Read Ebook: El caballero encantado (cuento real... inverosímil) by P Rez Gald S Benito
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Ebook has 947 lines and 92613 words, and 19 pages
~ B?LSAMO. ~~--Se ha entendido directamente con La Diosa, esquivando mi mediaci?n y desoyendo mis consejos. Bien le dije anoche que su dignidad no le permite someterse a condiciones usurarias tan escandalosas. Est?s perdido, Marqu?s de Mudarra, si no te salva la ni?a petiseca de Mestanza... Y mis noticias son que ese negocio no va por buen camino. Ojal? sea falso lo que me han dicho. No quiero verte en la miseria, Carlos de Tarsis. Con golpes como el que acaba de arrearte La Diosa, pronto dar?s en tierra. Y ese granuja con cara de jamona verde, para acabar de arreglarlo, no me dar? comisi?n. Ya lo veremos, ya... ?Pobre Tarsis, cu?ndo tendr?s juicio!... Pues hoy te traigo unas noticias... No te las dar? hasta ma?ana, para no amargarte el dulzor del dinero que has tomado. Ma?ana sabr?s que los colonos de Zorita de los Canes abandonan tambi?n la tierra; que el de Tordehita y Tordelepe pide pr?rroga, y llora y blasfema y coge el cielo con las manos... En cuanto a la dehesa de Santa Cruz de Juarros, bien puedo decir ya que es m?a... Y de ello debes alegrarte, que peor fuera que a otras manos pasara... Yo te dar? en usufructo, por si quieres retirarte del mundo, aquel palacete fundado sobre las ruinas de un castillo en que vivi?, seg?n dicen, el viejo camastr?n mujeriego Gonzalo Bustos o Gustios.
B?LSAMO. ~~--No estoy conforme.
RAMIRITO.--Ni yo. Niego que el teatro espa?ol sea como Tarsis lo pinta.
B?LSAMO.--En lo del teatro no me meto. De eso entiendo poco. Pero salgo a defender la agricultura, y afirmo que existe. Pues si no existiera, ?qu? ser?a de Espa?a? Dirase que est? bastante atrasada. La culpa es de los grandes propietarios que viven lejos de sus tierras, como afrentados de ellas. Cobran la renta como un tributo del suelo al cielo... no s? si me explico... como un tributo de los cuerpos a las almas. Los labradores deben convencerse de que las almas son ellos... No acierto a decirlo.
BECERRO. ~~--Propietario de la tierra y cultivador de ella no deben ser t?rminos distintos.
B?LSAMO.--Tiene raz?n este chiflado... Yo no lo entiendo; pero mi sentido natural me dice que el fruto de la tierra debe ser para el que lo saca de los terrones.
BECERRO.--Presentando las cosas de otro modo, yo te he dicho mil veces, querido Carlos, que no habr? floreciente agricultura mientras esta no sea una aristocracia.
RAMIRITO.--Parad?jico est?is... Carlos, es usted hombre de grande ingenio.
TARSIS.--No es ingenio, es convicci?n.
BECERRO.--M?s bien prurito de originalidad y donaire. El noble de ilustre abolengo bromea con las cosas altas.
TARSIS.--La agricultura, digo, no puede ser nunca aristocracia. Es y ser? siempre servidumbre. Ellos esclavos y nosotros se?ores, acabaremos lo mismo, por consunci?n, por gangrena de inutilidad... Voy m?s all?... Si aqu? no hay agricultura, ni teatro, ni pol?tica, tampoco hay justicia, ni banca, ni industria.
B?LSAMO.--Capitales hay.
TARSIS.--S?; pero solo trabajan en la comodidad de la usura, que es una cacer?a de acecho como la de las ara?as. La poca industria que hay es extranjera, y la espa?ola, en funciones mezquinas, busca beneficio pronto, f?cil y, naturalmente, usurario.
B?LSAMO.--?Qu? gracia! Esto ya es man?a.
