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Read Ebook: El origen del pensamiento by Palacio Vald S Armando

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Ebook has 1328 lines and 64920 words, and 27 pages

--?C?mo me late el coraz?n!--exclam? llev?ndose la mano al pecho.--?Adi?s! ?Buena suerte!

A quien le lat?a hasta querer salt?rsele del pecho era al pobre Mario. No se atrevi? a mirar a Carlota. Tampoco ?sta volvi? su rostro hacia ?l. Felizmente vino a sacarlos del apuro la bella Presentaci?n. Entr? seria, ce?uda y, sent?ndose cerca del balc?n, exclam? con un suspiro:

--?Ea! ?Ya estoy en funciones!

Lo mismo Carlota que su novio no pudieron menos de sonre?r. Trascurrieron algunos minutos en silencio.

--Pero vamos a ver--profiri? despu?s volvi?ndose airada hacia ellos,--?cu?ndo me van ustedes a dejar en paz? ?Se quieren ustedes casar pronto, empachosos?

--De eso se trata--respondi? gravemente Mario.

Y como la joven le mirase sorprendida, su hermana a?adi? t?midamente:

--Mam? se lo est? comunicando en este momento a pap?.

La cara de Presentaci?n expres? un gozo sincero.

--?Es de veras? ?Cu?nto me alegro, hermana de mi alma!--exclam? levant?ndose y abraz?ndola con efusi?n.--?Toma un beso, toma dos, toma veinte!... Sea enhorabuena. D?mela usted a m? tambi?n, Costa, y p?dame perd?n por las mil iniquidades que ha hecho conmigo... ?Qu? gusto, Virgen de Atocha!... Ya concluyeron las centinelas. Ahora son ustedes los que me van a guardar a m?. ?Y que no te voy a dar poca tarea, Carlota! Me vas a sacar a paseo todos los d?as, ?sabes? todos, sin faltar uno. Y por la ma?ana me llevar?s a misa... y despu?s... despu?s unas vueltas entre calles para lucir este cuerpecito...

Daba saltos de alegr?a y bat?a las palmas la revoltosa ni?a, tanto por la perspectiva de aquella bienandanza como por ver a su hermana feliz; porque en el fondo no era mala, aunque Timoteo la apellidase casi todas las noches ingrata y orgullosa con el viol?n.

Mas he aqu? que en lo m?s recio de esta alegr?a turbulenta aparece D.? Carolina. Nada m?s que con mirarla comprendieron Mario y Carlota lo que hab?a. Tra?a la cara larga, larga como si viniese de un entierro. ?Ay, s?, el entierro de las esperanzas de Mario! Mientras se acercaba lentamente hacia ellos ejecut? un sinn?mero de muecas y visajes, expresando alternativamente el dolor, la protesta y la resignaci?n. Sentose de nuevo en silencio entre los dos, y en silencio tambi?n y con rara energ?a apret? las manos a Mario fijando en ?l al mismo tiempo una mirada de indefinible tristeza.

--No se apure, se?ora--exclam? ?ste haciendo de tripas coraz?n, esforz?ndose por sonre?r.--?No puede ser? Lo siento much?simo; pero lo mismo Carlota que yo sabremos tener calma y esperar con paciencia.

D.? Carolina se llev? el pa?uelo a los ojos como si quisiera llorar.

--?Qu? es eso? ?No hay boda?--pregunt? Presentaci?n; y, levant?ndose con adem?n desabrido, a?adi?:--?Bah, bah! La culpa ya s? yo de qui?n es.

No hubo m?s remedio que resignarse. Don Pantale?n hallaba prematuro el matrimonio. Los hombres, seg?n dec?a su esposa, miran las cosas de un modo prosaico; se fijan en el porvenir, en las necesidades y obligaciones que trae consigo; todo lo ven de color negro. Nosotras procedemos de otro modo, por entusiasmo, por cari?o; cuando se nos interesa el coraz?n no queremos ver las dificultades. Por mi parte, aunque no tuviese usted empleo ninguno, aunque fuese un pobre de la calle, bastar?a el afecto que le tengo para que le entregase a mi hija sin reparar en nada.

D.? Carolina consinti? al fin, a ruego de Mario, en tutearle, y hasta llev? su condescendencia a permitir que la llamase mam?, todo en secreto por supuesto y cuando S?nchez no se hallaba presente. Un d?a que delante de ?ste se le escap? llamarle de t?, ?Jesucristo, lo colorada que se puso la buena se?ora! Mario estaba hechizado; la adoraba.

