de la navegaci?n comercial, hab?a rendido tributo de sangre a la seguridad de los reinos cristianos y a la fe cat?lica haciendo ingresar una parte de sus hijos en la santa milicia de los caballeros de Malta.
Los segundones de la casa de Febrer, al mismo tiempo que recib?an el agua del bautismo, llevaban cosida a sus pa?ales la cruz blanca de ocho puntas, s?mbolo de las ocho bienaventuranzas, y al ser hombres capitaneaban galeras de la Orden belicosa y acababan sus d?as como ricos comendadores de Malta, contando sus proezas a los hijos de sus sobrinas y haci?ndose cuidar achaques y heridas por esclavas infieles que viv?an con ellos, a pesar del voto de castidad. Monarcas famosos, al pasar por Mallorca, hab?an salido del alc?zar de la Almudaina para visitar a los Febrer en su palacio. Unos hab?an sido almirantes de las flotas del rey; otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dorm?an el sue?o eterno en la catedral de La Valette con otros ilustres mallorquines, y Jaime hab?a contemplado sus tumbas en una visita a Malta.
La Lonja de Palma, gallardo edificio g?tico vecino al mar, hab?a sido durante siglos un feudo de sus ascendientes. Para los Febrer era todo cuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo, las cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saet?as, panfiles, rampines, tafureas y dem?s embarcaciones de la ?poca, y en el inmenso sal?n columnario de la Lonja, junto a los fustes salom?nicos que se perd?an en la penumbra de las b?vedas, sus abuelos recib?an como reyes a los navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zarag?elles y birrete carmes?, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillo rematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla, cubiertos con la roja barretina catalana. Los mercaderes de Venecia enviaban a sus amigos de Mallorca muebles de ?bano con menudas incrustaciones de marfil y lapisl?zuli o grandes espejos de luna azulada y marco cristalino. Los navegantes de vuelta de ?frica tra?an manojos de plumas de avestruz, colmillos de marfil, y estos tesoros y otros iban a adornar los salones de la casa, perfumados por misteriosas esencias, regalo de los corresponsales asi?ticos.
Los Febrer hab?an sido durante siglos los intermediarios entre Oriente y Occidente, haciendo de Mallorca un dep?sito de productos ex?ticos, que luego desparramaban sus naves por Espa?a, Francia y Holanda. Las riquezas aflu?an fabulosamente a la casa. En algunas ocasiones, los Febrer hasta hicieron pr?stamos a los reyes... Pero todo esto no pod?a evitar que Jaime, el ?ltimo de la familia, luego de perder en el Casino, la noche anterior, todo cuanto pose?a--unos centenares de pesetas--, hubiese aceptado dinero, para poder ir a la ma?ana siguiente a Valldemosa, de Toni Clap?s, el contrabandista, hombre rudo, de entendimiento despierto, y el m?s fiel y desinteresado de sus amigos.
Mientras se peinaba, Jaime se contempl? en un espejo antiguo, rajado y de luna nebulosa. Treinta y seis a?os: no pod?a quejarse de su aspecto. Era feo, con una fealdad <
Esta fealdad le hab?a proporcionado algunas satisfacciones amorosas. Miss Mary Gordon, rubia idealista, hija del gobernador de un archipi?lago ingl?s de Ocean?a, que viajaba por Europa sin otro acompa?amiento que el de una dom?stica, le hab?a conocido un verano en un hotel de Munich, y ella fue la que, impresionada, dio los primeros pasos. El espa?ol era, seg?n la miss, un vivo retrato de Wagner joven. Y Febrer, sonriendo a impulsos del grato recuerdo, contemplaba su frente abombada, que parec?a oprimir con su pesadumbre los ojos imperiosos, peque?os e ir?nicos, sombreados por gruesas cejas. La nariz era aguda y aguile?a, la nariz de todos los Febrer, valientes p?jaros de presa de las soledades del mar; la boca desde?osa y sumida; el ment?n saliente y recubierto por la suave vegetaci?n, rala y fina, de la barba y el bigote. <> Cerca de un a?o hab?a durado la alegre peregrinaci?n por Europa. Ella, enamorada de ?l rabiosamente por su parecido con el Maestro, quer?a casarse, y le hablaba de los millones del gobernador, mezclando sus entusiasmos rom?nticos con las aficiones pr?cticas de su raza. Pero Febrer acab? por huir, antes de que la inglesa le dejase a su vez por alg?n director de orquesta que se asemejase m?s a su ?dolo.