TARSIS.--?Trabajar! ?Para qu?? Los chispazos, los resplandores de fuegos fatuos que vemos en literatura, en artes gr?ficas y en alg?n otro orden de la vida intelectual, no nos invitan a que trabajemos. Todo nos llama al descanso, a la pasividad, a dejar correr los d?as sin intentar cosa alguna que parezca lucha con la inercia hisp?nica. Si me pusieran en el dilema de trabajar o perecer, yo escoger?a la muerte. El espa?ol que en este final de raza posea una renta, debe sostenerla y aumentarla si puede. Vivir bien, mientras la vida dure, y mientras en la l?mpara del bienestar no se consuma la ?ltima gota de aceite. No trato de presentarme como superior a los dem?s. Soy el peor, soy el ?ltimo perezoso, el ?ltimo sacerdote o monaguillo de la inercia. Mi ?nico m?rito est? en la brutal sinceridad de mi pesimismo.
~ BECERRO. ~~--Has desatinado lindamente. Veo que est?s alegre.
TARSIS.--El d?a empez? nublado. La Diosa lo despej? trayendo a casa el sol.
B?LSAMO. ~~--No le haga usted caso. Yo le conozco; se emborracha con el dinero, ya venga de Dios, ya de La Diosa.
Cu?ntase la rigurosa desdicha del caballero, seguida de sucesos incre?bles.
Pasados bastantes d?as, cercana ya la inauguraci?n o apertura del verano, cay? sobre el caballero Tarsis una fuerte desdicha que le puso fuera de s?. La sacudida que agit? su alma le llev? del pesimismo a la desesperaci?n, y eran de o?r sus voces iracundas, eran de ver sus gestos de rabia, como de hombre que se pierde en un laberinto y no sabe qu? camino tomar para salir de ?l. Ello fue que cuando parec?a pan comido la boda del caballero con la chica de Mestanza, tan pelada de carnes como guarnecida de riquezas, de pronto los padres de ella volvieron de su acuerdo; vacil? por unos d?as la novia, fluctuando entre la obediencia filial y un amor desabrido, hasta que al fin se le notific? oficialmente al Marqu?s de Mudarra que no hab?a nada de lo dicho, y que pod?a llamar a otra puerta.
Respondi? Tarsis a estas razones con el desprecio y burla de los de Mestanza, de su dinero y de la ni?a descarnada y angulosa. Su amor propio se rehizo al instante, y recompuso con excelentes reflexiones el castillete de su dignidad. Pasados dos o tres d?as volvi? el padrino a la carga de sus consejos, encareci?ndole que redujese a la mitad sus gastos, rebajando en mayor proporci?n sus apetitos y goces desaforados, y por fin de fiesta le dijo:
--Sujet?ndote a un plan de moralidad y econom?as, puedes esperar tranquilamente la ocasi?n de otra jugada como la que has perdido. Herederas ricas abundan. He tomado lenguas del g?nero disponible, y s? que en todas las clases sociales las encontrar?s. De una me han hablado que, a m?s de ?nica y millonaria, es bonita de cara y cuerpo. Pero temo que no te agrade por su extracci?n demasiado baja. Su abuelo materno, a quien conoc? mucho, tuvo la contrata de limpieza de pozos negros, y luego explot? la industria de aprovechamiento de animales muertos, en la cual gan? cuanto quiso. El padre de la chica vino de Cuba, al terminar la guerra, con un capitalazo. ?C?mo lo hizo? Acerca de esto se cuentan horrores. De la se?ora, es decir, de la madre de la rica heredera, se susurra si tuvo o no tuvo en la Habana elegantes manceb?as... Ahora t? ver?s. La muchacha es linda y discreta, si bien un poquito achulada, y escribe sin la menor idea de lo que es ortograf?a. Por si quieres conocer a esta familia, te advierto que este verano ir?n a Biarritz a darse pisto.
