Read Ebook: El 19 de marzo y el 2 de mayo by P Rez Gald S Benito
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que uno de los oficiales de Artiller?a hac?a uso de su sable con fuerte pu?o, sin desatender el ca??n, cuya cure?a serv?a de escudo a los paisanos m?s resueltos, el otro, acaudillando un peque?o grupo, se arrojaba sobre la avanzada francesa, destroz?ndola antes de que tuviera tiempo de reponerse. Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un d?a, en una hora, haci?ndose, por inspiraci?n de sus almas generosas, instrumento de la conciencia nacional, se anticiparon a la declaraci?n de guerra por las Juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empez? a abatir el m?s grande poder que se ha se?oreado del mundo. As? sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.
El estruendo de aquella colisi?n, los gritos de unos y otros, la heroica embriaguez de los nuestros, y tambi?n de los franceses, pues estos evocaban entre s? sus grandes glorias para salir bien de aquel empe?o, formaban un conjunto terrible, ante el cual no exist?a el miedo, ni tampoco era posible resignarse a ser inm?vil espectador. Causaba rabia, y al mismo tiempo cierto j?bilo inexplicable, lo desigual de las fuerzas, y el espect?culo de la superioridad adquirida por los d?biles a fuerza de constancia. A pesar de que nuestras bajas eran inmensas, todo parec?a anunciar una segunda victoria. As? lo comprend?an, sin duda, los franceses, retirados hacia el fondo de la calle de San Pedro la Nueva; y viendo que para meter en un pu?o a los veinte artilleros, ayudados de paisanos y mujeres, era necesaria m?s tropa con refuerzos de todas armas, trajeron m?s gente, trajeron un ej?rcito completo, y la divisi?n de San Bernardino, mandada por Lefranc, apareci? hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de artiller?a. Los imperiales daban al Parque, cercado de mezquinas tapias, las proporciones de una fortaleza, y a la abigarrada pandilla las proporciones de un pueblo.
Hubo un momento de silencio, durante el cual no o? m?s voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconoc? la de la Primorosa, enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve respiro me apart? de la ventana, vi a Juan de Dios completamente desvanecido. In?s estaba a su lado present?ndole un vaso de agua.
--Este buen hombre --dijo la hu?rfana-- ha perdido el tino. ?Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ?Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ?Ha concluido todo? ?Qui?n ha vencido?
Un ca?onazo reson? estremeciendo la casa. A In?s cay?sele el vaso de las manos, y en el mismo instante entr? D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitaci?n de la casa.
--Es la artiller?a francesa --gritaba--. Ahora es ella. Traen m?s de doce ca?ones. ?Jes?s, Mar?a y Jos? nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ?Se?or de justicia! ?Virgen Mar?a, santa patrona de Espa?a!
Juan de Dios abri? sus ojos buscando a In?s con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes l?grimas.
--Los franceses son innumerables --continu? el cura--. Vienen cientos de miles. En cambio los nuestros son menos cada vez. Muchos han muerto ya. ?Podr?n resistir los que quedan? ?Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quiera que sea, aunque presumo ser? espa?ol: ?est?n ustedes en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo por la patria y por el Rey? Hijos m?os, ?nimo: los franceses van a atacar por tercera vez. ?No veis c?mo se aperciben los nuestros para recibirlos con tanto br?o como antes? ?No o?s los gritos de los que han sobrevivido al ?ltimo combate? ?No o?s las voces de esa noble juventud? Gabriel; usted, caballero, quien quiera que sea, ?hab?is visto a las mujeres? ?Dar?n lecci?n de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?
Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteraci?n que hasta entonces jam?s hab?a yo advertido en ?l, se asomaba al balc?n, retroced?a con espanto, volv?a los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y tan pronto hablaba consigo mismo como con los dem?s.
Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no hab?a manifestado ante m? sino muy pocas veces, y siempre desde el p?lpito, me enardecieron de tal modo que me avergonc? de reconocerme cobarde espectador de aquella heroica lucha, sin disparar un tiro ni lanzar una piedra en defensa de los m?os. A no contenerme la presencia de In?s, ni un instante habr?a yo permanecido en aquella situaci?n. Despu?s, cuando vi al buen anciano precipitarse fuera de la casa, dichas sus ?ltimas palabras, miedo y amor se oscurecieron en m? ante una grande, una repentina iluminaci?n de entusiasmo, de esas que rar?simas veces, pero con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.
