Read Ebook: De drie steden: Parijs by Zola Mile Roldanus Willem Jacob Aarland Translator
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Doce columnas algo panzudas, de m?rmol avellanado de la isla, sosten?an los arcos de piedra cortada en piezas, sin revestimiento alguno, encima de los cuales extend?ase el techo de vigas negras. El pavimento era de guijarros, y entre ellos crec?a el musgo de la humedad. Una frescura de ruina extend?ase por esta entrada gigantesca y solitaria. Un gato atraves? el zagu?n, saliendo por el orificio de una puerta carcomida de las antiguas cuadras, para desaparecer en los abandonados subterr?neos que hab?an guardado las cosechas en otros tiempos. A un lado, hab?a un pozo de la misma ?poca en que se construy? el palacio, un orificio abierto en la roca, con brocal de piedra ro?da por el tiempo y una espada?a de hierro trabajada a martillo. La hiedra crec?a en frescos ramilletes entre los salientes de la pulida piedra. Muchas veces, Jaime, siendo ni?o, se hab?a asomado para contemplarse all? abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas.
La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias del jard?n de los Febrer, ve?ase la muralla de la ciudad, y abierto en esta muralla un portal?n con barrotes de madera en su arco, iguales a los dientes de una boca enorme de pescado. En el fondo de esta boca temblaban, verdes y luminosas, las aguas de la bah?a.
Anduvo Jaime algunos pasos por las azuladas piedras de la calle, falta de aceras, y se detuvo luego para contemplar su casa. No era m?s que un peque?o resto del pasado. El antiguo palacio de los Febrer ocupaba toda una manzana, pero hab?a ido empeque?eci?ndose con el paso de los siglos y los apuros de la familia. Ahora una parte de ?l era residencia de monjas, y otras fracciones hab?an sido adquiridas por ciertos ricos, que desfiguraban con balconajes modernos la primitiva unidad del edificio, atestiguada por la l?nea uniforme de aleros y tejados. Los mismos Febrer, refugiados en la parte del caser?n que miraba al jard?n y al mar, hab?an tenido que ceder los pisos bajos, para aumento de sus rentas, a almacenistas y peque?os industriales. Junto a la portada se?orial, tras unas vidrieras, trabajaban planchando ropa blanca algunas muchachas, que saludaron a don Jaime con respetuosa sonrisa. ?ste sigui? inm?vil en su contemplaci?n de la antigua casa.
?Qu? hermosa todav?a, a pesar de sus amputaciones y su vejez!...
La piedra del z?calo, agujereada y combada hacia dentro por el roce de personas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas a ras del suelo. La parte baja del palacio mostr?base ro?da, lacerada y polvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.
Por toda la fachada extend?anse, formando cuadril?teros, listones de madera carcomida con clavos y abrazaderas de hierro oxidado. Eran restos de las grandes iluminaciones con que la casa conmemoraba ciertas fiestas en sus tiempos de esplendor.
Jaime pareci? satisfecho de este examen. A?n era hermoso el palacio de sus abuelos, a pesar de las ventanas faltas de cristales, del polvo y las telara?as amontonados en los huecos, de los desgarrones que los siglos hab?an abierto en su revoque. Cuando ?l se casase y la fortuna del viejo Valls pasara a sus manos, iban todos a asombrarse de la magn?fica resurrecci?n de los Febrer. ?Y a?n se escandalizaban algunos de su resoluci?n y sent?a ?l ciertos escr?pulos?... ?Adelante!
Al entrar en el Borne atrajo su atenci?n la inmovilidad de varios paseantes que bajo la sombra de los copudos ?rboles contemplaban a unos campesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconoci? sus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eran ibicencos... ?Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo de un a?o remoto de su adolescencia pasado all?. Al ver a aquellas gentes que hac?an sonre?r a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonri? tambi?n, mirando con inter?s sus trajes y figuras.
Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que ca?a la ancha campana de un pantal?n de pana azul. Su chaqueta-blusa iba sujeta sobre el pecho con un broche, dejando ver la camisa y la faja. Un mant?n obscuro de mujer descansaba sobre sus hombros como un chal, y para completar este atav?o semifemenil, que contrastaba con sus facciones duras y morenas de moro, llevaba bajo el sombrero un pa?uelo anudado en el ment?n, con las puntas colgando sobre la espalda. El hijo, que parec?a tener catorce a?os, iba vestido como ?l, con el mismo pantal?n estrecho de pierna y amplio de campana, pero sin el mant?n ni el pa?uelo. Un lazo de color de rosa pend?a sobre su pecho a guisa de corbata, un ramito de hierbas asomaba a una de sus orejas, y el sombrero de cinta bordada a flores echado sobre el cogote dejaba en libertad una onda de rizos cayendo sobre el rostro moreno, enjuto, malicioso, animado por la luz de unos ojos africanos, de intensa negrura.
