Read Ebook: Los desposados: Historia milanesa del siglo XVII - Tomo 2 by Manzoni Alessandro
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La comitiva lleg? antes de concluirse los divinos oficios: atraves? por entre aquella inmensa muchedumbre, no menos conmovida que la primera vez, y luego se dividi?. Los dos jinetes dieron la vuelta hacia una plazoleta, en cuyo fondo se encontraba la casa del p?rroco; la litera sigui? adelante con direcci?n ? la de la dama.
D. Abundio hizo lo que hab?a pensado: apenas se hubo desmontado, cumpliment? del modo m?s expansivo al Inc?gnito, y le suplic? que le hiciese el obsequio de excusarle con el cardenal, pues deb?a volverse ? su parroquia en derechura para atender ? negocios urgentes. Fu? ? buscar lo que ?l llamaba su caballo, y que no era otra cosa m?s que el bast?n que hab?a dejado en un rinc?n de la estancia, despu?s de lo cual se puso en camino. El Inc?gnito estuvo aguardando que el cardenal volviese de la iglesia.
La buena dama, habiendo hecho sentar ? Luc?a en el mejor sitio de su cocina, se apresur? ? disponer algo que comer para reparar sus d?biles fuerzas. Ella rechazaba con cierta amable aspereza las gracias y reiteradas excusas que la joven no cesaba de prodigarla.
Luc?a, despu?s de haberse restaurado un poco, y sintiendo volver la tranquilidad ? su alma, trat? de reparar el desorden de su vestido, por una costumbre, por un instinto de curiosidad y de pudor. Trenzaba y arreglaba sus largos cabellos en desorden; ajustaba su pa?uelo sobre el seno y alrededor de su cuello. Al hacer esta operaci?n, sus dedos se enredaron en el rosario que llevaba suspendido, y que tanto le hab?a servido la noche antes: fij? en ?l sus miradas, y se turb? instant?neamente. El recuerdo del voto que hab?a hecho, ese recuerdo hasta entonces olvidado por tantas sensaciones dolorosas, se present? de improviso clara y distintamente ? su imaginaci?n. En este momento, todas las potencias de su ?nimo, apenas despiertas, fueron vencidas de nuevo en un solo instante; y si su alma no hubiese estado tan preparada por una vida llena enteramente de inocencia, de resignaci?n y de confianza, la consternaci?n que experiment? en aquel momento la habr?a llevado hasta la desesperaci?n. Despu?s del primer tumulto de aquellos pensamientos, demasiado confusos para venir ? la imaginaci?n con palabras, las primeras que se formaron fueron ?stas: "?Oh, infeliz de m?, qu? es lo que he hecho!" Pero apenas las hubo concebido, cuando se sinti? sobrecogida de cierta especie de terror. Agrup?ronse en su mente todas las circunstancias del voto; sus mortales angustias, el estar sin esperanza alguna de socorro humano, el fervor de su s?plica, la plenitud de sentimiento con la cual su promesa hab?a sido hecha: el arrepentirse de ?sta, despu?s de haber obtenido la gracia que hab?a implorado, le pareci? una ingratitud sacr?lega, una perfidia hacia Dios y ? la santa Virgen: juzg? que semejante infidelidad le atraer?a nuevas y m?s terribles desventuras, en las cuales nada pod?a esperar, ni aun podr?a tener el auxilio de la s?plica: y por lo tanto se apresur? ? echarse en cara aquel arrepentimiento voluntario. Se quit? devotamente el rosario del cuello, y sosteni?ndolo con mano tr?mula, confirm?, renov? su voto, pidiendo al mismo tiempo con s?plica ferviente que el cielo le concediese la fuerza necesaria para cumplirlo; que ?ste arrojase lejos de ella los pensamientos y las ocasiones, las cuales hubieran podido, si no variar su ?nimo, agitarlo ? lo menos demasiado.