In?s hizo un movimiento como para detenerme; pero sin duda su admirable buen sentido comprendi? cu?nto habr?a desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo, ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extra?o a la situaci?n en que nos encontr?bamos, y no parec?a tener ojos ni o?dos m?s que para espect?culos y voces de su propia alma, se adelant? hacia In?s con adem?n embarazoso, y le dijo:
--Pero Gabriel habr? enterado a usted de todo. ?La he ofendido a usted en algo? Bien habr? comprendido usted...
--Este caballero --dijo In?s--, est? muerto de miedo, y no se mover? de aqu?. ?Quiere usted esconderse en la cocina?
--?Miedo! ?Que yo tengo miedo! --exclam? el mancebo con un repentino arrebato que le puso encendido como la grana--. ?A d?nde vas, Gabriel?
--A la calle --respond? saliendo--. A pelear por Espa?a. Yo no tengo miedo.
--Ni yo, ni yo tampoco --afirm? resuelta, furiosamente Juan de Dios, corriendo detr?s de m?.
XXX
Llegu? a la calle en momentos muy cr?ticos. Las dos piezas de la calle de San Pedro hab?an perdido gran parte de su gente, y los cad?veres obstru?an el suelo. La colocada hacia Poniente hab?a de resistir el fuego de la de los franceses, sin m?s garant?a de superioridad que el hero?smo de D. Pedro Velarde y el auxilio de los tiros de fusil. Al dar los primeros pasos encontr? uno, y me situ? junto a la entrada del Parque, desde donde pod?a hacer fuego hacia la calle Ancha, resguardado por el mach?n de la puerta. All? se me present? una cara conocida, aunque horriblemente desfigurada en la persona de Pacorro Chinitas, que incorpor?ndose entre un mont?n de tierra y el cuerpo de otro infeliz ya moribundo, hablome as? con voz desfallecida:
--Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya para nada.
--?nimo, Chinitas --dije, devolvi?ndole el fusil que ca?a de sus manos--; lev?ntate.
--?Levantarme? Ya no tengo piernas. ?Traes t? p?lvora? Dame ac?: yo te cargar? el fusil... Pero me caigo redondo. ?Ves esta sangre? Pues es toda m?a y de este compa?ero que ahora se va... Ya expir?... Adi?s, Juancho: t? al menos no ver?s a los franceses en el Parque.
Hice fuego repetidas veces: al principio muy torpemente, y despu?s con alg?n acierto, procurando siempre dirigir los tiros a alg?n franc?s claramente destacado de los dem?s. Entre tanto y sin cesar en mi faena o? la voz del amolador que, apag?ndose por grados, dec?a:
--Adi?s, Madrid, ya me encandilo... Gabriel, apunta a la cabeza. Juancho, que ya est?s tieso, all? voy yo tambi?n: Dios sea conmigo y me perdone. Nos quitan el Parque; pero de cada gota de esta sangre saldr? un hombre con su fusil, hoy, ma?ana y al otro d?a. Gabriel, no cargues tan fuerte, que revienta. Ponte m?s adentro. Si no tienes navaja, b?scala, porque vendr?n a la bayoneta. Toma la m?a. All? est? junto a la pierna que perd?... ?Ay! ya no veo m?s que un cielo negro. ?Qu? humo tan negro! ?De d?nde viene ese humo? Gabriel, cuando esto se acabe, ?me dar?s un poco de agua? ?Qu? ruido tan atroz!... ?Por qu? no traen agua?... ?Agua, Se?or Dios Poderoso! ?Ah! ya veo el agua: ah? est?. La traen unos angelitos: es un chorro, una fuente, un r?o...
Cuando me apart? de all?, Chinitas ya no exist?a. La debilidad de nuestro centro de combate me oblig? a unirme a ?l, como lo hicieron los dem?s. Apenas quedaban artilleros, y dos mujeres serv?an la pieza principal, apuntada hacia la calle Ancha. Era una de ellas la Primorosa, a quien vi soplando fuertemente la mecha, pr?xima a extinguirse.
El combate llegaba a un extremo de desesperaci?n, y la artiller?a enemiga avanz? hacia nosotros. Animados por Daoiz, los heroicos paisanos pudieron rechazar por ?ltima vez la infanter?a francesa, que en peque?os pelotones se destacaba de la fuerza enemiga.
--?Ea! --grit? la Primorosa cuando volvi? a comenzar el fuego de ca??n--. Atr?s, que yo gasto malas bromas. ?Vio usted c?mo se fueron, se?or general? Solo con mirarles yo con estos recelestiales ojos, les hice volver pa tras. Van muertos de miedo. ?Viva Espa?a y muera Napole?n!... Chinitas, ?no est? por ah? Chinitas? Ven ac?, cobarde, calzonazos.