No se entusiasm? aceleradamente el buen Tarsis con la extravagante proposici?n del padrino; pero tampoco la ech? en saco roto, pues su idea fija era encontrar una mina que le proveyera profusamente de cuanto necesitase para vivir en la elegante holganza de caballero noble y pesimista. Dinero buscaba y quer?a, viniera de donde viniese. La sociedad no es aqu? tan escrupulosa que repudie la riqueza por la ruindad o porquer?a pestilente de sus or?genes... Las tristezas de su fracaso disimul? Tarsis en la vida de club, donde pasaba medio d?a y media noche abrevando su esp?ritu en el chorro de las conversaciones f?tiles y perezosas. Se aburr?a variando la traza y colores de su irisado ensue?o. Los amigos ya conocidos y los hermanos Pinel, sus directores pol?ticos, constitu?an parte m?nima de sus relaciones, muchas de las cuales eran flor de casino, que en ?l crec?an y en ?l se cultivaban. De estos amigos, algunos eran peores que ?l; otros le superaban, si no en ingenio, en el buen gobierno de su hacienda. Los hab?a riqu?simos; los hab?a que ociosamente y con toda elegancia vegetaban en disimulada ruina.
Y corriendo los d?as aumentaron de tal suerte los infortunios del caballero, que lleg? a tenerse por el m?s desdichado de los hombres. Golpe tras golpe iba perdiendo el caudal heredado, y cada vez que le visitaba el siniestro B?lsamo era para notificarle un nuevo desastre. Supo el triste caso de tener que malvender una de las mejores fincas r?sticas de la casa para el pago perentorio de una deuda de juego, y recoger o renovar parte de los pagar?s usurarios. Viendo c?mo se deshac?a su fundamento social, sin que ni en s? mismo ni en el mundo exterior viera el remedio, el Marqu?s de Mudarra se fue abismando en tristezas y murrias que afectaron a su propio car?cter despu?s de influir en sus costumbres, en su elegancia y hasta en sus estilos de vestir. Esquivaba la sociedad, d?ndose de baja en sus visitas y relaciones, y a tal punto lleg? en su requerimiento de la oscuridad, que en la primavera de aquel a?o muchos de sus amigos creyeron que se hab?a condenado a emigraci?n voluntaria o forzosa.
El Marqu?s de Torralba y Ramirito N??ez, como buenos cristianos, no negaban al amigo la consolaci?n de leales consejos; mas nunca le llevaron el desenlace de ning?n conflicto, ni el alivio de sus ahogos. En tanto, pasaban meses sin que el gran Becerro entristeciera con su esmirriada persona la casa del que fue opulento amigo. ?Para qu? hab?a de ir si estaba totalmente seco el manantial de los socorros? Por referencias fidedignas supo Carlos que Augusto padec?a grave mal de miseria, y que recluido en su casa enga?aba el hambre con las hartazgas de erudici?n. D?a y noche trabajaba sin levantar mano en un prolijo estudio de la vida y sapiencia del famoso pr?cer don Enrique de Arag?n, Marqu?s de Villena, reputado en su tiempo por letrado, astr?logo y alquimista, con ribetes de nigromante o brujo. Despert? esto la curiosidad del caballero, a quien toda novedad distra?a por momentos de su aplanante hast?o, y all? se fue.
Nunca hab?a estado Tarsis en la morada de Becerro, calle de Don Pedro, alt?simo piso de una casa vieja y de grandes y desniveladas anchuras, que fue palacio de aristocracia hoy fenecida, o aposentada en sitios m?s gratos. Llam? el caballero; le franque? la puerta una persona que la oscuridad hizo invisible. Pisando baldosines rotos, que tecleaban con ruidillos que m?s parec?an de risa que de llanto, lleg? Carlos a la sala, toda libros, toda polvo, toda mugre, llena de cosas tuertas, cojitrancas y bizcas. Los estantes se ca?an de un lado, los rimeros de libros no ten?an aplomo. Hab?a desequilibrios inveros?miles, infolios que se balanceaban sobre rollos de balduque, papeles de mil formas acumulados sobre mesas perl?ticas, y sostenidos, para que no los arrebatase el aire, por una mano de bronce o una pezu?a de m?rmol. Ventana torcida y balc?n ancho, desiguales en tama?o y forma, como un doble mirar oblicuo, daban paso a la claridad, verdosa del empa?o de los vidrios.