El alejamiento en que estaba Renzo, sin ninguna probabilidad de que volviera; este alejamiento que hasta entonces le hab?a parecido tan amargo, al presente se le figuraba que era una disposici?n de la divina Providencia, que hab?a hecho coincidir dos sucesos para llegar ? un solo fin, esforz?ndose la desventurada en encontrar en el uno una raz?n para consolarse del otro. Detr?s de este pensamiento, se le figuraba igualmente que la misma Providencia, para consumar la obra, sabr?a hallar el modo de hacer que Renzo tambi?n se resignase, que no pensara m?s... Pero apenas semejante idea se le hubo presentado ? su imaginaci?n, cuando se levant? en ella una gran confusi?n. Sintiendo que su coraz?n la llevaba involuntariamente ? arrepentirse de lo que hab?a hecho, volvi? de nuevo ? recurrir ? la s?plica, al combate, saliendo como un vencedor ; como un vencedor, repito, herido y abrumado de fatiga que se levanta de encima de su enemigo.
--Miradla, le dijo, al entrar, la buena dama, se?alando ? Luc?a. ?sta se levant? ruboriz?ndose, y empez? ? balbucear algunas excusas; pero ?l se aproxim? ? la joven, no sin grandes demostraciones de alegr?a, y exclam?: "?Bien venida, bien venida! Vos sois la bendici?n del cielo en esta casa. ?Cu?n contento estoy de veros aqu?! Bien seguro estaba yo que llegar?ais ? buen puerto, porque jam?s he visto que el Se?or haya empezado un milagro sin concluirlo perfectamente; pero ?cu?n contento, repito, estoy de veros aqu?! ?Pobre ni?a! ?Mas sin embargo, es una cosa grande el haber sido objeto de un milagro!".
Se acerc? en seguida poco ? poco ? su mujer, que desataba la marmita de la cadena, que la ten?a suspendida sobre el fuego, y le dijo en voz baja:
--?Ha ido todo bien?
--Perfectamente, ya te lo contar? m?s tarde.
--S?, s?, con comodidad.
Cuando estuvo puesta la mesa, la due?a fu? ? buscar ? Luc?a, y la acompa?? hasta su asiento; cort? una ala del cap?n, y se la sirvi?; sent?ronse tambi?n los dos esposos, y ambos exhortaron ? su hu?speda, abatida y vergonzosa, ? que tuviese valor y comiese. El sastre empez?, ? los primeros bocados, ? discurrir con gran ?nfasis, en medio de las interrupciones de los ni?os, que com?an alrededor de la mesa, y que hab?an visto cosas demasiado extraordinarias, para limitarse largo tiempo al solo papel de oyentes. Aqu?l describ?a las solemnes ceremonias, luego saltaba ? hablar de la conversi?n milagrosa. Pero lo que le hab?a hecho m?s impresi?n, y lo que repet?a m?s, era el serm?n del cardenal.
--Al ver ante el altar, dec?a, un se?or de aquella especie, lo mismo que un simple p?rroco...
--?Y aquella cosa de oro que llevaba en la cabeza?... dec?a una de las ni?as.
--C?llate; al pensar, repito, que un se?or de esa especie, una persona tan sabia, que seg?n dicen ha le?do todos los libros del mundo, circunstancia que no se ha visto en ning?n otro hombre, ni aun en el mismo Mil?n; al pensar que ha sabido adaptarse ? decir aquellas hermosas cosas, de manera que todos las hayan comprendido...
--Yo tambi?n las he comprendido, dijo la otra ni?a.
--C?llate; ?qu? es lo que has de haber t? comprendido?
--He comprendido que explicaba el Evangelio en lugar del se?or cura.