Y cuando los franceses, replegando su infanter?a, volvieron a ca?onearnos, ella, despu?s de ayudar a cargar la pieza, prosigui? gritando:
--Renacuajos, volved ac?. Ea, otro pase?to. Sus mercedes quieren conquistarme a m?, ?no verd?? Pues aqu? me ten?is. Vengan ac?: soy la reina, s?, se?ores; soy la emperadora del Rastro, y yo acostumbro a fumar en este cigarro de bronce, porque no las gasto menos. ?Quieren ustedes una chupadita? Pos all? va. Desap?rtense pa que no les salpique la saliva; si no...
La heroica mujer call? de improviso, porque la otra maja que cerca de ella estaba, cay? tan violentamente herida por un casco de metralla, que de su despedazada cabeza saltaron, salpic?ndonos, repugnantes pedazos. La esposa de Chinitas, que tambi?n estaba herida, mir? el cuerpo expirante de su amiga. Debo consignar aqu? un hecho transcendental: la Primorosa se puso repentinamente p?lida y repentinamente seria. Tuvo miedo.
Lleg? el instante cr?tico y terrible. Durante ?l sent? una mano que se apoyaba en mi brazo. Al volver los ojos, vi un brazo azul con charreteras de capit?n. Pertenec?a a D. Luis Daoiz, que, herido en la pierna, hac?a esfuerzos por no caer al suelo, y se apoyaba en lo que encontr? m?s cerca. Yo extend? mi brazo alrededor de su cintura, y ?l, cerrando los pu?os, elev?ndolos convulsamente al cielo, apretando los dientes y mordiendo despu?s el pomo de su sable, lanz? una imprecaci?n, una blasfemia, que habr?a hecho desplomar el firmamento, si lo de arriba obedeciera a las voces de abajo.
El franc?s, sin atender a lo que le dec?a, llam? a los suyos, y en el mismo instante... Ya no hay narraci?n posible, porque todo acab?. Los franceses se arrojaron sobre nosotros con empuje formidable. El primero que cay? fue Daoiz, traspasado el pecho a bayonetazos. Retrocedimos precipitadamente hacia el interior del Parque todos los que pudimos, y como aun en aquel trance espantoso quisiera contenernos D. Pedro Velarde, le mat? de un pistoletazo por la espalda un oficial enemigo. Muchos fueron implacablemente pasados a cuchillo; pero algunos y yo pudimos escapar, saltando velozmente por entre escombros, hasta alcanzar las tapias de la parte m?s honda, y all? nos dispersamos, huyendo cada cual por donde encontr? mejor camino, mientras los franceses, bramando de ira, indicaban con sus alaridos al aterrado vecindario que Montele?n hab?a quedado por Bonaparte.
Dif?cilmente salvamos la vida; y no fuimos muchos los que pudimos dar con nuestros fatigados cuerpos en la huerta de las Salesas Nuevas o en el Quemadero. Los franceses no se cuidaban de perseguirnos, o por creer que bastaba con rematar a los m?s pr?ximos, o porque se sent?an con tanto cansancio como nosotros. Por fortuna, yo no estaba herido sino muy levemente en la cabeza, y pude ponerme a cubierto en breve tiempo: al poco rato ya no pensaba m?s que en volver a mi casa, donde supon?a a In?s en angustiosa incertidumbre por mi ausencia. Cuando trat? de regresar, hall? cerrada la puerta de Santo Domingo, y tuve que andar mucho trecho buscando el portillo de San Joaqu?n. Por el camino me dijeron que los franceses, despu?s de dejar una peque?a guarnici?n en el Parque, se hab?an retirado.
Dirigime con esta noticia tranquilamente a casa, y al llegar a la calle de San Jos?, encontr? aquel sitio inundado de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconoc?an los cad?veres. La Primorosa hab?a recogido el cuerpo de Chinitas. Yo vi llevar el cuerpo, vivo a?n, de Daoiz en hombros de cuatro paisanos, y seguido de api?ado gent?o. De Don Pedro Velarde o? que hab?a sido completamente desnudado por los franceses, y en aquellos instantes sus deudos y amigos estaban amortaj?ndole para darle sepultura en San Marcos. Los imperiales se ocupaban en encerrar de nuevo las piezas, y retiraban silenciosamente sus heridos al interior del Parque; por ?ltimo, vi una peque?a fuerza de caballer?a polaca, estacionada hacia la calle de San Miguel.
Ya estaba cerca de mi casa, cuando un hombre cruz? a lo lejos la calle, con tan marcado adem?n de locura, que no pude menos de fijar en ?l mi atenci?n. Era Juan de Dios, y andaba con pie inseguro de aqu? para all?, como demente o borracho, sin sombrero, el pelo en desorden sobre la cara, las ropas destrozadas, y la mano derecha envuelta en un pa?uelo manchado de sangre.