La muchacha, con una cestilla al brazo, permanec?a inm?vil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los caf?s. Era blanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras del campo. Ten?a en sus facciones una delicadeza de monja aristocr?tica y bien cuidada, una p?lida suavidad, animada por el reflejo luminoso de la dentadura y el t?mido brillo de sus ojos bajo el pa?uelo semejante a una toca mon?stica.
Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproxim? al padre y al hijo, vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplaci?n del escaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban una por una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoci?n, cual si adorasen ?dolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza de peque?o moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.
Pero la admiraci?n de los dos era para las armas desconocidas, que les parec?an maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llaves visibles, las carabinas de repetici?n y las pistolas con dep?sito, que pod?an hacer seguidamente muchos disparos. ?Lo que inventan los hombres! ?Lo que gozan los ricos!... Aquellas armas inm?viles les parec?an seres vivientes, con un alma maligna y un poder sin l?mites. Deb?an matar solas, sin que su due?o se tomase el trabajo de apuntar.
La imagen de Febrer reflej?ndose en el cristal hizo volver al padre la cabeza r?pidamente.
Fue esto en la ?poca que a?n ten?a dinero. ?Pero de qu? pod?a servirle aquella tierra en una isla apartada a la que no volver?a nunca?... Y en una genialidad de gran se?or bondadoso, la cedi? a Pep a bajo precio, capitaliz?ndola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendo amplios plazos para el pago; cantidades que, al sobrevenir despu?s ?pocas de apuro, hab?an representado muchas veces para ?l una alegr?a inesperada. Hac?a varios a?os que Pep hab?a satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes segu?an llam?ndole amo, y al verle ahora sent?an la impresi?n del que se halla en presencia de un ser superior.
Pepet, su hijo, estaba llamado a m?s altos destinos: iba a ser cura, y despu?s que cantase misa entrar?a en un regimiento o se embarcar?a con rumbo a Am?rica, como lo hab?an hecho otros ibicencos que recog?an all? mucho dinero y lo enviaban a sus padres para comprar tierras en la isla.
Febrer no ocult? su asombro. ?Qu? tierras eran aqu?llas?... ?Pero le quedaba algo en Ibiza?... Pep sonri?. No eran tierras precisamente: era un pe??n, un promontorio de rocas avanzado sobre el mar, pero que pod?a aprovecharse por la parte de tierra formando algunos bancales en su pendiente. Arriba estaba la torre del Pirata, ?no se acordaba el se?or?... Una fortificaci?n del tiempo de los corsarios, a la que hab?a subido don Jaime muchas veces cuando ni?o, lanzando gritos de pelea, con un garrote de sabina en la mano, dando ?rdenes para el asalto a un ej?rcito imaginario.
La hablaba como si fuese una ni?a, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmur? tr?mula algunas palabras en ibicenco: <
E hizo se?as a un cochero sentado en el pescante de un carruaje mallorqu?n, veh?culo liger?simo, montado sobre cuatro ruedas finas, con alegre toldo de lona blanca.
Febrer, al verse fuera de Palma, en plena campi?a primaveral, se arrepinti? de su vida presente. Llevaba un a?o sin salir de la ciudad, pasando las tardes en los caf?s del Borne y las noches en la sala de juego del Casino.
Recordaba Febrer las sinuosidades de este camino, por el que no hab?a pasado en algunos a?os, lo mismo que un extranjero que volviese a la isla despu?s de una visita remota. M?s adelante se bifurcaba la ruta: una rama se dirig?a a Valldemosa y otra a S?ller... ?Ay, S?ller!... ?La ni?ez olvidada que acud?a de golpe a su memoria! Todos los a?os, en un carruaje como aqu?l, emprend?a la familia de Febrer su viaje a S?ller, donde pose?a una antigua casa, de amplio zagu?n, la casa de la Luna, llamada as? por un hemisferio de piedra con ojos y nariz que adornaba lo alto del portal?n, representando al astro de la noche.