--?Silencio! No digo que se haya hecho comprender solamente de aquellos que saben algo, porque en este caso est?n obligados ? comprenderle, sino tambi?n de los que tienen la cabeza m?s dura, los m?s ignorantes, segu?an el hilo de su discurso. ?Id ahora ? preguntarles si sabr?an repetir las palabras que dec?a! ?Oh! s?; no las podr?n expresar, pero el sentido de ellas, lo tienen aqu?; y se golpeaba la frente con la palma de la mano. ?Y c?mo se comprend?a que hablaba del consabido se?or sin tener necesidad de pronunciar su nombre! Y adem?s, para estar uno al cabo del asunto, hubiera bastado el ver las l?grimas que se desprend?an de sus ojos; y entonces toda la gente se pon?a tambi?n ? llorar...
--Justamente es la verdad, exclam? el ni?o, interrumpiendo al orador; ?mas por qu? lloraban todos como si fuesen criaturas?
--?Quieres callar? Y no se diga, sin embargo, que en el pueblo no hay corazones bien duros. Como iba diciendo, monse?or nos ha hecho ver claramente, que aunque hay carest?a, es preciso dar gracias ? Dios, y estar contentos; hacer lo que se pueda, ingeniarse, ayudarse, y despu?s alegrarse; porque la desgracia no consiste en padecer y ser pobres; est? tambi?n en obrar mal. Y esto no son palabras vanas; pues, no se ignora que ?l vive tambi?n como un pobre, que se quita el pan de la boca para d?rselo ? los desgraciados, cuando podr?a darse una vida mejor de la que tiene. ?Oh, qu? placer experimenta uno al oirlo hablar! No es como tantos otros que dicen: haced lo que os digo y no lo que yo hago; y luego, nos ha manifestado con la mayor precisi?n, que aun los que no son se?ores, y que no obstante tienen m?s de lo necesario, est?n obligados ? hacer part?cipes ? los que padecen.
En esto interrumpi? de improviso su discurso, como atormentado por una idea. Se detuvo un momento; en seguida llen? un plato de los manjares que hab?a sobre la mesa, a?adi? un pan, coloc? dicho plato dentro de una servilleta, y habi?ndola tomado por las cuatro puntas, dijo ? la mayor de sus ni?as: "c?gela as?". Le puso en la otra mano una botella de vino, y prosigui?: "Ve ? casa de Mar?a la viuda; d?jale esto, y dile que es para que se regale un poco con sus ni?os. Pero mira; ten cuidado c?mo lo haces, no vayas ? d?rselo como si fuera ? hac?rsele una limosna: que no se te escape una sola palabra si encuentras ? alguien; y, por ?ltimo, ten cuidado de que nada se rompa".
Luc?a se conmovi? hasta el punto de derramar l?grimas, y sinti? en su alma un enternecimiento que la distrajo de su dolor. Ya el discurso anterior de aquel hombre honrado le hab?a causado un alivio, que las palabras de consuelo, m?s dulces, m?s directas, no le hubieran podido procurar. Su esp?ritu, cediendo al atractivo de aquellas descripciones de pompas augustas, de aquellas emociones de piedad y admiraci?n, sobrecogido por el mismo entusiasmo del narrador, alejaba de s? sus dolorosos pensamientos, y cuando volv?an, se encontraba m?s fuerte contra ellos. La idea misma de su sacrificio, sin haber perdido su amargura, experimentaba una cierta alegr?a austera y solemne.
Poco despu?s entr? el cura del pueblo, y dijo que el cardenal le enviaba ? informarse de Luc?a, y para advertirla que monse?or quer?a verla aquel mismo d?a; en seguida di? las gracias en su nombre al sastre y ? su mujer. ?stos y aqu?lla, conmovidos y turbados, no hallaban palabras para contestar ? las demostraciones de semejante personaje. "?Y vuestra madre no ha llegado todav?a?", pregunt? el cura ? Luc?a.