--?Se la han llevado! --exclam? al verme, agitando sus brazos con desesperaci?n.
--?A qui?n? --pregunt?, adivinando mi nueva desgracia.
--?A In?s!... Se la han llevado los franceses; se han llevado tambi?n a aquel infeliz sacerdote.
La sorpresa y la angustia de tan tremenda nueva dej?ronme por un instante como sin vida.
--Una vez que tomaron el Parque --continu? Juan de Dios-- entraron en esa casa de la esquina y en otra de la calle de San Pedro para prender a todos los que les hab?an hecho fuego, y sacaron hasta dos docenas de infelices. ?Ay, Gabriel, qu? consternaci?n! Yo entraba en la taberna para echarme un poco de agua en la mano... porque sabr?s que una bala me llev? los dos dedos... Entraba en la taberna y vi que sacaban a In?s. La pobrecita lloraba como un ni?o, y volv?a la vista a todos lados, sin duda busc?ndome con sus ojos. Acerqueme, y hablando en franc?s, rogu? al sargento que la soltase; pero me dieron tan fuerte golpe, que casi perd? el sentido. ?Si vieras c?mo lloraba el pobre ?ngel, y c?mo miraba a todos lados, busc?ndome sin duda!... Yo me vuelvo loco, Gabriel. El buen eclesi?stico sub?a la escalera cuando le cogieron, y dicen que llevaba un cuchillo en la mano. Todos los de la casa est?n presos. Los franceses dijeron que desde all? les hab?an tirado una cazuela de agua hirviendo. Gabriel, si no ponen en libertad a In?s, yo me muero, yo me mato, yo les dir? a los franceses que me maten.
Al o?r esta relaci?n, el vivo dolor arranc? al principio ardientes l?grimas a mis ojos; pero despu?s fue tanta mi indignaci?n, que prorrump? en exclamaciones terribles, y recorr? la calle gritando como un insensato. A?n dud?: sub? a mi casa; encontrela desierta; supe de boca de algunos vecinos consternados la verdad, conforme a lo que Juan de Dios hab?a contado, y ciego de ira, con el alma llena de presentimientos siniestros y de inexplicables angustias, march? hacia el centro de Madrid, sin saber a d?nde me encaminaba, y sin que me fuera posible discurrir cu?l partido ser?a m?s conveniente en tales circunstancias. ?A qui?n pedir auxilio, si yo a mi vez era tan injustamente perseguido? A ratos me alentaba la esperanza de que los franceses pusieran en libertad a mis dos amigos. La inocencia de uno y otro, especialmente de ella, era para m? tan obvia, que sin g?nero de duda hab?a de ser reconocida por los invasores. Juan de Dios me segu?a y lloraba como una mujer.
--Por ah? van diciendo --me indic?-- que los prisioneros han sido llevados a la casa de Correos. Vamos all?, Gabriel, y veremos si conseguimos algo.
Fuimos al instante a la Puerta del Sol, y en todo su recinto no o?amos sino quejas y lamentos por el hermano, el padre, el hijo o el amigo, sin motivo b?rbaramente aprisionados. Se dec?a que en la casa de Correos funcionaba un Tribunal militar; pero despu?s corri? la voz de que los individuos de la Junta hab?an hecho un convenio con Murat para que todo se arreglara, olvidando el conflicto pasado y perdon?ndose respectivamente las imprudencias cometidas. Esto nos alboroz? a todos los presentes, aunque no nos parec?a muy tranquilizador ver a la entrada de las principales calles una pieza de artiller?a con mecha encendida. Dieron las cuatro de la tarde, y no se desvanec?a nuestra duda, ni de las puertas de la fatal casa de Correos sal?a otra gente que alg?n oficial de ?rdenes que a toda prisa part?a hacia el Retiro o la Monta?a. Nuestra ansiedad crec?a; profunda zozobra invad?a los ?nimos, y todos se dispersaban tratando de buscar noticias ver?dicas en fuentes autorizadas.
De pronto oigo decir que alguien va por las calles leyendo un bando. Corremos todos hacia la del Arenal; pero nos es imposible enterarnos de lo que leen. Preguntamos y nadie nos responde, porque nadie oye. Retrocedemos pidiendo informes, y nadie nos los da. Volvemos a mirar la casa de Correos, tras cuyas paredes est?n los que nos son queridos, y media compa??a de granaderos con algunos mamelucos dispersan al padre, al hermano, al hijo, al amante, amenaz?ndoles con la muerte. Nos lanzamos al fin por las calles, cada cual discurriendo qu? influencias pondr? en juego para salvar a los suyos.