Pocos meses despu?s acaeci? un cambio en la pol?tica. Cay? el ministerio y se form? otro nuevo. El ministro de Ultramar saliente se acord? de Mario por la amistad que hab?a mantenido con su padre y le dej? ascendido en lo que se denomina en t?rminos burocr?ticos testamento. Ten?a diez y seis mil reales de sueldo. D.? Carolina mostr? al saberlo una alegr?a verdaderamente maternal. Tanto que a los pocos d?as le llev? sigilosamente hacia un rinc?n y le dijo con misterio que si se lo permit?a iba a dar <> a S?nchez: desconfiaba bastante del ?xito, pero iba a hacer un esfuerzo supremo... <>

En el pecho del joven escultor renacieron s?bito las esperanzas. Se puso tan nervioso, que la bondadosa se?ora, para completar su caritativa obra, mostrose propicia a ir en aquel mismo momento al cuarto del severo esposo. Mario no pudo contenerse; poco menos que la hizo salir a empujones de la habitaci?n. Ella sonre?a dulcemente llam?ndole loco.

?Qu? zozobra! ?qu? congojas las de los novios mientras permaneci? por all?! Lleg? a tal extremo, que Mario ?pobre muchacho! consinti? en rezar con Carlota algunos padres nuestros para obtener un resultado favorable.

El cielo escuch? sus oraciones. D.? Carolina se present? al cabo de media hora radiante de dicha. Y antes de que saliese una palabra de sus labios, corri? hacia su hija y la abraz? estrechamente derramando un torrente de l?grimas. Despu?s hizo lo mismo con Mario. ?ste experiment? tan fuerte emoci?n, que quiso volverse loco. Llor?, ri?, bail?, bes? las manos a su futura suegra llam?ndola madre, prometi?ndole amarla y obedecerla siempre como un hijo sumiso; en fin, mil ridiculeces que har?n sonre?r a todo el que no haya estado de veras enamorado.

Desde entonces no se habl? m?s que de la boda. Comenzaron a comprar la ropa blanca; esto es, comenz? el ?nico per?odo de la existencia que puede dar idea aproximada de lo que acontece en el cielo. Esta memorable etapa de la ropa interior ejerci? tal influencia en la felicidad de Mario, que muchos a?os despu?s, al pasar delante de un bazar de ropa blanca y ver colgadas en el escaparate algunas enaguas y camisas de se?ora, a?n sent?a latir su coraz?n conmovido. D.? Carolina fue el Esp?ritu Santo de este almo cielo. Cuando nuestro joven la ve?a ponerse las gafas y tomar entre sus dedos una chambra, frotarla cuidadosamente, acercarla a los ojos para ver si descubr?a alguna p?rfida hebra de algod?n entre su c?ndido hilo, un estremecimiento de dicha inefable corr?a por su cuerpo; la emoci?n le ahogaba; necesitaba volverse de espaldas para no caer a sus pies y expresarle en t?rminos fervorosos delante de los horteras toda la veneraci?n, todo el entusiasmo que su conducta generosa le inspiraba.

Luego se fij? el d?a: se discuti? la forma en que hab?a de celebrarse. Antes se hab?a convenido en que los novios no vivir?an aparte <> El peque?o sueldo de Mario no lo consent?a. D. Pantale?n manifest? por boca de su esposa que mientras el matrimonio no se hallase en condiciones de establecerse, vivir?a en su compa??a. El mismo D. Pantale?n resolvi? que la boda se celebrase con un d?a de campo en los Viveros, como era uso y costumbre entre el elemento distinguido del comercio de Madrid.

El primer domingo de Agosto amaneci? tan espl?ndido, tan claro y caliente como casi todos sus colegas del est?o en Madrid. Los asistentes a las primeras misas en la iglesia de Santiago pudieron ver en una de las capillas laterales a un joven correctamente vestido de negro hincado delante de un confesonario. Nada ten?a de particular. Pero en el confesonario de enfrente hab?a una joven tambi?n vestida de negro con la cara pegada a la ventanilla. Esto era ya grave. As? lo entendieron los fieles, y por eso, pecando contra el tercer mandamiento, no les quitaron ojo mientras dur? la confesi?n.

El cura ten?a abrazado al joven, de suerte que los asistentes no pod?an observar m?s que sus piernas, que no dec?an nada. Pero la joven dejaba ver un cacho de mejilla, y este cacho de mejilla, por lo suave, por lo terso, por lo sonrosado, interesaba profundamente al auditorio, y muy especialmente al monaguillo que ayudaba a la misa.

<> se dijeron los fieles rebosando de curiosidad y penetraci?n. En efecto, eran ellos, la fresca y simp?tica Carlota y el venturoso Mario.