Efectivamente, cuando hablaron de In?s, ?sta se encontraba ya muy cerca. Es f?cil imaginar c?mo se quedar?a la pobre mujer ? una invitaci?n tan poco esperada, y ? la noticia necesariamente truncada y confusa de un peligro, se pod?a decir, que ya hab?a cesado, pero de un peligro espantoso, de una terrible aventura, que el mensajero no sab?a referir ni explicar, y de la cual ella no ten?a ? qu? agarrarse para explic?rsela por s? misma. Despu?s de haber llevado las manos ? su cabeza, despu?s de haber exclamado muchas veces: "?Ah, Se?or, ah, Madonna!" despu?s de haber hecho varias preguntas al mensajero, ? las cuales ?ste no sab?a qu? responder, se lanz? furiosa y con precipitaci?n en el carruaje, continuando, durante todo el camino, deshaci?ndose en exclamaciones y preguntas in?tiles. Mas al llegar ? cierto paraje, se encontr? de manos ? boca con D. Abundio, que se adelantaba poco ? poco, apoyado en su bast?n. Despu?s de un "?oh!" proferido por ambas partes, D. Abundio se detuvo; In?s hizo parar el carruaje, y se baj?; luego, los dos se dirigieron hacia un casta?ar que se hallaba al lado del camino. D. Abundio le hab?a participado todo lo que hab?a podido saber y debido ver. La cosa no estaba tan clara todav?a; pero ? lo menos In?s se cercior? de que Luc?a permanec?a en seguridad, y respir?.
En seguida, D. Abundio quiso entablar otra clase de conversaci?n ? instruirla largamente sobre la manera de gobernarse con el arzobispo, si ?ste, como era probable, deseaba hablar con ella y con su hija, dici?ndole, principalmente, que no conven?a hacerle menci?n del casamiento. Pero conociendo In?s que el buen hombre no iba m?s que ? su propio inter?s, lo dej? plantado, sin prometerle nada, sin resolver nada tampoco, contestando solamente que ten?a otras cosas en que pensar; despu?s de lo cual se volvi? ? poner en camino.
Finalmente, el carruaje lleg? ? su destino, y par? ? la puerta de la casa del sastre. Luc?a se levanta precipitadamente; In?s se apea; se precipita dentro de la expresada casa, y he aqu? que se abrazan estrechamente una ? otra. La mujer del sastre, que era la ?nica que se hallaba presente, les di? ?nimo, las tranquiliz?, se regocij? con ellas; y despu?s, siempre discreta, las dej? solas, diciendo que iba ? disponer una cama; que pod?a hacerlo, sin incomodarse; pero que en todo caso, tanto su marido como ella, m?s bien hubieran querido dormir en el suelo, que permitir que fuesen ? otra parte ? buscar un asilo para aquella noche.
Pasado el primer ?mpetu de abrazos y sollozos, In?s quiso saber las aventuras de Luc?a, y ?sta se puso ? cont?rselas con la mayor ansiedad; mas como el lector sabe, era una historia que nadie la conoc?a toda; y para la misma Luc?a hab?a partes sumamente oscuras, hechos inexplicables, y principalmente aquella fatal coincidencia de haberse encontrado con el terrible carruaje en medio de su camino, justamente cuando ella pasaba por una casualidad extraordinaria; sobre esto ?ltimo, la madre y la hija hac?an mil conjeturas, sin acertar nunca con la verdadera causa, ni siquiera aproximarse ? ella.
Con respecto al autor de la trama, ninguna de las dos pod?a dudar que no fuese D. Rodrigo.
--?Ah, esp?ritu malo!, ?tiz?n del infierno!, exclamaba In?s; pero ya le llegar? su hora: el Se?or se lo recompensar? seg?n sus m?ritos, y entonces ?l experimentar? tambi?n...
--?No, no, madre m?a! la interrumpi? Luc?a; no dese?is ning?n mal ? ?l ni ? nadie tampoco. ?Si sab?is lo que es sufrir; si lo hab?is experimentado! ?No, no!, roguemos m?s bien por ?l ? Dios y ? la Madonna; que el Se?or le toque el coraz?n como lo ha hecho con ese otro infeliz, que era mucho peor y ahora es un santo.
