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Words: 5188 in 2 pages
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: Adán y Eva en el paraíso by Queir S E A De Amado Enrique Translator - Adam (Biblical figure) Fiction; Eve (Biblical figure) Fiction; Short stories Portuguese Translations into Spanish
jas de Jacob. Yendo ya con las sandalias rotas del largo camino, pisando tierras de la Judea Romana, un d?a, cruz?ronse con un sombr?o fariseo, que retornaba a Efrain, montado en su mula. Detuvieron, con devota reverencia, al hombre de la Ley. ?Hab?a encontrado ?l, por ventura, a ese nuevo Profeta de Galilea que, como un Dios paseando en la tierra, esparc?a milagros? La corva faz del Fariseo se oscureci? arrugada, y su c?lera retumb? como un tambor orgulloso:
--?Oh, esclavos paganos! ?Oh, blasfemos! ?En d?nde o?steis que existiesen profetas o milagros fuera de Jerusal?n? Solo Jehov? tiene fuerza en su templo. De Galilea salen los necios y los impostores...
Por ese tiempo, un Centuri?n Romano, Publius Septimus, mandaba el fuerte que domina el valle de Cesarea, hasta la ciudad y el mar. Hombre ?spero, veterano de la campa?a de Tiberio contra los Partos, Publius hab?ase enriquecido durante la revuelta de Samaria con presas y saqueos, pose?a minas en el ?tica, y gozaba, como supremo favor de los Dioses, la amistad de Flacus, Legado Imperial de la Siria. Mas un dolor ro?a su poderosa prosperidad, lo mismo que un gusano roe un fruto suculento. Su ?nica hija, m?s amada para ?l que vida y bienes, iba enflaqueciendo con un mal sutil y lento, extra?o hasta al saber de los m?gicos y esculapios que se mandaran consultar a Sid?n y a Tiro. Blanca y triste como la luna en un cementerio, sin una queja, sonriendo p?lidamente a su padre, adelgazaba, sentada en la alta explanada del fuerte, bajo un velario, alongando los tristes ojos negros por el azul del mar de Tiro, por el cual ella navegara, volviendo de Italia, en una opulenta galera. A las veces, un legionario, a su lado, entre las almenas, apuntando lentamente a lo alto la flecha, atravesaba una gran ?guila, que volaba serena, en el cielo rutilante. La hija de Septimus segu?a un momento el ave, dando vueltas en el aire hasta caer muerta sobre las rocas; despu?s, con un suspiro, m?s p?lida y m?s triste, recomenzaba a mirar para el mar.
Ello es que como entonces Septimus oyese contar a unos mercaderes de Coraz?n, de este admirable Rab?, tan potente sobre los Esp?ritus, que sanaba los males tenebrosos del alma, destac? tres decurias de soldados para que lo buscasen por la Galilea y por todas las ciudades de la Dec?pola, hasta la costa y hasta Ascal?n. Los soldados dispusieron los escudos en los sacos de lona, espetaron ramos de oliva en los yelmos, y ferradas las sandalias apresuradamente, apart?ronse, resonando sobre las losas de basalto del camino romano que desde Cesarea hasta el Lago corta toda la Tetrarqu?a de Herodes. De noche, sus armas brillaban en lo alto de las colinas, por entre la llama ondeante de los hachones erguidos. De d?a, invad?an los casales, rebuscaban en la espesura de los pomares, chuzaban con la punta de las lanzas la paja de las hacinas; en tanto que las mujeres asustadas, acud?an para amansarlos, con bollos de miel, higos nuevos y escudillas llenas de vino, que los soldados beb?an de un trago, sentados a la sombra de los sicomoros. Corrieron as? la Baja Galilea, y del Rab? solo hallaron un surco luminoso en los corazones.