Aunque en aquella caverna papir?cea de inclinado techo, no hab?a esqueleto ni lechuza, ni retortas sobre hornillo, ni lagartos rellenos de paja, Tarsis crey? hallarse en la oficina de nigromante o alquimista que nos dan a conocer las obras de entretenimiento y las comedias de magia. En un costado de la estancia, tras una mesa que desaparec?a bajo la balumba de libros viejos y rancios papeles, emerg?a Becerro, dejando ver tan solo medio cuerpo. Extremada era la delgadez exang?e de su rostro. A su amigo mir? con ojos espantados, tardando un rato en reconocerle.
--Augusto --le dijo Tarsis cari?oso, poni?ndole la mano en el hombro--, no esperabas esta visita. Vengo a enterarme de tus trabajos, vengo a charlar contigo, vengo a...
Despu?s de breve pausa, el caballero puso unos duros sobre la mesa, diciendo:
--Aunque ahora estoy muy mal, chico, siempre hay algo para ti.
Quedaron suspensos los dos amigos, mir?ndose uno a otro. Tarsis rompi? el silencio, diciendo:
--De ese Marqu?s de Villena se cuenta que era algo as? como brujo, hechicero.
A lo que respondi? Jos? Augusto que tales denominaciones aplicadas por el vulgo son el reconocimiento que las almas inocentes hacen de las verdades no comprendidas... Pero antes de meterse en tan laber?ntico terreno, Becerro dio conocimiento a su amigo de lo que ya ten?a escrito de su magna obra, a saber: la condici?n y alcurnia del de Villena, su historia completa desde el nacimiento, su boda con do?a Mar?a de Albornoz, sus desavenencias matrimoniales, el repudio de do?a Mar?a, las locas ambiciones del pr?cer por obtener el maestrazgo de Santiago, su saber de humanista, de astr?logo, de qu?mico; su figura, en fin, achaparrada, y su habla enf?tica y pedantesca... El amigo, con tan h?bil pintura, acab? por conocerle como si le hubiera visto y tratado. Callaron de nuevo, y Tarsis, que anhelaba lo extraordinario y maravilloso, ?nico alivio de su agobiada voluntad y solaz de su abatido entendimiento, llev? la conversaci?n al terreno de las m?gicas artes, que a su parecer, opinando como el vulgo, est?n relacionadas con la malicia y sutileza de Lucifer. Los hombres le estomagaban; anhelaba trato y conocimiento con los demonios.
Por toda respuesta, el sabio mostr? a Tarsis un mont?n de librotes y le dijo:
--Aqu? tengo los autores espa?oles y extranjeros que tratan de magia y artes hechiceras, libros de tanta amenidad, que yo me los he le?do cuatro veces de cabo a rabo, y a?n he de gozar por quinta vez de tan entretenida y sabia lectura. C?gelos, ap?ralos hoja tras hoja, y pasar?s ratos, horas, d?as, semanas y meses deliciosos.
Agradeci? Carlos el obsequio, y se abstuvo de meter sus ojos en aquel zarzal. Con prodigiosa memoria y sin abrir los mamotretos, Becerro le hizo cuento y noticia de ellos, a saber: Andr?s Cesalpino, Jacobo Sprengero, Juan Niderio, Abad Gunfridus, que escribieron en lat?n, y don Sebasti?n de Covarrubias, definidor castellano del hechizo; el Padre Mart?n del R?o, y el historiador Gonzalo Fern?ndez de Oviedo, que refiere los artilugios mal?ficos de los indios.
Lo que mayormente colmaba el asombro de Tarsis era que, hall?ndose Becerro en absoluto ayuno, tuviese la lengua tan destrabada y el cerebro tan listo para verbalizar las ideas. Hablaba como una taravilla, con dicci?n clara y aliento f?cil. Dudoso el caballero de la efectividad de tal prodigio, le interrog? de nuevo.