El terror que causaba ? Luc?a el recordar aquellos hechos tan recientes y crueles, le hizo m?s de una vez titubear; m?s de una vez dijo que no ten?a bastante valor para continuar, y despu?s de muchas l?grimas y suspiros, volvi? ? tomar el uso de la palabra con el mayor pesar; pero un sentimiento contrario la hizo vacilar al llegar ? cierto punto de su narraci?n: cuando se trat? del voto. El temor de que su madre la acusara de imprudente y precipitada, y que como hab?a hecho en el asunto del casamiento, no le pusiera por delante aquella su tan larga regla de conciencia, y la quisiese hacer prevalecer, ? que la buena mujer le dijese en confianza ? alguno, no por otra cosa m?s sino para que la iluminara y aconsejara, y llegase de este modo ? hacerse p?blico; al pensar esto solo Luc?a percib?a que sus mejillas se cubr?an de un vivo carm?n; a??dase tambi?n cierta verg?enza que le causaba su misma madre, y una inexplicable repugnancia de hablar sobre la materia, fueron motivos todos que le hicieron ocultar aquella circunstancia importante, proponi?ndose confi?rsela primeramente al padre Crist?bal. ?Mas c?mo se qued?, cuando preguntando por ?l, supo que no estaba ya en Pescarenico; que hab?a sido enviado ? un pueblo muy lejano, ? un pueblo que ten?a cierto nombre!...
--?Y Renzo?, dijo In?s.
--Est? en salvo, ?no es cierto?, replic? ?vidamente Luc?a.
--S?, porque todos lo dicen; se asegura que se ha refugiado en el territorio de B?rgamo; pero el paraje verdadero nadie puede decirlo: hasta ahora no ha dado noticias de su persona; es indispensable que no haya hallado el medio de hacerlo.
--?Ah, si est? en salvo, gracias sean dadas al Se?or!, dijo Luc?a; y procuraba mudar de conversaci?n, cuando ?sta fu? interrumpida por un suceso inesperado; tal fu? la aparici?n del cardenal arzobispo.
?ste, vuelto de la iglesia, donde lo hab?amos dejado, habiendo sabido por el Inc?gnito la llegada de Luc?a, fu? ? sentarse ? la mesa, haciendo colocar ? su derecha al se?or, en medio de un c?rculo de sacerdotes que no pod?an saciarse de lanzar ojeadas sobre aquel semblante tan dulcificado sin debilidad, tan humillado sin bajeza, y de compararle con la idea que desde largo tiempo ten?an de dicho personaje.
Concluido el desayuno, el Inc?gnito y el cardenal se retiraron de nuevo juntamente. Despu?s de un coloquio que dur? m?s que el primero, el se?or parti? para su castillo, montado en la misma mula de la ma?ana. El cardenal hizo llamar al p?rroco, y le manifest? que deseaba ser conducido ? la casa en donde Luc?a se hab?a refugiado.
--?Oh, monse?or!, respondi? ?ste, no os molest?is: har? avisar al momento ? la joven para que venga, como tambi?n la madre, si es que ha llegado, y tambi?n los due?os de la casa si quiere monse?or; todos los que vuestra se?or?a ilustr?sima guste.
--Deseo yo mismo ir ? verlos, replic? Federico.
--Vuestra se?or?a ilustr?sima no debe molestarse: enviar? ? llamarlos en seguida; es cosa de un momento, insisti? el p?rroco asaz oficioso ? impertinente ; mas no comprend?a que el cardenal quer?a con semejante visita rendir homenaje ? la desgracia, ? la inocencia, ? la hospitalidad y ? su propio ministerio ? un mismo tiempo. Pero habiendo el superior expresado de nuevo sus deseos, el inferior se inclin? y se puso en marcha.
