Read Ebook: El 19 de marzo y el 2 de mayo by P Rez Gald S Benito
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--Pues, hijo, marcha t? al Retiro, que yo entrar? en el Buen Suceso, por la parte del hospital, que all? conozco a uno de los enfermeros. Tambi?n conozco a dos oficiales franceses. ?Podr?n hacer algo por ella? Vamos: las diez. ?Ay! ?No o?ste una descarga?
--S?, hacia abajo; hacia el Prado: se me ha helado la sangre en las venas. Corro all?. Adi?s, y buena suerte. Si no nos encontramos despu?s aqu?, en mi casa.
Dicho esto, nos separamos a toda prisa, y yo corr? por la Carrera de San Jer?nimo. La noche era oscura, fr?a y solitaria. En mi camino encontr? tan solo algunos hombres que despavoridos corr?an, y a cada paso lamentos doloros?simos llegaban a mis o?dos. A lo lejos distingu? las pisadas de las patrullas francesas, y de rato en rato un resplandor lejano seguido de estruendosa detonaci?n.
C?mo se presentaba en mi alma atribulada aquel espect?culo en la negra noche, aquellos ruidos pavorosos, no es cosa que puedo yo referir, ni palabras de ninguna lengua alcanzan a manifestar angustia tan grande. Llegaba junto al Esp?ritu Santo, cuando sent? muy cercana ya una descarga de fusiler?a. All? abajo, en la esquina del palacio de Medinaceli, la r?pida luz del fogonazo hab?a iluminado un grupo, mejor dicho, un mont?n de personas, en distintas actitudes colocadas, y con diversos trajes vestidas. Tras de la descarga, oy?ronse quejidos de dolor, imprecaciones que se apagaban al fin en el silencio de la noche. Despu?s algunas voces, hablando en lengua extranjera, dialogaban entre s?; se o?an las pisadas de los verdugos, cuya marcha en direcci?n al fondo del Prado era indicada por los movimientos de unos farolillos de agonizante luz. A cada rato circulaban tropeles con gentes maniatadas, y hacia el Retiro se percib?a resplandor muy vivo, como de la hoguera de un vivac.
Acerqueme al palacio de Medinaceli por la parte del Prado, y all? vi algunas personas que acud?an a reconocer los infelices ?ltimamente arcabuceados. Reconocilos yo tambi?n uno por uno, y observ? que algunos de ellos estaban vivos, aunque ferozmente heridos, y arrastr?banse pidiendo socorro, o clamaban en voz desgarradora suplicando que se les rematase.
Entre todas aquellas v?ctimas no hab?a m?s que una mujer, que no ten?a semejanza con In?s, ni encontr? tampoco sacerdote alguno. Sin prestar o?dos a las voces de socorro, ni reparar tampoco en el peligro que cerca de all? se corr?a, me dirig? hacia el Retiro.
En la puerta del primer patio me detuvieron los centinelas. Un oficial se acerc? a la entrada.
--Se?or --exclam? juntando las manos y expresando de la manera m?s espont?nea el vivo dolor que me dominaba--, busco a dos personas de mi familia que han sido tra?das aqu? por equivocaci?n. Son inocentes: In?s no arroj? a la calle ning?n caldero de agua hirviendo, ni el pobre cl?rigo ha matado a ning?n franc?s. Yo lo aseguro, se?or oficial, y el que dijese lo contrario es un vil mentiroso.
El oficial, que no entend?a, hizo un movimiento para echarme hacia fuera; pero yo, sin reparar en consideraciones de ninguna clase, me arrodill? delante de ?l, y con fuertes gritos prosegu? suplicando de esta manera:
--Se?or oficial, ?ser? usted tan inhumano que mande fusilar a dos personas inofensivas: a una ni?a de diez y seis a?os y a un infeliz viejo de sesenta? No puede ser. D?jeme usted entrar: yo le dir? cu?les son, y usted les mandar? poner en libertad. Los pobrecitos no han hecho nada. Fus?lenme a m?, que dispar? muchos tiros contra ustedes en la acci?n del Parque; pero dejen en libertad a la joven y al sacerdote. Yo entrar?, les sacaremos... Ma?ana, ma?ana probar? yo, como esta es noche, que son inocentes, y si no resultasen tan inocentes como los ?ngeles del Cielo, fus?leme usted a m? cien veces. Se?or oficial, usted es bueno; usted no puede ser un verdugo. Esas cruces que tiene en el pecho las habr? adquirido honrosamente en las grandes batallas que dicen ha ganado el ej?rcito de Napole?n. Un hombre como usted no puede deshonrarse asesinando a mujeres inocentes. Yo no lo creo, aunque me lo digan. Se?or oficial, si quieren ustedes vengarse de lo de esta ma?ana, maten a todos los hombres de Madrid, m?tenme a m? tambi?n; pero no a In?s. ?Usted no tiene hermanitas j?venes y lindas? Si usted las viera amarradas a un palo, a la luz de una linterna, delante de cuatro soldados con los fusiles en la cara, ?estar?a tan sereno como ahora est?? D?jeme entrar: yo le dir? qui?nes son los que busco, y entre los dos haremos esta buena obra, que Dios le tendr? en cuenta cuando se muera. El coraz?n me dice que est?n aqu?... entremos, por Dios y por la Virgen. Aqu? est? usted en tierra extranjera, y lejos, muy lejos de los suyos. Cuando recibe cartas de su madre o de sus hermanitas, ?no le rebosa el coraz?n de alegr?a, no quiere verlas, no quiere volver all?? Si le dijesen que ahora las estaban poniendo un farol en el pecho para fusilarlas...
