Read Ebook: Los Sueños Volume I by Quevedo Francisco De Cejador Y Frauca Julio Editor
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Ebook has 894 lines and 75489 words, and 18 pages
Por comisi?n general De un buen Consejo mir? Este libro, y no habla mal; Gracia y sal tiene, y a fe Que cura llagas su sal. Contra la fe en nada va, Consejos a tiempo da, Castiga a quien lo merece; Parecer?, si parece, Y as?, imprimir se podr?.
DEL BACHILLER PEDRO DE MEL?NDEZ
Por comisi?n general Del Consejo, sin pedillo, Vi este libro con cuidado, Y est? bien, y bien mirado, ?Qui?n puede contradecillo? Con discreci?n sin mentir Murmura por corregir Algunas malas costumbres; Quita de vicios vislumbres, Y as?, se podr? imprimir.
DE DO?A RAIMUNDA MATILDE
Murmurando decir bien, Diciendo bien murmurar, De todos satirizar, Y hablar de todos tan bien, S?lo se hallar? en quien Al mismo infierno ha bajado; Y aunque el bien ha deseado Y el mal desterrar procura, Es ya tal su desventura, Que el Que-ved?, ha quedado mal.
DEL CAPIT?N DON JOS? DE BRACAMONTE
ALGUACIL
Por el alc?zar juro de Toledo, Y voto al sacro Paladi?n troyano, Que tengo de vengarme por mi mano Y hacer manco del otro pie a Quevedo.
CORCHETE
Y yo a la santa Inquisici?n, si puedo, Le tengo de acusar de mal cristiano, Prob?ndole que cree en sue?o vano Y que habl? con demonios a pie quedo.
ALGUACIL
Aquesto, Dragalvino, poco importa: Las verdades que dice tengo a mengua; Saberlas todos, esto me deshace El alma y coraz?n.
CORCHETE
Su lengua corta, Y publicarlas no podr? sin lengua; Que esto del murmurar la lengua lo hace. Mas temo, si lo hacemos, Seg?n su pico y lengua me promete, Que, fuera una, no le nazcan siete.
DE DO?A VIOLANTE MISEVEA
EL AUTOR AL VULGO
Si dices mal de mi Sue?o, Vulgo, como tal har?s; M?s di, que con decir m?s, Dices bien d?l y del due?o. Diga ?l mal, y t? tambi?n; T? d?l, y ?l de quien pretende, Que todo, para el que entiende, Le est? a su gusto muy bien. Pues si es tu fin ser Marcial Y decir que es malicioso, Lo alabas por ingenioso Diciendo que dice mal. Mas, vulgo, pues s? qui?n eres, A la larga o a la corta Diga yo lo que me importa, Y di t? lo que quisieres.
AL ILUSTRE Y DESEOSO LECTOR
PR?LOGO
He aqu? el ?ndice de los discursos en la edici?n de Barcelona, 1635, y de Sevilla, 1641:
DISCURSOS QUE SALEN EN ESTA IMPRESI?N, AHORA A?ADIDOS, QUE NUNCA SE HAN IMPRESO
YA IMPRESOS
NOTAS:
EL SUE?O DE LAS CALAVERAS
AL CONDE DE LEMOS, PRESIDENTE DE INDIAS
A manos de vuecelencia van estas desnudas verdades, que buscan, no quien las vista, sino quien las consienta. Que a tal tiempo hemos venido, que con ser tan sumo bien, hemos de rogar con ?l. Prom?tese seguridad en ellas solas. Viva vuecelencia para honra de nuestra edad.
DON FRANCISCO DE QUEVEDO VILLEGAS.
DISCURSO
Los sue?os dice Homero que son de J?piter y que ?l los env?a, y en otro lugar, que se han de creer. Es as?, cuando tocan en cosas importantes y piadosas o las sue?an reyes y grandes se?ores, como se colige del doct?simo y admirable Propercio en estos versos:
Y hablando de los jueces:
Pareci?me, pues, que ve?a un mancebo que, discurriendo por el aire, daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza, en parte, su hermosura. Hall? el son obediencia en los m?rmoles y o?dos en los muertos, y as?, al punto comenz? a moverse toda la tierra y a dar licencia a los huesos que anduviesen unos en busca de otros. Y pasando tiempo, aunque fu? breve, vi a los que hab?an sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzg?ndola por se?a de guerra; a los avarientos, con ansias y congojas, recelando alg?n rebato, y los dados a vanidad y gula, con ser ?spero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conoc?a yo en las semblantes de cada uno, y no vi que llegase el ruido de la trompeta a oreja que se persuadiese a lo que era.