--No s? ya lo que es comer --dijo Augusto con sequedad de palabra y de intelecto--. Tan olvidado tengo el comer, que ya no s? c?mo se come. Ser?as feliz como yo lo soy, querido Carlos, si llegaras a este perfecto estado, que trae, entre otros beneficios, el de la abolici?n radical de la econom?a pol?tica y otras ciencias vanas inventadas por los glotones.
--He olvidado preguntarte por tus hermanas --dijo el de Mudarra, apurando su investigaci?n--. ?D?nde est?n esas nobles se?oras?
--No podr?s verlas, Carlos --replic? el sabio llev?ndose la mano a la frente para quitarse unas telara?as--. Viven y mueren en su grande elemento... No entiendes esto, ni lo entender?s mientras permanezcas en el estado de comercio mundial, o sea de ignorancia.
Tales desvar?os despertaron m?s la curiosidad del visitante, que, sin decir nada al amigo, emprendi? una inspecci?n ocular por toda la casa, en busca de la explicaci?n del misterio. Recorri? aposentos, rincones y pasillos, hallando en unos enormes fajos polvorosos de papeles impresos y manuscritos, en otros sillas y trebejos in?tiles. En una estancia con estructura de cocina, no vio carbones, ni ceniza, ni aun se?ales de que se hubiera encendido lumbre en mucho tiempo; no vio pucheros ni cacharros, ni m?s que fragmentos de loza, utensilios rotos. Como sintiera el tembliqueo de los baldosines, indicio del paso de alguna persona, se fue tras el sonidillo, creyendo encontrar a quien le hab?a franqueado la puerta; pero ni sombra ni rastro de persona vio por parte alguna.
Despu?s de vagar un buen rato volvi? a encontrarse en la sala, donde Becerro continuaba tal como le dejara, atento al papel en que escrib?a con firme pulso y sin levantar mano. No se detuvo all? el curioso, que ansiaba explorar la otra parte de la casa, y por una puertecilla que cerca de la mesa del nigromante se abr?a, pas? a un gabinete mejor apa?ado y dispuesto que lo dem?s de la vivienda. En ?l vio la cama sin s?banas, doblados por la mitad los colchones. Algo de inveterado y permanente en el doblez de los colchones revelaba que si el se?or de la casa no com?a, tampoco dorm?a... Fijose Tarsis en dos cuadros y dos tablas de escuela flamenca, representando escenas religiosas con fondo de arquitectura y paisaje; y siguiendo su observaci?n de izquierda a derecha, dio con sus miradas en un hermoso espejo con negro marco... All? fue su estupor, all? su pasmo y sobrecogimiento.
Por un rato no dio el caballero cr?dito a sus ojos: se acercaba, retroced?a. Mas el cristal, que era de una limpidez asombrosa, no copiaba la imagen frente a ?l colocada. En vez de verse a s? mismo, Tarsis vio en el cristal, como asom?ndose a ?l, la propia y exacta imagen de la damita sud-americana, de quien estaba ciegamente enamorado. Mirole ella gozosa y risue?a, mostr?ndose en la faceta m?s sugestiva y brillante de su hermosura, que era la dulce alegr?a. La suspensi?n del ?nimo no fue tal que el caballero dejara de romper el silencio.
--Cintia --exclam? casi pegando su rostro al cristal, sin que por esta proximidad se acercara tambi?n el de la linda bogotana--, Cintia, ?eres t? de verdad, o eres pintura, artificio de la luz en el vidrio, por obra del disc?pulo de Lucifer que vive en esta casa?
--Soy yo, Carlos de Tarsis. ?Verdad que es gracioso vernos aqu?? Yo no ceso de re?rme...
--S?came de esta horrible duda, Cintia. ?Es esto una casa encantada?
--Encantada no. Yo estoy en mi casa. Acabo de levantarme.
--?En tu casa de Madrid?
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