El estr?pito de otra descarga me hizo enmudecer, y la voz expir? en mi garganta por falta de aliento. A punto estuve de caer sin sentido; pero haciendo un heroico esfuerzo, volv? a suplicar al oficial con voz ronca y adem?n desesperado, pretendiendo que me permitiese la entrada para ver si algunos de los reci?n inmolados eran los que yo buscaba. Sin duda mi ruego, expresado ardientemente y con profund?sima verdad, conmovi? al joven oficial, m?s por la angustia de mis ademanes que por el sentido de las palabras, extranjeras para ?l, y apart?ndose a un lado me indic? que entrara. H?celo r?pidamente, y recorr? como un insensato el primer patio y el segundo. En este, que era el de la Pelota, no hab?a m?s que franceses; pero en aquel yac?an por el suelo las v?ctimas a?n palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban la muerte. Vi que las ataban codo con codo, oblig?ndolas a ponerse de rodillas, unos de espalda, otros de frente. Los m?s agitaban los brazos al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos a los verdugos; algunos escond?an con horror la cara en el pecho del vecino; otros lloraban; otros ped?an la muerte, y vi uno que, rompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras, se abalanz? hacia los granaderos. Ninguna f?rmula de juicio, ni tampoco preparaci?n espiritual, preced?an a esta abominaci?n: los granaderos hac?an fuego una o dos veces, y los sacrificados se revolv?an en charcos de sangre con espantosa agon?a.
Algunos acababan en el acto; pero los m?s padec?an largo martirio antes de expirar. Hubo muchos que, heridos por las balas en las extremidades y desangrados, sobrevivieron, despu?s de pasar por muertos, hasta la ma?ana del d?a siguiente; los mismos franceses, reconociendo su mala punter?a, les mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros: yo s? de dos o tres a quienes cupo la suerte de vivir despu?s de pasar por los horrores de una ejecuci?n sangrienta. Un maestro herrero, comprendido en una de las tra?llas del Retiro, dio se?ales de vida al d?a siguiente, y al borde mismo del hoyo en que se le preparaba sepultura. Lo mismo aconteci? a un tendero de la calle de Carretas, y hasta hace poco tiempo ha existido un individuo, que era entonces empleado en la imprenta de Sancha, y fue fusilado torpemente dos veces: una en la Soledad, donde se hizo la primera matanza; despu?s en el patio del Buen Suceso; desde aqu? pudo escapar, arrastr?ndose entre cad?veres y regueros de sangre hasta el hospital cercano, donde le dieron auxilio. Los franceses, aunque a quemarropa, disparaban mal, y algunos de ellos, preciso es confesarlo, con marcada repugnancia, pues sin duda conoc?an el envilecimiento en que hab?an repentinamente ca?do las ?guilas imperiales.
Casi sin esperar a que se consumara la sentencia de los que cayeron ante m?, les examin? a todos. Las linternas, puestas delante de cada grupo, alumbraban con siniestra luz la escena. Ni entre los inmolados, ni entre los que aguardaban el sacrificio, vi a In?s y a D. Celestino, aunque a cada instante me parec?a reconocerles en cualquier bulto que se mov?a implorando compasi?n o murmurando una plegaria.
Recuerdo que en aquel examen una mano helada cogi? la m?a, y al inclinarme vi un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expir?. Repetidas veces pis? los pies y las manos de varios desgraciados; pero en trances tan terribles, parece que se extingue todo sentimiento compasivo hacia los extra?os, y buscando con anhelo a los nuestros, somos impasibles para las desgracias ajenas.
--?A qui?n busca usted? --le dije.