Era siempre a principios de Mayo. El peque?o Febrer, cuando el carruaje transpon?a una garganta, en lo m?s alto de la sierra, lanzaba gritos de alegr?a contemplando a sus pies el valle de S?ller, el jard?n de las Hesp?rides de la isla. Las monta?as, obscuras de pinares y moteadas de blancas casitas, ten?an las cumbres envueltas en turbantes de vapores. Abajo, en torno a la villa y prolong?ndose por todo el valle hasta el mar invisible, estaban los huertos de naranjos. La primavera estallaba sobre este suelo feliz con una explosi?n de colores y perfumes. Las plantas salvajes crec?an entre los pe?ascos coronados de flores; los ?rboles ten?an los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobres casas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo s?banas de rosales trepadores. Acud?an de todos los pueblos del contorno a la fiesta de S?ller las r?sticas familias: las mujeres con blancos rebocillos, pesadas mantillas y botones de oro en las mangas; los hombres con vistosos chalecos, capotes de pa?o y fieltros con cintas de color. Gangueaba la dulzaina llamando al baile; pasaban de mano en mano los vasos de dulce aguardiente de la isla y de vino de Ba?albufar. Era la alegr?a de la paz despu?s de mil a?os de guerra y de pirater?a con los pueblos infieles del Mediterr?neo: la regocijada conmemoraci?n de la victoria conseguida por los payeses de S?ller sobre una flota de corsarios turcos en el siglo xvi.
En el puerto, los pescadores, disfrazados de musulmanes y de guerreros cristianos, fing?an a trabucazos y estocadas sobre sus pobres barcas una batalla naval, o se persegu?an por los caminos inmediatos a la costa. En la iglesia se celebraba una fiesta para conmemorar la milagrosa victoria, y Jaime, sentado junto a su madre en un sitio honor?fico, estremec?ase de emoci?n escuchando al predicador, lo mismo que cuando le?a una novela interesante en la biblioteca que su abuelo ten?a en Palma, en el segundo piso de la casa.
El vecindario se pon?a en armas con los habitantes de Alar? y Bu?ola, al saber por una barca de Ibiza que veintid?s galeotas turcas con algunas galeras marchaban sobre S?ller, la m?s rica poblaci?n de la isla. Mil setecientos turcos y africanos, lo peor de la pirater?a, tomaban tierra atra?dos por la riqueza del pueblo, y m?s a?n por el deseo de asaltar cierto convento de monjas, donde viv?an retiradas del mundo j?venes hermosas y de ilustre familia. Divididos en dos columnas, marchaba una contra la tropa de cristianos que hab?a salido a su encuentro, mientras la otra, dando un rodeo, penetraba en la poblaci?n, cautivando doncellas y mancebos, robando las iglesias, matando a los sacerdotes. Los cristianos sent?an la incertidumbre de su situaci?n. Enfrente, mil turcos que avanzaban; a sus espaldas, la villa entregada al saqueo, sus familias sometidas al ultraje y a la violencia, que les llamaban con desesperaci?n. Pero la duda fue corta. Un sargento de S?ller, heroico veterano de los ej?rcitos de Carlos V en las guerras de Alemania y el Gran Turco, los decide a todos por el ataque contra el enemigo inmediato. Se arrodillan, invocan al ap?stol Santiago, y esperando un milagro, atacan con sus escopetas, arcabuces, lanzas y hachas. Los turcos cejan y vuelven las espaldas. En vano les anima su temible caudillo Suffarais, capit?n general del mar, turco viejo y de gran obesidad, famoso por su coraje y atrevimiento. Al frente de una escuadra de negros, que eran su guardia, ataca cimitarra en mano, formando en torno de ?l un c?rculo de cad?veres; pero al fin un sollerense le atraviesa el pecho con su lanza, y al caer huyen los invasores, perdiendo su estandarte. Un nuevo enemigo les cierra el paso cuando escapan hacia la costa para salvarse en sus nav?os. Una cuadrilla de bandoleros ha presenciado el combate desde los riscos, y al ver huir a los turcos sale a su encuentro, disparando los pedre?ales y esgrimiendo sus dagas. Llevan con ellos una tropa de mastines, feroces compa?eros de su vida infame, y esas bestias, arroj?ndose sobre los fugitivos y destroz?ndoles, prueban, seg?n los cronistas de la ?poca, <
Luego, el predicador, siguiendo la costumbre tradicional, daba fin a su arenga citando las familias que hab?an tomado parte en el combate: un centenar de apellidos, que escuchaba atentamente el r?stico auditorio, moviendo la cabeza cada cual con signos de asentimiento cuando sonaba el nombre de uno de sus ascendientes. Esta enumeraci?n interminable parec?a corta a muchos, que hac?an un gesto de protesta al callarse el predicador. <
Jaime amaba este puerto tranquilo, de misteriosa soledad, con un respeto religioso. Recordaba en ?l las milagrosas historias con que su madre le adormec?a por la noche; el gran prodigio de un siervo de Dios para burlar sobre aquellas aguas los empedernidos pecadores. San Raimundo de Pe?afort, virtuoso y austero monje, indign?base contra el rey don Jaime de Mallorca, torpemente amancebado con una dama, do?a Berenguela, y sordo a sus santos consejos. El fraile quiso huir de la isla de perdici?n, y el rey se lo impidi? poniendo embargo a todas las barcas y nav?os. Entonces el santo baj? al solitario puerto de S?ller, tendi? su manto sobre las olas, mont? en ?l y emprendi? el rumbo hacia las costas de Catalu?a.