Apenas los dos personajes pusieron el pie en la calle, cuando toda la gente se encamin? hacia ellos, acudiendo de todas partes, y rode?ndoles de manera que llegaban ? impedirles el paso. El p?rroco se esforzaba en decir: "vamos, atr?s, retiraos; ?m?s, m?s!". Y Federico le replicaba: "dejadlos, dejadlos", ? iba avanzando, tan pronto alzando la mano para bendecir al pueblo, tan pronto baj?ndola para acariciar ? los ni?os que embarazaban su marcha. De este modo llegaron ? la casa, en la cual entraron: la multitud permaneci? agrupada en la calle. El sastre se hallaba tambi?n entre la gente que hab?a seguido al cardenal, el cual con los ojos fijos en ?ste y la boca abierta, iba mir?ndole sin saber ad?nde se dirig?a. Al ver que el arzobispo entraba en su casa, se abri? paso, dejando ? la consideraci?n de los lectores el estr?pito que mover?a, gritando sin cesar: "dejad pasar ? quien debe"; y entr?.
In?s y Luc?a oyeron en la calle un ruido que ? cada paso se aumentaba: mientras pensaban lo que podr?a ser, vieron abrirse la puerta y aparecer el cardenal en compa??a del p?rroco.
--?Es aqu?lla?, pregunt? el primero al segundo; y ? una se?al afirmativa se dirigi? hacia Luc?a, que estaba all? con la madre, ambas inm?viles y mudas de verg?enza y sorpresa. Pero el tono de aquella voz, el aspecto, el continente, y sobre todo las palabras de Federico, las tranquilizaron prontamente. "?Pobre joven, dijo, Dios ha querido someteros ? una gran prueba; mas os ha hecho ver que siempre ten?a su vista fija sobre vos, y que no hab?ais sido olvidada! ?l os ha puesto en salvo, y se ha servido de vos para consumar una grande obra, para manifestar su misericordia ? un hombre, y para aliviar al propio tiempo ? otros muchos".
En esto apareci? en la estancia el ama de la casa, la cual, al ruido, se hab?a asomado ? la ventana, y habiendo visto qui?n entraba, baj? precipitadamente la escalera, despu?s de haberse arreglado lo mejor que pudo. El sastre entr? casi al mismo tiempo por otra puerta. Al ver trabada la conversaci?n, fueron ? reunirse ? un rinc?n, en donde permanecieron con aire respetuoso. El cardenal, salud?ndolos cort?smente, continu? su pl?tica con las mujeres, mezclando ? sus consuelos algunas preguntas, para ver si en las respuestas pod?a hallar alguna coyuntura de hacer bien ? quien tanto hab?a padecido.
--Convendr?a que todos los sacerdotes fuesen como vuestra se?or?a, que tomasen algunas veces el partido de los pobres, y no les ayudasen ? meterlos en medio de las mayores dificultades para ellos huir el cuerpo, dijo In?s, animada por el aire familiar y afectuoso de Federico, y encolerizada al pensar que el Sr. D. Abundio, despu?s de sacrificar siempre ? los dem?s, pretendiese tambi?n impedir una peque?a expansi?n de esp?ritu, la menor queja ? los que eran superiores ? ?l, cuando por una rara casualidad se presentaba una ocasi?n.
--Decid todo lo que pens?is, dijo el cardenal, hablad con libertad.
--Quiero decir, que si nuestro se?or cura hubiese cumplido con su deber, las cosas no hubieran llegado ? tal extremo.
--El se?or cura me dar? cuenta de este hecho, dijo el cardenal.
--No se?or, no, replic? In?s prontamente: no lo he dicho por esto; no le reprend?is, porque ya lo que est? hecho, hecho se queda; y adem?s, que de nada sirve: es un hombre de este car?cter; si el caso se presentase de nuevo, obrar?a del mismo modo.
Pero Luc?a, no satisfecha de aquel modo de referir la historia, a?adi?: "Nosotras tambi?n, nosotras tambi?n hemos obrado mal: se ha visto que la voluntad del Se?or era que la cosa no tuviese buen ?xito".
--?Qu? mal hab?is podido hacer, desgraciada joven?
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