--?Mi hijo, mi ?nico hijo! --me contest?--. ?D?nde est?? ?Eres t? mi hijo? ?Eres t? mi Juan? ?Te han fusilado? ?Has salido de aquel mont?n de muertos?
Comprend? por su mirada y por sus palabras que aquel hombre estaba loco, y segu? adelante. Otro se lleg? a m? y preguntome a su vez que a qui?n buscaba. Contele brevemente la historia, y me dijo:
--Los que fueron presos en el barrio de Maravillas no han venido aqu? ni a la casa de Correos. Est?n en la Moncloa. Primero los llevaron a San Bernardino, y a estas horas... Vamos all?. Yo tengo un salvoconducto de un oficial franc?s, y podremos salir.
Salimos, en efecto, y en el Prado aquel hombre corri? desalado y le perd? de vista. Yo tambi?n corr? cuanto me era posible, pues mis fuerzas, a tan terribles pruebas sometidas por tanto tiempo, desfallec?an ya. No puedo decir qu? calles pas?, porque ni miraba a mi alrededor, ni ten?a entonces m?s ojos que los del alma para ver siempre dentro de m? mismo el espect?culo de aquella gran tragedia. Solo s? que corr? sin cesar; solo s? que ninguna voz, ninguna queja que sonasen cerca de m? me conmov?an ni me interesaban; solo s? que mientras m?s corr?a, mayores eran mi debilidad y extenuaci?n, y que al fin, no s? en qu? calle, me detuve apoy?ndome en la pared cercana, porque mi cuerpo se ca?a al suelo y no me era posible dar un paso m?s. Limpi? el sudor de mi frente; parec?ame que se hab?a acabado el aire, y que el suelo se deslizaba tambi?n bajo mis pies, que las casas se hund?an sobre mi cabeza. Recuerdo haber hecho esfuerzos para seguir; pero no me fue posible, y por un espacio de tiempo que no puedo apreciar, solo tinieblas me rodearon, acompa?adas de absoluto silencio.
Durante mi desvanecimiento, hijo de la extenuaci?n, traje a la memoria las arboledas de Aranjuez, con sus millares de p?jaros charlatanes, aquellas tardes sonrosadas, aquellos paseos por los bordes del Jarama y el espect?culo de la uni?n de este con el Tajo. Me acord? de la casa del cura; parec?ame ver la parra del patio y los tiestos de la huerta, y o?r los chillidos de la t?a Gila, ri?endo formalmente con las gallinas porque sin su permiso se hab?an salido del corral. Se me representaba el sonido de las campanas de la iglesia, tocadas por los cuatro muchachos o por el ingrato padre. La imagen de In?s completaba todas estas im?genes, y en mi delirio no me parec?a que estaba la desgraciada joven junto a m?, ni tampoco delante, sino dentro de mi propia persona, como formando parte del ser a quien reconoc?a como yo mismo. Nada estorbaba nuestra felicidad, ni nos cuid?bamos de lo porvenir, porque abandonada a su propio ?mpetu la corriente de nuestras almas, se hab?an juntado al fin Jarama y Tajo, y mezcladas ambas corrientes cristalinas, cavaban en el ancho cauce de una sola y f?cil existencia.
Sacome de aquel estado so?oliento un fuerte golpe que me dieron en el cuerpo, y no tard? en verme rodeado de algunas personas, una de las cuales dijo, examin?ndome de cerca: <
Cre? reconocer la voz del licenciado Lobo, aunque, a decir verdad, a?n hoy no puedo asegurar que fuera ?l quien tal cosa dijo. Lo que s? afirmo es que uno de los que me miraban era Juan de Dios.
--?Eres t?, Gabriel? --me dijo--. ?C?mo est?s por los suelos? ?Bonito modo de buscar a la muchacha! No est? en el Retiro ni en el Buen Suceso. El se?or licenciado me ayuda en mis pesquisas, y estamos seguros de encontrarla, y aun de salvarla.