<> Y Jaime ergu?a su cuerpo de var?n forzudo, algo encorvado de espaldas por el exceso de estatura. Hac?a tiempo que hab?a renunciado a interesarse por ellas. Unas leves canas en la barba y un ligero fruncimiento de la piel en las comisuras de los ojos revelaban la fatiga de una existencia que hab?a marchado, seg?n dec?a ?l, <>. Pero aun as?, le buscaban, y era el amor el que iba a sacarle de su angustiosa situaci?n.
Al acabar el arreglo de su persona, sali? del dormitorio. Cruz? un sal?n vast?simo iluminado por los rayos del sol, que pasaban a trav?s de los montantes de tres ventanales cerrados. El suelo estaba en la penumbra, mientras las paredes brillaban como un jard?n de vivos colores, cubiertas de interminables tapices con figuras de doble tama?o natural. Eran escenas mitol?gicas y b?blicas; damas arrogantes, de abultadas carnes color de rosa, que comparec?an ante guerreros rojos o verdes; enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras en alto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pata en alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas a pesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.
Febrer mir? al pasar con ojos ir?nicos estas riquezas heredadas de sus ascendientes. Nada era suyo. Hac?a m?s de un a?o que estos tapices y los del dormitorio y todos los de la casa pertenec?an a ciertos usureros de Palma, que los hab?an dejado colgados en el mismo sitio. Esperaban la llegada de un aficionado rico, que los pagar?a con m?s esplendidez al imagin?rselos adquiridos directamente de su due?o. Jaime no era m?s que un depositario, amenazado con la c?rcel en caso de infidelidad en su custodia.
Al llegar al centro del sal?n dio un peque?o rodeo, a impulsos de la costumbre, pero empez? a re?r viendo que no hab?a nada que interrumpiese su paso. Un mes antes a?n estaba all? una mesa italiana de m?rmoles preciosos que hab?a tra?do el famoso comendador don Pr?amo Febrer de una de sus expediciones en corso. M?s all? tampoco hab?a nada que le hiciese tropezar. Un brasero enorme de plata repujada, montado sobre una tarima del mismo metal, con una fila circular de geniecillos que sosten?an este monumento, lo hab?a convertido Febrer en dinero, vendi?ndolo al peso. Y el brasero le hizo recordar una ?urea cadena, regalo del emperador Carlos V a uno de sus ascendientes, que a?os antes hab?a vendido en Madrid, tambi?n al peso, con el aditamento de dos onzas de oro recibidas por el trabajo art?stico y la antig?edad. Despu?s hab?a llegado vagamente hasta ?l la noticia de que la cadena la vendieron en Par?s por cien mil francos. <> Los caballeros ya no pod?an vivir en estos tiempos.
Su vista tropez? con el brillo de unos enormes vargue?os de labor veneciana montados sobre mesas antiguas sostenidas por leones. Parec?an fabricados para gigantes, con innumerables y profundos cajones, cuyas caras exteriores ten?an esmaltes policromos representando escenas mitol?gicas. Eran cuatro piezas magn?ficas de museo: un recuerdo de la antigua magnificencia de la casa. Tampoco eran suyos. Hab?an corrido la misma suerte que los tapices, y all? estaban esperando un comprador. Febrer no era ya m?s que el conserje de su propia casa. Y tambi?n pertenec?an a los acreedores los cuadros italianos y espa?oles que adornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba alg?n valor entre los restos de la secular herencia.
Sali? a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio, fr?a y de alt?simo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredes blancas hab?an tomado con los a?os un tono amarillento de marfil. Era preciso echar la cabeza atr?s para alcanzar con la vista el negro artesonado del techo. Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban a los ventanales de abajo a iluminar este sal?n inmenso y austero. Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con asientos y respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble de retorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre fondos de pa?o verde apolillado. La blancura amarillenta de los muros s?lo era visible, como las l?neas de un enrejado, entre las filas de lienzos, muchos de ellos sin marco.
Eran centenares de cuadros, todos malos e interesantes a la vez; pinturas encargadas para perpetuar las glorias de la familia, hechas por antiguos artistas italianos y espa?oles de paso en Mallorca. Un encanto tradicional parec?a emanar de estos lienzos. Era la historia del Mediterr?neo escrita por torpes e ingenuos pinceles: encuentros de galeras, asaltos de fortalezas, grandes batallas navales envueltas en humo, sobre cuyas vedijas flotaban los gallardetes de los nav?os y las altas torres de popa, en cuya cima riz?banse las banderas con la cruz de Malta o la media luna. Los hombres peleaban en las cubiertas de los buques o en los esquifes que flotaban junto a ellos; el mar, enrojecido por la sangre o las llamas de los barcos, estaba matizado de centenares de cabecitas de n?ufragos, que a su vez luchaban sobre las olas. Una masa de cascos y chambergos chocaba, sobre dos nav?os aferrados, con otra de turbantes blancos y rojos, y sobre ellas alz?banse mandobles y picas, cimitarras y hachas de abordaje. El disparo de ca?ones y trabucos cortaba con lenguas rojas el humo del combate. En otros lienzos no menos obscuros ve?anse castillos arrojando llamas por sus troneras, y al pie de ellos guerreros con la cruz blanca de ocho puntas sobre la coraza, tan grandes casi como las torres, y aplicando a ?stas sus escalas para subir al asalto.