Despu?s de la ceremonia y de tomar chocolate en la morada de D. Pantale?n, trasladaronse los reci?n casados y su cortejo en dos grandes ?mnibus a los Viveros. Los Viveros guardan entre las filas de sus ?rboles enanos y bajo sus cenadores r?sticos toda la poes?a del comercio madrile?o. Los gremios expresan all? en los d?as festivos que no son insensibles al encanto misterioso de la Naturaleza ni ajenos a las dulces emociones del campo. Como testimonios mudos pero elocuentes de este fondo po?tico que algunos pretenden negar, suelen verse bajo los frescos emparrados, donde la luz se cierne mansa y dormida, o sobre el fino tapiz de la yerba, entre setos de boj y cinamomo, algunas cabezas de sardina y no pocos residuos de huevos cocidos.

El Sr. S?nchez, que a pesar de su temperamento meditabundo y so?ador no olvidaba ning?n pormenor interesante, hab?a contratado el d?a antes un piano mec?nico. No fue obst?culo el calor para que aquella juventud florida se pusiese inmediatamente a bailar con frenes?. Un caballero tuvo la ocurrencia de quitarse la levita; los dem?s le imitaron. Se bail? en mangas de camisa, con esa grata familiaridad que caracteriza a los hombres de negocios en momentos de alegr?a. As? y todo, se sudaba como en los primeros d?as de la creaci?n. Las mejillas de las damas echaban fuego. ?Ah, si pudieran utilizar el hielo que envolv?a en aquel instante el coraz?n del violinista del caf? del Siglo, qu? bien se refrescar?an!

A fuerza de inteligencia y diplomacia hab?a logrado Timoteo que D.? Carolina le invitase a la boda. Por cierto que este rasgo de generosidad le vali? un disgusto. Su hija menor arm? la de San Quint?n al enterarse, profiriendo tan pesadas palabras que la buena se?ora se vio necesitada a zanjar la cuesti?n por el m?todo usual, con un par de pellizcos. La ni?a puso el grito en el cielo. Y en estas simp?ticas disposiciones hacia el violinista fue a la boda de su hermana. ?Qu? hab?a de suceder! Un desastre. A la primer coyuntura aquellos dos pellizcos se los aplic? en el alma al causante de todo.

--Presentacioncita, ?me har?a usted el honor de bailar conmigo esta polka?

--Gracias, no bailo.

Pocos instantes despu?s llega otro joven y le hace la misma invitaci?n. Presentaci?n vacila un momento, mira de reojo al violinista, sonr?e maliciosamente y se deja arrastrar al baile por tal odios?simo sujeto, a quien desde aquel punto dedica Timoteo toda la hiel que elabora su organismo.

Este ser repugnante y abyecto, llamado Grass, dedicaba las horas en que no medita o ejecuta alguna acci?n vergonzosa, a llevar los libros de comercio en dos camiser?as de la calle del Pr?ncipe. De aqu? que pretendiese eclipsar a todos los dem?s por el brillo y la forma de su cuello a la marinera y por el esplendor de la corbata de raso azul con lunares blancos. Timoteo sent?a la superioridad de Grass en este punto, pero antes le hicieran rajas que confesarlo.

Presentaci?n era, con mucho, la m?s linda de las ni?as que la industria y el comercio hab?an enviado a la boda de Mario. Por eso todos los j?venes le bailaban el agua, acud?an a servirla y festejarla como un tropel de esclavos. Qui?n solicitaba humildemente la honra de tener por su abanico, qui?n extend?a la levita sobre la yerba para que se sentase; los unos corr?an a buscarle un vaso de agua cuando ten?a sed y se lo presentaban con azucarillo y gotas de azahar, o con an?s o con jarabe de grosella, para que eligiese; los otros se consideraban felices con que de lejos les enviase una ligera sonrisa. Con esto la ni?a, que hab?a mostrado siempre marcada inclinaci?n a las pompas mundanas, se puso insufrible. Parec?a una sultana cruel y desp?tica. A fuerza de ver inmediatamente obedecidos sus caprichos, ni sab?a ella misma lo que quer?a. Tan pronto llamaba a un mancebo y le permit?a sentarse a sus pies y le escuchaba y le miraba amablemente, como le arrojaba con adem?n feroz y viento fresco. Unas veces exig?a que le contasen algo, otras les obligaba a permanecer inm?viles y silenciosos. Fortuna fue que no se le ocurrierra mandar ahorcar de un ?rbol a Timoteo, porque en el estado en que se hallaban los esp?ritus, ?qui?n sabe lo que suceder?a!