Un amanecer, cerca de Cesarea, marchando por un valle, echaron de ver sobre un otero un verdinegro bosque de laureles, en donde blanqueaba, recogidamente, el fino y claro p?rtico de un templo. Un viejo, de largas barbas blancas, coronado de hojas de laurel, vestido con una t?nica de color de azafr?n, asiendo una corta lira de tres cuerdas, esperaba sobre los pelda?os de m?rmol, la aparici?n del sol. Desde abajo, los soldados, agitando un ramo de olivo, vociferaban al Sacerdote. ?Conoc?a ?l a un nuevo Profeta que apareciera en Galilea, tan diestro en milagros, que resucitaba a los muertos y trocaba el agua en vino? Alargando los brazos, el sereno viejo exclam? por sobre la rociada verdura del valle:
--?Oh, romanos! ?Por qu? cre?is que en Galilea o Judea aparezcan profetas consumando milagros? ?C?mo podr? un b?rbaro alterar la Orden instituida por Zeus?... ?M?gicos y hechiceros son vendedores ambulantes que murmuran palabras huecas, para arrebatar la propina a los simples...! Sin el permiso de los Inmortales, ni un reto?o seco puede caer del ?rbol, ni hoja seca puede ser sacudida en el ?rbol. No hay profetas, no hay milagros... ?Solo Apolo D?lfico conoce el secreto de las cosas!
Los soldados, entonces, muy despacio, con la cabeza ca?da, como en una tarde de derrota, recogi?ronse a la fortaleza de Cesarea. Fue grande el desconsuelo de Septimus, por ver que su hija mor?a, sin una queja, mirando el mar de Tiro, siendo as? que la fama de Jes?s, curador de l?nguidos males, crec?a cada vez m?s consoladora y fresca, como el aire de la tarde que sopla de Herm?n, y a trav?s de los huertos, reanima y levanta las azucenas pendidas.
Viv?a por ese tiempo, entre Enganim y Cesarea, en una casa arruinada, sumida en lo m?s oculto de un cerro, una viuda, mujer m?s desgraciada que todas las mujeres de Israel. Su ?nico hijito, todo tullido, hab?a pasado del magro pecho a que ella le criara, a los harapos del podrido jerg?n, en donde ya llevaba siete a?os gimiendo y consumi?ndose.
A ella tambi?n una enfermedad la comprimiera dentro de trapos jam?s mudados, dej?ndola m?s oscura y torcida que una cepa arrancada. Creci? la miseria espesamente sobre ambos, como el moho sobre cazos perdidos en un yermo. En la l?mpara de barro colorado secara ya el aceite. No quedaba grano ni corteza dentro del arca pintada. La cabra, sin pasto, muriera en el est?o. Sec? la higuera en el quintal. Tan lejos de poblado, nunca limosna de pan o miel entraba en la choza. ?Con hierbas cogidas en las hendiduras de las rocas, cocidas sin sal, nutr?anse aquellas criaturas de Dios en la Tierra Escogida, en la cual hasta a las aves mal?ficas sobraba el sustento!
Un d?a apareci? un mendigo por all?, entr? en la choza, reparti? de su l?o con la amargada madre, y sentado en la piedra del lar, rasc?ndose las heridas de las piernas, cont? de esa grande esperanza de los tristes, de ese Rab? que apareciera en Galilea, que de un pan hac?a siete, y amaba todas las criaturas, y enjugaba todos los llantos, y promet?a a los pobres un grande y luminoso reino, de abundancia mayor que la corte de Salom?n. La mujer escuchaba con ojos hambrientos. ?Y ese dulce Rab?, esperanza de los tristes, en d?nde se encuentra? El mendigo suspir?. ?Ah, ese dulce Rab?, cuantos lo deseaban, se desesperanzaban! Andaba su fama por sobre toda la Judea, como el sol que hasta por cualquier viejo muro se extiende y se goza; mas para distinguir la claridad de su rostro, solo aquellos dichosos que eleg?a su deseo. Tan rico como es Obed, mand? a sus siervos por toda Galilea para que le buscasen a Jes?s, y con promesas le trajeran a Enganim; tan soberano, Septimus, destac? a sus soldados hasta la costa del mar, para que buscasen a Jes?s, y por orden suya lo condujeran a Cesarea.
Errando, pidiendo limosna por tantos caminos, hall? a los siervos de Obed y luego a los legionarios de Septimus. Retornaron todos, derrotados, con las sandalias rotas, sin haber descubierto en qu? matorral o ciudad, en qu? cubil o palacio, se escond?a Jes?s.
Ca?a la tarde. Cogi? el mendigo su bord?n y descendi? por el duro camino, entre el brezo y las rocas.
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