El peque?o Febrer, con la curiosidad excitada por estas maravillas, quer?a saber m?s, y su acompa?ante llamaba a los viejos pescadores, que le ense?aban la roca en que hab?a puesto los pies el santo mientras invocaba el auxilio de Dios antes de embarcarse. Una monta?a de tierra adentro, vista desde el puerto, ten?a la forma de un fraile encapuchado. A lo largo de la costa, en un lugar inaccesible, una pe?a, que s?lo ve?an los pescadores, era semejante a un monje arrodillado y en oraci?n. Tales prodigios los hab?a hecho Dios, seg?n estas almas sencillas, para perpetuar el famoso milagro.
Jaime a?n recordaba los estremecimientos de emoci?n con que acog?a estos relatos. ?Ah, S?ller! ?La ?poca de santa inocencia, en que abri? sus ojos a la vida entre relatos de milagros y conmemoraciones de luchas heroicas!... La casa de la Luna hab?ala perdido para siempre, lo mismo que la credulidad y la inocencia de aquella ?poca para ?l casi remota. Hab?an transcurrido m?s de veinte a?os sin que volviese a la olvidada S?ller, que ahora resucitaba en su memoria con todos los risue?os espejismos de la infancia.
Lleg? el carruaje a la bifurcaci?n del camino, emprendiendo la ruta de Valldemosa, y todos los recuerdos parecieron quedar atr?s, inm?viles al borde de la carretera, esfum?ndose con la distancia.
El camino de Valldemosa no ofrec?a para ?l memoria alguna del pasado. S?lo lo hab?a seguido dos veces, siendo ya hombre, para visitar con unos amigos las celdas de la Cartuja. Se acordaba de los olivos del camino, los famosos olivos seculares, de formas extra?as y fant?sticas, que hab?an servido de modelo a muchos artistas, y avanz? la cabeza por una ventanilla deseando verlos. El terreno sub?a; comenzaban los campos pedregosos de secano, las primeras estribaciones de la sierra. El camino iba serpenteando entre arboledas. Pasaban ya ante las ventanillas del carruaje los primeros olivos.
Febrer los conoc?a, hab?a hablado de ellos muchas veces, y sin embargo, sinti? la sensaci?n de lo extraordinario, como si los viese por primera vez. Eran ?rboles negros, de enorme tronco nudoso y abierto, abombados por grandes excrecencias y con escaso follaje; olivos que ten?an siglos de existencia, que no hab?an sido podados nunca y en los que la vejez robaba savia al ramaje, hinchando el tronco con las expansiones de una lenta y penosa circulaci?n. El campo parec?a un abandonado taller de escultura, con miles de bocetos informes, de monstruos esparcidos en el suelo, sobre una alfombra verde matizada de margaritas y campanillas silvestres.
Un olivo parec?a un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con un ramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonados anillos, con un penacho de olivo en la cabeza; ve?anse troncos abiertos como ojivas, al trav?s de cuyos orificios luc?a el cielo azul; serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de una columna salom?nica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en el suelo, hundiendo los dedos de sus ra?ces y los pies en alto, de los que surg?an varas llenas de hojas. Algunos, vencidos por los siglos, se acostaban en el suelo, sostenidas sus le?osidades por horquillas, como viejos que intentasen incorporarse sobre sus muletas.