Juan de Dios y yo nos dirigimos hacia los Ca?os del Peral, y al poco rato vimos un pelot?n de franceses que conduc?an maniatados y en tra?lla, como a salteadores, a dos ancianos y a un joven de buen porte. Despu?s de esta fat?dica procesi?n, vimos hacia la calle de los Tintes otra no menos l?gubre, en que iba una se?ora joven, un sacerdote, dos caballeros y un hombre del pueblo en traje como de vendedor de plazuela. La tercera la encontramos en la calle de Quebrantapiernas, y se compon?a de m?s de veinte personas, pertenecientes a distintas clases de la sociedad. Aquellos infelices iban mudos y resignados, guardando el odio en sus corazones, y ya no se o?an voces patri?ticas en las calles de la ciudad vencida y aherrojada, porque los invasores domin?banla toda piedra por piedra, y no hab?a esquina donde no asomase la boca de un ca??n, ni callejuela por la cual no desfilaran pelotones de fusileros, ni plaza donde no apareciesen, f?nebremente estacionados, fuertes piquetes de mamelucos, dragones o caballer?a polaca.
Repetidas veces vimos que deten?an a personas pac?ficas y las registraban, llev?ndoselas presas por si guardaban acaso alg?n arma, aunque fuera navaja para usos comunes. Yo llevaba en el bolsillo la de Chinitas, y ni aun me ocurri? tirarla: ?tales eran mi aturdimiento y abstracci?n! Pero tuvimos la suerte de que no nos registraran. ?ltimamente, y a medida que anochec?a, apenas encontr?bamos gente por las calles. No ?bamos, no, a la ventura por aquellos desiertos lugares, pues yo ten?a un proyecto que al fin comuniqu? a mi acompa?ante: pensaba dirigirme a casa de la Marquesa, con viva esperanza de conseguir de ella poderoso auxilio en mi tribulaci?n. Juan de Dios me contest? que ?l por su parte hab?a pensado dirigirse a un amigo, que a su vez lo era del se?or O'Farril, individuo de la Junta. Dicho esto, convinimos en separarnos, prometiendo acudir de nuevo a la Puerta del Sol una hora despu?s.
Fui a casa de la Marquesa, y el portero me dijo que S. E. hab?a partido dos d?as antes para Andaluc?a. Asimismo pregunt? por Amaranta; m?s tuve el disgusto de saber que Su Excelencia la se?ora Condesa estaba tambi?n en camino de Andaluc?a. Desesperado regres? al centro de Madrid, elevando mis pensamientos a Dios, como el m?s eficaz amparador de la inocencia, y trat? de penetrar en la casa de Correos. Al poco rato de estar all? procur?ndolo in?tilmente, vi salir a Juan de Dios tan p?lido y alterado que tembl?, adivinando nuevas desdichas.
--?No est?? --pregunt?--. ?Les han puesto en libertad?
--?Pero d?nde est? In?s? --exclam? con exaltaci?n--. ?D?nde est?? Si esos verdugos son capaces de sacrificar a una ni?a inocente y a un pobre anciano, la tierra se abrir? para trag?rselos, las piedras se levantar?n solas del suelo para volar contra ellos, el cielo se desplomar? sobre sus cabezas, se encender? el aire, y el agua que beban se les tornar? veneno; y si esto no sucede, es que no hay Dios ni puede haberlo. Vamos, amigo: hagamos esta buena obra. ?Dice usted que est?n en el Retiro?
--O aqu?, en el Buen Suceso, o en la Moncloa. Gabriel, yo salvar? a In?s de la muerte, o me pondr? delante de los fusiles de esa canalla para que me quiten tambi?n la vida. Quiero irme al Cielo con ella: si supiera que sus dulces ojos no me hab?an de mirar m?s en la tierra, ahora mismo dejar?a de existir. Gabriel, todo lo que tengo es tuyo si me ayudas a buscarla; que despu?s que ella y yo nos juntemos, y nos casemos, y nos vayamos al lugar desierto que he pensado, para nada necesitamos dinero. Yo tengo esperanza; ?y t??
--Yo tambi?n --respond?, pensando en Dios.
--Pues, hijo, marcha t? al Retiro, que yo entrar? en el Buen Suceso, por la parte del hospital, que all? conozco a uno de los enfermeros. Tambi?n conozco a dos oficiales franceses. ?Podr?n hacer algo por ella? Vamos: las diez. ?Ay! ?No o?ste una descarga?
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