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Words: 127841 in 69 pages

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--Oye, Gaspar; ?qu? est?s haciendo ah??

Contest? ?l interpelado con uno de esos gestos significativos que tanto privan entre las gentes de su ralea, y cuya significaci?n tantas veces pasa inadvertida, como ocurri? en el caso presente.

--?Est?s haciendo m?ritos para ingresar en un manicomio?--repuso el tabernero, atravesando la calle y extendiendo sobre la palabra escrita en la pared un pu?ado de barro que recogi? del suelo.--?No encuentras otro sitio, dime, donde escribir palabras como ?sa?

Mientras formulaba la segunda pregunta, el tabernero coloc? su mano menos sucia sobre la regi?n del coraz?n de su interlocutor. Este golpe? su pecho con la suya, di? un prodigioso salto y qued? inm?vil, en actitud de danza fant?stica puesto el brazo izquierdo sobre la cadera y el derecho en alto, y sosteniendo entre el pulgar y el ?ndice de la diestra un zapato sucio que previamente se hab?a sacado de uno de sus pies.

El tabernero volvi? a cruzar la calle y entr? en su establecimiento. Era un hombre de unos treinta a?os, de aire marcial y cuello de toro. Deb?a ser de un temperamento de fuego, pues aunque el d?a era uno de los m?s fr?os que disfrutaron los parisienses en aquel invierno crudo, iba en mangas de camisa y llevaba ?stas arremengadas hasta muy cerca de los hombros. En cuanto a prendas de cabeza, no usaba otra que la natural: una masa de pelo negro, ?spero y ensortijado. Era de tez morena y buenos ojos, de mirar implacable. Evidentemente era hombre de gran resoluci?n y prop?sitos inquebrantables, uno de esos hombres con los cuales ser?a peligroso tropezarse en un sendero estrecho bordeado por dos abismos, pues es seguro que por nada ni por nadie volver?a sobre sus pasos.

La se?ora Defarge, esposa del tabernero en cuesti?n, estaba sentada detr?s del mostrador cuando aqu?l entr? en el establecimiento. Era mujer de constituci?n robusta, aproximadamente de la edad misma que su marido, de ojos vigilantes, aunque muy contadas veces parec?a mirar a ning?n objeto determinado, grandes manos cubiertas de sortijas, cara de l?neas en?rgicas, expresi?n reservada y aire de perfecta compostura. Una de las caracter?sticas de la se?ora Defarge consist?a en no sufrir nunca equivocaciones que redundasen en perjuicio de sus intereses en ninguna de las operaciones del establecimiento. Extremadamente sensible al fr?o, iba envuelta en pieles y abrigaba su cabeza con un chal de colores chillones que la cubr?a por completo, bien que dejando a la vista los grandes pendientes que adornaban sus orejas. Ten?a frente a s? su calceta, pero la hab?a dejado sobre el mostrador para consagrar algunos minutos a la limpieza de su dentadura, lo que estaba haciendo con un mondadientes. Absorta en su ocupaci?n, con el codo derecho apoyado sobre la mano izquierda, nada dijo la se?ora Defarge cuando su marido entr? en el establecimiento, pero dej? oir una tosecita apenas perceptible. La tosecita, combinada con un ligero enarcamiento de sus cejas, negras como el ala del cuervo y perfectamente arqueadas, di? a entender a su marido la conveniencia de dar un vistazo a los clientes, entre los cuales acaso encontrase alguno nuevo que hab?a llegado a la taberna mientras se encontraba en la calle.

--Ese es nuestro hombre.

Fingi? el tabernero no reparar en la presencia de los dos personajes desconocidos, y entabl? conversaci?n con el triunvirato que estaba bebiendo junto al mostrador.

--?Qu? tal, Santiago--pregunt? uno de los tres al buen Defarge,--se han tragado todo el vino que sali? de la barrica?

--Hasta la ?ltima gota, Santiago--contest? Defarge.

No bien hicieron los interlocutores el intercambio de sus nombres de pila, la se?ora Defarge tosi? otro poquito y arque? de nuevo las cejas.

--Pocas veces--observ? el segundo de los parroquianos del mostrador--tienen esos bestias miserables ocasi?n de conocer a qu? sabe el vino, ni nada que no sea el pan negro y la muerte: ?no es verdad, Santiago?


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