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Words: 64920 in 30 pages
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on vivos movimientos de trepidaci?n. Mario comet?a estos des?rdenes y otros m?s. La causa estaba en la calle de Ramales, bien lo sab?a D.? Romana; pero no se atrev?a a expresarlo, aunque lo indicaba recalcando un poquito la palabra. Es decir, no estaba en la calle de Ramales. Donde estaba realmente era en el cerebro exaltado del joven escultor. Porque ?qu? culpa ten?a Carlota de que se levantase a las seis de la ma?ana, habi?ndole dicho la noche anterior que oir?a misa a las diez en el Sacramento? ?Ni por qu? ped?a a grandes voces el almuerzo a las once, si le constaba que hasta las dos lo menos no hab?a de salir de tiendas D.? Carolina con sus hijas? Tampoco era Carlota responsable de que nuestro joven perdiese la raz?n al ver una min?scula arruga en el planchado de los pu?os o las botas sin el conveniente brillo, porque no ten?a la costumbre de reconocer minuciosamente ni los pu?os ni las botas de su novio. Es m?s, aunque advirtiese la arruga del planchado o la opacidad de las botas, era tan bonachona que se lo perdonar?a sin gran esfuerzo.
En efecto, cuando por alg?n apuro imprescindible D.? Carolina la llamaba para que se estuviese al lado de los novios, mientras ella permanec?a fuera, Presentaci?n levantaba los brazos al cielo exclamando:
--?Dios m?o, qu? pecado habr? cometido para desempe?ar tan joven estos papeles!
Y si la se?ora tardaba mucho, se escapaba diciendo:
--No puedo m?s. Dispensadme. Cuidado con ser buenos.
En vano la pobre Carlota le gritaba ruborizada:
--?Ni?a, ni?a! ?Por Dios, no marches!
--No puedo m?s--repet?a huyendo,--no puedo m?s. La carga es superior a mis fuerzas.
D.? Carolina, por estas y otras contrariedades, ten?a frecuentes accesos de mal humor; gritaba a sus hijas, las llenaba de improperios; a veces, de esta marejada salpicaba tambi?n alguna espuma a Mario. Pero no se daba por ofendido; al contrario, sent?a cierto deleite en que la mam? de su adorada le reprendiese, le tratase con tal excesiva confianza: le parec?a que de tal modo se acortaba cada vez m?s la distancia que mediaba para ser su hijo.
Pero la gran dificultad para esto y para todo en aquella casa era D. Pantale?n. No lo parec?a. Mario hallaba en ?l un hombre grave, pero dulce, afectuoso, de una cortes?a exquisita. Apenas se le sent?a en la casa. Sin embargo, D.? Carolina, a quien trasmit?a sus ?rdenes, estaba siempre pendiente de ellas, y no daba jam?s un paso sin consultarle y pedirle la venia. As? que nuestro joven, a fuerza de sentir su influencia en todos los momentos sin escuchar su voz, sin ver el adem?n imperativo de su diestra, hab?a llegado a profesarle un respeto profund?simo, una veneraci?n sin l?mites, contemplando su cara enigm?tica y misteriosa como la de un dios impenetrable. Cuando le tropezaba por los pasillos de la casa, y suced?a bastantes veces, porque el Sr. S?nchez era muy dado a pasear por ellos con zapatillas, le daba un vuelco en el coraz?n y le saludaba con una turbaci?n que, lejos de disminuir, aumentaba cada d?a.--He aqu? el hombre--se dec?a al apartarse de ?l--en cuyas manos se encuentra mi felicidad o mi desgracia.
La influencia de D. Pantale?n se sent?a en todos los momentos y se extend?a a los pormenores m?s insignificantes de la vida dom?stica. Para salir a tiendas, para ir a paseo, para comprarse unas botas, para suscribirse al peri?dico de modas, para cambiar de panadero, se necesitaba acudir a su autoridad suprema. Mario la encontraba asfixiante, pero se somet?a.
Para meditarlos, para clasificarlos, para extraerles el jugo, se sal?a al pasillo, y envuelto en su bata alfombrada y provisto de silenciosas zapatillas suizas, paseaba grave y acompasadamente hasta la hora de almorzar. Despu?s del almuerzo y de reposar algunos minutos, se sal?a a dar un largo paseo contemplativo por el Retiro. Cualquiera que le viese recorriendo lentamente, con las manos atr?s y la cabeza inclinada hacia la izquierda, los arenosos caminos del Parque, diputar?ale por un ocioso, un militar retirado, un propietario, algo, en suma, vulgar y hasta in?til en la sociedad. ?Cu?n enga?osas son las apariencias! Algo as? pensaban los habitantes de la ciudad de Heidelberg cuando el gran Emmanuel Kant cruzaba de paseo con su paraguas bajo el brazo. Y si le hallasen sentado en un banco frente al Estanque grande, inm?vil, con la mirada fija, tal vez imaginaran que aquel hombre no pensaba en nada. Y as? era, en efecto. D. Pantale?n en aquellos momentos ten?a el pensamiento tan inm?vil como su cuerpo; yac?a entregado a una sensaci?n de bienestar animal, que inundaba su ser como una ola tibia y lo paralizaba. Muchas veces duerme as? el esp?ritu cuando se prepara a una actividad en?rgica, como el luchador que reposa para disponer de toda la fuerza de sus m?sculos. El genio dorm?a en el fondo de su alma, sin que nadie, ?nadie! ni ?l mismo, sospechase su presencia.
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