Pero el que logr? presto sobreponerse a sus colegas y fijar la atenci?n de la bella fue Grass. Y esto no s?lo por el prestigio de su corbata, sino porque adem?s era hombre de iniciativa y ocurrente. Cada una de sus frases, un poema de gracia. Cuando ten?a que referirse a su propia cabeza, la llamaba <> <>

Pose?a asimismo una imaginaci?n fecunda y audaz para toda clase de farsas divertidas y talento especial para imitar la voz, el gesto y el modo de andar de cualquier persona. Corr?a y brincaba con agilidad pasmosa, a pesar de su obesidad bien pronunciada. Cantaba con voz de tiple, de tenor, de bar?tono y bajo, y se sab?a que proyectaba figuras en la pared con la sombra de las manos de modo maravilloso. Finalmente, era un prestidigitador consumado. A ruego de varias muchachas, hizo algunos juegos de manos que produjeron entusiasmo en los invitados. Claro est? que para efectuarlos necesitaba ayudantes. Grass los eleg?a entre las j?venes m?s lindas. Y aunque todas le serv?an con agrado y diligencia, se distingu?a particularmente por su entusiasmo Presentaci?n. ?Las diabluras que aquel hombre festivo llev? a cabo con ella, sac?ndole monedas del pelo, de las narices, del cuello!...

?Timoteo ansiaba beber su sangre!

A las once, poco m?s o menos, hizo su entrada triunfal en el Vivero la familia del presidente de la Liga de Productores. En cuanto se tuvo noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia all?, deseando hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hac?an viso en la sociedad madrile?a y ten?an carruaje propio. Ven?an el presidente, su esposa y dos hijas. El Sr. Corneta ten?a la misma elegante figura que un carnicero en d?a de fiesta. Peque?o, obeso, colorado, con gab?n muy largo, las enormes manos aprisionadas por guantes de color de sangre. Llevaba la cabeza echada hacia atr?s y hablaba a gritos. Los millones, la Liga, la f?brica de ladrillo refractario, todo le sal?a de una vez a la cara, pugnando por arrojarse sobre los infelices que se le acercaban y aplastarlos. ?Qu? modo de tender la mano mirando hacia otro lado! ?Qu? voz ruda e impertinente para saludar de lejos! Imposible imaginarse una superioridad m?s protectora. Y, sin embargo, mucho m?s protectoras a?n las miradas, las sonrisas y los saludos de su amable esposa e hijas. Era el juicio final. Los dos pimpollos vest?an con pintoresca elegancia, y la mam?, a pesar de sus a?os, no les iba en zaga. Ni feas ni bonitas, pero majestuosas; con esa calma imponente que presta a los seres superiores la conciencia de su gloria. Las tres ven?an provistas de sendos impertinentes, con los cuales empezaron inmediatamente a llevar a cabo atentas y concienzudas observaciones sobre los invitados, como el naturalista que estudia al microscopio la figura y los movimientos de algunos infusorios. Naturalmente, bajo el poder de esta mirada investigadora, las ni?as del comercio se ruborizaron y los j?venes dependientes no sab?an d?nde poner los pies ni las manos, sobre todo las manos.

--?No viene Juanito?--pregunt? no se sabe qui?n.

--?Oh, Juanito!

Las tres damas cayeron al escuchar tal pregunta en un acceso de alegr?a que les impidi? responder, aunque sin interrumpir por eso el estudio microsc?pico de aquellos curiosos seres.

--Juanito no acostumbra a levantarse a estas horas--dijo al cabo una de ellas.

<> pensaban los dependientes a quienes el hado adverso obligaba a levantarse de la cama a las seis todos los d?as.

La familia Corneta fue conducida en triunfo hacia uno de los cenadores, donde Mario y su esposa fueron agasajados por ellos con algunas frases amabil?simas, de las cuales tanto D.? Carolina como su digno esposo D. Pantale?n conservaron por mucho tiempo vivo recuerdo.