Los cuadros ten?an a un lado cartelas blancas con los mismos remates plegados de un escudo de armas, y en ellas, escrito en defectuosas may?sculas, el relato del suceso: encuentros victoriosos con galeras del Gran Turco o con piratas pisanos, genoveses y vizca?nos; guerras en Cerde?a; asaltos de Buj?a y de Tedeliz; y en todas estas empresas era un Febrer el que dirig?a a los combatientes o se hac?a notar por su hero?smo, descollando sobre todos el comendador don Pr?amo, h?roe endiablado, burl?n y poco religioso, que hab?a sido la gloria y la verg?enza de la casa.
Alternando con estas escenas belicosas estaban los retratos de la familia. En la parte m?s alta, tocando a una fila de viejos lienzos de evangelistas y m?rtires, que formaban un friso, mostr?banse los Febrer m?s antiguos, venerables mercaderes de Mallorca pintados algunos siglos despu?s de su muerte, graves varones de nariz judaica y ojos agudos, con joyas sobre el pecho y altos gorros de aspecto oriental. A continuaci?n ven?an los hombres de armas, los navegantes de espada, con la cabellera al rape y el perfil de p?jaro de presa, todos vistiendo armadura de negro acero y algunos con la blanca cruz de Malta. De retrato en retrato, los rostros se iban afinando, sin perder la frente abombada y la nariz imperiosa de la familia. El cuello de la camisa, ancho, fl?cido y de burdo tejido, iba elev?ndose con el serpenteo almidonado de la rizada gola; la coraza se convert?a en justillo de terciopelo o seda; las barbas duras y anchas, a la moda del Emperador, troc?banse en agudas perillas y empinados bigotes, a los que serv?an de marco suaves guedejas.
Entre estos retratos de los Febrer ilustres ve?anse algunos de mujeres. Eran se?oras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Vel?zquez. Una que emerg?a su busto fr?gil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y p?lida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que hab?an apodado <
Tambi?n aqu? era visible el paso de la miseria. La mesa larga hall?base cubierta con un hule resquebrajado, de dudosa blancura. Los aparadores estaban casi vac?os. La antigua loza, al romperse, hab?a sido reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricaci?n. Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rect?ngulos balance?banse pausadamente las ramas de unas palmeras. M?s all? marc?banse en el horizonte las alas blancas de una goleta que ven?a hacia Palma lentamente, como una gaviota fatigada.
Jaime mir? con tristeza a la servidora, que permanec?a erguida ante ?l. Era una antigua payesa que a?n conservaba el traje de su pueblo: jub?n obscuro, con doble fila de botones en las mangas; falda clara y rameada, y cubriendo su cabeza el rebocillo, blanco velo sujeto al cuello y al pecho, por debajo del cual se escapaba la gruesa trenza--que llevaba postiza y muy negra--rematada por largas cintas de terciopelo.
La vieja sonri?: <
La criada junt? las manos devotamente para expresar su asombro y elev? la mirada al techo. ?Sant?simo Cristo de la Sangre! Ya era hora... Antes deb?a haberlo hecho, y otro ser?a el estado de la casa. Despert?se en ella la curiosidad, y pregunt? con una avidez de campesina:
--?Es rica?...
El gesto afirmativo del se?or no la sorprendi?. Forzosamente hab?a de ser rica. S?lo una mujer que llevase con ella una gran fortuna pod?a aspirar a unirse con el ?ltimo de los Febrer, que hab?an sido los hombres m?s notables de la isla y tal vez del mundo entero.
--?Ser? joven!--afirm? la vieja, para sacar m?s noticias a su se?or.
--S?, joven; mucho m?s joven que yo; demasiado joven: unos veintid?s a?os. Poco me falta para poder ser su padre.
--?Y es de buena casa?--sigui? preguntando para forzar el laconismo de su se?or--. Familia de caballeros indudablemente; de lo mejorcito de la isla... Pero no: ya adivino. Tal vez es de Madrid. Alg?n noviazgo de cuando usted viv?a all?.