Parec?a haber pasado sobre estos campos una tempestad, abati?ndolo todo, retorci?ndolo todo, petrific?ndose despu?s para mantener esta desolaci?n bajo su peso y que no recobrara las primitivas formas. Muchos olivos erguidos, de perfiles m?s suaves, parec?an tener rostro y formas femeniles. Eran v?rgenes bizantinas, con tiara de leves hojas y luengas vestiduras de le?a. Otros eran ?dolos feroces, de ojos saltones y barbas ondeadas y rastreantes; fetiches de religiones obscuras y b?rbaras, capaces de detener a la humanidad primitiva en sus emigraciones, haci?ndola caer de rodillas con la emoci?n de un encuentro divino. En la calma de este retorcimiento tempestuoso e inm?vil, en la soledad de estos campos poblados de espantables y perennes visiones, cantaban los p?jaros, extend?an su invasi?n hasta el pie de los troncos carcomidos las flores silvestres, y las hormigas iban y ven?an en infinito rosario, socavando como mineras infatigables las a?osas ra?ces.
Gustavo Dor? hab?a dibujado--seg?n dec?an muchos isle?os--en estos olivares sus m?s fant?sticas concepciones, y el recuerdo de dicho artista trajo a la memoria de Jaime el de otros m?s c?lebres que pasaron tambi?n por el mismo camino y vivieron y sufrieron en Valldemosa.
Dos veces hab?a visitado la Cartuja s?lo por ver de cerca los lugares inmortalizados por el amor triste y enfermizo de una pareja de seres famosos. Su abuelo le hab?a hablado muchas veces de <
El hombre parec?a enfermo; era m?s joven que ella, pero enflaquecido por las dolencias, p?lido, con una palidez transparente de hostia, los claros ojos brillantes de fiebre, el angosto pecho agitado por ruda y continua tos. Unas patillas fin?simas sombreaban sus mejillas; una cabellera tumultuosa de le?n coronaba su frente, cayendo atr?s en cascada de rizos. Ella era varonil y corr?a con todos los trabajos de la casa, como una buena burguesa m?s pr?diga en voluntad que en habilidades. Jugaba con sus hijos lo mismo que una ni?a, y su rostro bondadoso y risue?o ensombrec?ase ?nicamente al o?r la tos del <
Pronto la isle?a curiosidad se enter? de los nombres de estos forasteros de aspecto alarmante. Ella era una francesa, autora de libros: Aurora Dup?n, antigua baronesa separada de su marido, que se hab?a hecho una reputaci?n universal por sus novelas, firm?ndolas con un nombre masculino y el apellido de un asesino pol?tico: Jorge Sand. ?l era un m?sico polaco, organismo delicado que parec?a dejar un pedazo de existencia en cada una de sus obras, y se sent?a moribundo a los veintinueve a?os. Le llamaban Federico Chopin. Los hijos eran de la novelista, que estaba ya en los treinta y cinco a?os.
Se hizo el vac?o en torno a la escandalosa pareja. Mientras los ni?os jugaban con su madre en el campo, como peque?os salvajes, el enfermo tos?a recluido en su dormitorio, detr?s de los cristales, o se asomaba a la puerta buscando un rayo de sol. Por las noches, a altas horas, era la visita de la musa, enfermiza y melanc?lica, y sentado al piano improvisaba entre toses y gemidos su m?sica, de una voluptuosidad amarga.
All? marcharon los fugitivos un d?a lluvioso de invierno, azotados por el aguacero y el hurac?n, siguiendo el mismo camino que ahora segu?a Febrer, pero un camino antiguo que s?lo ten?a de tal el nombre. Los carros de la caravana iban, como dec?a Jorge Sand, <
Pasaron todo el invierno en la soledad de la Cartuja. Ella, calzando babuchas y con el pu?alito en la cabellera mal peinada, hac?a la cocina animosamente, con la ayuda de una mozuela del pa?s, que aprovechaba el menor descuido para engullirse los bocados destinados al <
De d?a, mientras descansaba el enfermo, preparaba ella el puchero y ayudaba a la sirvienta, con sus manos finas y p?lidas de artista, a mondar las legumbres. Luego corr?a con sus hijos a la abrupta costa de Miramar, cubierta de arboleda, donde Raimundo Lulio estableci? su escuela de estudios orientales. S?lo al llegar la noche comenzaba su verdadera existencia.