Estas palabras las o? confusamente, y despu?s me qued? solo, o mejor dicho, acompa?ado de algunos chicuelos que me empujaban de ac? para all? jugando conmigo. No tard? en recobrar, con el completo uso de mis facultades, la idea perfecta de la terrible situaci?n, solo olvidada durante un rato de marasmo f?sico y de turbaci?n mental. O? distintamente las dos en un reloj cercano, y observ? el sitio en que me encontraba, el cual no era otro que la plazuela del Barranco, inmediata a los Ca?os del Peral. Contemplar mental y retrospectivamente cuanto hab?a pasado; medir con el pensamiento la distancia que me separaba de la Monta?a, y correr hacia all?, todo pas? en el mismo instante. Sent?ame ?gil; la desesperaci?n aligeraba tanto mis pasos, que en poco tiempo llegu? al fin de mi viaje; y en la portalada que daba a la huerta del Pr?ncipe P?o vi tanta gente curiosa, que era dif?cil acercarse. Yo lo hice, a pesar de los obst?culos, y habr?a sido preciso matarme para hacerme retroceder. Las mujeres all? reunidas daban cuenta de los desgraciados que hab?an visto penetrar para no salir m?s. Desde luego quise introducirme, e intent? conmover a los centinelas con ruegos, con llantos, con razones, hasta con amenazas; Pero mis esfuerzos eran in?tiles, y cuanto m?s clamaba, m?s en?rgicamente me impel?an hacia afuera. Despu?s de forcejear un rato, la desesperaci?n y la rabia me sugirieron estas palabras que dirig? al centinela:
--D?jeme entrar. Vengo a que me fusilen.
El centinela me mir? con l?stima, y apartome con la culata de su fusil.
--?Tienes l?stima de m? --continu?-- y no la tienes de los que busco! No, no tengas l?stima. Yo quiero entrar. Quiero ser arcabuceado con ellos.
Fui nuevamente rechazado; pero de tal modo me dominaba el deseo de penetrar, y tan terriblemente pesaba sobre mi esp?ritu aquella horrorosa incertidumbre, que la vida me parec?a precio mezquino para comprar el ingreso de la funesta puerta, tras la cual agonizaban o se dispon?an a la muerte mis dos amigos.
Desde fuera escuchaba un sordo murmullo, l?gubre concierto de plegarias dolorosas y de violentas imprecaciones. Tan pronto me apartaba de la puerta como a ella volv?a a suplicar de nuevo, y la angustia me suger?a razones incontestables para cualquiera, menos para los franceses. Ya golpeaba la pared con mi cabeza. Ya clav?bame las u?as en mi propio cuerpo hasta hacerme sangre; med?a con la vista la altura de la tapia, aspirando a franquearla de un vuelo; iba y ven?a sin cesar, insultando a los afligidos circunstantes, y miraba el negro cielo, por entre cuyos apelmazados celajes cre?a distinguir, danzando en veloz carrera, una turba de mofadores demonios.
Suplicaba otra vez al centinela, dici?ndole:
--?Por qu? no me fusil?is? ?Por qu? no entro, para que me maten con mis amigos? ?Asesinos de Madrid! ?Sab?is para qu? quiero yo a vuestro Emperador? Para esto.
Y escup?a con rabia a los pies de los soldados, que sin duda me ten?an por loco. Luego, concibiendo una idea que me parec?a salvadora, registr? ?vidamente mis bolsillos, como si en ellos encerrase un tesoro, y sacando la navaja de Chinitas, que a?n conservaba, exclam? con febril alegr?a:
Tan convincentes razones me valieron el ser aprehendido, y al fin penetr? en la huerta. Apenas hab?a dado algunos pasos hacia las personas que confusamente distingu?a delante de m?, cuando un vivo gozo inund? mi alma. In?s y D. Celestino estaban all?, ?pero de qu? manera! En el momento de entrar yo, a ambos les ataban, como eslabones de la humana cadena que iba a ser entregada al suplicio. Me arroj? en sus brazos, y por un momento, estrechados con inmenso amor, los tres no fuimos m?s que uno solo. In?s empez? a llorar amargamente; mas el cl?rigo conservaba su semblante sereno.
--Desde que le has visto, In?s, has perdido la serenidad --dijo gravemente--. Ya no estamos en la tierra. Dios aguarda a sus queridos m?rtires, y la palma que merecemos nos obliga a rechazar todo sentimiento que sea de este mando.
--?In?s! --exclam? con el dolor m?s vivo que he sentido en toda mi vida--. ?In?s! Despu?s de verte en esta situaci?n, ?qu? puedo hacer sino morir?
Y luego, volvi?ndome a los franceses ebrio de coraje, y sinti?ndome con un valor inmenso, extraordinario, sobrehumano, exclam?:
--Canallas, cobardes, verdugos, ?cre?is que tengo miedo a la muerte? Haced fuego de una vez y acabad con nosotros.
Mi furor no irritaba a los franceses, que hac?an los preparativos del sacrificio con frialdad horripilante. Llev?ronme a presencia de uno, el cual, despu?s de decirme algunas palabras, me envi? ante otro, que al fin decidi? de mi suerte. Al poco rato me vi puesto en fila junto al cl?rigo, cuya mano estrech? la m?a.