Jaime qued? indeciso unos instantes, palideci?, y luego dijo con ruda energ?a, para ocultar su turbaci?n:
Antonia fue a juntar las manos, como momentos antes, invocando otra vez la Sangre de Cristo, tan venerada en Palma; pero de pronto se dilataron las arrugas de su rostro moreno, y rompi? a re?r... ?Qu? se?or tan alegre! Lo mismo que su abuelo. Dec?a las cosas m?s estupendas e incre?bles con una seriedad que enga?aba a las gentes. ?Y ella, pobre boba, que hab?a cre?do tales bromas! Tal vez hasta lo del casamiento era mentira...
La voz apagada de Jaime, sus ojos bajos, el acento t?mido con que susurr? tales palabras, quitaron toda duda a la sirviente. Qued? ?sta con la boca abierta, los brazos ca?dos, sin fuerzas para levantar las manos ni los ojos.
--?Se?or... Se?or... Se?or!...
Le era imposible decir m?s. Crey? que hab?a sonado un trueno, haciendo estremecerse la vieja casa; que un nubarr?n acababa de pasar ante el sol, obscureci?ndolo; que el mar se volv?a plomizo, avanzando en encrespadas olas contra la muralla. Luego vio que todo estaba lo mismo, que s?lo ella se hab?a conmovido con esta noticia estupenda, digna de trastornar el orden de lo existente.
--?Se?or... Se?or... Se?or!...
Y agarrando el vac?o taz?n y los restos del pan, ech? a correr, deseosa de refugiarse cuanto antes en la cocina. Despu?s de o?r tales horrores, la casa le inspiraba miedo. Deb?a andar alguien por los venerables salones de la otra parte del edificio: alguien que ella no pod?a saber qui?n fuese, pero que seguramente acababa de despertar de un sue?o de siglos. Aquel palacio ten?a un alma. Cuando la vieja quedaba sola en ?l, cruj?an los muebles como si hablasen entre ellos, palpitaban los tapices movidos por su cara oculta, vibraba en un rinc?n un arpa dorada de la abuela de don Jaime, y ella no sent?a miedo nunca, porque los Febrer hab?an sido gente buena, simple y bondadosa con sus servidores. ?Pero ahora, despu?s de o?r tales cosas!... Pensaba con cierta inquietud en los retratos que adornaban la pieza de recibimiento. ?Qu? cara la de aquellos se?ores, si hab?an llegado hasta ellos las palabras de su descendiente!
La vieja salud? con un gru?ido a Jaime, que asomaba la cabeza para despedirse. Luego, vi?ndose sola, levant? los brazos, invocando la ayuda de la Sangre de Cristo, de la Virgen del Lluch, patrona de la isla, y del portentoso San Vicente Ferrer, que tantos milagros hab?a realizado durante sus predicaciones en Mallorca. ?Uno m?s, santo prodigioso, para evitar la monstruosidad que proyectaba su se?or!... ?Que cayese un pedrusco de las monta?as, interceptando para siempre el camino de Valldemosa; que volcase el carruaje y trajeran a don Jaime entre cuatro hombres... todo antes que aquella verg?enza!
Jaime, al descender, chocaba su bast?n en la piedra arenisca de los escalones o tocaba las grandes ?nforas barnizadas que adornaban los rellanos, y ?stas devolv?an el golpe con una sonoridad de campana. La baranda de hierro, oxidada por los a?os y deshaci?ndose en herrumbrosas escamas, temblaba, casi suelta de sus alv?olos, con el ruido de los pasos.
Al llegar al zagu?n, Febrer se detuvo. La extrema resoluci?n que hab?a adoptado, y que iba a influir para siempre en los destinos de su nombre, le hizo mirar con curiosidad los mismos lugares que antes cruzaba indiferente.
En ninguna parte del edificio se notaba como aqu? la antigua prosperidad. El zagu?n, enorme cual una plaza, pod?a admitir m?s de una docena de carrozas y todo un escuadr?n de jinetes.
Doce columnas algo panzudas, de m?rmol avellanado de la isla, sosten?an los arcos de piedra cortada en piezas, sin revestimiento alguno, encima de los cuales extend?ase el techo de vigas negras. El pavimento era de guijarros, y entre ellos crec?a el musgo de la humedad. Una frescura de ruina extend?ase por esta entrada gigantesca y solitaria. Un gato atraves? el zagu?n, saliendo por el orificio de una puerta carcomida de las antiguas cuadras, para desaparecer en los abandonados subterr?neos que hab?an guardado las cosechas en otros tiempos. A un lado, hab?a un pozo de la misma ?poca en que se construy? el palacio, un orificio abierto en la roca, con brocal de piedra ro?da por el tiempo y una espada?a de hierro trabajada a martillo. La hiedra crec?a en frescos ramilletes entre los salientes de la pulida piedra. Muchas veces, Jaime, siendo ni?o, se hab?a asomado para contemplarse all? abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas.
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