Una noche de Carnaval, la Cartuja fue invadida por los moros. Eran j?venes de Palma que despu?s de recorrer la ciudad disfrazados de berberiscos pensaron en <
Esta fue su ?nica noche feliz en Mallorca. Luego, al volver la primavera, el <
El nieto de don Horacio sent?a una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La ve?a como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigm?ticos bajo una cabellera suelta sin m?s adorno que una rosa en una sien. ?Pobre Jorge Sand! El amor hab?a sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sent?a en el coraz?n su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeld?as del amor las hab?a conocido aquella mujer. La hembra caprichosa de las noches venecianas, la infiel compa?era de Musset, era la misma enfermera que guisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en la soledad de Valldemosa... ?Si ?l hubiese conocido una mujer as?, una mujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenil de dulzuras y crueldades!... ?Ser amado por una hembra superior, a la que pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo le inspirase respeto por su grandeza intelectual!...
Qued? Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando el paisaje sin verlo. Luego sonri? ir?nicamente, como si compadeciese su insignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se ten?a l?stima. ?l, que so?aba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba a venderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas hab?a visto; a contraer una alianza que escandalizar?a a toda la isla... ?Digno t?rmino de una vida in?til y atolondrada!
El vac?o de su existencia se le aparec?a ahora claramente, sin los enga?os de la presunci?n personal. La proximidad del sacrificio lo hac?a replegarse en sus recuerdos, cual si buscase en ellos una justificaci?n de los actos presentes. ?Para qu? hab?a servido su paso por el mundo?...
Volvi? otra vez a las memorias de su infancia que hab?a evocado en el camino de S?ller. Ve?ase en el venerable caser?n de los Febrer con sus padres y su abuelo. Era hijo ?nico. Su madre, una se?ora p?lida, de belleza melanc?lica, hab?a quedado enferma a consecuencia de su nacimiento. Don Horacio viv?a en el segundo piso, en compa??a de un viejo criado, como si fuese un hu?sped en la casa, mezcl?ndose con la familia o aisl?ndose de ella a su capricho.
Jaime, en medio de la vaguedad de sus recuerdos infantiles, contemplaba con saliente relieve la figura de su abuelo. Jam?s hab?a encontrado una sonrisa en aquel rostro de patillas blancas, que contrastaban con sus ojos negros e imperiosos. Los de la casa ten?an prohibido subir a sus habitaciones. Nadie le hab?a visto m?s que en traje de calle, con una pulcritud minuciosa. El nieto, que era el ?nico que pod?a subir a su dormitorio a todas horas, encontr?bale de buena ma?ana con su levita azul, alto cuello de puntas y la negra corbata arrollada en varias vueltas, sujeta por una perla enorme. Hasta en d?as de enfermedad conservaba su aspecto correcto, de una elegancia antigua. Si la dolencia le obligaba a guardar cama, daba ?rdenes al criado para que no recibiese ni a su hijo.
Febrer pasaba las horas sentado a los pies de su abuelo, escuchando sus relatos e intimidado por la enorme cantidad de libros que desbordaba de los armarios, extendi?ndose por sillas y mesas. Le ve?a igual en todo tiempo, con su levita forrada de seda roja, que parec?a siempre la misma y era renovada, sin embargo, cada seis meses. Las estaciones no tra?an otra mudanza que el convertir el invernal chaleco de terciopelo en otro de seda bordada. Cifraba su principal orgullo en la ropa blanca y en los libros. Le tra?an del extranjero docenas de docenas de camisas, que muchas veces amarilleaban olvidadas, sin estrenar, en el fondo de los armarios. Los libreros de Par?s envi?banle enormes paquetes de vol?menes reci?n publicados, y en vista de sus continuas demandas, escrib?an en la direcci?n una l?nea que don Horacio mostraba con burlona complacencia: <
Hablaba al ?ltimo de los Febrer con una bondad de abuelo, esforz?ndose por que entendiese sus relatos, a pesar de que era parco en palabras y poco sufrido en sus relaciones con la familia. Le contaba sus viajes a Par?s y Londres: los primeros en buque de vela hasta Marsella y luego en silla de posta; los otros en vapores de ruedas y en camino de hierro, grandes inventos cuya infancia hab?a presenciado. Hablaba de la sociedad en la ?poca de Luis Felipe; de los grandes estrenos del romanticismo, a los que hab?a asistido; de las barricadas que hab?a visto levantar desde su cuarto, call?ndose que al mismo tiempo abarcaba el talle de una <
Su nieto hab?a nacido en buen tiempo: el mejor de todos. Don Horacio se acordaba de sus desavenencias con su terrible padre, que le hab?an obligado a viajar por Europa; aquel caballero que sal?a al encuentro del rey Fernando para pedirle la vuelta a los usos antiguos, y bendec?a a los hijos dici?ndoles: <
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