Nadie osar?a poner en duda entre los convidados la inmensa superioridad de las se?oritas de Corneta en cuanto a brillo aristocr?tico y gracia protectora. Sobre todo permaneciendo calladas tales cualidades adquir?an maravilloso relieve. Cuando tomaban la palabra quiz? alg?n cr?tico escrupuloso pusiera reparos a la voz bronca un poco aguardentosa de la menor y a las frases libres y a los ademanes harto sueltos y descocados de la mayor. Tal vez le arrastrase su esp?ritu anal?tico a encontrar alg?n vago parecido entre estas distinguidas se?oritas y las j?venes que comercian con churros y bu?uelos en los parajes exc?ntricos de la poblaci?n. Y ?qui?n sabe! una vez puesto el pie en el camino de la investigaci?n, es posible que llegara a explicar este fen?meno por las leyes de la evoluci?n, viendo en ?l la supervivencia o degeneraci?n patol?gica de las aptitudes org?nicas de su abuela, que fre?a y vend?a tales comestibles cerca de la puerta de Segovia. Pero como en aquella florida juventud comercial no imperaban los procedimientos anal?ticos, se aceptaron sin controversia alguna el se?or?o y los privilegios de las citadas se?oritas y se las coloc? en el cenador en uni?n de sus pap?s como dioses mayores, a quienes D.? Carolina y D. Pantale?n y algunas otras personas de edad asist?an como dioses menores.

Por esta raz?n y porque nadie pod?a disputar a Presentaci?n el premio de la belleza, aqu?lla continu? imperando desp?ticamente entre los j?venes invitados. Su caballero era siempre el odioso Grass, como observaba cada vez con mayor encono Timoteo. Pero de vez en cuando dirig?a intensas miradas del lado de Godofredo Llot. Esto no lo observaba Timoteo. Aquel piadoso joven apenas si osaba corresponder levantando de vez en cuando hacia ella sus ojos m?sticos. La mayor parte del tiempo parec?a no advertir la honrosa atenci?n de que era objeto, embargado sin duda por los graves pensamientos asc?ticos que continuamente ocupaban su mente.

Despu?s de almorzar, bastante despu?s, cerca ya de las cuatro de la tarde, apareci? a lo lejos la silueta elegant?sima del primog?nito del Sr. Corneta. Se acerc? sonriente, benigno, y todos pudieron admirar sus botas de gamuza, el pantal?n de punto con botoncitos de n?car a los lados y la preciosa americana de franela que ce??a su talle. Este arreo campestre y el l?tigo con que ven?a azotando suavemente las ramas de los arbustos demostraba que hab?a llegado a caballo. Los j?venes dependientes, al verle, quedaron petrificados de respeto y admiraci?n. Juanito era miembro del club de los Salvajes, y en calidad de tal sol?a ponerse el frac todas las noches; ten?a queridas, caballos, desaf?os y deudas, y pronunciaba mal las erres. A pesar de esto, hay que confesar que en aquella ocasi?n no abus? demasiado del prestigio y la gloria que el cielo hab?a derramado pr?vidamente sobre ?l. Salud? al concurso con impensada afabilidad, llev?ndose dos o tres veces el l?tigo a las narices, y dijo con voz bastante clara que se alegraba de encontrarse entre tantas chicas bonitas; as?; palabras textuales. Naturalmente, las j?venes, al escuchar tan favorable sentencia, temblaron de gozo, se ruborizaron hasta las orejas y la guardaron en el fondo de su coraz?n como recuerdo de aquella dichosa tarde. Juanito estaba dotado de mil preciosas cualidades que saltaban a la vista; pero la que realmente le caracterizaba era la languidez. Imposible imaginarse nada m?s l?nguido que este glorioso joven. Cuando hablaba, cuando sonre?a, cuando se atusaba el bigote, cuando se estiraba las piernas, una irresistible languidez resplandec?a debajo de estos actos vulgares.

Presentaci?n no pudo resistirla. Se encontr? subyugada desde el primer momento. En cuanto el joven Corneta, dando pruebas de buen gusto, se acerc? a ella y le hizo el honor de dirigirle algunas palabras galantes, ?adi?s Grass! ?adi?s Godofredo tambi?n! Aquellos lindos ojos maliciosos ya no tuvieron miradas sino para Corneta; aquella fresca boca movible s?lo para ?l form? sonrisas.

Timoteo observ? esto con mezcla de dolor y satisfacci?n. Le apenaba el entusiasmo de su ?dolo por el sietemesino; pero la derrota de Grass le llenaba de regocijo. Y en la expansi?n de su alegr?a amarga no pudo menos de acercarse al grupo donde aquel despreciable personaje se empe?aba todav?a en imponerse a la atenci?n por medio de sus rid?culos juegos de manos. No trascurrieron dos minutos sin que le dirigiese una pulla de mal gusto. Grass no hizo caso. Volvi? a la carga con otra: tampoco el catal?n se dio por ofendido. Era hombre de buena pasta y amigo de las bromas. Mas el violinista lleg? a ponerse tan agresivo, que al fin no pudo menos de decirle seriamente, suspendiendo su juego:

--Oiga usted, amigo, ruego a usted que sea m?s comedido en las bromas; de otro modo, me parece que no vamos a parar bien.

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