Despu?s not? de la manera que algunas almas hu?an, unas con asco y otras con miedo, de sus antiguos cuerpos: a cu?l faltaba un brazo, a cu?l un ojo. Y di?me risa ver la diversidad de figuras y admir?me la Providencia en que, estando barajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta se pon?a las piernas ni los miembros de los vecinos. S?lo en un cementerio me pareci? que andaban destrocando cabezas y que vi a un escribano que no le ven?a bien el alma y quiso decir que no era suya, por descartarse della.
Despu?s, ya que a noticia de todos lleg? que era el d?a del juicio, fu? de ver c?mo los lujuriosos no quer?an que los hallasen sus ojos, por no llevar al tribunal testigos contra s?; los maldicientes, las lenguas; los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos.
Y volvi?ndome a un lado, vi a un avariento que estaba preguntando a uno que, por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas, no hablaba porque no hab?an llegado, si hab?an de resucitar aquel d?a todos los enterrados, si resucitar?an unos bolsones suyos.
Ri?rame si no me lastimara a otra parte el af?n con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas, deseando no las llevar por no oir lo que esperaban; mas solos fueron sin ellas los que ac? las hab?an perdido por ladrones: que por descuido no fueron los m?s.
Pero lo que m?s me espant? fu? ver los cuerpos de dos o tres mercaderes, que se hab?an vestido las almas del rev?s y ten?an todos los cinco sentidos en las u?as de la mano derecha.
Yo ve?a todo esto de una cuesta muy alta, cuando o? dar voces a mis pies que me apartase. Y no bien lo hice, cuando comenzaron a sacar las cabezas muchas mujeres hermosas, llam?ndome descort?s y grosero, porque no hab?a tenido m?s respeto a las damas. Que aun en el infierno est?n las tales y no pierden esta locura. Salieron fuera muy alegres de verse gallardas y desnudas entre tanta gente que las mirase; aunque luego, conociendo que era el d?a de la ira y que la hermosura las estaba acusando de secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos m?s entretenidos.
Una, que hab?a sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra dellas, que hab?a sido p?blica ramera, por no llegar al valle no hac?a sino decir que se le hab?an olvidado las muelas y una ceja, y volv?a y deten?ase; pero, al fin, lleg? a vista del teatro y fu? tanta la gente de los que hab?a ayudado a perder y que se?al?ndola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareci?ndole que aqu?lla no era gente de cuenta aun en aquel d?a.
Divirti?me desto un gran ruido que por la orilla de un r?o ven?a de gente en cantidad tras un m?dico, que despu?s supe que lo era en la sentencia. Eran hombres que hab?a despachado sin raz?n antes de tiempo y ven?an por hacerle que pareciese, y, al fin, por fuerza, le pusieron delante del trono.
A mi lado izquierdo o? como ruido de alguno que nadaba, y vi un juez, que lo hab?a sido, que estaba en medio de un arroyo lav?ndose las manos, y esto hac?a muchas veces. Llegu?me a preguntarle por qu? se lavaba tanto, y d?jome que en vida sobre ciertos negocios se las hab?an untado y que estaba porfiando all? por no parecer con ellas de aquella suerte delante de la universal residencia.
Era de ver una legi?n de verdugos con azotes, palos y otros instrumentos, c?mo tra?an a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres y zapateros, que de miedo se hac?an sordos, y, aunque hab?an resucitado, no quer?an salir de la sepultura.
En el camino por donde pasaban, al ruido sac? un abogado la cabeza y pregunt?les que ad?nde iban. Y respondi?ronle:
--Al tribunal de Radamanto.
A lo cual, meti?ndose m?s adentro, dijo:
--Esto me ahorrar? de andar despu?s, si he de ir m?s abajo.
Iba sudando un tabernero de congoja, tanto, que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a m? me pareci? que le dijo un verdugo:
--Harto es que sud?is el agua y no nos la vend?is por vino.
Uno de los sastres, peque?o de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hac?a sino decir:
--?Qu? pude hurtar yo, si andaba siempre muri?ndome de hambre?
Y los otros le dec?an, viendo que negaba haber sido ladr?n, qu? cosa era despreciarse de su oficio.
Toparon con unos salteadores y capeadores p?blicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los verdugos cerraron con ellos, diciendo que los salteadores bien pod?an entrar en el n?mero, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos del campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros, y al fin, juntos llegaron al valle.
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