Read Ebook: Los Contrastes de la Vida by Baroja P O
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Ebook has 1427 lines and 44169 words, and 29 pages
--Est? bien--dijo el Empecinado--; vamos, Eugenio.
Don Juan Mart?n se arregl? la capa con un movimiento suyo de labriego, que me hac?a pensar en el alcalde de Zalamea, y, sin saludar a Morillo, salimos los dos de la sala, dejando al general en su sill?n, brillante de galones, como un ?dolo de oro.
Bajamos las escaleras y salimos a la calle.
--Este es otro O'Donnell; otro Montijo--exclam? don Juan Mart?n--. Se apoyan en el pueblo mientras les conviene, entonces no piensan en la sagrada persona del monarca. ?Canallas!
--Con estos generales la causa de la Constituci?n est? perdida--dije yo.
--No, todav?a no. Nosotros lucharemos con toda nuestra alma. No hemos de dejar que se pierda la libertad que tantos esfuerzos nos ha costado conseguir. No. ?Por Dios, que no!
Volvimos a casa.
Al d?a siguiente, el general don Pablo Morillo, conde de Cartagena, sal?a de Valladolid, por la ma?ana, en direcci?n de Galicia. Toda la tropa que hab?a en la ciudad se llev? consigo. Entre ellas, un batall?n de nacionales de las Provincias Vascongadas, comprometido a venir con nosotros, y la escolta que el Empecinado hab?a sacado de la Corte.
Algunos masones y comuneros intentaron influir la noche anterior de la salida con los oficiales de Morillo para que no le siguieran, pero no obtuvieron el menor resultado, porque casi toda la oficialidad del conde de Cartagena estaba formada por absolutistas.
EL CHIQUET
SEGUIMOS el Empecinado y yo en nuestros trabajos de reorganizaci?n de la Milicia nacional de Valladolid y de los pueblos de la provincia.
Ten?a yo por entonces una novia que viv?a en la acera de San Francisco, hija de un comerciante en telas, y mi asistente cortejaba a la criada. Sol?amos ir de noche y nadie nos molestaba al pelar la pava, porque estaba prohibido a los paisanos salir de noche sin farol, y los militares se hallaban acuartelados. Mi asistente era un muchacho catal?n de una gran actividad y de una gran energ?a; le llam?bamos de apodo el Chiquet y sol?amos celebrar su manera de hablar enrevesada y su acento cerrado.
Despu?s de 1823 lo perd? de vista, y lo volv? a encontrar en Barcelona, al cabo de quince a?os, en el batall?n de la Blusa, que estaba formado por liberales radicales.
Al Chiquet le hab?amos capturado el Empecinado y yo en el Burgo de Osma en la campa?a que hicimos contra Bessieres, cuando ?bamos de vanguardia con el conde de la Bisbal, porque el Chiquet hab?a militado en las filas realistas.
Un d?a, al acercarnos al Burgo de Osma, don Juan Mart?n mand? al comandante de sus fuerzas de caballer?a, que era el coronel Hore, hiciese alto y dejara descansar a la tropa y a los caballos un momento y siguiese despu?s al paso. Don Juan, sin m?s compa??a que la m?a y la de cuatro soldados, quiso entrar en el pueblo de una manera sigilosa, con el objeto de inspeccionarlo.
Avanzamos los seis al trote y llegamos a tiro de fusil de la ciudad. Pusimos los caballos al paso. Estaba la noche obscura, lluviosa y fr?a. Ibamos marchando sin meter ruido cuando el Empecinado advirti? una luz en una casa del arrabal.
--Chico--me dijo--, ?qu? te apuestas a que en aquella casa hay facciosos?
--Es posible--repliqu? yo.
--Echad todos pie a tierra--mand? ?l--, atad los caballos a estos ?rboles y adelante. Vamos a ver qu? nos espera ah?.
Nos apeamos y atamos los caballos. Cogieron los soldados sus carabinas y echamos a andar. Cruzando unas huertas entramos en una callejuela. No se ve?a un alma por aquellos andurriales; la lluvia ca?a mansamente; se o?a el silbido del viento y el ladrido lejano de alg?n perro. Seguimos tras de la luz, que era nuestro faro, y llegamos a la casa iluminada; era ?sta grande, vieja, con entramado de madera. La puerta estaba cerrada. El Empecinado toc? con suavidad el llamador y esper?.
Baj? una vieja haraposa con un candil encendido en la mano y abri? la puerta. El Empecinado la impuso silencio y le dijo en voz baja que le llevara al primer piso.
--?Qui?nes est?n?--pregunt? luego.
--Hay treinta catalanes que han venido con el general Bessieres y que est?n cenando.
--Bueno, vamos arriba.
El Empecinado cogi? el candil de la mano de la vieja, que estaba temblando de miedo, y comenz? a subir la escalera alumbr?ndose con ?l. Los cuatro soldados y yo marchamos detr?s. Don Juan iba embozado en su capa. Al llegar a la puerta de la cocina, grande, negra, iluminada por un vel?n y por las llamas del hogar, vimos a treinta hombres que estaban alrededor de la mesa.
El Empecinado se desemboz? mostrando su uniforme, y dijo:
--Aqu? tenim al general Empecinado que ve a sopar am vosaltres. Tots soms espanyols; y vosotros--a?adi? en castellano dirigi?ndose a los soldados y a m?--sentaos. Estamos entre amigos.