--?Cu?ndo te cogieron? ?Te encontraron alg?n arma, desgraciado? --me dijo--. Pero no es esta ocasi?n de mostrar odio, sino resignaci?n. Vamos a entrar en nueva y m?s gloriosa vida. Dios ha querido que nuestra existencia acabe en este d?a, y nos ha dado el laurel de m?rtires por la patria, que todos no tienen la dicha de alcanzar. Gabriel, eleva tu mente al Cielo. T? est?s libre de todo pecado, y yo te absuelvo. Hijo m?o, este trance es terrible; pero tras ?l viene la bienaventuranza eterna. Sigue el ejemplo de In?s. Y t?, hija m?a, la m?s inocente de todas las v?ctimas inmoladas en este d?a, implora por nosotros si, como creo, llegas la primera al goce de la eterna dicha.
Sin atender a las razones de mi amigo, yo me empe?aba en hablar con In?s, en distraerla de su devoto recogimiento, en pretender que dirigiera a m? las palabras que a Dios sin duda dirig?a, en obligarla a alzar los ojos y mirarme, pues sin esto yo me sent?a incapaz de contrici?n.
Un oficial franc?s nos pas? una especie de revista, examin?ndonos uno a uno.
--?Para qu? prolong?is nuestro martirio? --exclam? sin poderme contener, viendo sobre m? la impertinente mirada del franc?s--. Todos somos espa?oles, todos somos espa?oles; todos hemos luchado contra vosotros. Por cada vida que ahogu?is en sangre, renacer?n otras mil que al fin acabar?n con vosotros, y ninguno de los que est?is aqu? ver? la casa en que naci?.
--Gabriel, mod?rate y perd?nales como les perdono yo --me dijo el cura--. ?Qu? te importa esa gente? ?Para qu? les afeas su pasado, si harto lo ver?n en el espejo turbio de su conciencia? ?Qu? importa morir? Hijo m?o, destruir?n nuestros cuerpos, pero no nuestra alma inmortal, que Dios ha de recibir en su seno. Perd?nalos; haz lo que yo, que pienso pedir a Dios por los enemigos del Pr?ncipe de la Paz, mi amigo y hasta pariente; por Santurrias, por el licenciado Lobo, por los t?os de Inesilla, y hasta por los franceses que nos quieren quitar nuestra patria. Mi conciencia est? m?s serena que ese cielo que tenemos sobre nuestras cabezas, y en cuyo horizonte aparece ya la aurora del nuevo d?a. Lo mismo est?n nuestras almas, Gabriel, y en ellas despuntan ya los primeros resplandores del d?a sin fin.
--Ya amanece --dije mirando a oriente--. In?s: no bajes los ojos, por Dios, y m?rame; estr?chate m?s contra nosotros.
--?In?s --exclam? yo, sin poder adquirir nunca la serenidad que D. Celestino me ped?a--, t? no debes morir, t? no morir?s! Se?or oficial, fusiladnos a todos, fusilad al mundo entero; pero poned en libertad a esta infeliz muchacha, que nada ha hecho. As? como digo y repito y juro que he matado yo m?s de cincuenta franceses, digo y repito y juro que In?s no arroj? a la calle ning?n caldero de agua hirviendo, como han dicho.
El franc?s mir? a In?s, y vi?ndola tan humilde, tan resignada, tan bella, tan dulcemente triste en su disposici?n para la muerte, no pudo menos de mostrarse algo compasivo. D. Celestino, viendo aquella inclinaci?n favorable, se ech? a llorar, y dijo tambi?n: <
--In?s es inocente --exclam? de nuevo--. ?No veis su semblante, se?ores oficiales? ?Ah! sois unos caballeros muy decentes y muy honrados, y no pod?is cometer la villan?a de asesinar a esta ni?a.
--Nosotros no valemos para nada --dijo el cl?rigo con voz balbuciente--. M?tennos en buen hora, porque somos hombres, y el que m?s y el que menos... Pero ella... se?ores militares... Me parece que son ustedes unas personas muy finas... pues... ?Ah! In?s es inocente. No tienen ustedes conciencia; ?no tienen en su coraz?n una voz que les dice que esa jovencita es inocente?
El oficial, m?s inclinado a la compasi?n, pareci? hasta conmovido. Acerc?ndose, mir? a In?s con inter?s.
Mas la hu?rfana se abraz? a nosotros en el momento en que los granaderos formaron la horrenda fila. Yo miraba todo aquello con ojos absortos, y sent?ame nuevamente aletargado, con algo como enajenaci?n o delirio en mi cabeza.
Vi que se acerc? otro oficial con una linterna, seguido de dos hombres, uno de los cuales nos examin? ansiosamente, y al llegar a In?s, parose y dijo: <
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