El Empecinado se sent?, llen? una escudilla de arroz y se hizo servir por la moza un vaso de vino.
Los catalanes estaban at?nitos. Al cabo de alg?n tiempo, el Empecinado, levantando el vaso, exclam?:
--?Catalans, per la salut de nostre rey y per la felicitat de Espa?a!
Entonces el sargento que mandaba el grupo de realistas llen? su vaso y respondi? en castellano:
--Por la salud del que desde hoy en adelante ser? nuestro general. ?Viva el Empecinado!
--?Viva!--gritaron los dem?s.
Nos dimos la mano todos en se?al de fraternidad y se acord? que los catalanes se incorporaran a nuestra fuerza.
Su asombro fu? grande cuando vieron que ?nicamente los seis hab?amos entrado en la casa, y que en la calle no hab?a ret?n ni guardia alguna.
--Es un valiente--se les o?a decir a unos y a otros.
El sargento pregunt? a don Juan Mart?n c?mo sab?a el catal?n, y el Empecinado dijo que lo sab?a desde la ?poca de la guerra del Rosell?n, en donde hab?a sido soldado de caballer?a y ordenanza del general Ricardos.
Casi todos estos catalanes que capturamos en el Burgo de Osma hab?an sido sacados de sus casas por Jorge Bessieres en su expedici?n contra Madrid. Despu?s algunos cambiaron de Cuerpo, y s?lo tres o cuatro quedaron en la caballer?a del Empecinado, entre ellos el Chiquet, a quien yo tom? de ordenanza.
El Chiquet ten?a un gran esp?ritu de empresa, era muchacho ?gil, listo y atrevido. Lo ?nico que no pudo aprender jam?s, por m?s esfuerzos que hizo, fu? hablar bien el castellano. El Chiquet hab?a sido amigo y compa?ero de Bessieres y hab?a trabajado con ?l en una f?brica de tejidos en Ripoll. El Chiquet conoc?a la vida de Bessieres desde que ?ste hab?a sido criado del general Duhesme hasta que se present? a la regencia de Urgel. Sent?a por el cabecilla realista y antiguo revolucionario una gran admiraci?n mezclada con un gran desprecio.
Nos contaba c?mo sol?a ir Bessieres lleno de bordados, c?mo sol?a adornarse con la primera banda de color que encontraba o que robaba en cualquier parte, muchas veces en las iglesias, y que luego dec?a que era una distinci?n que le hab?a otorgado el rey tal o la princesa cu?l. El Chiquet nos cont? la ceremonia que se hab?a verificado en la iglesia de Mequinenza bendiciendo y besando una bandera realista, que era una colcha de damasco, que hab?an robado entre Bessieres, Portas y ?l en una casa de Fraga.
Bessieres, al parecer, era un reclamista formidable. El mismo hac?a correr la voz de que era mas?n y de que era jesu?ta, para hacerse el interesante.
El Chiquet, cuando entr? en nuestras filas, se hizo amigo ?ntimo de un sargento de lanceros que le llamaban Juan de Dios. Este Juan de Dios, por lo que dec?an, era exp?sito. Juan de Dios y el Chiquet eran rivales en lances de amor y de fortuna. Hab?an hecho los dos una porci?n de calaveradas, que les hab?an dado gran fama entre nuestros soldados.
EN EL AYUNTAMIENTO
CON la marcha de las tropas del conde de Cartagena la ciudad de Valladolid qued? desguarnecida y abandonada a su suerte; los liberales apocados comenzaron a esconderse y a hu?r, y los absolutistas, viendo la posibilidad de apoderarse del Ayuntamiento, comenzaron a re?nirse para conspirar. Enviamos nosotros avisos desesperados a los nacionales de Toro, Rueda, Medina y otros pueblos de la regi?n, y a los de la Ribera del Duero, para que lo antes posible se concentraran en Valladolid, y pudimos juntar de nuevo una fuerza de mil infantes y de quinientos caballos. Todos los milicianos de los pueblos y los de la capital estaban armados, menos algunos a los que proporcionamos fusiles, sac?ndolos de los parques.
Lleg? en esto la noticia de que los franceses, al entrar en Espa?a, eran recibidos con los brazos abiertos por el pueblo, y esta mala nueva exalt? el ?nimo de los paisanos contra nosotros. Al mismo tiempo se supo que el cura Merino, con una columna de cinco mil hombres alistada en sus guaridas de la sierra de Burgos, hab?a entrado en Palencia. Fu? necesario abandonar Valladolid. No pod?amos defender una ciudad de radio tan extenso con la poca fuerza con que cont?bamos.
Se di? la orden a la Milicia nacional para que se preparara y formara con todo el equipo y en traje de marcha en el Campo Grande.
El jefe pol?tico vendr?a con nosotros, e invit? a las autoridades que quisieran seguir la suerte de la columna a que se dispusieran para el viaje.
Los concejales del Ayuntamiento constitucional estaban reunidos en sesi?n permanente en las Casas Consistoriales, y el Empecinado quiso despedirse de ellos.
Marchamos ?l y yo a caballo, de uniforme, escoltados por un piquete de lanceros.
Nos apeamos a la entrada del Ayuntamiento y subimos al sal?n de sesiones. Al vernos los concejales rodearon al Empecinado. Estaba el general hablando con gran animaci?n con unos y con otros cuando un portero del Ayuntamiento, a quien conoc?a de la logia mas?nica, me llam? y me dijo en voz baja:
--Don Eugenio, venga usted.
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